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La sensación del viento al contacto con su rostro era una de las que más le agradaban, le hacía sentir como si pudiera volar. Si no fuera porque manejaba su bicicleta, le hubiese gustado cerrar los ojos y dejarse llevar por aquella caricia que le resultaba mágica y estimulante.
Era el día de los enamorados, por lo que el pequeño pueblo costero de Albujía parecía encontrarse especialmente colorido. Azul detuvo su bicicleta frente al puerto de la ciudad desde donde le agradaba observar las embarcaciones que llegaban y las que salían, el movimiento de las personas que trabajaban en la zona o el revuelo de las gaviotas alrededor.
Solía detenerse allí cada mañana solo para empaparse del olor a mar e imaginarse cómo se sentiría poder volar y planear en el cielo como una gaviota. Por eso mismo le había puesto ese nombre a su bicicleta antigua, la que le había regalado su padre hacía un tiempo por su cumpleaños.
Azul tenía un estilo peculiar, le gustaba vestirse con muchos colores, incluso aunque algunas veces estos no combinaran demasiado bien entre sí a los ojos de la mayoría de las personas, casi siempre llevaba puesto un sombrero de jean tipo pescador que tenía en medio un enorme girasol y usaba faldas largas con zapatillas deportivas o enterizos con tirantes. Su cabello castaño claro y lleno de rizos, siempre iba suelto y a sus anchas, salvo en los días de mucho calor o cuando daba clases, para las cuales solía hacerse un rodete algo desaliñado. Nada en su colorida apariencia daba la sensación de que, por dentro, se sintiera sola y lidiara con un corazón roto.
Hacía muchos años, en una de las largas y silenciosas horas que compartía con su padre mientras salían a pescar, él le había hablado del amor. Cuando eso, Azul no tenía más que catorce años y se había enamorado por primera vez, su padre la había descubierto unos días antes mientras dibujaba corazones en su cuaderno con las iniciales A y P, que significaban Azul y Pablo.
En esa oportunidad, ella pensó que su padre la regañaría, sin embargo, él le contó su historia de amor con su madre, quien había fallecido cuando Azul tenía cuatro años, y le comentó lo feliz que habían sido juntos.
—¿Cómo sabré si es amor de verdad? —quiso saber Azul en aquel entonces—. ¿Cómo saber si es un amor como el tuyo y el de mamá?
—El amor hoy en día se confunde mucho —dijo su padre pensativo—. Todo está demasiado mediatizado y la verdad es que el amor que venden los medios de comunicación no siempre es el amor verdadero —añadió—. Las mariposas en el estómago, las piernas que se te aflojan, el corazón que se te sale del cuerpo, todo eso es una parte, una etapa del amor: el enamoramiento —comentó—, pero eso se acaba, y lo que queda después de eso, si es que algo queda, ese es el amor verdadero, cariño. Amar al otro como es, con sus virtudes, pero también con sus defectos, no pretender cambiarlo sino aceptarlo y amar incluso aquellas cosas que lo hacen imperfecto.
El hombre hizo un silencio tras aquella explicación y perdió unos minutos la vista en el horizonte. Azul pensó que ya había terminado hasta que giró su rostro hacia ella y volvió a hablar.
—Tienes que prometerme una cosa, Azul...
—¿Qué? —inquirió la muchacha con los ojos brillantes cargados de ilusión.
——zanjó con decisión—. Eres una chica peculiar, tienes un brillo especial y características que te hacen ser quién eres, nunca permitas que nadie te haga sentir que no vales, no dejes que en el nombre del amor te pidan que cambies o seas alguien que no eres.
—Está bien... —respondió Azul sin comprender del todo la magnitud de aquella promesa.
Su padre le regaló una sonrisa y luego volvió la mirada al agua silenciosa y clara en la que intentaban pescar.
—A veces, las personas confunden amor con posesión, creen que cuando amas a alguien eres su dueño. No hay concepto más equivocado que ese, pero bajo esa premisa, buscan cambiar al otro, adecuarlo a lo que desean que sea.
—No lo comprendo muy bien...
—Te contaré una leyenda —dijo entonces el hombre y Azul se preparó ansiosa para oírla—. Había una vez una pareja compuesta por el hijo de un guerrero y una joven muy bella, sus padres estaban de acuerdo con la unión, por lo que la boda se llevaría a cabo. Los jóvenes, se amaban tanto que acudieron al brujo del pueblo para que les diera un conjuro que hiciera que su amor fuera eterno.
—¡Qué romántico! —dijo Azul con los ojos cargados de emoción.
—El caso es que el brujo mandó al joven a las montañas del norte a buscar al halcón más vigoroso y fuerte; y a la muchacha a las montañas del sur a buscar al águila más cazadora y que volara más alto. A ambos les dijo que le trajeran las aves con vida y así lo hicieron.
—¿Y para qué? —inquirió la muchacha con genuino interés.
—Bueno, cuando se las trajeron, luego de varios días, el brujo les preguntó si eran las mejores, a lo que ellos dijeron que sí. Entonces, les pidió que las ataran la una a la otra y luego las dejaran en libertad. Así, las aves no pudieron volar, se tropezaban, se estorbaban, se lastimaban, se atascaban mutuamente...
—Oh... pobrecitas —susurró Azul imaginándose a las desdichadas aves.
—Y el brujo dijo entonces que atadas la una a la otra, ninguna podría volar. Entonces les regaló un conjuro que hacía énfasis en que el amor no debe ser una atadura ni generar dependencia, les aconsejó que se respeten mutuamente y nunca se impidan volar. Les prometió que, si se amaban así, el amor crecería y sería eterno, pues lo que limita al alma tarde o temprano muere.
—¡Qué bonito! —exclamó Azul con la mirada inquieta y el corazón agitado.
—Muy bonito, pero no tan sencillo. Amar así requiere de una madurez que no todo el mundo posee. La leyenda del águila y el halcón es muy interesante, deberías buscarla en internet y leerla, ya que al final dice más cosas que no recuerdo con exactitud. De todas formas, hija, no dejes que nadie amarre ni corte tus alas nunca —afirmó y volvió a sumirse en su típico silencio de pescador experimentado.
Azul recordaba esa leyenda constantemente, sobre todo cada vez que volvía a lidiar con un corazón roto a causa de un amor que no pudo ser. Observó entonces a un joven con un enorme ramo de rosas blancas y a otro con un peluche gigante de color rosado, ambos iban con una sonrisa en el rostro y Azul se imaginó que se encaminaban a ver a sus novias en ese día en que el mundo celebraba el amor.
Volvió a montar en su bicicleta y sonrió, siempre había sido una romántica empedernida y no perdía la esperanza de hallar a su gran amor, aquel que, como el guerrero de la leyenda, la amara de tal manera que construyeran juntos un amor eterno.
Algunas de sus amigas le decían que eso no era real, que eran cuentos estúpidos que idealizaban el amor y que mientras no cambiara su forma de pensar no lo hallaría jamás, pero ella aún se aferraba a aquella idea, por lo que le gustaba mirar de reojo a las parejas enamoradas en las plazas mientras se imaginaba sus historias de amor y el futuro que le esperaba.
Sin embargo, ese día no hallaba aquel pensamiento tan positivo, el corazón roto le pesaba y el dolor causado por el desamor de Alexis aún le dolía en el alma. A todo eso, el amor que rodeaba el ambiente le lastimaba en la herida.
Sacudió su cabeza para sacar de allí los pensamientos tristes, y manejó su bicicleta hacia el hogar de ancianos decidida a disfrutar un poco más del viento que le acariciaba el rostro y le recordaba una vez más, que aún estaba viva.
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