Capítulo 3
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Algo pasa aquí
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Media hora después…
Era un peligro quedarse a su lado, ¿Qué le sucedería la próxima vez? Tener a Elizabeth Molesta es sinónimo de tener a una bestia, donde sus gruñidos y gritos descontrolados le decían que tan mal la pasaría en casa a lado suyo. Mike no debía ser inteligente para saber que lo que Elizabeth hacía, su intención es atemorizarle y obtener de esa forma venganza por una infidelidad.
—Insisto que algo le pasa a esta casa —habló nuevamente con insistencia, Mike.
Viendo de reojo como Elizabeth peleaba por repararse su cabello enmarañado, lo que hiciera era en vano, él se aseguró de enredar su cabello mientras peleaban como niños pequeños. Un chicle usado no le hacía daño a nadie además, el color rosa pálido le sentaba de maravilla—aunque lamentablemente—oculto entre el cabello.
—Creo que no debí jalarte demasiado el cabello. — ¿Sera que lo ha dejado más tonto de lo que ya era? Esperaba que no fuera así, o realmente lamentaría aquello.
— ¿Qué estas insinuando? —Achicó los ojos—. Yo estoy como nuevo; no puedo decir lo mismo de ti.
—Eso, es lo que tú crees. Estoy así de segura —puso la mano hecha puño cerca de su rostro, arrugando la nariz graciosamente, que Mike no pudo evitar imitarla— que te he dejado más tonto. —él dejó de imitarla, para mirarle preocupado.
— ¿Qué? Por supuesto que no. ¡Es imposible! —Antes pudo haberle reclamado por señalarlo como tonto, ahora parecía preocuparle más que lo fuera simplemente porque ella lo dijo.
No tenía duda. Jamás debió irse contra su cabeza.
Sin tomarse la molestia de explicarle lo que dijo, decidió callarlo y continuar con su conversación.
—Entonces, ¿Qué es esa manía que tienes ahora, al pensar que algo le ocurre a la casa? —Ella notaba su casa en perfectas condiciones a excepción de algunas cosas que lanzó mientras ambos literalmente “jugaban” según sus palabras, pero que Mike llamaba agresión.
—Nada, es sólo que no hay luz —recordó encontrar el refrigerador apagado, la licuadora jamás encender y su intento fallido de conectarse a internet al estar el modem apagado—. Yo necesito de la bendita luz; mi celular tiene poca batería. —se alejó de la puerta aproximándose a ella.
Sin alejar la vista de la barra de la batería que marcaba treinta y cinco por ciento, se detuvo cerca a sus espaldas, acomodando el bistec frio en su cabeza, tratando de disminuir la hinchazón cerca de su oreja; se suponía le calmaría un poco el dolor donde le había arrancado una leve cantidad de cabello. Elizabeth logró percatarse de su presencia desde el espejo, no sabía si reírse por tener un pedazo de carne en la cabeza o pedirle disculpas por como actuó.
—No has dejado ese celular en ningún momento, ¿No crees que deberías dejarlo descansar? —Mike negó, no soltaría aquel aparato, no deseaba que en un acto de distracción Elizabeth se enterase que aún conserva una imagen suya—. Debió irse la luz en la mañana.
—Sí es así, espero que alguien lo repare. No quiero que anochezca y estemos a oscuras aquí —trató de restarle importancia y eligió cambiar de tema— ¿En serio debemos salir de compras? —No comprendía como es que accedió a acompañarla, quizá fueran sus amenazas con no dejarlo usar o comer nada de lo que trajese.
—Mike, se acabó el papel higiénico —giró, lista para marcharse.
— ¡Pero si te di demasiado papel!
—Se me cayó en la taza del baño. —Se limitó a decir.
—No se te da bien mentir —la descubrió Mike—. Sólo di que te lo acabaste y, prometo no juzgarte —la animó—. Vamos, te estoy esperando.
Elizabeth lo observó, intentando averiguar si aquello que dijo era cierto. Él colocó su celular en el bolsillo de su pantalón, se quitó el bistec de su cabeza y comenzó a jugar con ella transportándola de una mano a otra.
—Bien, me he acabado el papel higiénico. —Admitió, apenada.
— ¡¿Cómo se te ocurre acabártelo todo?! —Arrojó el bistec al suelo—. Ningún humano puede acabarse un rollo completo de un solo tirón. ¡Ah! Pero te haces llamar la recicladora, la que me obliga a no desperdiciar nada. ¡Mike no tires ese danonino que todavía tiene! ¡No uses la regadera, para eso tienes la jícara! Pero ahora sí te pudo más la diarrea, que hasta te olvidaste de reciclar. —pudo haber continuado si no le hubiese soltado un bofetón, dejándolo en silencio.
—No vayas por ese camino, porque puedo señalarte uno por uno, tus desparrames en el baño —le amenazó. En esta ocasión no le seguiría su juego. No terminaría peleando con él—. Es un hecho que me acompañarás.
—No lo sé… los mercados me dan pavor, dicen que…
—No empieces con tus cochinadas. Si voy sola, ráscale como puedas, porque no pienso prestarte mi papel higiénico —le advirtió—. Pero no te preocupes, la necesidad es lo primordial, así que las hojas de libreta te servirían. —Sonrió.
Se imaginó sufriendo en el baño, pidiendo que su hermano Darío acudiera a su auxilio con un paquete de rollo, después Darío contando todo a sus padres y su querida madre lo señalara como débil por no poder contra Elizabeth.
—Pensándolo bien, creo que es buena idea acompañarte —levantó del suelo el bistec y caminó con dirección a la puerta. Se detuvo y sonrió para sí mismo, añadiendo—: Las cosas no han cambiado.
—No te entiendo. —Frunció el ceño.
—Pareja o no, ambos seguiremos con la rutina de siempre. Míranos, ¡Bajo amenaza, pero aun así iremos como una pareja normal de compras! —Mike se marchó.
—Tú y yo no somos una pareja normal, estamos separados. —rezongó.
—Como digas, querida.
♦♦
Nueve minutos después, un acalorado y nervioso Mike, se quedó sin palabras ante lo que sus ojos vieron. Trató de respirar y recordarse que solo son cosas de su imaginación, ya se lo dijo una vez Elizabeth, ¡Tiene la imaginación de un niño de cuatro años que aún cree en Santa Claus y en los unicornios! Pero claro que creía en ellos, Santa nunca le falló con sus regalos y el unicornio que le compraron seguía en casa de sus padres, solo que ahora se convirtió en un caballo, según su madre.
— ¡Esto no es real! —Cerró la puerta de golpe. ¿Acaso acababa de ver en la calle a un hombre semidesnudo?
Entreabrió la puerta comprobando de nuevo lo que vio.
—Es imposible. —Murmuró.
Era real, aquel hombre se encontraba no muy lejos de su puerta, sentado, intentando encender una fogata junto a un grupo de hombres y mujeres. Elizabeth debía tragarse sus palabras. Si existían los personajes de la prehistoria; los unicornios y santa Claus también.
Mike el imaginativo: 1
Señorita realista: 0
— ¿Qué estás haciendo? —Elizabeth, se detuvo cerca de él.
Al escucharla cerró la puerta y giró para encontrarse con Elizabeth, lista para marcharse con él de compras.
—No se te ocurra salir. —La señaló con el dedo índice, amenazándola.
—Por supuesto que voy a salir y tú te vienes conmigo. —Lo alejó de la puerta con brusquedad y abrió.
— ¡No, querida! —Elevó la voz Mike caminando tras ella, pero ya era tarde, Elizabeth se había quedado estática—. ¡Te dije que no salieras!
El grito fue lo suficientemente fuerte como para que el líder del grupo mirando hacia toda dirección, captando la presencia de Mike y Elizabeth.
—Nos está mirando. —Le susurró a Elizabeth.
—Lo sé, yo también lo hago.
Y por supuesto que lo hacía, aquel hombre sólo vestía un taparrabos.
—Nadie me comentó que harían una escenografía de alguna cultura mesoamericana —Mike intentó recordar si algún vecino le había comentado de ello.
—Esto no es ninguna escenografía, tonto —Se dio cuenta—. ¡Y esos hombres vienen hacia acá! —Olvidó querer ir de compras, aquellos hombres semidesnudos corrían hacia ella y ahora lo que importaba es huir de ellos.
— ¡Vaya forma de comenzar el día!
— ¡Mike, eres el hombre de la casa, quédate y aléjalos! —Corrió deprisa a casa.
— ¡Ya no tengo ese papel, yo soy el huésped! —Corrió tras ella entre tropezones—, ¡Espérame Elizabeth! ¡Necesito llamar a mi mamá, ella sabría qué hacer en estos cosos!
— ¡Con su edad, seguro fue de la época de ellos! —volteó a verlos solo para conseguir asustarse con la rapidez en la que corrían.
Cuando ambos hubieron entrado, la puerta fue cerrada con seguro.
—Mi mamá es joven, no como la tuya.
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