CAPÍTULO CUARENTA Y TRES - LA FAMILIA
Viernes, 18 de septiembre del 2037
Después de seis años en Valencia, aún no me acostumbro a que los estudiantes me saluden como su profesora cuando me ven por la calle. Me hace sentir mayor, mucho más que el hecho de que ya soy madre de dos renacuajos: una niña de seis años y un niño de dos.
La niña es pelirroja y se parece muchísimo más a la madre de Bert que a mí, pero no me importa, siendo objetivos, mi suegra es muchísimo más guapa que yo. El niño es igualito al bisabuelo, es decir, es Bert en miniatura.
Mi tío se quejaba al principio de que los genes alemanes eran demasiado fuertes, porque ninguno se parece a nosotros, pero se le cae la baba cada vez que ve a su sobrina, que sabe el poder que ejerce sobre él y lo usa a su antojo.
Cuando después de tres años, nos despedimos de Londres, yo, con mi doctorado en clásicos y mi marido siendo internista, neurocirujano y pediatra, nos mudamos a la casa donde Bert vivió por primera vez en Valencia.
Yo estaba embarazada de mi hija y planeamos no buscar trabajo hasta pasado unos meses. Estábamos en pleno agosto y queríamos disfrutar de unas vacaciones sin hacer nada. Así que me dediqué a redecorar la casa con la ayuda de Carla y Omer y mi marido, a buscar un lugar donde poner en marcha su próximo negocio: una oficina para que llevase todos los negocios e inversiones de Bert y que a la vez pudiese también dar servicios a otras empresas que necesitasen asesoramiento laboral, fiscal y contable.
Omer llevaba dos años trabajando en una oficina a media jornada, cobrando a media jornada y haciendo cincuenta horas semanales. Así que en cuanto Bert encontró el sitio idóneo y lo compró, le propuso a mi mejor amigo su idea y él, sin pensárselo dos veces, se fue de su empresa con un compañero laboralista que estaba incluso más harto que él. De eso hace seis años, les ha ido muy bien y ahora tiene tres trabajadores más, además del compañero que lo siguió cuando empezó.
La oficina es en realidad de mi marido y Omer también está contratado, pero cobra un plus de beneficios todos los años, como si la empresa fuese parte de él. Además de que Bert le deja la libertad que necesite para que decida lo que crea conveniente.
Lo bueno de todo esto es que Omer también les lleva a mis tíos los inmuebles de su propiedad y los que comparten conmigo y así podemos vivir más tranquilos.
También lleva los demás negocios de Bert, como son las tres pastelerías que dirige Marisa y el taller que lleva Antonio, el cual también está pensando en abrir otra sucursal.
A mediados de nuestro primer agosto en Valencia, después de volver de Londres, mi tía me informó de que había una vacante en su universidad para una filóloga inglesa y que no dudase en postular para el puesto y un mes más tarde tenía mi plaza fija como doctora contratada. No se presentaron sino tres personas para la plaza y una de ellas ni siquiera había acabado el doctorado, por lo que realmente tuve suerte. Además, el haber hecho el doctorado en Londres me dio muchos puntos, o eso me dijo mi tía.
A mi marido le pasó algo parecido. El día que cumplí las cuarenta semanas de embarazo fui al hospital a hacerme una ecografía y un antiguo profesor de Bert lo vio y se puso a hablar con él mientras esperábamos nuestro turno. Bert había decidido que ese año se iba a dedicar a jugar con su antiguo equipo, además de ser el segundo entrenador. Le habían ofrecido varios contratos con algunas empresas de moda muy importantes y decidió aceptarlos y quedarse en casa para cuidar del bebé cuando llegase, ya que yo había empezado a trabajar hacía dos meses.
Al día siguiente, le llamaron para pedirle que empezara dos días más tarde. Tan solo tenían dos internistas y necesitaban contratarlo urgentemente. Así que yo empecé a trabajar unos meses antes de dar a luz y mi marido dos semanas antes.
Ninguno de los dos pudo pedir excedencia, pero cuando pasó el periodo de descanso por maternidad, Fátima, que se vino con nosotros cuando nos fuimos de Londres, se encargó de llevarme a la niña cada cuatro horas para que le diera el pecho. Las clases solo duraban seis horas los días más largos, así que solo me llevaba una vez al día y los viernes los tenía libres.
Con el niño fue mucho más fácil. Yo solicité un año de excedencia después del descanso por maternidad y mi marido también. Así pudimos disfrutarlos los dos mucho más.
—Ana, nenita. ¿Hoy no viene tu padre? —me pregunta mi marido, que está disfrutando del segundo día de unas bien merecidas vacaciones de diez días.
—Lo hará mañana. Ya Fátima ha preparado las dos casas de invitados, porque vienen con una pareja muy amiga suya —le recuerdo.
—¿Los conocemos? —pregunta mi marido levantando una ceja, porque cuando mi padre viene a visitarnos todos sus conocidos son muy amigos suyos.
—No, pero déjalo, está presumiendo de yerno —intento molestarlo.
—Ya me han dicho que Adidas no va a renovar mi contrato el año que viene —me dice mimoso.
—Le has sacado mucho partido a Adidas, Bert. No puedes quejarte.
—Lo sé, pero ser la octava maravilla del mundo era muy importante para mí —sigue en el mismo tono de voz.
—Anoche me demostraste que lo sigues siendo —bromeo.
—¡Ana, nenita! Últimamente, estás hecha una pervertida —me molesta él y se acerca para darme un beso, de esos que te dejan con las piernas temblando.
No le contesto porque mi marido no pierde la oportunidad y comienza a besarme el cuello y sus manos se pierden debajo de mi ropa de estar por casa, que es como llamo al pijama, porque me niego a llamarlo pijama, si no hay una sola noche que duerma con él.
***
En cuanto llego a la cocina, veo a los dos mocosos que dejé hace media hora con Fátima, todos manchados de ColaCao.
Ahora que tenemos dos hijos, Bert ha contratado a la hermana pequeña del que fue su jefe en el restaurante donde trabajaba los domingos en cuarto de la ESO para que le eche una mano a Fátima. Ninguna de las dos habla español, solo inglés, francés y árabe, por lo que no me ha quedado más remedio que aprender un poco de árabe para saber lo que dicen cuando hablan entre ellas y no les entiendo, además de cuando a mis hijos se les ocurre hablarme en ese idioma.
—Se parecen a ti —le digo a mi marido que viene detrás de mí y se despide de Fátima para que siga haciendo sus tareas porque hoy se encargará de los dos renacuajos.
—No, mamá. Yo me parezco a ti —dice mi hija, muy segura de sí misma.
—¿Qué te parece si hoy no vas al cole y te quedas con tu hermano y con papá? Podemos ir a la playa —le pregunta Bert a nuestra hija.
—¿Puedo coger olas? —pregunta la niña, que siempre que ve a su padre surfeando intenta imitarlo.
—Claro, pero entonces nos llevaremos a Fátima con nosotros. Termínate el desayuno y nos vamos —le promete mi marido.
—Hoy es viernes, puedo ir con vosotros —le recuerdo, porque los viernes no tengo clases, aunque aún no han empezado las clases realmente, voy de lunes a jueves al departamento a preparar el semestre.
—Entendí a tu tía que al ser titular de la universidad este año tendrás que ir todos los días —me explica mi marido.
—No, eso solo fue la semana pasada. He puesto mis horas de tutoría los jueves y las clases los martes y los miércoles —le digo orgullosa, porque este año tendré dos días libres.
—Eso significa que los lunes no vas a trabajar, Anita.
—Algún día tendré que trabajar desde casa, pero podré quedarme con los niños y que, sobre todo, Fátima descanse. Cuando no estamos nosotros, no quiere dejarle los niños a nadie —me quejo.
—Mi madre dice que conmigo era igual —dice Bert antes de echarse a reír.
—¡Anita! —escucho unos gritos a la entrada de nuestra casa y sé que es Carla.
—¿No trabajaba hoy hasta las siete y media? —me pregunta Bert sorprendido.
—Seguro que ha venido directa del trabajo. ¿Qué le habrá pasado? —me preocupo.
—¡Me muero! —dice nuestro hijo de dos años.
—Ya veo que me conocen bien —dice Carla, cuando entra en la cocina con una sonrisa, saca al niño de su silla y lo coge en sus brazos.
—¿Por qué siempre lo malcrías? —me quejo.
—Porque prefiero malcriar a los tuyos que tener hijos propios —me responde la muy loca.
Cuando hace seis años di a luz a nuestra primera hija y Carla ayudó en el parto, decidió que eso de ser madre no era para ella y Antonio está más que contento con esta decisión, por lo que se dedican a mimar a nuestros hijos siempre que tienen ocasión.
—¿Qué ha pasado? —pregunta Bert, dirigiendo la conversación.
—Anita, me muero —dice mi amiga y mis hijos se echan a reír.
—Carla, al grano —le pide mi marido.
—¿Esta ricura no debería de estar en el colegio? —pregunta Carla.
—Hoy me quedo con mi hermano y papá.
—Y mamá —añado.
—Vaya, un día en familia —dice mi amiga que vuelve a desviarse del tema.
—Carla, concéntrate —le pide Bert.
—Vengo a pedirle un favor a Julius. No tienes que hacer nada, solo bailar con la que pague más dinero esta noche en la fiesta que estamos organizando para recaudar fondos para la asociación de animales —dice Carla, mirando fijamente a mi marido.
—¿Un baile? ¿Por qué yo? —se queja.
—Porque eres famoso y seguro que pagan un montón de pasta por ti. Llevas ganando el premio al más sexi y más guapo del hospital desde que volviste de Londres —le explica mi mejor amiga.
—Prefiero donar el dinero yo mismo —intenta escaquearse.
—Eso no tiene gracia —responde Carla.
—Adoptaré un perrito —lo intenta de nuevo.
—Sí, un perrito —se entusiasma mi hijo.
—Uno viejito, papá. Para poder cuidarlo —añade la niña.
—Adoptaré un perrito viejito como yo —bromea mi marido.
—¿Cuántas veces te he pedido algo? —pregunta Carla y yo me sé la respuesta, pero prefiero no decir nada.
—Todos los días, Carla. Hace dos semanas te llevé cuando me hacían unas fotos en un barco, porque querías conocer a los modelos, me pides que te vaya a buscar, que te vaya a llevar, que te compre la leche cuando se te olvida, ¿quieres que siga? —le dice mi marido.
—Eso no cuenta, lo del barco era para ver a un idiota amigo de una compañera y cuando me llevas o me traes es porque trabajamos en el mismo hospital. Y tú ni siquiera haces la compra, va Fátima —se queja.
—De verdad que no quiero bailar con cualquiera esta noche. Quiero pasar la noche con Anita, solo tengo diez días de vacaciones y tengo que ir a Francia el martes y el miércoles para una sesión de fotos. ¡Compadécete de un pobre hombre enamorado! —dramatiza ahora mi marido.
—Será divertido y después bailaré contigo —intento convencerlo yo.
—Y yo elijo la canción —me propone.
—Tú eliges la canción —le respondo con una sonrisa, no hay nada que me guste más que cuando mi marido se pone mimoso.
El desayuno acaba sin incidentes y Carla se va después de desayunar con nosotros. Mi marido nos lleva a la playa de Saler, que está a unos doce kilómetros de nuestra casa.
Mis hijos disfrutan del agua y mi marido intenta que nuestra hija empiece a surfear o, por lo menos, que se lo crea.
Fátima nos preparó un par de sándwiches y nos los comemos a media mañana, porque todo el mundo sabe que la playa da hambre. Nos pasamos la tarde en la piscina de casa con los niños y en cuanto se acuestan a las ocho, Bert y yo nos preparamos para ir a la fiesta que organiza nuestra amiga.
—Anita, no me apetece nada ir a la fiesta. Tenía pensado algunas cosas que quería hacer contigo esta noche —me dice mi marido mimoso.
—Lo haces cuando volvamos.
—¿Lo prometes? —me dice y no le respondo porque no volveré a caer en la misma trampa, cuando luego me pidió que me masturbara delante de él y yo, que no lo había hecho nunca, me quedé tan avergonzada que en un principio no hice nada y luego, con su ayuda, tuve que cumplir la promesa.
—Eso no lo voy a volver a hacer —le digo levantando una ceja, indicando que aún recuerdo lo que sucedió la última vez que le prometí algo.
Cuando llegamos a la fiesta, muchos de nuestros amigos están ya allí. Incluso ha venido David que, después del fiasco de su última novia, hace unos meses que no sale.
—Omer, ¿qué te has puesto? —le pregunto, cuando lo veo con una chaqueta roja y con el cuello y las mangas negras, como los que se ponen en el circo los domadores de leones.
—Tengo que hacer de maestro de ceremonias. Dejé a mi última novia porque me mangoneaba demasiado y luego llega Carla y hace conmigo lo que quiere —se queja mi mejor amigo.
—Tranquilo, conmigo hace lo mismo —le recuerdo.
—Peor parado ha salido tu marido. Lo va a hacer bailar con cualquiera —dice Omer, antes de reírse.
Mi marido está hablando con Carla y se vira hacia nosotros y me sonríe. Imagino las locuras que le estará contando mi amiga.
—Hola, Ana —escucho una voz familiar que me saluda.
—Hola, Gil —le devuelvo el saludo, hace años que no lo veo, concretamente nueve años, el tiempo que llevo casada.
—Veo que al final no me hiciste caso y estás con Julius —me dice entre dientes.
—Llevo nueve años felizmente casada y tenemos dos hijos adorables en casa, Gil. No sé por qué debería de haberte hecho caso —le respondo, miro a Omer y los dos nos vamos sin despedirnos.
—No me acordaba de que fuese tan imbécil —dice Omer, que sé que está pensando lo mismo que yo.
—Ni yo —le doy la razón.
La parte más divertida de la fiesta es cuando Omer vende un baile con mi marido. Estos dos juntos son un caso, se nota que vivieron varios años juntos. Al final lo compra por ciento ochenta euros una señora que debe tener la misma edad que lo que pagó.
La cara de mi marido es un poema, aunque sé que lo está haciendo para hacernos reír. A él nunca le han molestado las personas mayores, al contrario.
Después es todo mío y puedo bailar los bailes que le prometí.
—Anita, sigues siendo una provocadora —me dice mi marido, cuando no puedo evitar mirarle la boca.
—Bésame —es lo único que le puedo decir.
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