CAPÍTULO OCHO - FELIPE, RICARDO Y CARLOS
Sábado, 26 de octubre del 2019
Cuando por la mañana le cuento a mi madre que he quedado con Bert, un compañero de clase, y le hago un resumen de todo lo que me ha pasado con él, mi madre se ríe igual que lo hacía antes del accidente.
Hasta me escribe que Bert es el diminutivo de Gilbert y yo le aclaro la verdad, que su padre es alemán y que es el diminutivo de Berath, además de que no se haga ilusiones, porque tiene fama de mujeriego.
Mamá, apoyando la teoría del nuevo, me contesta que igual que el Gilbert de Ana. ¿Por qué todos piensan que Gilbert estaba con otras chicas antes de conocer a Ana? Yo no he notado indicios de eso en ninguno de los libros y me he leído los ocho, infinidades de veces.
A las diez de la mañana, Bert me envía un SMS con la dirección donde nos vamos a reunir y me pregunta si puedo estar allí a las once. También se ofrece a venirme a buscar en su moto.
Mi tarifa de teléfono no incluye los mensajes de textos gratuitos y como actualmente todo céntimo cuenta, me descargo Telegram antes de contestarle que no se preocupe porque voy a ir en mi bicicleta.
Por nada del mundo me subo a la moto de un chico otra vez, la experiencia que viví con David me ha valido para dos vidas.
Cuando llego a la dirección donde me indica el GPS, me sorprende que sea una vivienda particular y no una empresa o un local comercial. Solo espero que Bert no sea un sádico, me rapte y luego me torture durante días.
—Buenos días, Anita —me dice Bert, que me está esperando por fuera de la casa con una de esas sonrisas que deja a todas las chicas atontadas, a todas menos a mí, por supuesto.
—Buenos días, Bert —le respondo al saludo por el nombre que él me pidió que lo llamase sin darme cuenta, aunque me arrepiento al instante cuando noto que su sonrisa se ensancha.
Deberías de pedirle que no te llame Anita, ya tenemos suficiente con que lo haga Carla.
¡Qué más da! Me da que es de esas personas a las que les da igual lo que les digas, él seguiría llamándome cómo le dé la gana.
—¿Has encontrado ya la canción que define tu estado de ánimo de esta semana? —me pregunta Bert cuando toma mi mano y se adentra en el jardín de la casa como si fuese suya.
—No lo he pensado mucho, la verdad. Esta semana he escuchado mucho a James Arthur —me sincero.
—Me encanta su nuevo álbum y puedo decir que la canción que le da nombre, me define a mí en este momento —me sorprende otra vez más.
—¿En serio?
—Sí, ¿y la tuya?
—If we can get through this, we can get through anything —le digo, un poco avergonzada.
—Así que estás pasando uno de los peores momentos de tu vida —dice, bajando un poco la voz.
—Podría decirse que sí —evado responder directamente.
—¿Qué te parece si hablamos de eso cuando acabemos aquí? Lo único que tienes que saber de estos niños es que son unos malcriados y que no puedes dejar que te tomen el pelo, porque no podrás con ellos. Por lo demás, son buenos chicos. Los gemelos tienen nueve años y el otro hermano tiene diez —me dice antes de tocar el timbre de la casa.
—Julius, has llegado tarde —le echa en cara un niño que no puede tener nueve años o es muy bajito para su edad.
—Tienes que dar ejemplo a tus hermanos menores y aprender a escuchar. Te dije sobre las once, por lo que me deja un margen para poder llegar un poco más temprano o más tarde.
—Pues mamá también lo entendió mal.
—¿Quieres que la primera impresión que se lleve Ana de ti sea que eres un idiota que no sabe escuchar lo que le dicen los mayores y, encima, se enfada con los demás por ello? —le pregunta Bert, seco.
—¿Ella será nuestra nueva profesora? —pregunta el pequeñajo, escaneándome de arriba abajo.
—Si le caéis bien, sí —le contesta Bert, antes de entrar a la casa sin presentarme al niño.
—Yo siempre le caigo bien a las chicas —le responde el renacuajo, aunque Bert lo ignora conscientemente.
—¿Marta? —levanta la voz Bert, llamando posiblemente a la madre de los niños.
—¿Ya has llegado? —pregunta una señora que por la edad que tiene y la ropa, se trata de la encargada de la casa o de cuidar a los niños.
—Sí, solo estaba molestando un poco a Felipe —le responde Bert.
—Hola, yo soy Ana —me presento a mí misma al darme cuenta de que el bruto de mi amigo no lo va a hacer.
—Sí, ya Julius me dijo que vendrías. Yo soy Marta y estos son Felipe, Ricardo y Carlos —se presenta a sí misma y a los tres niños que están ahora al lado de Bert y me miran con interés.
—¿Es tu novia? —le pregunta Ricardo, uno de los gemelos.
—Ya le gustaría a ella —le responde Julius, bastante sobrado.
—Ya te gustaría a ti —digo, rápidamente, para no quedar como una pringada.
—Ahí me ha pillado, ya me gustaría a mí —responde y pone una sonrisa de niño ruin, que hace que los tres niños se echen a reír nerviosos.
—Es guapa —dice Carlos, con una voz tan dulce que te dan ganas de comértelo.
—Yo la vi primero —le responde Felipe, el niño que nos abrió la puerta.
—No, yo la vi primero. Y que me entere de que os portáis con ella como intentasteis hacerlo conmigo cuando me conocisteis y vendré aquí en la moto y os patearé el culo —les amenaza Bert.
La verdad es que todo es muy divertido. Los tres niños son un amor, pero se nota que necesitan que les presten un poco de atención. Posiblemente, sus padres no tengan mucho tiempo para ellos y, por lo tanto, delegan sus cuidados y educación a personas a las cuales les pagan para ello.
—¿Por qué no quieres seguir viniendo a darnos las clases tú? —le pregunta Carlos, triste.
—Ya os he dicho que tengo muchas cosas que hacer. Entre el trabajo, las clases y el entrenamiento, no tengo casi tiempo ni para dormir. Pero si Ana tiene que tomar vacaciones, yo podré sustituirla —le contesta Bert, tranquilo.
Después de diez minutos y de que los niños me hagan las preguntas más inverosímiles, Bert me vuelve a tomar de la mano y salimos de su casa.
—¿Has venido en bicicleta? —le pregunto al ver su vieja bicicleta cerca de donde he asegurado la mía.
—Claro, cuando me dijiste que venías en la tuya, supuse que lo mejor sería hacerlo yo también.
—Gracias por lo del trabajo —le agradezco.
—Esos mocosos se dejan querer —me responde, para mi sorpresa.
Sigo a Bert hasta una cafetería que está cerca de mi casa. No tengo ni idea de donde vive, no obstante, seguro que no puede hacerlo muy lejos si está en el instituto con nosotros. Nos bajamos de las bicicletas y aseguramos cada uno la suya. Ninguno de los dos dice nada, pero tampoco me siento incómoda en silencio con él.
—Julius, hoy es sábado, no puedes pedirte el menú árabe —dice un camarero, cuando nos ve entrar.
—Aún no es medio día, Habibi —le contesta mi acompañante.
—Estoy segura de que vienes mucho por aquí —le digo mientras le echo un vistazo al lugar, una cafetería con cocina árabe y mediterránea, un toldo por fuera y cuatro mesas.
El interior no lo puedo ver porque nos sentamos en la terraza, pero no parece un sitio muy caro. En mi cartera están los dieciocho euros que tengo para gastarme en mí en las próximas cuatro semanas y sé que tengo que invitar a Bert. Es lo mínimo que puedo hacer, ya que me ha dejado uno de sus trabajos.
—Trabajo aquí los domingos por la mañana, cuando no tenernos partido —me responde para mi sorpresa.
—¿Pero cuántos trabajos tienes? —le pregunto, sorprendida.
—Hasta hace media hora tenía cinco, pero al dejarte las clases de francés a ti, ahora solo tengo cuatro —me dice, como si fuese lo más normal del mundo.
—¿Cinco? ¿Y cómo tienes tiempo para hacerlos?
—En la mayoría solo son unas horas a la semana. Las clases de francés son solo dos horas los lunes y dos horas los miércoles, aunque pagan bien —me dice y cada vez me gusta más mi nuevo trabajo.
—¿Cuánto es bien? —le pregunto, curiosa.
—Trescientos veinte euros al mes —me responde y yo no puedo creérmelo, por fin una buena noticia.
—¿En serio? ¿Y por qué lo has dejado?
—Porque es el único trabajo que podría pasarte, ya que legalmente no puedes trabajar y sé que lo necesitas —me dice y, por primera vez desde que lo conozco, Bert parece un poco avergonzado.
—Imagino que tú también —le digo sin creerme que, después de lo mal que lo he tratado, se esté portando tan bien conmigo.
—Pero yo tengo muchas más posibilidades. Además, mi entrenador me ha dicho que el club con el cual entreno ha recibido una subvención y me van a pagar en diciembre una gratificación por no haberme ido a estudiar con régimen de internado en una escuela de especialización deportiva.
—¿Te pagan por jugar? —le pregunto, sin dar crédito a lo que me cuenta.
—Me pagan por jugar bien —me dice, el muy vanidoso.
—¿Qué otros trabajos tienes? —le pregunto, porque cuanto más escucho hablar a Bert, más curiosidad siento por su vida.
—Además de las clases de francés, que ya no doy, y trabajar los domingos en esta cafetería cuando mi horario me lo permite, soy el entrenador personal de natación de un niño de ocho años y otro de once, mantengo el jardín de la casa donde vivo y soy electricista —me dice y yo ya me estoy temiendo que me está tomando el pelo.
—Eres un mentiroso, Bert —le acuso y él me sonríe divertido, por lo que doy por sentado que todo lo que me ha dicho es un engaño.
—Me encanta que me llames Bert —me dice y doy gracias a Santa Clara de Asís, patrona contra las lluvias en los días de matrimonio, que llegue el camarero que lo saludó hace unos minutos, porque estuvimos a nada de besarnos, incluso estoy segura de que nuestros labios se rozaron.
Seguro que a Carla le da un delirio de Show de Truman, si se entera de lo que he estado a punto de hacer. Lo malo es que no ha sido la primera vez y, todavía peor, es que en cuanto sus ojos se posan en mis labios, yo no puedo evitar imitarlo y me entran unas ganas enormes de sentir sus besos.
No sé qué me está pasando, ni siquiera sé si me gustará besar a alguien o no, porque nunca lo he hecho. A pesar de que, ahora mismo, maldigo al camarero por no dejarnos un poco de tiempo para descubrir qué se siente.
¿Lo maldices o le das las gracias?
Ya no estoy segura de nada.
—¿Ya sabéis lo que vais a pedir? —nos pregunta.
—¿Qué te apetece, Ana? —me pregunta Bert que, por su forma de mirar al que nos ha interrumpido, está más molesto que yo.
—Yo no tengo ganas de nada, pero tú puedes pedir lo que quieras —le digo, pensando que solo tengo dieciocho euros en la cartera.
—Pues tráenos, por favor, dos zumos de naranja, un café bombón con pan harcha con miel y mermelada de higos y un desayuno de los míos —le pide Bert y sin saber que es la mitad de lo que ha pedido, a mí se me está haciendo la boca agua.
—No tardo nada —le responde el camarero.
—¿Siempre comes tanto? —le pregunto, cuando nos quedamos otra vez solos.
—Hoy no he desayunado mucho en casa y he entrenado dos horas. Además, he pedido para los dos —me dice, con una sonrisa de angelito que nunca le he visto.
Sí, porque últimamente estamos atentas a todas las sonrisas que nos regala.
—Yo no...
—Anita, hoy invito yo al desayuno, ¿vale? Ya me devolverás la invitación cuando cobres tu primer sueldo —me interrumpe.
—Quería invitarte yo —le contesto, bajando un poco la voz.
—Mejor que lo hagas cuando no te gastes en mi desayuno el presupuesto que tienes para tus gastos de todo el mes —me vuelve a sorprender.
—¿Cómo sabes que no tengo doscientos euros en la cartera? —lo desafío.
—Porque no soy ciego y, desde que nos conocemos, no te compras nada, ni siquiera has estrenado ropa y veo cómo, a veces, se te van los ojos cuando los chicos se compran algo en la cafetería y tú solo dices que no tienes hambre. No lo digo con la intención de hacerte sentir mal, únicamente lo hago para que sepas que no tienes que fingir delante de mí —me explica y yo no sé si llorar porque mi vida se ha convertido en una mierda en los últimos meses o estar agradecida de que alguien sea tan comprensivo conmigo.
—Mi madre ha sufrido un accidente en el trabajo y, además de que ahora gana menos por estar de baja, más de la mitad de su sueldo se le va en pagar a una de las enfermeras que la cuidan, porque el seguro solo se está haciendo responsable de pagar a una —le digo, sin saber muy bien el porqué.
—¿Eso es a lo que te refieres en la canción de James Arthur que elegiste? —me pregunta.
—Sí —es mi escueta respuesta, porque tengo miedo de acabar llorando.
—¿Y lo estáis consiguiendo? —me pregunta, cauteloso.
—Le han dado solo unos meses de vida —le respondo y no puedo parar las lágrimas que me caen por las mejillas.
—Sé que ahora te parece casi imposible, pero lograrás superarlo, es ley de vida —me dice, circunspecto, ofreciéndome un pañuelo.
¿Quién lleva hoy en día un pañuelo de tela en su bolsillo?
—Lo sé, pero ni siquiera quiero pensar en cómo será mi vida cuando se vaya. Soy una egoísta, me preocupo más por mí que por mi madre que está sufriendo —me sincero.
—No eres una egoísta, eres una persona normal que le tiene miedo al futuro, porque solo puedes ver los cambios que se aproximan y ahora mismo todos te parecen sombríos. El pañuelo me lo regaló mi abuela —aclara al final al notar mi cara de asombro al ver sus iniciales bordadas en él.
—Es muy elegante —le respondo, con una pequeña sonrisa y dejando de llorar.
—Todas las Navidades, desde que tengo trece años, me regala una docena. Según ella, cualquier hombre que se aprecie tiene que tener uno en el bolsillo por si una dama lo necesita.
—¿Y lo has utilizado muchas veces? —le pregunto, porque soy la persona más recatada de Valencia, irónicamente hablando, por supuesto.
—Es la primera vez que se lo ofrezco a una chica —responde para mi asombro.
—¿Y sin ser una chica? —vuelvo a ser indiscreta.
—A mi padre en más de una ocasión el año pasado, pero me los devolvió siempre, por lo que tengo más de treinta pañuelos bordados. Este puedes quedártelo, Anita —me dice con una voz tan dulce, que no puedo recriminarle que me haya llamado así.
Quien me hubiese dicho hace unos meses que, en un día como hoy, estaría sentada en una cafetería con Bert contándole mis penas. La vida es muy peculiar.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro