veintidós.
El demonio, que atendía al nombre de Barnabas, dejó escapar un suspiro lleno de exasperación. Giró sobre sus pies hasta que quedó encarado con la persona que se encontraba al fondo del pasillo, obstaculizando la salida.
—¿Es así como saludas a los viejos amigos, Ebba? —preguntó con un deje sarcástico.
Los ojos de mi doncella relucieron con fastidio y su boca se torció.
—Tú y yo no somos amigos, vieja sanguijuela —su mirada se posó en mí y sus iris relucieron de alarma—. Suéltala ahora mismo.
Los brazos del demonio rubio se tensaron desafiantemente sobre mi cuerpo, incitando a mi doncella a que abandonara su actitud precavida e hiciera algo. Bathsheba masculló una blasfemia que hizo reír a Barnabas.
—Me alegra ver que aún sigues teniendo los mismos modales de siempre —se mofó.
Los ojos de Bathsheba relucieron de furia.
—Déjala en el suelo. Ahora.
—Dudo mucho que el pequeño murcielaguito pudiera mantenerse en pie si te hiciera caso —comentó Barnabas con un logrado tono cargado de preocupación.
En un simple pestañeo, Bathsheba acortó la distancia que nos separaba y me arrebató de los brazos del otro demonio. Me sostuvo con ligereza, como si mi peso no supusiera ningún problema; su mirada lanzaba cuchillos a Barnabas, que se cruzó de brazos ahora que no me sostenía con ellos. Sin embargo, el demonio parecía demasiado tranquilo ante la amenazadora presencia de mi amiga.
—¿Cómo la has llamado? —gruñó Bathsheba.
Barnabas esbozó una sonrisa llena de indolencia.
—Es una broma, Ebba.
—¿Eir? —la voz de Briseida resonó por el pasillo, interrumpiendo la conversación que estaban manteniendo los dos demonios—. ¿Bathsheba?
Ella gruñó algo para sí misma antes de dar un paso atrás, conmigo todavía en brazos. Su mirada bajó entonces a mí, estudiándome con atención y buscando cualquier signo que acusara a Barnabas... a pesar de ser inocente.
—Estoy bien —susurré.
Todo lo bien que podía estar después de lo que acababa de vivir antes de que aquel demonio rubio hubiera intervenido para salvarme. Noté la intensa mirada de Barnabas también clavada en mí, pero me obligué a ignorarla.
Su asombrada pregunta aún se repetía al fondo de mi mente.
Briseida dejó escapar un grito ahogado al contemplar la escena en el fondo del pasillo. La sonrisa de Barnabas se hizo mucho más amplia al ver a la hermana que faltaba, con sus ojos reluciendo a causa del reencuentro.
—Barnabas —susurró Briseida, llevándose una mano a la boca.
—Ha sido un reencuentro encantador después de tanto tiempo, pero quizá deberíamos centrarnos en ella, parece que ha entrado en estado de shock —a pesar de no verle supe que estaba señalándome—. Tenemos mucho de lo que hablar.
Bathsheba cargó conmigo todo el trayecto, lanzando de vez en cuando iracundas miradas hacia el demonio rubio.
A pesar de las protestas por parte de Briseida y los siseos de su hermana, Barnabas entró en mi dormitorio, arriesgándose a que el Señor de los Demonios descubriera su presencia allí. Bathsheba me llevó hasta la cama y me depositó sobre el colchón con cuidado; luego recorrió mi rostro con sus suaves manos.
Ambas hermanas se giraron a la par hacia Barnabas, que había ocupado el sofá y había hecho desaparecer su sonrisa.
—¿Qué le has hecho? —la primera en lanzar su acusación fue Bathsheba.
El demonio entrecerró los ojos, molesto por verse convertido en el culpable de aquella historia.
—Salvarle la vida —contestó con absoluta tranquilidad.
Bathsheba se giró hacia su hermana a toda velocidad, exigiendo una explicación al respecto. Briseida se encogió sobre sí misma, consciente del error que había cometido y que nos había conducido a aquel desastre.
—Estábamos en los jardines, jugando con Rogue —empezó a relatar mi doncella—. En mitad de uno de sus juegos, la perrita no llegó a regresar con la pelota y Eir se preocupó de que hubiera sucedido algo... Comprobé que no hubiera ningún demonio cerca —Barnabas esbozó una sonrisa sardónica— y la animé a que fuera a buscarla. No pensé que estuviera en peligro, Ebba.
La mirada de Bathsheba se desvió entonces a Barnabas, quien hizo desaparecer convenientemente la sonrisa para adoptar un gesto mucho más contrito.
—¿Cuál es tu papel en todo esto? —le preguntó de malas formas.
—El de salvador, por supuesto —una nueva mirada llena de amenazas por parte de Bathsheba convenció al demonio que no estaba para bromas—. Escuché gritos. Busqué la procedencia de esos gritos. Me topé con una habitación cerrada y, en su interior, a ese pequeño murcielaguito enfrentándose a las sombras.
La mirada de los tres se desvió en mi dirección, mostrando distintas emociones. Preocupación, horror, curiosidad... Y todo por la trampa que alguien me había tendido para dejarme en aquella habitación, repitiendo la historia de nuevo. Haciéndome regresar al pasado.
Haciéndome sentir de nuevo como una niña indefensa a merced de las criaturas que vivían en la oscuridad.
—Márchate de aquí antes de que decida empalarte —siseó Bathsheba.
—Ebba, te tomaba más por una acérrima seguidora del descuartizamiento —protestó Barnabas.
—He dicho que te vayas de aquí —repitió con menos paciencia.
—Por favor, Barnabas —añadió Briseida, que tenía los ojos húmedos.
Ante aquella súplica, el demonio optó por retirarse. Se puso en pie con elegancia y se dirigió hacia la puerta con deliberada lentitud; sus inquietantes ojos se fijaron en mí, que seguía recostada sobre la cama, como una espectadora más.
—No me equivoco al afirmar que es una de las chicas de Setan —dijo a nadie en particular.
Mis doncellas se pusieron rígidas.
—Así es —confirmó Briseida en voz baja.
Barnabas se detuvo en la puerta.
—Y supongo que ambas sois conscientes de que hay algo extraño en ella —añadió—. Eso la convierte en un jugoso objetivo para muchos demonios.
—Nadie va a ponerle una sola mano encima —masculló Bathsheba en un tono que me puso el vello de punta.
—Debe ser muy importante para vosotras si estáis dispuestas a protegerla de ese modo.
Dicho esto, desapareció de la habitación. Mis doncellas aguardaron unos segundos más para asegurarse de que se había marchado realmente; después, seguras de ello, se acercaron a mi cama con sus rostros reluciendo de preocupación en distintos grados. Bathsheba aún parecía estar controlándose para no salir tras el demonio y cumplir con su amenaza de empalarlo.
—Oh, Eir, no sabes cuánto lo siento —se disculpó profusamente Briseida.
—Necesita azúcar —dictaminó Bathsheba, estudiándome con atención.
No necesitó añadir nada más: Briseida abandonó a toda prisa mi dormitorio para conseguir lo que tanto anhelaba. Bathsheba se sentó en el borde del colchón y me aferró la mano con energía, como si quisiera asegurarse a sí misma que yo estaba allí... que estaba bien. Que Barnabas no me había hecho nada.
Ahora que estábamos a solas me armé de valor para añadir la pieza que faltaba a la historia: mi versión. De igual modo que había hecho ella, me aferré a su mano como una niña lo haría con la mano de su madre y procedí a relatarle lo que había sucedido cuando Rogue no había regresado con su pelota; la voz me falló cuando alcancé el punto de verme atrapada en aquel cuarto oscuro. Cómo me había sentido al verme rodeada de oscuridad; no le hablé de mis avances con el Señor de los Demonios, como tampoco hice mención de lo poco que me habían servido para enfrentarme a ese miedo en concreto.
—Había... había una voz —continué—. Dijo cosas horribles... dijo que era una bastarda.
Una bastarda. Aumentando mi temor a que toda mi vida se hubiera sustentado en una mentira; hasta el momento no había recibido respuesta alguna sobre el origen de mis poderes, a por qué yo era capaz de hacer eso. El Señor de los Demonios me había prometido ayuda y, aunque estaba cumpliendo con parte de nuestro acuerdo, aún no habían llegado las respuestas.
O las teorías.
El rostro de Bathsheba se puso pálido. Sabía que por su mente se le estaba pasando el momento en que ella me había insinuado que mis padres no habían sido de todo sinceros conmigo sobre mi nacimiento; ella misma había valorado la posibilidad de que la identidad de uno de mis progenitores no fuera humana.
Y ahora estaba temiendo que pudiera ser verdad.
Bathsheba acarició mi cabello con cariño y yo me tragué las lágrimas a duras penas, sintiéndome perdida... además de asustada. De no haber aparecido Barnabas, aquella presencia que había conmigo en la habitación habría cumplido con su amenaza final.
Alguien quería verme muerta y yo desconocía los motivos que se ocultaban tras ese deseo.
—Ese... ese demonio... —balbuceé.
Mi doncella esbozó una tranquilizadora sonrisa aunque en el fondo de sus ojos pudiera ver escrita una amenaza implícita.
—No va a volver a acercarse a ti —me aseguró con fiereza. Se me asemejó a una loba protegiendo a sus lobeznos.
Negué con la cabeza.
—Él... él me ayudó —dije con la voz ahogada—. Me sacó de aquella habitación oscura antes de que las cosas fueran a peor. Salvó mi vida, Bathsheba.
Ella se mostró sorprendida, como si hasta que no hubiera oído mi confirmación no se hubiese creído la historia de Barnabas sobre cómo nos habíamos encontrado. Bathsheba no confiaba en aquel misterioso demonio, con quien parecía compartir un pasado en común.
—Eso no importa —se apresuró a decir.
Me incorporé sobre las almohadas, incrédula de haberla oído decir eso.
—Esa criatura es un peligro, Eir —añadió al ver mi reacción—. No es de fiar. Es zalamero, embaucador, manipulador y solamente busca su propio beneficio: no dudaría un segundo en utilizarte si viera en ti algún valor.
—Pero ha salvado mi vida —insistí.
—Y le estaré agradecida toda la eternidad por ello —exhaló, desesperada—. Pero no quiero verte cerca de Barnabas, Eir; el amo fue claro al respecto: ningún demonio cerca de ti.
Briseida apareció en aquel instante con una generosa bandeja llena de productos con azúcar. Su mirada se había enrojecido a causa de las lágrimas que había derramado fuera de la habitación y no era capaz de sostenérmela; Bathsheba tuvo que hacerse cargo de todo, dispensando a su hermana y pidiéndole que fuera a descansar. Además de que no dijera ni una sola palabra al respecto.
Alguien llamó a la puerta momentos después de que Briseida se marchara, provocando que Bathsheba se pusiera en guardia.
Un rostro conocido esperó en el pasillo, con aspecto preocupado. Mi doncella soltó un suspiro mientras se hacía a un lado, mostrándome a Gamal con Rogue entre los brazos; ver a la perrita hizo que mi corazón diera un vuelco de alivio.
—Rogue —la llamé con mi voz enronquecida.
Ella se revolvió con energía, exigiendo ser liberada. Gamal no dudó en bajarla al suelo, permitiendo que la perrita pudiera correr hacia mi cama; de un salto limpió aterrizó sobre mi regazo, apoyándose en mis hombros para poder lamer mi rostro con devoción, contenta de estar de nuevo a mi lado.
Bathsheba aguardaba todavía en la puerta, junto a un encogido Gamal.
—¿Dónde la has encontrado? —pregunté.
—Cerca de las cocinas, señorita —respondió el demonio, bajando la mirada—. Alguien la había encerrado en una de las alacenas.
Bathsheba frunció el ceño con sospecha.
—Gracias por traérmela de vuelta —dije con sinceridad.
Mi agradecimiento provocó que las mejillas del demonio se colorearan.
Mi doncella se encargó desde ese punto en llevar el peso de la conversación —entre susurros— y luego despachó con premura a Gamal; yo me removí en la cama, todavía con Rogue en el regazo, olisqueando parte de los alimentos que Briseida había traído para mí.
Bathsheba parecía mucho más sombría tras despedir a Gamal. Regresó a mi lado con una expresión pensativa, sumida en sus reflexiones; la perrita soltó un alegre ladrido, abandonando la idea de la bandeja para ir a reclamar cariño a mi doncella.
Ella la acarició de manera distraída, todavía atrapada en su propia mente.
—Come, Eir.
●
Bathsheba tuvo que encargarse sola de arreglarme, y disimular los estragos que había causado aquella trampa, para que acudiera a la cena y no levantara las sospechas del Señor de los Demonios. Observé mi reflejo en el espejo y fruncí el ceño al ver que había recogido mi pelo; no era muy usual que me hicieran recogidos, ni siquiera antes de que saliera elegida en el Día del Tributo.
—Una última cosa, Eir —dijo Bathsheba cuando alcanzaba la puerta.
Giré sobre las puntas para lanzarle una inquisitiva mirada.
—No menciones a Barnabas —me pidió.
Asentí, dándole a entender que lo haría y que comprendía —además de compartir— los motivos de aquella decisión de no hablar sobre el demonio que me había rescatado. Me despedí de mi doncella con un pequeño gesto de mano y salí al pasillo.
El camino hacia el comedor del segundo piso se me antojó eterno. Mi mirada saltaba de un punto a otro, buscando cualquier indicio de un nuevo ataque; mis manos cosquilleaban, anhelando otra vez el contacto con las sombras... el poder que despertaba en mí y que me permitía moldearas a mi antojo. Era una sensación extraña y estimulante.
Como si hubiera bebido mucho alcohol y éste se me hubiera subido a la cabeza, llenándome de euforia.
Puse las palmas de mis manos hacia arriba, contemplándolas con el ceño fruncido. Esperando a que hicieran algo... especial; tenía que hacerme a la idea sobre que no era del todo humana. Todas las pistas conducían a ello.
La pregunta era la siguiente: ¿quién de los dos no sería mi padre? La primera, y más plausible, de las opciones era que mi madre hubiera tenido una aventura a espaldas de mi padre, quedándose embarazada de mí y fingiendo que yo era hija de su marido para protegerme. En caso de que yo fuera producto de una aventura de mi padre con otra mujer... y que mi madre hubiera tenido la bondad de aceptarme y criarme como suya propia decía mucho de ella.
Quizá por eso explicaba el odio de Elara hacia mi persona: ella conocía el secreto de mi origen y no me soportaba porque representaba la infidelidad de mi padre hacia su preciada y única hermana.
Con esos turbulentos pensamientos alcancé el comedor. Setan me esperaba sentado en la cabecera de la mesa, con sus ardientes ojos clavados en mí; su mirada pareció ensombrecerse, intuyendo mi pésimo estado de ánimo.
Ocupé mi habitual asiento y me serví una copa de agua, intentando aplacar la sequedad de mi garganta tras valorar mi origen. Las mentiras que me habrían estado contando desde niña para ocultar la mezcla de mi sangre, el vergonzoso secreto que había en ella.
El Señor de los Demonios siguió cada uno de mis movimientos con interés y preocupación.
Procuré corregir mi comportamiento para evitar preguntas de Setan y traté de sacar mi lengua afilada, de manera un poco forzada. La cena transcurrió con continuas miradas del Señor de los Demonios mientras yo trataba de mantener la compostura; aquella noche se ofreció a acompañarme personalmente a mi dormitorio, indicándome que tendríamos una nueva tutoría.
Todo mi cuerpo necesitaba descanso y no estaba segura de poder hacerlo después de lo sucedido. Permití que vigilara mi regreso a la habitación, beneficiándome de tenerlo a mi lado en caso de que volviera a verme asaltada; cuando enfilamos el pasillo que llevaba a mi puerta, Setan frunció el ceño y clavó sus ígneos ojos en algún punto de mi cuello.
Me quedé paralizada cuando su dedo resiguió una marca que tenía en esa zona desde que nací. Una marca que pocas personas conocían de su existencia y que yo me había esforzado por ocultar cuando mi tía la descubrió, asustándome con su reacción.
Moví mi cuello de manera inconsciente, cubriendo la marca con la palma de mi mano y dirigiendo una incómoda mirada al Señor de los Demonios, que permanecía con sus ojos todavía clavados en esa zona de mi cuello que yo mantenía tapada.
Por eso mismo odiaba llevar el pelo recogido: porque exponía la marca de mi cuello. La hacía visible a todo el mundo.
Los ojos de Setan se desviaron hacia mi rostro. Parecía conmocionado.
—Ahí estás —nos interrumpió una conocida voz masculina—. Pensaba que ibas a recibir a tus invitados personalmente.
El Señor de los Demonios se quedó rígido y ambos nos giramos a la par al fondo del pasillo. Barnabas sonreía malévolamente mientras nos observaba a ambos con un brillo divertido bailando en sus ojos.
Al ver que ninguno de los dos se movía, el demonio se acercó a nosotros andando con parsimonia, disfrutando de la tensión que había despertado en Setan con su repentina aparición en el pasillo.
Barnabas me dirigió una conspirativa sonrisa.
—Eres escurridizo...
El Señor de los Demonios apretó la mandíbula.
—Me ha costado mucho dar contigo —continuó Barnabas, casi a punto de relamerse—. Casi parece que me estás evitando deliberadamente.
No se me pasó por alto el discreto movimiento que hizo Setan para intentar cubrirme con su cuerpo, convirtiéndose en un obstáculo entre el demonio rubio y yo.
—¿Qué es lo que quieres, Barnabas?
—En primer lugar, es de muy mala educación no hacer las presentaciones pertinentes —ronroneó—. Es otra de tus muchas chicas, ¿no? La elegida de este año.
—Así es —fue lo único que dijo.
Barnabas miró entonces por encima del hombro del Señor de los Demonios, en mi dirección.
—¿Cómo te llamas, pequeño murcielaguito? —inquirió con perversa diversión.
No pude ver el gesto de Setan, pero la reacción al rostro de Setan por parte de Barnabas fue que su sonrisa creciera de tamaño y se volviera complacida.
—Eir Gerber.
Fue el propio Señor de los Demonios quien se encargó de responder por mí.
—Creo que prefiero murcielaguito.
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