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CAPÍTULO 1: El disparo

—¿Acaso es así como termina todo? ¡Tanto para nada! —bramó. Eso no podía terminar así, era definitivamente imposible.

—¡Púdrete en el infierno! —fue lo último que gritó, a voz en cuello.

Y a eso siguió un estruendoso y tajante disparo que en ese mismo instante desplomó a Noah contra el suelo, perdiendo totalmente la consciencia de sí.

Tardó casi media hora en ser encontrado en aquella avenida que estaba ubicada más o menos fuera de la ciudad.

Don Felipe Herrera, un señor de cincuenta y siete años dueño de un taller mecánico pasaba por allí, estaba de camino hacia una tienda de repuestos, puesto que su atornillador eléctrico se había malogrado y cuanto antes debía reponerlo.

A él le encantaba disfrutar de las caminatas en lugares calmos, donde el movimiento de la gente era casi imperceptible; le gustaba estar a solas de vez en cuando meditando, profundizando pensamientos, analizando situaciones de la vida.

Un momento se detuvo a sobarse la espalda. Definitivamente necesitaba ayuda en el taller, una segunda mano urgente. Su hijo mayor, Emmanuel, de veinte años, había ganado una beca para estudiar ingeniería mecánica en el extranjero, precisamente hablando en Inglaterra. Aunque sin duda y con toda razón se sintió feliz por él, ¡cuánto lo extrañaba! Su hijo compartía la misma pasión por él por la mecánica, habían pasado momentos inolvidables juntos en el taller, tarareando alegres canciones. Ya hacían tres meses desde que había partido, con la promesa de venirlos a visitar en vacaciones.

Don Felipe sonrió nostálgicamente al recordarlo, pero todo había sido para que su hijo tuviera un mejor futuro, lo valía, lo merecía.

Continuó andando, aún faltaba un tramo por caminar.

Y otra vez se detuvo, pero esta vez de repente y abruptamente.

Vio que frente a él un joven yacía al parecer sin vida tirado en el suelo, con un charco de sangre bajo la cabeza. No lo pensó dos veces, corrió hacia él. Ya allí se encargó de corroborar —con cierto temor y nerviosismo— si continuaba vivo.

Gracias a Dios, aún sí. Aunque el latido de su corazón era demasiado débil y su respiración casi imperceptible.

Marcó rápidamente a una ambulancia, dándoles el reporte, el estado del muchacho y la dirección del lugar. Pasaron luego poco más de diez minutos y una ambulancia ya estaba allí. Los paramédicos evaluaron la condición actual del joven; debían estabilizarlo y llevarlo al hospital lo más pronto posible si no querían perderlo.

Así lo hicieron, subiendo a la ambulancia con ellos don Felipe. Camino al hospital los paramédicos tuvieron que reanimar al joven varias veces, puesto que se les estaba yendo.

Ya en el hospital su condición era bastante crítica, además dado a las revisiones que le hicieron hallaron su documento de identificación y descubrieron que el joven se llamaba Noah Anderson Olsen, de veinticuatro años; un ex empresario cuya empresa «El Álamo del Líbano S.R.L.», había quebrado totalmente hecha bancarrota y lo único que le quedaba al muchacho era su jugoso seguro de vida. Nada más. También descubrieron que no tenía familia alguna, siquiera un pariente lejano. No tenía a nadie.

Para salvar su vida, debían extraerle la bala y para eso tenían que hacerle una cirugía urgente. Era riesgoso, pues sus ritmos vitales estaban algo bajos, pero si había una ventaja que tenía Noah era ser joven y fuerte. Según el doctor Bacchelli —el médico que lo atendía—, tenía probabilidades no muy altas de sobrevivir después de la cirugía.

Empezaron entonces a prepararlo para quirófano sin perder tiempo, lo anestesiaron y ya allí de inmediato el equipo médico del doctor Bacchelli se puso manos a la obra. Pero justo cuando sacaban la bala de su cabeza el electrocardiograma que indicaba cómo iba su actividad cardiaca se puso a pitar fuerte. El doctor vio alarmado que su ritmo cardíaco bajaba rápido.

Noah empezaba a tener insuficiencia cardiaca, provocándole esto una taquicardia ventricular que debía ser tratada con urgencia.

—¡Lo estamos perdiendo! —vociferó, mientras la línea del monitor se hacía cada vez más y más recta—. ¡Enfermera, el desfibrilador! —le pidió a una que estaba a su lado, quien rápidamente se lo extendió mientras otro enfermero exponía el tórax del paciente.

—¡Carga doscientos joules! ¡Despejen, por favor! —exclamó el doctor, mientras rozó entre sí los electrodos e inmediatamente después dio una descarga inmediata sobre el cuerpo de Noah, haciéndolo saltar y sacudiéndolo con fuerza.

—¡No resultó doctor, se nos va! —anunció desesperada la enfermera, mientras la línea ya casi era totalmente recta.

Estaba muriéndose.

—¡Carga trescientos! ¡Por favor, a un lado! —pidió y realizó otra descarga más fuerte sobre su tórax, la cual sacudió su cuerpo con más fuerza aún, mientras los pitidos del monitor incrementaban su sonido, poniendo más nerviosos y susceptibles a todos.

Tampoco había resultado, y la línea ya era recta.

—No, ¡no podemos perderlo! —rechistó el doctor Bacchelli—. ¡Carga trescientos sesenta! ¡Vamos, tiene que resultar!

Este fue el choque de corriente más violento que recibió el cuerpo de Noah, seguido inmediatamente por un ruido hueco. Trescientos sesenta joules era la carga y dosis máxima permitida y si el corazón del paciente lo soportaba podría retomar su ritmo eléctrico normal, pudiendo también así sobrevivir de momento.

Se hizo suspenso y total silencio.

El ruido del electrocardiograma se mantuvo en un solo volumen.

La línea permanecía totalmente recta.

El rostro de Noah estaba mucho más pálido, papel. Eso significaba que…

—Falleció, doctor —le dijo uno de los enfermeros allí presentes, rompiendo el silencio.

—No, ¡no puede! ¡No podemos dejarle morir! —refutó frustrado.

—Su corazón dejó de latir, doctor Bacchelli. Lo perdimos, lo siento mucho —suspiró la enfermera, poniendo su mano sobre el hombro del atribulado doctor, a quien una lágrima se le escapó cuando volteó y, en efecto, la actividad rítmica cardiaca de Noah había parado.

Ellos sabían cuánto le pesaba perder algún paciente. Por más que contaba con la suficiente experiencia y había tratado con bastantes casos similares, nunca se acostumbraría a la idea de dejar morir a alguien, al «ya no poder hacer más por él o ella». Para él una vida humana era sumamente valiosa e importante. Y se sentía un total incompetente cuando alguien se le moría, a pesar de que ya no estaba en sus manos el hacer más.

Pasaron cinco eternos segundos, de un silencio incómodo y resignación para el equipo médico, excepto para el doctor Bacchelli, quien farfullaba oraciones. Ya estaban por buscar la sábana blanca para cubrir el cuerpo del joven cuando otra enfermera notó que la línea del electrocardiograma se había reanimado un poco.

Se lo dijo al doctor, quien volteó trémulamente hacia la máquina y, ¡era cierto! Los ritmos cardiacos de Noah poco a poquito retornaban a la normalidad y sus mejillas adquirían otro poquito de color.

—¡Ya se había tardado! —exclamó alegre y con alivio el doctor Bacchelli. ¡Había resultado!—. ¿Qué esperan? ¡Hay que terminar esta cirugía! ¡Él va a vivir! —afirmó mucho más animado mientras retomaban la cirugía, metafóricamente hablando cruzaron los dedos para que no surgiese otra complicación de ese tipo.

***

Don Felipe se paseaba nervioso de un lado a otro en la sala de espera del hospital.

¿Hacia cuánto tiempo que no veía a alguien malherido o muy cerca de la muerte? Sin duda, era mucho.

Sentía mucha pena y preocupación por aquel muchacho, tan joven, con toda una vida por delante y había sido víctima de un intento de asesinato. ¿Qué podría haber pasado? ¿Un asalto al que opuso resistencia, tal vez? ¿Se habría ganado algún enemigo?

Ya iban alrededor de tres horas y ni señas, ¿habría logrado sobrevivir? Lamentablemente don Felipe no albergaba muchas esperanzas, ya de por sí le parecía milagroso que aquel joven no hubiese muerto instantáneamente, pues un tiro en la cabeza mata al instante; pero aún así no podía dejar de preocuparse y de todo corazón deseaba que sobreviviera.

Debido a que tenía su taller mecánico en su propia casa, su esposa, doña Luisa, se había preocupado por la demora de su marido; así que lo llamó, extrañada y don Felipe le relató lo sucedido apesadumbrado y con la evidente preocupación en su voz.

Doña Luisa le dijo que de inmediato iría allí junto a sus otros hijos para brindarle apoyo, pidiéndole luego los datos del hospital. Así era la familia Herrera, sumamente unida, todos estaban para uno y uno para todos, como dice el dicho. Si uno estaba triste todos buscaban la forma de animarlo, si alguien necesitaba desahogarse todos estaban prestos para escucharlo y apoyarlo, si alguien estaba feliz todos compartían esa felicidad con la misma o más intensidad. Y sobretodo, siempre buscaban crear bonitos, agradables e inolvidables momentos en familia. En las fotografías que tenían la armonía entre ellos era más que evidente.

Entre el vaivén de ida y venida que eran los pasos de don Felipe su esposa llegó directo a abrazarlo, no fue un abrazo muy largo, pero sí uno reconfortante para él; uno de los que siempre le hacían olvidar momentáneamente los problemas y preocupaciones.

Luego de su esposa siguió su hija, Brenda Caterina, de dieciocho años de edad, quien también tenía el don de transmitir momentánea paz con sus abrazos. Ella para estar en plena «edad del burro», o de rebeldía sin causa, era bastante tranquila y hogareña, amable y alegre, poseedora de una sonrisa muy dulce y unos profundos ojos grises. Bastante aficionada a la lectura, la culturización y muy estudiosa. Era la muchacha más bonita de la zona por donde vivían.

Después de ella continuó su hijo Daniel, de diez años. Él era un niño alegre y activo —rara vez se lo veía triste—, juguetón y ocurrente, pero siempre dispuesto a ayudar. Era honesto si cometía algún error, modesto si sobresalía en algo y también era bastante maduro para su edad si se presentaba una situación complicada.

Por último siguió la segunda más pequeña de la casa: la tierna, pícara, ocurrente, activa y dulce Mía Geraldine, una hermosa niña de cinco años. La pequeña solía ser muy mimosa con los adultos dado a que le parecían tiernos o graciosos. Le encantaba espiar sus conversaciones, pero jamás llegaba a entender de qué hablaban, para ella conversaban en chino (un chinospanish), en sus palabras y se aburría al poco rato.

El más pequeño de la casa era Diego, o Dieguín como le decían; un adorable y refunfuñón bebé de un año y dos meses de edad, quien dormía en brazos de doña Luisa.

En total el matrimonio Herrera Flores tenía cinco hijos.

Segundos después de que su familia había llegado un doctor se aproximó hacia ellos.

—¿Ustedes son quienes encontraron al paciente… Noah Anderson Olsen? —preguntó.

—Sí, doctor. Fui yo quien lo encontró malherido y llamó a la ambulancia. Me preocupé y… deseo saber si logró sobrevivir —hizo una breve pausa—. Mucho gusto, soy don Felipe Herrera, para servirle a Dios y a usted —se dieron una estrechada de manos.

—É un piacere —dijo el doctor.
(Es un placer)

—¿Es usted italiano?

—Sí, soy natal di Génova, hay algunas palabras in español que no domino bene todavía.

—Comprendo. Ella es mi esposa, Luisa —la presentó y a modo de saludo le dio un beso en la mejilla—; y ellos son mis hijos. Brenda Caterina, la mayor, luego siguen Daniel, Mía Geraldine y mi pequeño Diego.

É un piacere conocerlos a todos —el doctor les sonrió amable.

—Niños —doña Luisa se dirigió a Daniel y Mía Geraldine—, vayan a comprarse algo de la cafetería y luego regresan. ¿Está bien? —dijo dándole el dinero a Daniel, los niños asintieron enérgicos en respuesta—. Cuida a tu hermanita —le encargó al niño y entonces ambos salieron corriendo.

—Ahora sí, ¿cómo está ese muchacho? —insistió don Felipe.

—Salió con éxito de la cirugía. —Dijo y toda la familia puso una expresión de dicha y alivio.

—Gracias a Dios —decían.

—Pero… —añadió y fue interrumpido por doña Luisa.

—¿Surgió alguna complicación?

—Con éxito me refiero a que el paciente salió de allí con vita y tampoco sufrió morte cerebrale, puesto que dentro de la escala del cero al cien el ochenta por ciento de personas que sufren un impacto de bala en la cabeza no logran sobrevivir, otro diez por ciento sufre de morte cerebrale; afortunadamente Noah está en el diez por ciento restante, que sí consiguen sobrevivir, pero la cuestionante es por cuánto tiempo. Lamentablemente no pudimos hacer más, Noah entró en un estado de coma profundo, en la escala cuatro que es la más alta, puesto que sí sacamos la bala, pero el impacto y daño que causó esta en su cerebro le provocó a Noah un traumatismo craneoencefálico. —Explicó, mientras doña Luisa se tapaba la boca con horror.

—Dios bendito —dijo, impresionada.

—¿Y hay probabilidad alguna de que despierte, doctor? —preguntó don Felipe.

—¿Corre mucho riesgo de… morir? —preguntó Brenda Caterina, temerosa; pues nunca había visto a alguien cerca de la muerte.

—Le realizamos intubación endotraqueal, esto le reducirá la posibilidad de morir entre un veintitrés y cincuenta por ciento. Pero las veinticuatro horas a partir de ahora son cruciales, todo es depende de cómo vaya respondiendo al tratamiento; aunque si no lo hace en un año, ya no tendremos muchas esperanzas en que pueda sobrevivir.

—Entiendo —asentía don Felipe.

—Respecto a los gastos de terapia intensiva, no tienen por qué preocuparse, el muchacho cuenta con un buen y alto seguro de vita, el cual cubrirá con tutto.

—¿Y su familia? —preguntó doña Luisa.

—No la tiene, siquiera algún pariente cercano. Es realmente triste.

Y vaya que lo era. No lástima, sino lo que la familia sintió fue una profunda compasión por él.

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