veintitrés.
Pensé que Setan perdería el control, del mismo modo que le había sucedido conmigo en los jardines, cuando le había presionado. Sin embargo, y ante mi estupor, el Señor de los Demonios gruñó en voz baja y volvió a intentar cubrirme con su cuerpo; la sonrisa divertida de Barnabas me confirmó que todo aquello tenía una única finalidad: molestar a su anfitrión. Era evidente que entre ambos demonios no había una grata amistad.
—¿Cómo acabas de llamarla? —exigió saber el Señor de los Demonios.
Barnabas se encogió de hombros con aire inocente.
—Fíjate en su largo y lustroso pelo negro, Setan —indicó con amabilidad—. Como las alas de un murciélago. Además, parece preferir habitaciones oscuras.
Me quedé congelada tras la espalda del Señor de los Demonios, aturdida y horrorizada por las palabras que acababa de dejar caer en el espacio que existía entre los tres. A pesar de no ver el rostro —y reacción— de Setan, apostaba que estaba confuso y desconcertado; con su mente trabajando a toda velocidad para encontrarle algún sentido. Un sentido que únicamente Barnabas y yo conocíamos.
Miré al demonio rubio por encima del hombro del Señor de los Demonios, suplicándole en silencio que no dijera ni una sola palabra más al respecto.
—Ella no es asunto tuyo, Barnabas —habló Setan con un tono amenazador.
—¿Por qué mantenerla apartada de toda la diversión, Setan? —quiso saber el otro—. Ya sabes lo divertido que son los humanos cuando beben un poco de vino y...
—He dicho que ella no es asunto tuyo —repitió con ferocidad—. Ningún demonio estará cerca de ella y, quien se atreva a contradecir mis órdenes, será castigado.
Ignorando la amenaza de las palabras del Señor de los Demonios, Barnabas dio un par de pasos más hacia nosotros, acortando la distancia que nos separaba. Sus inquietantes y turbulentos ojos grises del demonio relucían de diversión, consciente de que estaba caminando por una peligrosa línea.
—Aún sigues teniendo esos arrogantes modales y Hel no ha logrado hacerlos desaparecer, a pesar del tiempo que ha pasado —comentó y su sonrisa se volvió afilada como el cristal—. Permíteme que te recuerde una cosa, viejo amigo: yo no sirvo a nadie. Y mucho menos a alguien como tú.
¿Sería Hel el auténtico nombre de la Maestra? Barnabas había hablado de ella con una familiaridad que indicaba que se conocían de mucho tiempo atrás, y que compartían demasiadas historias juntos. Incluso parecía tener alguna que otra con el propio Señor de los Demonios.
Observé a ambos demonios con una expresión pensativa, intentando empaparme de cualquier detalle que pudiera servirme de ayuda de cara al futuro. Mi promesa de descubrir qué escondía el castillo seguía llameando en mi interior, aunque ahora mis planes se hubieran visto ligeramente trastocados con las clases que estaba recibiendo por parte del Señor de los Demonios para ayudarme a controlar mi temor a las sombras y tratar de entender mi poder.
—Estás en mi castillo, Barnabas —le recordó Setan con frialdad—. Estás bajo mi techo y respetarás mis órdenes por eso.
—Qué extraño —se dijo para sí mismo Barnabas, intentando sonar pensativo—. Creí que ella lo había conquistado todo para sí misma y que te había dejado a ti de perro guardián.
Setan dio un paso en dirección a Barnabas y no me costó adivinar en qué iba a desembocar todo aquello. Antes de que las cosas pudieran descontrolarse, me aferré a la manga del Señor de los Demonios, retrasándole unos instantes.
Él me miró por encima de su hombro y yo me encogí al ver el fuego de sus ojos reluciendo, el poder que emanaba de ellos.
Dudé unos instantes, valorando seriamente la posibilidad de soltarle y pedir perdón por aquel gesto inconsciente por mi parte; Barnabas nos seguía observando en silencio, con sus labios todavía esbozando aquella sonrisita cargada de suficiencia. La misma que indicaba que estaba consiguiendo su propósito.
Los segundos pasaban y yo no tenía idea alguna de qué decir.
—Estoy... estoy cansada —las palabras borbotaron desde mi garganta.
El demonio rubio parecía extasiado ante mi intervención. El Señor de los Demonios, por el contrario, estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por no perder los papeles; su mirada seguía abrasándome y las sombras del pasillo empezaron a inquietarse ante su presencia. Un cosquilleo por toda mi piel me hizo anhelar de nuevo el poder que me confería la oscuridad.
Al final, cuando creí que mi intervención había caído en saco roto, Setan sacudió la cabeza y dedicó una mirada molesta a Barnabas antes de cogerme con cuidado por el antebrazo para guiarme hacia la puerta de mi dormitorio. La ardiente mirada del demonio rubio se clavó en mi espalda y temí que hubiera sido muy mala idea haber bajado la guardia de ese modo, dejando a Barnabas en una posición ventajosa en caso de que quisiera atacarnos; sin embargo, Barnabas no se movió del sitio, aunque sí se echó a reír entre dientes de manera audible.
—¿Cuánto tiempo lleva ya aquí atrapada, Setan? —le preguntó con perversa diversión—. ¿Casi dos meses? Debo reconocerle el mérito de haberse resistido a tus encantos, hubo otras chicas que no te lo pusieron tan difícil, ¿verdad?
Mis mejillas comenzaron a arder al comprender lo que estaba insinuando. El Señor de los Demonios chasqueó las mandíbulas y gruñó algo para sí mismo; parecía estar teniendo dificultades para no ceder al impulso de dar media vuelta y arremeter contra su invitado.
Bajé la mirada, avergonzada, y me apresuré a cruzar la puerta de mi dormitorio, valorando la posibilidad de dejar a Setan fuera para cortar las ideas preconcebidas —y totalmente erróneas— que tenía el demonio rubio sobre nosotros. Mis doncellas ya se encontraban allí, serviciales ante la presencia del Señor de los Demonios a mi lado y visiblemente preocupadas por el gesto de su amo.
—Barnabas está aquí —fue lo primero que dijo Setan.
Las hermanas compartieron una mirada, temerosas de confirmar que ellas ya se encontraban al tanto de la presencia del demonio en el castillo. Temían que aquello pudiera desembocar en la íntegra confesión de lo que me había sucedido, y ninguna de ellas quería despertar la ira del Señor de los Demonios.
—No quiero que esté cerca de ella —añadió, haciendo un aspaviento en mi dirección.
La evidente enemistad que existía entre Barnabas y Setan era cada vez más palpable. No entendía qué había sucedido entre ambos en el pasado, si antes de ello habían llegado a ser amigos; el propio Barnabas había tratado con demasiada familiaridad a Bathsheba y Briseida, lo que podía avalar mi idea inicial: Barnabas conocía demasiado bien a los habitantes de este castillo.
El demonio rubio podía tener las respuestas a mis preguntas, las mismas que se me habían negado desde que hubiera puesto un pie en aquel castillo encantado casi dos meses atrás.
—Así se hará, amo —murmuró Bathsheba.
El Señor de los Demonios me estudió en silencio y luego dio media vuelta, lo que significaba que aquella noche no habría prácticas con las sombras; de todos modos, estaba exhausta por lo sucedido aquel día, por lo que no puse objeción alguna a la marcha del demonio y me dirigí hacia el baño.
Briseida me siguió en silencio, retorciéndose las manos sobre las faldas de su vestido.
—¿Estás bien? —me preguntó a mi espalda.
Asentí de manera distraída mientras empezaba a desnudarme. En el reflejo del espejo contemplé las marcas de las sombras, que aún eran demasiado visibles sobre mi piel; mis doncellas se habían encargado de cubrirlas con vestidos de manga y cuellos altos, evitando que alguien no deseado pudiera verlas. Ninguna de nosotras quería responder a las preguntas que podrían surgir.
—¿Barnabas ha intentado hacer algo? —prosiguió mi doncella.
Miré a Briseida a través del espejo: tenía el rostro ensombrecido y sus ojos habían adoptado el mismo tono que los de su hermana cuando comenzaba a molestarse. Incluso sus labios estaban fruncidos en una fina línea.
—Apareció en el pasillo, cuando el Señor de los Demonios me acompañaba hasta aquí —le relaté, ciñéndome a lo que había pasado.
El ceño fruncido de mi doncella se profundizó.
—¿Estaba en esta parte del castillo? —preguntó con alarma.
Asentí.
—El amo ordenó que se hospedara a todos los invitados en la otra ala del castillo —dijo, aunque sonó casi para sí misma—. Prohibió que ninguno de ellos pusiera un solo pie por aquí.
Setan quería mantener alejados a todos los demonios que acudieran a la invitación de la Maestra, pero Barnabas había optado por desobedecer —y de buena gana, al parecer— paseándose por la zona que me pertenecía a mí. El interés del demonio rubio hacia mi persona no me daba buenas sensaciones, después de haber conocido a Meylan y Nayan había aprendido la lección.
Y, sin embargo, era la única persona en aquel castillo que parecía estar dispuesto a darme respuestas.
●
A la mañana siguiente, consciente de la preocupación de mis dos doncellas por el hecho de que Barnabas estuviera en el castillo, me encontré en un serio conflicto: por una parte necesitaba acercarme al demonio rubio para ver si podía conseguir alguna respuesta a las preguntas que no se me habían querido responder y, por otra, no podía evitar recordar las advertencias que Bathsheba me había hecho sobre él, asegurando que Barnabas no era una persona de fiar y que lo mejor era mantener las distancias con él. Y creía a mi doncella, pues había sido testigo de la familiaridad que existía —o existió— entre ambos.
—Entonces ¿cuál es el plan? —quise saber.
Bathsheba levantó la mirada de su labor: coser mangas a mis vestidos para disimular las marcas oscuras que todavía se veían en mi piel.
Pestañeó confundida.
—La llegada de Barnabas aquí solamente puede indicar que la Maestra estaba hablando en serio cuando dijo que tenía intención de invitar a algunos viejos amigos —especifiqué y las pupilas de mi doncella parecieron dilatarse—. Él es el primero de los muchos demonios que le seguirán.
Bathsheba me había explicado que, mientras el castillo estuviera repleto de demonios, lo más conveniente es que me limitara a quedarme en los pocos lugares seguros que existían en el edificio: mi habitación, y quizá aquella parte en la que estaba situado mi dormitorio. La simple idea de quedarme encerrada en la habitación me resultaba opresiva.
Quizá podíamos llegar a algún tipo de acuerdo para evitar mi total encierro.
—El amo ha hecho que habiliten las habitaciones del ala prohibida para albergar al máximo número de invitados —contestó Bathsheba, pensativa.
Y eso no parecía haber detenido a Barnabas, quien se había arriesgado a venir hasta aquella ala del castillo con la excusa de estar buscando al Señor de los Demonios. La mirada de mi doncella me indicó que también estaba pensando en el demonio rubio, ya que sus labios se fruncieron en una línea cargada de desdén.
—Por el momento el único que ha llegado es Barnabas —continuó—. Y estoy segura de que ha encontrado algún tipo de distracción que le mantenga ocupado.
La esperanza empezó a florecer dentro de mi pecho. Bathsheba era la única de las dos que conocía lo suficiente al demonio rubio, por lo que creí en sus palabras y sentí un poco de desilusión al entender que, quizá, no viera a Barnabas merodeando por el castillo. O, al menos, por mi parte.
—Quizá podríamos aprovechar la oportunidad para salir a los jardines —propuse. Quería que, en caso de que estuviera pululando por el interior del edificio, me viera.
Bathsheba ladeó la cabeza, valorando los pros y contras de mi idea.
Dejó el vestido en el que estaba atareada a un lado y se puso en pie. Sabía que no iba a dejarme vagar sola por los jardines y que, desde ahora en adelante, la presencia de mis doncellas iba a ser mucho más continuada; ellas eran las únicas que podrían protegerme en caso de que otro de los invitados de la Maestra decidiera a no obedecer las reglas que había impuesto el Señor de los Demonios.
Bathsheba me acompañó hasta los jardines, pues Rogue se encontraba con Briseida en algún rincón del castillo. Mi mirada se desvió de manera inconsciente hacia la hilera de ventanas que pertenecían, supuse, a la parte del castillo que se me había prohibido visitar; todo parecía encontrarse en absoluta calma, como si allí no hubiera nadie que la habitara. Pero yo sabía que no era así.
Aquella parte del castillo ocultaba muchos secretos.
Nos sentamos bajo el mismo árbol que escogíamos cuando salíamos a los jardines a pasar parte de la mañana y Bathsheba trató de distraerme con historias absurdas sobre nimiedades, pequeñas anécdotas de su infancia; nunca había hablado conmigo en profundidad sobre su vida, aunque sí se atrevía a compartir conmigo pequeños recuerdos que no parecían tener mucha importancia. Pequeños detalles que solamente rascaban la superficie.
No la había presionado al respecto, a pesar de que yo le había contado partes que no había compartido con nadie más. Partes oscuras que había mantenido durante mucho tiempo ocultas en lo más profundo de mi ser.
Todo mi cuerpo se puso en tensión cuando Bathsheba se irguió de golpe, con su ardiente mirada recorriendo la vasta extensión de los jardines que conducían a una parte demasiado frondosa y en la que debía resultar muy fácil perderse; me hizo un gesto con la mano, indicándome que no moviera ni un músculo, cuando hice el ademán de ponerme en pie.
Algo no marchaba bien... o quizá había un nuevo huésped en el castillo.
—No te muevas de aquí —me exigió—. Y grita si ves que algo va mal.
Asentí y mi doncella pareció desvanecerse en el aire.
Tragué saliva con inquietud mientras estudiaba con atención mi alrededor. Que Bathsheba se hubiera marchado de esa forma tan apresurada solamente podía significar que no nos encontrábamos solas en los jardines, y que lo que fuera que nos acompañara no era bueno para mí.
—Siempre me ha resultado muy complicado dar esquinazo a Ebba, ¿lo sabías? —la insinuante voz de Barnabas acarició mi oído—. En su tiempo fue una excelente rastreadora.
Di un respingo y su mano se apresuró a tapar mi boca para ahogar cualquier intento de advertir a mi doncella... o de pedir ayuda.
El demonio rubio se sentó pesadamente sobre el césped, a mi lado. Observé la sonrisa que tironeaba de sus comisuras y la mirada divertida que estaba dirigiéndome; su poder recorrió la piel desnuda de mis manos, poniéndome todo el vello de punta.
Una parte de mí brincó de emoción de haber logrado mi propósito en tan poco tiempo; la otra estaba aterrada por el hecho de que estaba a solas con un poderoso demonio, a su merced. Si Barnabas decidía que no iba a resultarle de utilidad, no le sería complicado acabar conmigo.
Era demasiado débil en comparación con él, y no podía contar con la ayuda de las sombras.
—Puedo oler tu miedo —comentó con absoluta tranquilidad—. No tienes de qué preocuparte, pequeño murcielaguito: no he venido a matarte —hizo una pausa, asegurándose de que nadie iba a interrumpirnos—. Voy a quitar la mano si me prometes no gritar, ¿puedo confiar en ti?
Asentí con la cabeza.
Barnabas dudó unos segundos antes de bajar la mano, cumpliendo con su palabra del mismo modo que yo. De manera inconsciente retrocedí por el césped, intentando poner una mínima distancia entre ambos; el demonio rubio me sonrió con comprensión, nada molesto por aquel gesto por mi parte.
Nos observamos en silencio, cada uno sumido en sus propias reflexiones.
—No eres como el resto —dijo Barnabas de manera pensativa.
Enarqué una ceja como una pregunta silenciosa.
—Al resto de chicas —especificó—. No he tenido el placer de conocer a todas, pero sí a algunas de ellas.
Me removí sobre mi sitio, con un cosquilleo de curiosidad.
—¿Y qué hay de raro en mí? —quise saber.
Las gemelas siniestras habían hablado de mi aroma, que difería ligeramente del resto de humanos que ellos habían tenido el placer de conocer. Incluso Bathsheba había hecho mención de cómo olía para ella.
Barnabas me contempló en silencio durante unos instantes.
—No hueles como una... humana —habló con cuidado, vigilando mi reacción—. Como una humana corriente, me refiero.
El pulso se me disparó ante la aparente facilidad que tenía Barnabas para responder a mis preguntas. Recé en silencio para que Bathsheba se retrasara el tiempo suficiente para que yo obtuviera algo de información, la suficiente para poder intentar descubrir por mi cuenta lo que restaba.
Me convine a no mostrar mis sospechas sobre por qué creía que mi aroma no era el de una humana normal y corriente.
—Ahora entiendo por qué te escogió Setan —añadió—. Quizá eso que tienes de especial te dé más posibilidades que al resto de chicas, que fracasaron...
Barnabas se calló de golpe, con sus ojos de color gris plomizo clavados en algún punto del jardín. Luego soltó una risa por lo bajo.
—Bathsheba anda cerca —me desveló.
Me moví de manera desesperada cuando el demonio trató de ponerse en pie, aferrándolo por la manga de su lujosa chaqueta bordada.
—¡Espera! —dije.
Barnabas me dirigió una mirada intrigada.
—Tú puedes ayudarme —proseguí atropelladamente, notando el pulso en los oídos—. Eres el único que no ha esquivado mis preguntas y yo...
Una sonrisa ladina curvó sus labios.
—El pequeño murcielaguito está desobedeciendo las órdenes de Setan y me pide ayuda —resumió, fingiendo sentirse maravillado—. Creo que no eres consciente de cómo va esto, ¿verdad?
Tragué saliva, mirándolo sin poder ocultar mi temor.
Barnabas dejó escapar un bufido lleno de molestia y luego lanzó algo a mi regazo.
—Hablaremos de tus opciones más tarde —se despidió.
Hubo un estallido de humo a su alrededor y el demonio despareció.
Bajé la mirada a mi regazo y tomé entre mis dedos la sortija que Barnabas había tirado apresuradamente a mis faldas antes de marcharse. El anillo tenía forma de serpiente y en las fauces abiertas de la criatura llevaba engarzada una piedra de un tono gris piedra, similar a sus ojos.
Una hematita, reconocí a los pocos segundos.
Mi cuerpo sufrió un escalofrío al observar la joya más de cerca. Pude percibir que no era una sortija normal y que debía tener cuidado de que ninguna de mis dos doncellas la vieran, pues temía que pudieran reconocerla.
La deslicé sobre mi dedo meñique.
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