Había una vez...
Había una vez un niño llamado Manuel. Tenía ocho años y un montón de amigos y familia, como cualquier otro. Pero a veces, cuando Manuel podía disfrutar de un momento de tranquilidad, le gustaba imaginar cosas.
Cosas fantásticas, cosas increíbles, cosas... enigmáticas. Cualquier idea que le pasara por la cabeza, por loca que fuera, le servía para convertirla en una aventura imaginada y pasar el rato.
Lo que más le gustaba imaginar a Manuel eran dragones. Los imaginaba de todos los colores, formas y tamaños posibles. A veces, si tenía papel y lapiceros de colores, también los dibujaba. Así era como tenía una bonita colección de dibujos de dragones, hechos por él, colgada en la pared de su habitación.
A Manuel a menudo lo llevaban al parque, a uno muy grande que había cerca de su casa, donde había de todo. Tenía columpios y toboganes de muchas formas y tamaños, y una piscina de arena enorme, y una cafetería con terraza y bancos para la gente mayor, todo rodeado de árboles y jardines.
Ese día Manuel estaba más contento que nunca por ir al parque, pues se había ganado, por buen comportamiento, una piruleta que le gustaba mucho y que sólo tenían en la cafetería de allí.
No tardaron en llegar al lugar. Sorteando mesas y sillas, Manuel corrió al mostrador y mostró el dinero a la señora tras el mueble.
—Hola, Manuel. ¿Qué es lo que quiere este señorito?— le dijo ella sonriendo con picardía, adivinando ya a qué venía.
—¡Hola, señora Esme! ¡Deme una piruleta de fresa!— pidió Manuel ansioso.
—Manueeel, qué se diceee— lo reprendió tras él su madre. Siempre era lo mismo, por lo que enseguida el niño reaccionó.
—¡Por favor!— exclamó, no fuera que se quedara sin su premio.
En respuesta, la señora Esme agarró una piruleta de las normales.
—¡No, no! ¡Quiero una de las grandes!— se alteró Manuel. -¡Mire, traigo suficiente dinero!
La señora Esme sonrió y, divertida, le acercó una de las más grandes para alegría de él.
-¿Ya podrás con tanta piruleta?- le preguntó, a lo que Manuel asintió con energía y, tras tomarla, se fue corriendo hacia los columpios. -¡Manuel, el cambio!- lo avisó la señora Esme, pero no la hizo caso, porqué su mamá ya estaba ahí para tomarlo.
Luego, como siempre, su mamá se sentaría en una mesa de la terraza de la cafetería para tomar un té mientras vigilaba cómo él jugaba, por lo que el niño no se preocupó más de nada.
Manuel estaba tan tranquilo, jugando mientras andaba sumergido en sus imaginaciones, cuando de pronto se sintió raro y vió, de reojo, algo que lo alertó.
Se giró lo más rápido que pudo para comprobar si eso era real, pero sólo para no encontrar nada. Entonces pensó que su imaginación le había jugado una mala pasada, por lo que siguió con lo suyo. Pero se volvió a sentir otra vez raro al cabo de poco, como antes de entrever aquello.
Esta vez no se precipitó. Aunque nervioso, dejó de jugar y respiró profundamente para ver si así desaparecía esa sensación, pero esta no menguó.
Lentamente, volvió a mirar de reojo.
Y ahí estaba. Un ojo enorme de reptil tenía su mirada clavada en él. ¡Era real! ¡Tenía que serlo!
Pero no. Al volver a mirar de golpe, ¡"eso" había vuelto a desaparecer! ¡Pareciera que algo enorme se escurriera de él!, pensó algo enfadado Manuel. Porque esta vez estaba seguro de lo que había visto, pero seguía sin encontrarlo a pesar que ahora aun sentía esa presencia. Y no, no era su madre vigilándolo.
Manuel suspiró. Sólo le quedaba una salida, y era la de tener paciencia. Por eso ideó una estrategia para cazar a ese monstruo y, otra vez calmo, se levantó y fue hacia un lugar más tranquilo y cubierto, porque el otro lado del parque estaba más desierto y lleno de árboles y arbustos.
Sin salir del campo de visión de su mamá, llegó hasta un lugar donde la foresta lo aislaba un poco, paró su caminar y respiró para tomar valentía.
Entonces, volvió a girar su vista lentamente, pero esta vez sin dejar de mirar hacia el suelo, buscando de soslayo aquello que captaba su atención, sin soltar lo poco que veía de reojo.
Y entonces su mirada de nuevo atrapó algo. Era una uña de una garra verde. De una garra con varios dedos. De dedos enormes y verdes que pertenecían a una pata rasposa. Una pata que aguantaba un pecho verde. Con otra pata verde.
Aquí Manuel tragó saliva. Tras esas patas y ese pecho, se adivinaban unas alas membranosas, verdes, por lo que lo siguiente era... La cabeza.
Un morro de reptil, alargado y verde, lo miraba desde las alturas. Sus ojos eran violetas, y dos elegantes cuernos coronaban esa cabeza de dragón, el cual no se intimidaba a pesar de haber sido descubierto.
Entonces Manuel pensó... ¿Se lo querría comer?
No, si fuera así su mirada sería más mala. En cambio, la expresión de ese gran animal sólo desprendía curiosidad.
¿Qué podría querer ese grande animal de él...?
A no ser que...
Manuel no empezó a sentirse raro hasta que desenvolvió la piruleta. Bueno, en realidad no fue hacia al cabo de un rato que se dió cuenta de eso, pero quizás fue porque al principio de lamer el dulce estaba demasiado contento como para darse cuenta. Pero es que no tenía más explicación.
* * *
Rufino se sorprendió. ¿No estaba ese niño ahora mirándolo? ¿Lo estaba viendo... de verdad??
Juraría que sí.
Pero, ¿y si sólo lo parecía?
Podría estar mirando algo justo detrás de él. A través de él.
Ante la duda, Rufino el dragón estaba por desaparecer y volver a su mundo, cuando el niño levantó su mano ocupada hacia él y dijo:
-¿Quieres?
El dragón se quedó estupefacto viendo esa cosa que le ofrecía y que hasta hace poco estaba lamiendo con mucho gusto. No sabía lo que era pero tampoco le importaba. Su interés estaba en otro hecho.
¡El niño le había hablado! ¡A él! Entonces, ¡sí lo estaba viendo!
Rufino se emocionó mucho. ¡Hacía siglos desde la última vez que ocurrió algo así! Y no fue a él, sino que le pasó a un conocido dragón llamado Paf, dándole a ese dragón una de las mejores amistades que nunca había tenido.
Al entender lo que eso significaba, Rufino lloró de la alegría, dejando escapar dos lágrimas.
Al ver eso, el niño se entristeció.
-¿Porqué lloras? ¿He hecho algo mal?
-No, al contrario. Lloro porqué estoy muy contento de que me puedas ver. Me siento muy solo, y me gustaría mucho que fueras mi amigo. ¿Te gustaría serlo?
El niño abrió mucho los ojos.
-¡Me encantaría!-exclamó.
***
Todo esto era observado por un ente que nadie podía ver.
Se llamaba Rufino, y era un ser mágico al que le gustaba espiar a la gente en sus ratos libres, que eran muchos. En especial, le gustaba mucho observar a los niños y niñas humanos, porqué estos eran más divertidos y originales que sus mayores.
Era normal que hiciera eso, porqué se aburría mucho. Aunque su mundo tenía todo lo que necesitaba, ya no era suficiente para él. Suerte que, como ser mágico que era, podía viajar a otros mundos para hacer el turista.
Pero cuando hacía eso, se volvía invisible para los seres de esos otros mundos, por lo que así no lo podía ver nadie. Y eso era porqué Rufino era muy distinto a la gente de esos mundos y, en algunos casos, los podía asustar mucho, especialmente a los humanos.
Pues él era un dragón.
Rufino era verde, grande, con cuernos también verdes y grandes alas membranosas, y una larga cola con una cresta que se extendía por todo su lomo hasta sus orejas.
A pesar de su embergadura, era más ligero de lo que aparentaba, ya que estaba lleno de aire caliente, y por ello cuando caminaba no hacía casi ruido.
Ahora, estaba siguiendo a un niño. Este niño le parecía especial, pues al echar una mirada al lugar donde vivía descubrió todos esos dibujos que el niño había hecho sobre dragones. Algunos incluso se le antojaron familiares, pues se parecían a otros dragones que él conocía. Por eso, intrigado, llevaba toda la tarde observándolo.
***
El niño hacia cosas raras. Buscaba algo, casi juraría que lo buscaba a él. Pero no podía ser, debía ser una coincidencia, ya que las dos veces que se giró en su dirección su mirada lo atravesó, como debe ser. Luego se calmó, pero de pronto se levantó de donde estaba y se dirigió hacia los árboles del otro lado.
Encuriosido por la actitud del niño, Rufino se dispuso a seguirlo.
***
Y así empezó otra bella amistad entre un niño y un dragón mágico, de nuevo. Porqué como ya sabemos, no es la primera vez que pasa, ni la ultima vez que pasará.
Manuel y el dragón se presentaron por sus nombres, y a partir de ese momento fueron inseparables hasta que Manuel creció del todo, momento en que no pudo ver más a su querido dragón. Porqué, como es sabido, los adultos no pueden ver las cosas mágicas.
Pero Manuel nunca olvidó a Rufino. Siguió viviendo con él en su corazón, y cuando tuvo hijos les contó sus aventuras como si fueran un cuento, y también más tarde los publicó para compartirlos con los demás niños del mundo.
Y cuento contado, cuento acabado.
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