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veintinueve.

          

No fui capaz más que de pasear de un lado a otro la comida en el plato. La cena había empezado demasiado tensa e incómoda, tal y como habían sido desde aquel día; en aquella ocasión no le concedí la menor importancia, pues mi mente se encontraba atrapada en la historia que Bathsheba me había contado sobre por qué odiaba con tanta fuerza a Barnabas.

Escuché cómo se aclaraba la garganta el Señor de los Demonios de manera ahogada, como si tuviera la cabeza metida en un cubo de agua. El tenedor se hincó con más fuerza en el trozo de carne que había atrapado entre sus púas y rechinó contra el fondo del plato.

—Tengo la sensación de que tienes la cabeza en otra parte —las palabras de Setan salieron con forzada suavidad, como si le costara hablarme de ese modo. Llevaba resultándole complicado desde que perdió el control con Barnabas.

Todos mis pensamientos estaban enfocados en mi doncella y en el demonio que me había ofrecido su ayuda, del que luego había descubierto una faceta que no había querido creer al inicio; alcé la mirada de mi comida y la clavé en el rostro del Señor de los Demonios. Tenía ambas cejas enarcadas y sus ojos estaban fijos en mí con un brillo que quise creer que se trataba de preocupación.

Las palabras brotaron antes de que fuera capaz de detenerlas... o pensar en las consecuencias.

—¿Alguna vez te has enamorado? —pregunté.

Los ojos de Setan se abrieron de par en par al escucharme. Pude ver la multitud de emociones que cruzaron su rostro, cómo el brillo de sus ojos pareció apagarse del mismo modo que lo habían hecho los de Bathsheba.

Y entonces vi el miedo.

El Señor de los Demonios desvió la mirada, haciéndome dudar de que lo que había visto era real. Todo su cuerpo se puso en tensión y él trató de disimular lo mucho que parecía haberle afectado aquella simple pregunta.

Aferró la copa que tenía frente a sí mismo.

—No —respondió antes de llevársela a los labios.

Ambos fuimos conscientes de la mentira que se escondía tras esa simple palabra, de lo forzada y falsa que había resonado entre nosotros dos.

Me encogí de hombros mientras volvía a fijar la vista en el plato de comida.


«¿Dónde está el Señor de los Demonios?», pregunté a Barnabas tres noches después de aquella mentira flagrante por parte de Setan.

Faltaba poco para que llegara la medianoche y mis doncellas ya habían abandonado mi habitación; no había hecho mención de lo sucedido, intentando que Briseida no supiera nada, tratando de recuperar la rutina que habíamos alcanzado después de mi llegada al castillo. Supuse que eso ayudaría a que las aguas volvieran a su cauce y lo sucedido en el pasillo quedara en el olvido.

Bathsheba pareció agradecerlo, aunque no me lo expresó de manera directa.

Esperé a que el demonio de ojos grises respondiera a mi pregunta, retorciendo las mantas entre las manos. Había tardado todo aquel tiempo en tomar la decisión de hacer algo, encontrar respuestas por mí misma; era consciente de los días que había perdido, de los meses que me quedaban en aquel castillo antes de que llegara mi hora final.

Barnabas me había dicho que muchas de las chicas que me habían precedido no se habían quedado de brazos cruzados, como yo.

Por eso había llegado el momento de tomar cartas en el asunto. Aunque fuera recurriendo de manera puntual al demonio de ojos grises que había traicionado a Bathsheba y del que estaba ligada por medio de un acuerdo.

«No soy su doncella», fue la seca respuesta que obtuve por su parte.

Su voz se había mantenido en silencio desde que hizo aquella afirmación —que aún no sabía cómo tomarme— sobre la relación que mantuvieron en el pasado mi doncella y él. Que hubiera decidido hacerme caso, tras haber estado al corriente de todos mis pensamientos —la mayoría relacionados con él o Bathsheba—, quise tomármelo como algo... positivo. O quizá el preludio de una nueva traición por parte de Barnabas.

«Dijiste que me ayudarías», le reproché mientras clavaba la mirada en el techo de la habitación.

«Entre mis responsabilidades de ayuda no entra el concertar contigo un encuentro con Setan», contestó de manera fría. Su humor no parecía encontrarse mucho mejor, al fin y al cabo; no quise seguir con esa línea de pensamiento, pues temía que Barnabas pudiera escucharlo todo.

Mis mejillas ardieron a causa de la vergüenza de lo que Barnabas creía que buscaba con el paradero del Señor de los Demonios. Había insinuado algo parecido el día en que nos conocimos y él apareció en mi pasillo, justo cuando Setan me acompañaba de regreso a mi dormitorio para poder continuar con nuestras tutorías sobre mi habilidad para controlar las sombras.

Las sospechas de que Setan hubiera tenido un trato demasiado cercano con alguna de las chicas que me habían precedido provocaron que me palpitaran las sienes. Y que el corazón redujera su ritmo habitual.

«Responde a la pregunta», me limité a decir.

Barnabas tardó un tiempo en volver a hablar dentro de mi mente.

«En su dormitorio», contestó con cierto retintín. Y, a pesar de no saber cómo entrar en su mente, no me costó mucho adivinar qué se le pasaba por ella; no hice ningún intento de corregirlo, pues mi cabeza trabajaba a toda prisa tras conocer el paradero de Setan y el tiempo con el que contaba.

Aparté las mantas de una patada y me calcé, dirigiéndome a toda prisa hacia la puerta y cogiendo en el camino la bata que Briseida había dejado sobre los pies de la cama. Asomé la cabeza por un resquicio, comprobando que esa parte del pasillo estuviera desierta; con el corazón latiéndome a mil por hora, abandoné la seguridad de mi habitación para poder ir hacia el final del pasillo, hacia la pared que daba por concluido el corredor. A cada paso que daba me obligaba a inspirar hondo, recordándome los pasos que debía seguir para atravesar la cortina de humo.

Inspiré profundo al llegar hasta la pared y alcé la mano, colocándola sobre la superficie. El ya familiar cosquilleo se extendió por la palma, primera señal de que estaba haciendo las cosas bien; cerré los ojos e imaginé que retiraba el muro, haciéndolo desaparecer y dejándome ver el otro tramo que estaba tras la cortina de humo.

La solidez bajo mi palma se extinguió, indicándome que todo había funcionado. Abrí los ojos y contuve una sonrisa de satisfacción mientras reanudaba mi camino hacia el otro lado; mi alegría empezó a evaporarse al recordar que aquella parte del castillo estaba plagada de demonios. Demonios que no seguían las órdenes de la Maestra o Setan; demonios que estarían encantados de ponerme una zarpa encima.

Hice mis pasos más sigilosos conforme terminaba el pasillo y alcanzaba las primeras puertas que conducían a los dormitorios, temiendo que hubiera alguien al otro lado de ellas; mordí mi labio inferior mientras intentaba llegar hasta las escaleras, recordando el piso de destino.

Mis dedos se aferraron a la madera del pasamanos y contuve unos segundos el aliento, intentando reunir fuerzas de flaqueza para dar el siguiente paso. Me pregunté si Barnabas acudiría en mi ayuda si las cosas se torcían en aquella excursión que había decidido llevar a cabo; sacudí mi cabeza, alejando esos pensamientos de mi mente mientras subía el primer escalón, formulando en mis pensamientos mi destino y abandonaba el rellano para introducirme en un sitio que desconocía.

Jadeé al ver el evidente destrozo que reinaba en aquel pasillo. Los tapices de las paredes habían sido arrancados o acuchillados de modo que quedaran irreconocibles, lo mismo que los pocos cuadros que decoraban junto a los tapices; el aire se me quedó atascado en los pulmones al divisar dos únicas puertas en aquella planta.

Mi mirada alternó entre ambas, consciente de que estaba en una encrucijada. Si me equivocaba de puerta... Me toparía de bruces con el Señor de los Demonios, quien tendría muchas preguntas que hacerme sobre cómo había llegado hasta allí.

«La puerta de la izquierda», el repentino comentario de Barnabas me hizo dar un salto en el sitio. Dudé unos segundos —quizá por sus insinuaciones anteriores sobre los motivos que ocultaba por conocer el paradero de Setan— antes de encaminarme hacia la puerta que me había señalado el demonio.

Aferré la fría manilla con mis dedos temblorosos, cogiendo una rápida respiración antes de empujar y rezar para que no hiciera ruido. El interior de aquella habitación se iluminó nada más poner un pie allí dentro, mostrándome multitud de estanterías; mostrándome la biblioteca de la que me había hablado Barnabas.

El olor a magia de demonio era más que evidente entre esas cuatro paredes. Observé mi alrededor, cohibida, mientras trataba de encontrar un punto por dónde empezar; me pregunté qué podía hallar en esos libros de extraños títulos, algunos en idiomas que me resultaban incomprensibles.

Con un par de tímidos pasos me adentré aún más en la biblioteca, notando un cosquilleo por todo mi cuerpo. Fui consciente de que todas las estanterías parecían ser como los radios de una rueda; alterné la mirada entre las vías que formaban las estanterías entre sí... preguntándome a dónde conducirían todas ellas.

Eligiera la que eligiera, iba a acabar en el mismo sitio.

Me decanté por el camino que tenía frente a mí y eché a andar, contemplando las hileras e hileras de libros que se extendían a ambos lados; la boca se me resecó al caer en la cuenta de que aquel sitio debía ser más grande de lo que aparentaba... y que me resultaría muy complicado encontrar algo aquella noche. Tragué saliva mientras me preguntaba cuánto tiempo me tomaría investigar hasta dar con las respuestas que necesitaba; el miedo se extendió por mi cuerpo, valorando la posibilidad de toparme con Setan si decidía ir allí de nuevo.

Mis pensamientos se quedaron congelados cuando alcancé el final de aquel camino entre las estanterías. Había llegado al centro de la biblioteca, donde había un atril que parecía surgir del propio suelo; me fijé en los grabados en la piedra de la que estaba confeccionado, los gestos de horror en los rostros humanos tallados y que me ponían los vellos de punta.

Titubeé en si debía continuar.

—Pequeña y dulce niña —dijo una voz que resonó en aquel lugar—. Has regresado...

Miré a mi alrededor, intentando encontrar al dueño de aquella voz que se asemejaba a un ronroneo.

—¿Quién eres? —pregunté.

Mis ojos continuaron rastreando las estanterías que me rodeaban, buscando cualquier indicio que pudiera conducirme a la criatura que se escondía tras aquella voz; el miedo empezó a reptar por mi cuerpo, haciéndome que me ciñera la bata al camisón.

—¿Ya no recuerdas a los viejos amigos? —su tono salió lastimoso—. Setan me dijo que volverías, aunque no cuándo.

—¡Muéstrate! —ordené.

Parecía que todo aquello fuera un juego para aquella criatura. Me adentré más en el centro de la biblioteca, hacia el atril de las caras talladas; entrecerré los ojos cuando una nube oscura empezó a condensarse en lo alto, tomando la forma de...

—Un gato —la voz me salió estrangulada al adivinar qué era.

La oscuridad terminó de solidificarse, mostrando un gato estilizado en cuya cola llevaba varios anillos de oro con inscripciones en lenguas que me resultaban desconocidas; sus ojos felinos me contemplaron con un brillo divertido, sacudiendo sus largos y cuidados bigotes.

—Nigrum, niña insolente —me corrigió—. Te recuerdo que me llamo Nigrum, no gato.

Nos observamos el uno al otro en silencio. Las preguntas latían en la punta de mi lengua, pero me refrené al recordar que aquel gato —que amablemente me había indicado cuál era su nombre— también era un demonio... y los demonios tenían una naturaleza enrevesada y traicionera.

Ladeé la cabeza, con mi mente trabajando a toda velocidad. Nigrum me había confundido con alguien, quizá alguna de las chicas que habían estado allí atrapadas antes que yo; lo que no sabía era el tipo de relación que tenía con la persona con que me había confundido.

—Nigrum —repetí su nombre y su sonrisa gatuna aumentó.

—Es cierto lo que dicen de los humanos —dijo entonces—: que sois demasiado olvidadizos y que vuestra memoria es traicionera.

Di un paso en su dirección, arriesgándome.

—Tienes razón —concedí, intentando ganarme su... ¿confianza? Al menos buscaba eliminar el recelo—. Mi memoria no puede compararse a la de un demonio. Pero, estoy segura, que me ayudarás a recordar.

Me permití esbozar una pequeña sonrisa, un cebo para que Nigrum me diera lo que necesitaba.

El demonio gato giró su cabeza casi del mismo modo que una lechuza, poniéndome el vello de punta a causa de la impresión. Casi parecía que no tuviera huesos, lo cual parecía bastante probable por su naturaleza demoniaca.

—Por supuesto que sí, niña olvidadiza —entrecerró sus ojos y agitó los bigotes—. Yo soy Nigrum, el viejo guardián de todos estos libros. Del conocimiento que no logró perderse tras la guerra que se libró en estos muros.

Mis ojos recorrieron los libros, con el corazón palpitándome a causa de la emoción al descubrir la antigüedad de todos ellos. Se remontaban a la propia Conquista, lo que me parecía una información bastante jugosa; devolví mi mirada a Nigrum, que parecía satisfecho con el interés que había mostrado al escucharle hablar.

—Entonces ¿tienes las respuestas a mis preguntas? —pregunté.

Nigrum volvió a ladear la cabeza con diversión.

—Depende de lo que vengas a buscar.

* * *

📍Capítulo 32: apunten, apunten...

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