Capítulo 2: Las apariencias engañan.
Ahí estaba ella, con su vestido rojo hasta la rodilla, el cabello negro suelto y un suéter encima.
—Lisa... —Me abrazó papá que pareció no acordarse de nuestros planes—. ¿Cómo estás? Que lindo vestido. ¿Es el que usaste en tu cumpleaños el año pasado, verdad?
Trató de hacer memoria pero se rindió.
—Saldré un rato. Prometo llegar temprano. —Me dio un beso en la frente y se dirigió a su conquista que aún seguía en la puerta—. Voy a cambiarme y nos vamos. No tardo.
¡Lo odié!
Bien, no lo odiaba, pero estaba a pasos de hacerlo. Miré a la chica, le hice un gesto de indiferencia y me tiré al piso a jugar con unas muñecas.
Nunca había sido grosera con las mujeres que traía papá, pero estaba tan molesta que sólo deseaba que se fueran lo más rápido posible.
—¿Lisa, cierto? —escuché una voz desde la puerta.
—Elizabeth —corregí de mala gana.
Ella no volvió a hablar. Después de un rato le di un vistazo, estaba caminando de un lado a otro en el metro y medio que había entre la entrada y la sala. Me pregunté sí se sentiría mareada.
—¿Tienes un tic? —Esa manía de pasarse el cabello tras la oreja cientos de veces no me parecía normal.
—¿Un tic? —Estaba a punto de hacerlo, pero se detuvo—. ¿Lo dices por lo del cabello? Se puede decir que sí. Creo que es de herencia, mi mamá lo hacía cuando estaba nerviosa. No sé con exactitud si los tics pueden heredarse, quizás sólo es una conducta que repito porque lo vi de pequeña, pero la verdad es que se me olvida todo el tiempo dejar de hacerlo...
—Hablas mucho —interrumpí.
—Tienes razón —pareció apenada—, lo siento.
Volvió a pasarse el cabello tras la oreja. Siguió caminando en círculos durante un rato. Empecé a marearme y supuse que ella también porque sus pisadas eran menos firmes. Tenía la mirada clavada en el piso como cuidándose. Debo admitir que me sentí Matilde cuando la vi tropezarse y caer ridículamente en el piso.
Ahogué una risa.
—Malditos tacones —dijo en voz baja.
Me dio un poco de pena verla en el suelo. No pareció tener deseos de ponerse de pie, pero no porque no pudiera, más bien era porque quería desaparecer de la faz de la Tierra o eso parecía por su expresión.
—No eres muy buena con ellos —me acerqué a ella riendo.
—Lo sé. ¿Me veo ridícula, verdad? —aceptó mientras soltaba un suspiro. Sonrió un poco al responderle que sí—. De igual manera no puedo culpar a los zapatos de todo. Soy torpe de nacimiento. No importa cuánto me esfuerce, siempre termino en el piso. Pero está bien, empiezo a tomarle cariño. ¿A qué jugabas? —me preguntó cuando la ayudé a ponerse de pie.
—A las muñecas —solté simple—. No es muy divertido, pero lo hago para entretenerme.
—Me gustan las muñecas. De hecho creo que tengo una obsesión con eso. No juego con ellas, sólo las colecciono. Tengo una repisa donde están todas en sus cajas. No en mi cuarto, no podría dormir con tantos ojos mirándome.
Se acercó a dónde estaba jugando y casi me empujó cuando vio los juguetes en el suelo.
—¿Dónde conseguiste esta? —preguntó deprisa observándola con especial detalle—. Se supone que eran edición limitada. Se acabaron en un par de horas.
—Papá tiene un amigo que trabaja en una juguetería —expliqué—. Fue mi regalo de navidad.
—¿Y has visto la película?
—¿Bromeas? —reí—. La sé de memoria.
Ella pasó un mechón de cabello detrás de la oreja de nuevo y me miró.
—¿Personaje favorito?
—¿Qué? Tú sí que eres rara —confesé. La vi encogerse un poco ante eso—. Se supone que llegas con papá, me ignoras o tratas de sacar información de él y te vas. ¿Por qué no sigues el guión?
Ella me sonrió y me entregó el juguete.
—Supongo que me dieron el papel de extra y de último momento lo cambiaron, no sé mucho como actuar. Soy mejor improvisando. Bueno, intento ser mejor improvisando, quizás también me sale mal...
—Hablas muy rápido —reí—. ¿Cuál es tu nombre?
—Llámame Angélica. Así me puso mi mamá. Bueno, en realidad fue mi padre...
—Te entiendo. Papá escogió el mío.
Escuché una puerta abrirse. Era Matilda. Nos miró a ambas sorprendidas, lo más probable era que imaginara que papá y yo estaríamos en el cine.
—Lisa... ¿Qué haces aquí? —preguntó. Le regaló una mirada desconfiada a la chica que estaba frente a mí. Otra vez su tic—. ¿No se supone que irías al cine?
—Cambio de planes —dije con normalidad. Papá siempre cambiaba de planes.
—¿Pensaban asistir al cine? —preguntó Angélica.
—Sí, pero no pasa nada. Siempre se le olvida.
Papá salió de su cuarto. Traía la camisa azul que tanto me gustaba y un pantalón negro de vestir. Estaba muy feliz.
—Lamento la tardanza...
—Estaba pensando que quizás olvidaste algo —interrumpió Angélica con infinita paciencia—. Si tenías planes no deberías cambiarlos.
—¿Planes?
Matilda le lanzó una mirada asesina. Se estremeció porque aquello significaba que había estropeado algo.
—¡El cine! Hija, lo olvidé por completo, pero prometo que...
—No... —se adelantó ella—. En serio, a mí no me molesta que te quedes aquí. Primero lo primero. Además romper un compromiso con un niño debería ser penado con cárcel.
Vi a papá confundido.
Su cita o yo.
Su cita o yo.
Su cita o yo.
Lo ayudaría.
—¿Por qué no nos quedamos todos a ver una película?
No sé porque los adultos siempre complicaban todos.
—No creo que Angélica le gusten las películas que tú puedes ver.
—¿Bromeas? Me encantan las películas animadas. Apuesto que me sé todas las canciones.
—Pero...
—Haré las palomitas —se apresuró Matilda camino a la cocina.
Papá tenía una cara de pocos amigos, pero Angélica parecía entusiasmada. Matilda sólo lo hizo por fastidiarlo, pero su apoyo fue el voto definitivo.
Las siguientes dos horas fueron las más extrañas de mi vida. Papá estaba en el fondo con un humor que asustaba, pero nosotras estábamos tan emocionadas que se oían nuestras voces hasta la avenida. Angélica no mentía cuando dijo que se sabía todas las canciones, y yo le di una demostración de mis dotes interpretativos repitiendo algunos fragmentos. Hasta Matilda cantó un par de estrofas entre risas.
—¿También tienes una colección de películas? —pregunté cuando estaba por irse después de apagar el televisor. Papá la llevaría.
Ella asintió mientras se despedía de Matilda.
—Tienes que traerlas la próxima vez que vengas, ¿lo prometes?
—Lo prometo —sonrió.
Y con esa promesa la vi marcharse. Suspiré con esa imagen que se repetía cientos de veces. Así que no pude evitar preguntarme... ¿Papá también la olvidará?
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