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veintiuno.

Abandonamos la biblioteca a toda prisa, yo aún sintiendo la frialdad que se había asentado en mis huesos tras la advertencia que había lanzado la Maestra a nuestras espaldas; la tensión embargaba cada centímetro del cuerpo del Señor de los Demonios mientras avanzábamos por el pasillo y nos encaminábamos hacia las escaleras mágicas.

La molestia nos acompañó hasta que alcanzamos la puerta de mi dormitorio. Los ojos de Setan parecían relucir de furia... una furia provocada por las insinuaciones que había hecho su Maestra; tal y como había hecho durante aquella cena.

Me separé mientras aferraba el picaporte y le lanzaba una rápida mirada. No quise hacer ningún comentario al respecto, pues temía que su enfado pudiera desbordarse y acabar aplastándome. A pesar de la posibilidad de que no fuera del todo humana, no podía compararme con el poder de él.

No era nada en comparación con Setan.

Sorpresivamente, el Señor de los Demonios me tomó por el brazo y lo alzó para poder ver más de cerca las bandas de color más oscuro que habían aparecido en mi piel, producto de lo que había sucedido en la biblioteca con las sombras.

—Has perdido el control —murmuró, tocándolas con un dedo. Siseé a causa de la molestia de la presión de su yema sobre la zona herida—. Has dejado que tus sentimientos te dominen.

—No era consciente de lo que estaba haciendo —me disculpé.

Me había dejado llevar por la rabia y la frustración, permitiendo a las sombras... No, las sombras no habían hecho nada: había sido yo quien las había mantenido bajo mi control gracias a esos poderosos sentimientos que los recuerdos habían despertado en mí.

Alcé la mirada de nuevo hacia su rostro.

—Lleva bastante tiempo hacer lo que tú has hecho —comentó en voz baja.

Me mordí el labio inferior. Después de lo sucedido me encontraba exhausta y con el estómago revuelto; casi parecía que había superado el pavor a las sombras, pero un nuevo temor incipiente se había instalado en su lugar: no saber hasta dónde alcanzaba mi extraño poder. Saber cuál podía ser mi límite con el manejo de las sombras.

—No debes permitir que vuelva a repetirse, Eir Gerber —me aconsejó y sonó cansado—. La ira... el dolor... el resentimiento... No son fuentes fiables si quieres hacer uso de tu poder.

Bajé de nuevo la mirada, como una niña pequeña que estuviera recibiendo una reprimenda por parte de su padre. Aún notaba los estragos que había causado lo que habían hecho las sombras sobre mi cuerpo; las marcas que habían dejado sobre mi piel... que alarmarían a mis doncellas nada más las vieran.

—Debes tener cuidado de ahora en adelante —su advertencia me obligó a levantar la cabeza para poder encontrarme con sus ojos de fuego clavados en mí; luego desvió su mirada por encima de mi hombro, escudriñando el pasillo que se extendía a mi espalda—. Acudiré a tu habitación para que continuemos...

El chirrido de la puerta de mi dormitorio hizo que cerrara la boca de golpe. Briseida se sobresaltó al encontrarnos —otra vez— a ambos allí parados; su mirada no paraba de moverse de un rostro a otro, con una expresión desconcertada y cargada de un profundo respeto hacia su amo. El Señor de los Demonios miró a mi doncella con un gesto vacío de toda expresión; había sido petición suya que mantuviéramos en secreto nuestros encuentros en la biblioteca.

—Amo —saludó con docilidad.

La mirada de Briseida se desvió entonces hacia mí, con una pregunta implícita en sus ojos castaños.

—Nos hemos encontrado cuando salía de la biblioteca —dije.

La excusa pareció ser suficiente para mi doncella, quien asintió con suavidad y se hizo a un lado para permitirme dejar entrar en mi dormitorio; me despedí apresuradamente del Señor de los Demonios, pero la intervención de mi doncella de nuevo hizo que me quedara congelada en el sitio.

—¿Se sabe algo sobre... sobre los demonios? —preguntó con voz trémula.

El cuerpo se me puso en tensión ante la mención de los planes de la Maestra.

—Nayan y Meylan se encuentran ausentes desde hace varios días, seguramente para extender la invitación de la Maestra a sus... viejos conocidos —contestó con cautela.

Sentí entre los omóplatos la mirada fija de ambos. Casi podía percibir su preocupación de verme rodeada de demonios que no servían en el castillo, que no se encontraban bajo las órdenes de Setan; quizá por eso eran tan peligrosos para mí: si me descubrían, el Señor de los Demonios no podría valerse de su control.

Y dudaba que la Maestra interviniera en mi favor.

Escuché la puerta cerrándose con suavidad y empecé a dirigirme hacia el balcón hasta que la exclamación ahogada de Briseida a mi espalda me hizo que me detuviera en seco; confirmando mis sospechas, miré por encima del hombro y me topé con el gesto horrorizado de mi doncella, con sus ojos fijos en mis brazos. En las marcas visibles que se mostraban en mi pálida piel.

—Eir...

Me di la vuelta, con una bola de nervios en la boca de mi estómago. No había pensado en qué excusa podría poner para esconder lo que había sucedido en realidad; tras la repentina interrupción de la Maestra en la biblioteca, obligando a Setan a sacarme de allí a toda prisa, no había caído en la cuenta de que me resultaría casi imposible —pues es lo que había sucedido— ocultarla de la vista de mis doncellas.

No traté de esconderlas, pues era absurdo.

Briseida eliminó la distancia que nos separaba y tomó uno de mis brazos con delicadeza, contemplando desde más cerca aquellas marcas.

El sonoro exabrupto de Bathsheba nos sobresaltó a las dos, que soltamos un respingo a la par mientras girábamos la cabeza para enfrentarnos a mi otra doncella, que tenía el rostro desencajado por la rabia.

Sus ojos relucían con enfado, recordándome la terrorífica impresión que me había producido al conocernos.

—¿Quién ha sido? —exigió saber con menos amabilidad que Briseida.

Su hermana también parecía interesada en conocer mi respuesta, pues no había tenido oportunidad de dársela por la irrupción de Bathsheba. La atención de mis dos doncellas estaba fija en mí, a la espera de que diera una explicación sobre por qué tenía esas marcas en los brazos.

Temblé por el temor de no saber qué decir.

—Las sombras... las sombras me tomaron por sorpresa en un rincón del pasillo, cuando regresaba de la biblioteca —la mentira fluyó con facilidad entre mis labios y sentí que mi peso en el pecho se aligeraba—. El Señor de los Demonios me sacó de allí antes de que las cosas pudieran ir a peor.

Briseida dejó escapar un sonido tembloroso y el enfado de Bathsheba pareció rebajarse al escuchar mi ficticia historia sobre de dónde procedían las marcas. Recordaba la advertencia de Setan sobre compartir con mis doncellas nuestros encuentros en la biblioteca, el acuerdo que habíamos alcanzado y que, pensaba, nos beneficiaba mutuamente.

Les dirigí una mirada a ambas.

—¿Desaparecerán? —pregunté, refiriéndome a las marcas.

Bathsheba ladeó la cabeza al mismo tiempo que fruncía el ceño. Sus ojos estaban clavados en las marcas de los brazos, aunque sospechaba que habría por más zonas que mi propia vista no alcanzaba a ver.

Briseida también las contempló con un brillo de pena, todavía atormentada por la excusa que les había dado.

—No son permanentes —respondió Briseida con cuidado, incapaz de apartar sus ojos de mis brazos—. Pero no se irán rápido, Eir. Lo siento.

—Y habrá que cubrirlas —añadió Bathsheba con tono sombrío—. Para no llamar la atención de la Maestra.

Mi rostro se contrajo en una mueca de manera involuntaria: ella nos había descubierto en la biblioteca, aunque había relacionado las marcas con su discípulo; había creído que él me las había hecho. Incluso había hecho una insidiosa insinuación al respecto, como si la situación que ella se había imaginado hubiera tenido lugar en el pasado... con otra de la elegida. U otras.

Asentí ante la idea de Bathsheba de cubrir mis marcas hasta que desaparecieran por completo de mi piel.

La puerta se abrió y Gamal apareció en el umbral, acompañado por Rogue, quien soltó un alegre ladrido al verme y salió corriendo hacia mí para poder saludarme en condiciones.

—Espero no molestar, señorita —se disculpó el demonio, luego dirigió su mirada hacia Bathsheba con un brillo también de disculpa—. Acabamos de regresar de los jardines y estaba inquieta.

Bathsheba hizo un aspaviento con la mano, restándole importancia.

—Gracias por la ayuda, Gamal —dijo y se colocó de manera que mis marcas quedaran convenientemente fuera de la vista del demonio—. ¿Has escuchado algo por el castillo?

El rostro de Gamal se contrajo en una mueca.

—Las gemelas siguen fuera de aquí —contestó y su mirada se desvió unos instantes hacia mi rostro—. La Maestra continúa encerrada en su ala del castillo. Nadie ha recibido ninguna orden que indique que vayamos a recibir... invitados.

La ausencia de las gemelas estaba extendiéndose demasiado, aunque también podría deberse a su condición de mujeres errantes. Ellas mismas habían dicho que solamente les gustaba pasar largos períodos en el castillo cuando encontraban algo de diversión en él.

—Mantén los ojos y oídos bien abiertos —le ordenó Bathsheba.

Gamal asintió de manera obediente.

—Hablaré con Mathea y Opdal —prometió y ambos nombres me resultaron ajenos. Desconocidos.

Bathsheba lo despachó con cierto apuro y, cuando se cerró la puerta, se giró hacia mí con una expresión meditabunda.

—Nuestra prioridad es mantener ocultas esas marcas —declaró con rotundidad—. Déjame a mí el resto.


Inspiré hondo, permitiendo que el aire fresco de los jardines entrara en mis fosas nasales, trayendo consigo la aromática mezcla que inundaba el ambiente. Había pasado una semana desde mi incidente con las sombras y solamente acudió a mi dormitorio cuatro días; la primera vez me acompañó desde el comedor, provocando que el ambiente a nuestra llegada a la habitación se volviera... raro. Mis doncellas trataron por todos los medios ocultar su sorpresa al verlo allí y más aún cuando les pidió educadamente que nos dejaran a solas.

Las cosas no habían cambiado mucho en las noches sucesivas, pero ambas habían hecho un esfuerzo sobrehumano para no dejar ver en su expresión lo que se les pasaba por la cabeza. Briseida parecía encantada por las visitas nocturnas de Setan, aunque ignorara los verdaderos motivos; Bathsheba, por el contrario, se mostraba recelosa por aquel cambio en su amo.

Aquella mañana habíamos decidido disfrutar del buen día que hacía, por lo que Briseida y yo habíamos decidido pasar el máximo tiempo posible por los jardines, con Rogue corriendo alegremente de un lado a otro; incluso nos habíamos traído uno de sus juguetes.

Rogue soltó un ladrido encantado cuando vio la pelota que llevaba en la mano. Briseida se había refugiado bajo la sombra de uno de los frondosos árboles y desde ahí nos observaba, sentada entre las raíces y con sus ojos siguiendo todos nuestros movimientos, además de controlar el entorno. Ninguna de mis doncellas había bajado la guardia, en la creencia de que la Maestra se traía algo entre manos. A pesar del tiempo que había transcurrido.

Eché hacia atrás el brazo para lanzar la pelota, con Rogue a la zaga. La perrita echó a correr a toda velocidad tras su estela, perdiéndose entre la maleza; unos instantes después regresaba con la pelota entre las fauces y moviendo su cola de un lado a otro con efusividad. Orgullosa de sí misma.

La entretuve lanzándole la pelota hasta que, en una ocasión, Rogue no apareció como de costumbre de regreso entre la maleza. Esperé unos instantes más, creyendo que habría hecho un lanzamiento mucho más largo del que había creído en un principio; sin embargo, los jardines continuaban en calma y no escuchaba un solo ladrido o sonido que pudiera emitir la perrita.

—¡Rogue! —la llamé en voz alta, casi en un grito.

Una suave brisa a mi lado me indicó que Briseida se había puesto en pie y había acudido a mi lado. Por el rabillo del ojo vi que tenía un gesto preocupado, quizá alarmada por la evidente ausencia de Rogue.

Intenté dar un paso hacia delante, pero Briseida me detuvo aferrándome por el antebrazo. Su expresión de preocupación había sido sustituida por un ceño fruncido; su mirada escaneaba cada palmo de la extensión de jardines que teníamos frente a nosotras. Tragué saliva ante la posibilidad de que la Maestra hubiera decidido, por fin, cumplir con lo que había advertido.

Los dedos de mi doncella me soltaron con suavidad cuando se cercioró de que nos encontrábamos a solas. Que no había demonios cerca de nosotras... de mí.

—Anda, ve a buscarla —me indicó con una sonrisa—. Seguramente esa desvergonzada esté entretenida con algo.

Asentí y me dirigí a buen paso hacia el castillo. Por el camino miré en ambas direcciones, valorando la posibilidad de que la perrita se hubiera aburrido de lo que fuera que la hubiera entretenido y decidiera regresar hasta donde estábamos; mis pasos me condujeron hacia un lateral del castillo que todavía no había tenido el placer de investigar.

Me asomé por una entrada y me topé con un largo pasillo de piedra. Decidí quedarme allí unos segundos y agudicé el oído; no sería extraño que Rogue hubiera visto también aquella entrada y hubiera tomado la brillante decisión de internarse en aquella zona por su cuenta.

—¿Rogue? —la llamé de nuevo y mi voz rebotó contra las paredes de piedra.

Escuché algo parecido a un ladrido ahogado al fondo del corredor, justo en el punto donde giraba hacia otro pasillo. Probé a decir su nombre por segunda vez y aguardé, recibiendo el mismo sonido que la primera vez; eché un vistazo por encima de mi hombro antes de recoger las faldas del vestido que llevaba para poder pasar con más facilidad, introduciéndome en aquel extraño pasillo. Lo recorrí con cierta premura, llamando a Rogue para guiarme en función de sus ladridos, que empezaron a volverse mucho más insistentes y desesperados a cada paso que daba.

Frené de golpe cuando vi en el fondo una puerta entornada. Me apoyé en la pared de piedra y pronuncié su nombre, queriendo cerciorarme. Sin duda alguna, el ladrido de Rogue procedía de allí dentro.

Respiré hondo mientras me acercaba a la puerta y comprobaba que el interior de aquella habitación era tan oscuro que no podía ver nada. Maldije en silencio a la perrita y aferré el picaporte con cautela, recordándome los avances que había hecho con el Señor de los Demonios sobre mi temor a las sombras que se agazapaban en la oscuridad.

La puerta crujió sobre sus goznes cuando la empujé. Al otro lado me esperaba la negrura más absoluta; inspiré de nuevo, convenciéndome a mí misma de que podía hacerlo: solamente debía entrar y recuperar a Rogue. Demostraría que mis encuentros con el Señor de los Demonios estaban surtiendo efecto y que mis extraños poderes podían serme de utilidad.

Algo impactó con fuerza en mitad de mi espalda, empujándome hacia el interior de la habitación. Grité por la sorpresa y trastabillé entre la oscuridad para evitar caer al duro suelo; giré sobre la punta de mis pies cuando recuperé el equilibrio y traté de alcanzar la puerta de nuevo. Ésta se cerró de golpe y yo choqué con brutalidad contra la madera, haciendo que mis dientes rechinaran a causa del impacto.

Sacudí el picaporte, intentando abrirla, pero no conseguí moverla ni un ápice. La angustia se retorció en mi estómago al escuchar los susurros a mis espaldas y al notar los primeros tentáculos tirar de los bajos de mi vestido.

Grité pidiendo ayuda y golpeé con energía la puerta, tratando de que alguien me escuchara. No me permití girarme para encararme con las sombras que se despertaban por mi presencia; necesitaba salir de allí desesperadamente antes de que perdiera de manera definitiva el control.

Todos mis avances con Setan se desvanecieron al encontrarme allí encerrada, tal y como había sucedido cuando era niña.

Entonces lo sentí.

Sentí una poderosa presencia a mi espalda, algo que me observaba desde la oscuridad con suma atención. Interés, quizá.

Tragué saliva para intentar aliviar mi reseca garganta y miré por encima de mi hombro. Unos ojos me contemplaban, pero no era capaz de ver nada más; sólo esos ojos que estaban clavados en mí.

Sufrí un escalofrío e intenté bloquear mis recuerdos infantiles; el pavor que pasé en aquel cuarto oscuro mientras suplicaba a mi tía que me sacara de allí, que el juego ya no era divertido. En aquella ocasión Elara no se encontraba al otro lado de la puerta. Estaba sola ante lo que fuera que hubiera allí dentro.

De nuevo sentí aquel torbellino de ira al pensar en mi tía. El Señor de los Demonios me había recomendado que no me aferrara a ese tipo de sentimientos pero, allí dentro y a merced de mis miedos, no tenía nada a lo que echarle mano; inspiré hondo mientras permitía que las sombras fueran acortando la distancia conmigo, ascendiendo por mi vestido y concentrándose en mis brazos... en mis manos.

Quizá podía repetir lo que había hecho en la biblioteca.

Era el único modo que se me ocurría para poder salir de allí.

Aquel inquietante par de ojos seguía observándome, e incluso creí escuchar una risita. Me centré en el fuego de mi ira, en las sombras que podía doblegar a mi voluntad y en la quemazón de mis marcas; recordé que uno de los poderes del Señor de los Demonios se basaba en el simple deseo. En la biblioteca intenté hacer aparecer una cajita de mi infancia, sin resultado. Decidí probarlo con la bola de sombras que había empezado a formarse entre mis palmas.

Entonces algo —quizá una cuerda, no lo podía ver— se enroscó en mis muñecas y tiró de mí con un brusco movimiento, empujándome de nuevo hacia delante... y provocando que toda mi concentración se esfumara. Escuché por segunda vez la misma risa y los ojos parecieron relucir de satisfacción; otro tirón y me vi cayendo de rodillas sobre el suelo.

Sentí una caricia en mi mejilla que me puso el vello de punta, haciendo que mi cuerpo se echara a temblar.

—Sabía que eras tú, pequeña bastarda.

Grité de dolor cuando el primer relámpago me acertó de lleno, abrasándome como si alguien me hubiera introducido en fuego.

Uno tras otro, aquella criatura que se ocultaba en la oscuridad hizo que me retorciera de agonía y me dejara la garganta en carne viva a causa de mis gritos, cargados de un dolor indescriptible. Como si mi piel estuviera cayéndose a pedazos y mis huesos estuvieran siendo triturados poco a poco, alargando mi sufrimiento.

Mi tortura.

—Voy a acabar contigo.

La puerta estalló a mi espalda, logrando disipar la oscuridad y permitiéndome observar la habitación vacía en la que alguien me había tendido una emboscada. La cuerda negra que llevaba en las muñecas se deshizo, cayendo al suelo en finas hebras que se transformaron en pequeños gusanos que se arrastraron por él, intentando huir de la luz solar. Pasos apresurados resonaron contra las cuatro paredes de piedra, haciendo que me encogiera.

Se me escapó un gemido ahogado cuando un desconocido se acuclilló frente a mí. Su aspecto era humano... pero fueron sus ojos lo que delataron su auténtica naturaleza: de igual manera que Setan, los iris de aquel muchacho eran de un inquietante color gris plomizo. Como las nubes que anunciaban la proximidad de una tormenta.

Mi cuerpo no respondió a mis órdenes de apartarme de su lado cuando vi que me olfateaba y que un brillo relucía en el fondo de sus ojos. El mismo brillo que había visto en los ojos violeta de las gemelas cuando me habían tendido aquella emboscada en las escaleras.

—¿Qué eres tú exactamente? —se cuestionó.

Antes siquiera de que pudiera decir nada, me alzó en volandas con una facilidad insultante y se dirigió hacia la salida. Nos detuvimos en el umbral y él miró por encima de su hombro, con el ceño fruncido; no se movió durante unos segundos, como si estuviera buscando algo dentro de aquella habitación vacía.

Cuando salimos al pasillo, el rostro del desconocido se contrajo en una mueca de molestia.

—No te atrevas a dar un paso más, Barnabas. 

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