Capitulo 1
Cuando desperté, un dolor me consumió por completo. La habitación empezó a dar vueltas, así que pestañeé un par de veces. El mareo no tardó en llegar y el estómago se me revolvió. Lo veía todo distorsionado. Tenía la vaga sensación de estar en el lugar equivocado, sin ningún control sobre lo que sucedía. El techo comenzó a desplomarse sobre mi cuerpo flácido.
Gemí de dolor.
Tenía un sabor amargo en la garganta. Me estabilicé al cabo de unos segundos y, poco a poco, el espacio empezó a tomar forma. Las sombras se tiñeron de color. Cuando el mareo cesó, comprobé que estaba en mi habitación. Una sábana blanca me cubría de los pies al cuello y, extrañamente, estaba húmeda. Supe de inmediato que algo no iba bien: tenía la frente mojada, los huesos me dolían y cualquier movimiento lo empeoraba todo. No tardé en darme cuenta de que estaba empapada en sudor. Maldije en voz baja cuando el dolor se volvió más intenso.
—¿Hannah? —dijo alguien desde el rincón. La voz sonaba lejana.
Mi cabeza palpitaba mientras trataba de comprender qué había sucedido. Lo último que mi cerebro alcanzaba a evocar era un vago recuerdo del instituto. Sin embargo, solo eran momentos efímeros, piezas incompletas. Nada que pudiera ayudarme a resolver la incógnita.
—¿Qué ha pasado? —pregunté al vacío. Mi voz sonó como si hubiera bebido alcohol. Era áspera, ronca.
—Un accidente —respondió a lo lejos la voz masculina—. Nada grave. No hay de qué preocuparse.
Me sobresalté. Sentí pánico al escuchar a un hombre en mi habitación. No me sentía segura. Me incorporé rápidamente y me froté la cabeza con las manos. Apreté los ojos. Mi tortura física seguía en aumento.
—No te preocupes, el dolor se te pasará en unos minutos. Te he dado una pastilla que te aliviará —explicó—. Soy el doctor Richard, Hannah.
Saber que se trataba de un médico me ayudó a relajarme, pero no lo suficiente. Seguía mareada y con fuertes palpitaciones en la cabeza, por no mencionar la inquietud que me causaba no recordar lo que había pasado.
Moví los labios e intenté hablar con coherencia.
—¿Qué clase de accidente?
Pronunciar esas palabras fue un reto. Me dolían todos los músculos del rostro. Era como si me hubieran golpeado con un bate en la cara. Por supuesto, mi voz quebrada revelaba mi sufrimiento: si había tenido un accidente y un médico se encontraba en mi habitación, se trataba de algo preocupante.
—No es nada grave —insistió. Su tono era suave, tranquilizador. Incluso percibí una sonrisa amable. Guié mi vista hacia el rincón desde el que provenía la voz. El hombre tenía una dentadura totalmente blanca y sus labios eran delgados y viejos. Tan arrugados y gastados como el pantalón que llevaba puesto—. Fue en el instituto, mientras jugabais a fútbol. Te golpearon con una pelota en la cara y te desmayaste. Pero como he dicho, no hay nada de qué preocuparse.
Dudé. Yo no era precisamente una chica distraída. Era cuidadosa con lo que hacía y definitivamente no era tan despistada como para acabar en un campo de fútbol en pleno partido. Podía ser peligroso. Además, no se me daba bien dar patadas a un balón, se me daba mejor jugar a baloncesto.
Examiné al hombre unos segundos. Me sostuvo la mirada mientras sonreía. Vi que guardaba una jeringa vacía en el bolsillo de su bata arrugada. Era un hombre con el rostro surcado por cientos de líneas. Parecía que se dedicaba a un trabajo que lo apasionaba desde hacía mucho tiempo.
Como no pestañeó, decidí apartar la vista. Y entonces la habitación volvió a dar vueltas durante unos segundos.
—¿Dónde está mi madre?
Me presioné de nuevo la cabeza con los dedos.
—Estoy aquí. —La voz sonó cerca. Tal vez procedía de la puerta, que estaba cerca de la cama. Oírla me tranquilizó. La busqué con la mirada rápidamente.
—Mamá —dije adormilada—. ¿Qué ha pasado?
—Ya te lo ha dicho el médico, un accidente en el instituto. —Su voz era apaciguadora, formal, como la que utilizaba con los estudiantes. Se había acostumbrado tanto a hablar de esa manera que, a veces, se olvidaba de que yo era su hija además de una alumna—. Afortunadamente todo está bien, es decir, tú estás bien. Y según el doctor Richard, el dolor de cabeza se te pasará pronto.
—Eso significa que no hay excusa para librarme de ir a clase mañana, ¿verdad? —Afortunadamente, mi sentido del humor no me había abandonado. Lo había preguntado con la esperanza de que me dieran al menos un día de descanso. Ser la hija de la directora del instituto no era nada fácil. Y si alguien creía que tenía privilegios, estaba muy equivocado. De hecho, tenía más obligaciones.
Escuché su risa suave.
—Exacto. Así que ponte al día, he pedido a los profesores que te envíen por correo las actividades de ayer y de hoy.
—¿Cómo? ¿Pero cuánto tiempo llevo aquí? —Estaba confundida. Ahora entendía por qué me dolía todo el cuerpo y por qué tenía un cardenal en el brazo. Había tenido las vacaciones más largas de mi vida y ni siquiera las había disfrutado. No era justo.
—Dos días. —La voz del doctor Richard resonó en la habitación. De nuevo, todo dio vueltas—. Necesitabas descansar.
Intenté recordar el accidente, pero fui incapaz. No había más que oscuridad. Los recuerdos no existían, se habían perdido en algún lugar de mi cerebro.
—No recuerdo nada —comenté. Tenía la voz ronca—. ¿Por qué no lo recuerdo?
Me molestaba no saber qué había sucedido, que mi mente no pudiera darme una respuesta. Me sentía como el abuelo de Cara, que olvidaba las cosas más simples, como, por ejemplo, que se había puesto las gafas en la cabeza o dónde había estado el fin de semana. Era abrumador. Simplemente necesitaba crear una imagen con lo poco que el doctor Richard y mi madre me habían dicho, y resultaba muy frustrante.
—Lo harás en su debido momento, Hannah. Los recuerdos no mueren ni se ocultan para siempre —respondió con seguridad. Tuve la sensación de que lo decía con una sonrisa. Tal vez me estaba poniendo un poco paranoica, pero es que me asustaba no recordar el accidente, y el martilleo constante en mi cabeza me atormentaba—. Ahora necesitas descansar.
—¿Todavía más?
No quería volver a dormir, ni tampoco estar en la cama. Quería levantarme y salir corriendo, hacer algo.
—Lo que sea necesario —dijo mi madre, firme.
—Tu madre tiene razón, necesitas descansar y recuperar fuerzas. Eres una chica sana. El dolor cesará pronto y los recuerdos volverán tarde o temprano. Solo estás en shock. —La cálida voz del doctor llenó la habitación y, de algún modo, empecé a confiar en él. Mi madre parecía hacerlo.
Asentí ligeramente. Su sonrisa, tan serena y pura, me inspiraba seguridad. Era un hombre corpulento, la bata blanca se ajustaba a su cuerpo fornido de modo que un par de botones parecían estar a punto de salir disparados. Sus ojos se veían cansados; había manchas oscuras debajo de aquellas canicas grises que dejaban entrever su edad y su experiencia. Tenía el cabello más canoso que había visto en mi vida. Cuando los rayos del sol se filtraban por la ventana y caían sobre él, creaban la sensación de un cabello plateado brillante, como el de un anciano. Seguro que había estado en situaciones mucho peores y yo estaba quejándome por un simple dolor de cabeza.
—Muchas gracias doctor —dijo mi madre—. Sé que tiene mucho trabajo y necesita volver al hospital. Venga conmigo y le prepararé un cheque por sus honorarios.
El doctor asintió y se dispuso a guardar sus utensilios de trabajo en un maletín negro.
—Espero que te recuperes pronto —dijo con franqueza. Luego se giró hacia mi madre—: Margaret, tienes mi número, ya sabes que, si pasa cualquier cosa, estoy disponible. Y si en algún momento no me localizas, alguno de mis colegas te ayudará si lo deseas.
—Muchas gracias, de verdad —respondió mi madre con una sonrisa. Sus comisuras se elevaron rápidamente y los ojos le brillaron—. Estoy segura de que Hannah no tardará en recuperarse. Compraré los medicamentos que ha recetado y esperaremos a que surtan efecto.
—Por supuesto —aseguró, dispuesto a salir de la habitación. Se notaba que tenía prisa. A pesar de su edad, mostraba la energía de un joven. Sus movimientos eran rápidos y enérgicos, no dudaba y su seguridad era palpable cuando hablaba o hacía algo—. Ha sido un placer conocerte, Hannah. Y no te preocupes, todo irá bien.
Las palabras eran sinceras.
—Muchas gracias —contesté por educación en un susurro. Me sentía débil y cansada.
El doctor recogió su maletín y cerró la mano en un puño. Se colocó bien uno de sus tirantes, que se caía de vez en cuando. El maletín estaba perfectamente limpio y ordenado en comparación con su bata y su pantalón.
Se despidió con un movimiento de cabeza y sonreí sin saber qué decir. Entonces mi estómago se rebeló y tuve que contener las ganas de vomitar.
Mi madre salió de la habitación y el doctor siguió sus pasos. El sonido de los zapatos se alejó, al igual que las voces. De pronto, bajo las sábanas húmedas, me sumergí en un sueño lleno de tormentas.
Afuera, las gotas habían empezado a caer.
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La tormenta me despertó al cabo de un tiempo. Una sucesión de relámpagos iluminó la habitación durante unos segundos, y el trueno que llegó después hizo temblar las ventanas. Me estremecí de miedo. La oscuridad no tardó en volver a teñir de negro cada rincón. Seguía sudando y con las sábanas empapadas.
Lo único que alcanzaba a ver eran sombras. Mi cuarto se había impregnado del olor a tierra mojada, y estaba segura de que en las casas de los alrededores se respiraba el mismo aroma.
Me incorporé y me quedé sentada en la cama, tratando de encontrarle sentido a todo lo que había sucedido. La tormenta no había cesado. Los truenos resonaban con fuerza, como si las tripas del cielo gruñeran. La cama tembló. Unos segundos después, la luz volvió e iluminó de nuevo el dormitorio, y tal y como llegó, se fue.
Las gotas golpeaban con furia los cristales de las ventanas. No se detenían, eran persistentes. Parecía que quisieran entrar en el dormitorio. El cielo oscuro y nubloso seguía rugiendo, cada vez con más intensidad. Los truenos peleaban por ser los más potentes. Y las gotas, que danzaban en la tormenta, les hacían compañía. Eran grandes, como piedras.
Por un momento creí que los cristales acabarían rotos en mil pedazos.
A pesar de los largos intervalos de sueño, me sentía agotada. Cada miembro de mi cuerpo pesaba el doble de lo habitual.
Con esfuerzo, me deslicé por la cama hasta sentarme en el borde. Tenía el pelo grasiento, sentía los mechones sucios pegados en mis mejillas. No hacía falta que nadie me dijera que necesitaba una ducha urgente. Sin pensarlo, me puse en pie. Mis dedos entraron en contacto con el suelo frío y di unos pasos. Busqué la lámpara de mi escritorio en la oscuridad. A tientas, reconocí papeles que había dejado esparcidos. Palpé con cuidado por temor a hacerme daño, pero solo alcancé a tocar lápices, un teclado lleno de botones, una botella de agua vacía, libros gruesos y un bote de plástico. Hice un movimiento rápido y, al instante, algo cayó bruscamente. Oí que cientos de pequeñas piezas de hierro se esparcían por el suelo. Corría el riesgo de pisar con los pies descalzos mis clips de colores. Era propensa a hacerme daño, así que necesitaba encender la luz enseguida.
Un relámpago volvió a iluminar el cielo y me permitió ver, durante unos escasos segundos, la lámpara color crema que mi madre me había regalado por mi duodécimo cumpleaños. Actué de inmediato, antes de que la noche volviera, y tiré de la cadena de la lámpara. La habitación se iluminó.
El calor empezaba a asfixiarme. Mi cuarto era demasiado húmedo.
Recogí hasta el último clip y los guardé en el bote. Lo dejé en el escritorio y algo me llamó la atención: el monitor de mi ordenador se había encendido de repente, sin que yo hiciera nada.
La puerta de mi habitación estaba cerrada, y me invadió una tentación irresistible de conectarme a las redes sociales. Probablemente Cara, mi mejor amiga, me habría mandado un mensaje o habría publicado algo en mi muro de Facebook. Como mi madre no la había mencionado, supuse que no me habría visitado mientras estaba inconsciente.
Aparté la silla del escritorio para sentarme. Al mover el ratón, la pantalla ganó brillo al instante. Me mordí las uñas en un gesto inconsciente y mastiqué un buen rato un pequeño pedazo que había arrancado. Tenía la boca seca. Empecé a teclear rápidamente para escribir un mensaje a Cara. Al terminar, pulsé el botón de enviar. Al cabo de un instante recibí una notificación. Sería su respuesta. Vaya, qué rápida.
Pero no se trataba de Cara.
Era un mensaje con un remitente cuyo nombre no me decía nada en absoluto.
Alex Crowell.
Un trueno bramó con fuerza.
¿Quién demonios era Alex Crowell?
Abrí el mensaje y lo único que decía era: «Hola».
Como había llegado a un trato con mi madre, no podía aceptar ninguna solicitud de amistad de desconocidos. A cambio, podía tener el ordenador en mi habitación, sin que ella me controlara. Era un trato justo.
Pero la curiosidad me consumía por dentro, así que hice clic en su nombre y accedí a su perfil. Era un chico guapo. Demasiado, a decir verdad.
Fue entonces cuando el ángel y el demonio aparecieron sobre mis hombros. ¿Romper la única regla que tenía con mi madre? ¿O perder al chico guapo que me acababa de mandar un mensaje? Una difícil elección, por supuesto. Escupí el trozo de uña masticada que seguía en mi boca y guié el cursor hasta el botón que decía «Agregar amigo».
Podríamos ser amigos.
Pero la voz de mi conciencia se abrió paso y me regañé a mí misma. No podía agregarlo. No sabía quién era ni qué quería. Sin embargo, podría averiguarlo.
Me levanté de la silla y comencé a caminar por la habitación. En un abrir y cerrar de ojos las palmas de mis manos estaban bañadas en sudor.
Le di vueltas. Mi madre nunca se enteraría.
Entonces pensé que tal vez le estaba dando demasiada importancia a un chico. Así que me volví a morder las uñas; ahora le tocaba al dedo índice.
En un impulso, apreté el botón y lo agregué a mis amigos. Cinco segundos después, la solicitud fue aceptada.
Estaba tan intrigada que volví a fisgar en su muro.
Fueron los segundos más largos de mi vida. Me quedé quieta, inmóvil, con los ojos clavados en la pantalla.
Describir el miedo y la angustia que sentí era imposible. La sangre se había acumulado en mi rostro frío y pálido por la luz del monitor. De repente, me había quedado helada.
Permanecí quieta frente al ordenador. Un cosquilleo en la nuca me tentó a rascarme y sacudir la cabeza. Aquello era demasiado inquietante. Un escalofrío me recorrió el cuerpo de pies a cabeza. Sentí que ahora la sangre circulaba por mis mejillas con más intensidad.
Las publicaciones que leí en el muro de Alex me dejaron helada. «Eres un ángel que decidió regresar a su hogar», o, la que parecía escrita por su hermano: «El mejor hermano sobre la faz de la tierra, te quiero. Siempre te recordaremos, descansa en paz».
Sentí un nudo en el estómago e inmediatamente me entraron ganas de vomitar. Y esta vez no era por el medicamento que había tomado.
Alex me envió otro mensaje, ahora con un smiley. Pero esa cara parecía amenazante, no feliz.
Tragué saliva con dificultad y me dispuse a escribir una respuesta. Los dedos me temblaban, y yo no era una persona nerviosa, pero había algo en todo ese asunto que me hacía reaccionar así.
Tener miedo era la peor de las sensaciones.
«¿Es una broma?», escribí.
Subí los pies a la silla en un gesto involuntario. El cuarto estaba oscuro y la luz del monitor era la única que lo iluminaba. No recordaba haber apagado la lámpara, incluso me cuestioné si realmente lo había hecho. La nuca me volvió a picar.
La pantalla indicó que Alex estaba escribiendo, pero luego se detuvo y no pasó nada más.
«Si es una broma y tratas de asustarme, no funciona y no tiene gracia. Si lo que pretendes es molestarme e intimidarme, te sugiero que lo hagas mejor», escribí rápidamente en el teclado.
Error, Hannah, error.
Estaba de espaldas a la cama cuando un ruido espeluznante me sobresaltó y tuve que girarme. Procedía de debajo de la cama. Quise encender la luz con un movimiento rápido, pero mi cerebro estaba bloqueado por el miedo y no enviaba las órdenes correctamente. Tan solo era capaz de concentrarme en una cosa: aquel sonido monstruoso. Me hice un ovillo y llevé las rodillas a mi pecho para sentirme protegida. Una voz en mi cabeza me advirtió. Si bajaba los pies al suelo, algo me agarraría y, no sería agradable.
El ruido me recordaba al sonido de los rasguños en el suelo, como si un gato lo arañara incesantemente desde abajo, desde el sótano. Quería gritar, pero nada salía de mi garganta. Estaba petrificada. ¿Dónde estaba mi madre cuando la necesitaba?
Cuando reuní el valor, me puse en pie y, con paso lento, me acerqué a ver qué provocaba el ruido. Rogué porque fuera un gato que se había colado en mi habitación. Sabía que era imposible, pero traté de convencerme de que esa era la única explicación. Con las piernas temblorosas y con las manos todavía sudadas, caminé un poco más. Se me puso la piel de gallina. La madera del suelo crujía a cada paso que daba. Cuando estuve lo suficientemente cerca de la cama, me arrodillé y sentí que alguien me observaba; alguien o algo estaba detrás de mí, sentía su presencia. Y fuera lo que fuera, sabía que yo era consciente de que estaba ahí. Pero no me giré. No me atreví a hacerlo.
Tomé la sábana entre mis dedos, con una fuerza que no sabía que tenía. La tormenta no cesaba. El impacto de las gotas sobre el cristal resonaba por toda la habitación.
En un segundo de infarto, levanté la sábana rápidamente.
En cuanto lo hice, los rasguños cesaron. Debajo de la cama no había nada, absolutamente nada, lo cual era todavía más inquietante. Regresé al ordenador y vi un nuevo mensaje de él.
«Podría hacerlo mejor, pero te quiero de mi parte», respondió.
«¡Basta! Quienquiera que seas, déjame en paz».
Se me hizo un nudo en la garganta. Si alguien del instituto o algún vecino me estaba gastando una broma pesada, me la pagaría. No se iría de rositas. Me estaban asustando de verdad.
«Hannah, necesito que me ayudes a averiguar quién me mató», escribió.
—Esto no tiene gracia, ¡déjame en paz! —jadeé. Me costaba respirar. Y entonces sentí que algo me soplaba en la nuca.
¿Qué estaba pasando?
Iba a levantarme de la silla para salir corriendo, pero antes de poder hacerlo recibí un nuevo mensaje:
«¡Corre!».
Y entonces alguien golpeó la puerta tres veces.
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