1. Llamada
Mi teléfono vibra sobre la mesita de noche iluminando la oscuridad de la habitación, con sus intervalos de luz y ruido y el golpeteo contra la madera. Hace poco me he metido en la cama con la intención de dormir, y no lo he logrado. Siempre estoy ansiosa por este momento.
Tampoco me extraña de quien está llamándome a estas horas, porque de alguna forma me he acostumbrado a esperarla. Miro el despertador y los números en rojo indican que son las once en punto. La hora exacta. Sonrío, al tiempo que mi piel se eriza.
«Es él».
Lo tomo justo después de los tres primeros tonos, ya lo tengo calculado y es solo para hacerle esperar un poco, aunque por dentro esté ansiada y esto solo se convierte en una acción ridícula. Hay una razón muy importante para que me esté llamando y por eso sé que no se irá.
Desearía que no hubiera ninguna, más que el hecho de venir a verme, pero la hay, y es el motivo por lo que esto ocurre desde aquella primera vez en que descubrí su adicción y me convertí en su cura.
Contesto en el momento justo.
―Hola ―digo a Adam, el chico sobre el que gira mi existencia y qué si se acabara la suya, también la mía.
Suena algo extremista, pero es de la forma en que se ha ido volviendo con el pasar del tiempo.
―¿Estás dormida?
―Sabes que no ―respondo y una sonrisa de satisfacción se escucha al otro lado―. ¿Estás en crisis? ―pregunto, aunque esta siempre sobra.
Adam siempre aparece cuando los atisbos de su tormenta amenazan con volverse un huracán. El preciso momento en que me necesita para aquietarla.
―Ya sabes ―responde lo que ya tengo claro―, ¿te apetece? ―pregunta y luego se sonríe por su mismo cinismo tratando de ser el caballero que no es.
Algo que debería molestarme, pero que no lo hago porque lo conozco muy bien. Es así desde que me confesara sus deseos lujuriosos e irrefrenables, y me pidiera desesperado que le ayudara a aliviarlos.
En principio no lo entendía, pero luego cuando se quitó la ropa e hizo que mis hormonas estallaran una a una, supe a la perfección de que se trataba. Solo quería coger.
―Ya sabes que no tienes que preguntar. Solo sube ―digo.
Cuelgo el teléfono largando un suspiro. Debería pensar que es un descarado; pero él es así, y así lo he aceptado desde que le conocí. Tampoco es un pedido arbitrario que me haya hecho antes, es el juego en el que estamos envueltos desde que el uno entró en la vida del otro. No puedo decirle que no.
Nunca puedo.
Tampoco quiero, porque en el fondo sabe que suspiro por él, y que le deseo. Soy consciente que se aprovecha de eso porque, a pesar de esa verdad a gritos, a mí no me disgusta entregarme. Además, que me he consagrado como el calmante de sus bajas pasiones.
Espero solo un rato, el suficiente tiempo para que suba los tres pisos del viejo edificio sin ascensor donde vivo porque no puedo pagarme algo más costoso. Después que entre me sacará todo lo que llevo debajo, aunque solo son los calzones. Bajo de la cama, enciendo la luz de la lámpara y voy hasta la puerta, en el momento exacto que sé que ya está allí listo para llamar. Hacerlo es solo una mera formalidad.
Al abrirla, su cara muestra una sonrisa complacida, que solo embellece más su rostro cuando sus pómulos se alzan y retuerce sus labios. Ese es el hombre por el que me derrito en silencio. Pero jamás trato de exteriorizarlo para no perturbar estos momentos, aunque por dentro grite que por primera vez me quiera, así sea solo un poquito.
Al final, lejos de mis suspiros, esto es solo un trato con beneficios que durará hasta que él encuentre a alguien que le comprenda y tome mi lugar. Quizás es el peor trato del mundo porque es obvio que mi corazón se partirá en dos cuando llegue ese momento; pero, hasta ahora me he conformado con ello en silencio.
―Entra ―digo mordiendo mi labio, haciendo un gesto señalando con mi cabeza hacia la estrecha habitación, donde pasaremos las siguientes siete horas hasta que llegue la mañana y el ímpetu de su lujuria desaparezca.
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