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🪷 𝘊𝘢𝘴𝘢 𝘥𝘦 𝘖𝘵𝘰𝘯̃𝘰

El camino que llevaba a la casa de la tía Celia en Winchester, era sencillamente esplendoroso, el riego y dedicación que mi tía mostraba con sus flores eran singularmente espléndidas.

Podrías ver flores de muchos colores, colores vivos, colores dignos de ver y admirar. A la tía Celia le encantaban las anémonas, los crisantemos, los gladiolos, los ásteres otoñales y las dalias, todas ellas pertenecían perfectamente al ambiente otoñal y durante esta época lucían hermosas.

La casa de la tía Celia no era tan grande como las casas promedio en Londres, pero era rica en su estrato, la clase media era notable por tener autos de mediana economía, casas de tejas pequeñas y dos que tres hijos, sin embargo, la tía Celia contrajo matrimonio con un hombre de mediana edad llamado Charles Brown, trabajador, buen mozo y encantado en gracia, el tío Charles era singularmente feliz en su casa, la vida le había premiado con una mujer a quien amar y una familia numerosa, pues sus hijas Jully, Kelly, Audrey y Ashley eran felices y tan esplendorosas damitas en formación.

La casa Brown, era la casa de mayor felicidad en Winchester, no tenía dudas sobre ello, era una casa ventajosa, con un enorme bosque tras de sí, una pequeña granja donde los criados se dedicaban al cuidado de los bienes consumidos por mis tíos, la casa Brown estaba hecha de tejados, pero también de madera, era grande, de al menos dos pisos y con una alcoba, tenía un mirador en la alcoba con un telescopio para las estrellas, un lugar maravilloso en mi concepto, porque también era el lugar donde el tío Brown llevaba sus libros y los ponía en estantes, no me atrevería a decir que era una biblioteca, sin embargo era el pequeño lugar donde el humano podía entrar a distintos mundo, distintas estaciones y distintos conocimientos, todo al alcance de tu mano.

Cuando el coche se estacionó frente a la casa de mi tía sentí un gran galope en mi corazón, la puerta de la casa se abría y a lo lejos podía ver a mi tía salir de ella, con un vestido a la rodilla totalmente naranja, su color favorito, un color de vida, estaba dispuesta a salir corriendo por la puerta para abrazarla, pero antes siquiera de poder tocar la manija de la puerta la señora Hamilton me regaño:

— señorita Collins, una dama jamás debe abrir la puerta —

Casi se me olvidaba que la señora Hamilton seguía conmigo, pero era cierto. Durante la temporada de otoño, en todo el país, Inglaterra se alzaba con la idea de realzar la belleza del pasado, no importando de qué estrato social, de qué casa o de que colonia vinieras, debías dar honor a la temporada de otoño, como símbolo de respeto al pasado, en esta temporada a la que yo llamaba época de baile, cuando las últimas hojas de los árboles caían, las personas usaban atuendos completamente formales, las mujeres llevaban vestidos de tela hasta debajo de la rodilla, los hombres usaban sacos de cola y una camisa por dentro blanca, con pantalones negros de tela y zapatos de cuero.

La señora Hamilton lucía un vestido largo de un color gris pálido, que demostraba su rigidez, sus labios no denotaban un labial puro, sino sencillo como toda dama debe portar. Una de las reglas de etiqueta para una dama es que toda mujer debe esperar a que el cochero u hombre habrá la puerta de su lado, extender su mano y tomarla para así salir, de no ser así, una mujer no podría salir jamás del coche.

Eso era gracioso.

— ¿Y qué pasaría si no hay un cochero? señora Hamilton —simplemente mi ocurrencia brotó— si no hay nadie y solo estoy yo, el carro se incendia y la puerta esta a mi lado, ¿debo esperar a que venga un hombre a salvarme? —

Y era obvio que para la señora Hamilton mi pregunta no le resultaba para nada acomodada y bonita, más bien la irritaba más de lo que en el camino la había irritado.

Pero antes siquiera de que pudiera retarme o regañarme por ello, el cochero abrió la puerta del auto y me permitió salir del auto, extendió su mano y la tomé para salir de ahí. El otoño mecía mi falda sútilmente y no podía evitar sentir el escalofrío de la temporada.

Aún podía ver a mi tía a los lejos, saludando por lo alto, le quise imitar el saludo, pero cuando lo hice, fugazmente la señora Hamilton pegó mi mano su abanico de mano.

— Una dama jamás... —

— jamás saluda vulgarmente —

Termine su frase con obviedad.

La señora Hamilton me había enseñado bien, nunca lo he negado, su refinancia en mí hacia asegurarme que podría tener un esposo merecedor de mi atención. Me gustaba la idea de que el amor llegará a surgir en los bailes, porque específicamente fue así como mis padres se conocieron y los bailes ocurrían en las temporadas de otoño, de cada año, era la temporada perfecta para el amor.

— señorita Collins, su abanico ¿donde está? —

El abanico hecho a mano, el cuál con tanta insistencia la señora Hamilton quería que usará. Lo busqué en mi bolso de lado que colgaba por mi pecho y saqué el abanico con esmero.

— aquí —

La señora Hamilton asintió con su cabeza de inmediato y abriendo el suyo con total elegancia, camino frente a mí con el abanico en su rostro, lo suficientemente puesto como para que sus ojos fueran los únicos que se pudiera ver.

La aparición del abanico, se remonta desde tiempos inmemoriales; incluso desde antes de la aparición de Cristo. Egipcios, babilónicos, persas, griegos y romanos utilizaban este utensilio como se refleja en sus obras, tanto pictóricas como en la literatura. Algunos, aparecidos en la civilización egipcia, eran de gran tamaño, fijos, con plumas y de largos mangos. Su finalidad no sólo era dar aire, sino que se utilizaban, sobre todo, para espantar a los insectos.

Los griegos los denominaron flabelos , y queda constancia de ello en los escritos literarios. Eurípides durante su tragedia Helena (412 a.C) habla de un eunuco que abanicaba a la mujer de Menelao mientras dormía, para evitar que los insectos no la molestaran durante su sueño. Este uso se repitió a lo largo de la historia. El primer emperador del imperio romano César Augusto (63 a.C- 14 d.C) tenía varios esclavos que iban armados de grandes abanicos para mitigar el calor y espantar las moscas.

Después este utensilio se utilizó y se extendió como signo de belleza y moda entre las griegas.

La tradición del uso del abanico en China es milenaria; se remonta a los años del emperador Hsien Yuan en 2697 a.C. Cuenta la leyenda que su invención es debida a la hija del mandarín Kan-Si durante un baile de máscaras, cuando, debido al calor, ésta agitó rápidamente su antifaz para darse aire y para que los hombres no vieran su cara. Este gesto fue imitado por todas las mujeres que estaban presentes en la fiesta.

El nacimiento del abanico plegable nació en Japón. Cuenta la leyenda que en siglo VII lo creó un obrero japonés llamado Tamba inspirándose en las alas de los murciélagos, y denominó a este artilugio «komori» (murciélago en japonés). Después se utilizó en el teatro japonés, denominándose «Kabuki», donde se empezó a crear complejos movimientos de señas.

Los portugueses fueron quienes extendieron el uso del abanico en Europa; a partir del siglo XV, cuando abrieron rutas comerciales en Oriente.

Parte de una vida como la mía es que puedes nutrir tu cabeza de muchos conocimientos, basados en las acumulaciones que siempre cargaba en mi casa, en la biblioteca.

Ahora el lenguaje del abanico es algo distinto o al menos el que la señora Hamilton usaba.

Las damas del siglo XIX y XX utilizaban esta forma de comunicación disimulada como declaración de amor, ya que la libertad de expresión femenina era nula, y, también, para evitar que sus madres se enterasen del cortejo con los hombres.

Te sorprenderías descubrir que la vida de una mujer con abanico es cien por ciento calmada, si eres taciturna y no muy envuelta al habla, el abanico te vendría de maravilla, como lo hacía mi prima Ashley.

Me había perdido en la historia del abanico que casi lo olvido, el camino a la casa de mi tía lleno de flores de diferentes colores, era el camino que ahora atravesaba, apenas podía ver a mi tía por las esquinas de la señora Hamilton sin ser detectada, saludando muy pegado a mí a mi tía en su puerta. Con una sonrisa vivaz, con sus mejillas rojizas, mi tía esperaba con calma mi llegada.

La señora Hamilton entonces se volvió a mí y en segundos mantuve mi abanico en silencio cubriendo mis labios y caminando con delicadeza, para evitar los regaños.

Una vez ella volvió su rostro en frente para saludar a mi tía, sonreí ampliamente para mi tía.

— señora Hamilton —

Mi tía era educada, pero no al extremo como la señora Hamilton, me regaló una mirada y me guiñó el ojo cuando la señora Hamilton hizo su saludo inclinado.

— señora Brown —

— Lily —

Y entonces me correspondió a mi con un saludo de reverencia, lo cuál no pude evitar hacer igual.

— tía Celia —

Guarde el abanico en mi pecho mientras hacía la reverencia, cuando volví mi mirada arriba, vi a la señora Hamilton sonreír de lado ampliamente orgullosa de su esfuerzo en mí.

— veo que tus modales te acompañan en todo momento —

Comentó la tía con total alusión a las enseñanzas de la señora Hamilton.

A lo cuál asentí— así es, la señora Hamilton, me ha enseñado todo lo que sé —

Las mejillas rojizas de la tía Celia se estiraron tanto que una sonrisa se aproximó en sus labios, podía sentir el aroma de la cocina y también escuchar personas en el interior de la casa.

Y cuando menos lo pensé, la señora Hamilton estornudo, no una, sino dos veces.

— señora Hamilton... —

— ¿acaso aquí..? —estornudo— hay... —estornudo otra vez— ¿p-polen? —

Era claro que no era el fuerte de la señora Hamilton. Era su gran debilidad, el polen, la suciedad, el ecosistema, todo lo que indicará naturaleza, no le agradaba.

Volvió a estornudar.

— Creo que será mejor que vuelva al auto, señora Hamilton —

Recomendé viendo como empezaba a empeorar sus estornudos.

— sí, es cierto, Helen, puedes confiar en que cuidaré a mi sobrina, ya has cumplido con tu parte —

Otro estornudo, pero aún así, desorientada y con la nariz roja, la señora Hamilton asintió— entonces... —estornudo— me despido —otro estornudo.

— Que pase una linda temporada —

Mencionó mi tía despidiendo a la señora Hamilton, que ni tiempo le dio de despedirse adecuadamente, pues salió despavorida al auto.

— estas son las pertenencias de la señorita Collins, señora Brown, ¿donde las dejó? —

El chófer había bajado mis maletas y mi tía atendió su llamado sin mucha espera— claro, déjalas aquí a la puerta, me encargaré de llevarlas con mis hijas —

— Por supuesto —

El chofer no demoró mucho en dejar mis cuatro maletas con las que había venido y antes de irse, él sí se inclinó con un saludo de sombrero como los hombres acostumbraban a hacer.

— señorita Collins, que su estadía sea placentera —

Me incliné ante él y correspondí— que pase una hermosa temporada con su familia, señor Ferguson —

Nota.

Muchos de los acontecimientos que sucedieron en Inglaterra están en este libro, pero mucho otros son ficticios, incluyendo los lugares o los títulos de las personas y nombres.

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