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veinticinco.

          

La voz se me rompió cuando pronuncié la última sílaba de mi súplica, logrando que su mirada se desviara hacia mí, arrodillada a su lado como la vulgar humana que era; algo se agitó en el fondo de sus ojos. Algo parecido a la vergüenza. Al dolor.

A los remordimientos.

El cuerpo de Barnabas golpeó pesadamente el suelo cuando cayó a plomo, siendo liberado por Setan. Ni siquiera giré el cuello para observar su estado, no me atreví a hacerlo; no cuando yo era el centro de atención de un demonio que había estado a punto de acabar con su vida. Que podía acabar con la mía con un simple chasquido de dedos.

Lo que sí vi fue la expresión iracunda de Nayan; la mirada de odio que me lanzó cuando nuestras miradas se cruzaron. Un poderoso sentimiento de odio que hizo que me encogiera sobre mí misma, deseando que desviara su atención y se concentrara en otra cosa.

—Sube a tu habitación.

Tardé unos segundos en comprender que esa seca orden iba dirigida a mi persona. Rompí el contacto visual con la mujer demonio, clavando mis ojos en el rostro del Señor de los Demonios; Setan tenía un gesto mortalmente serio, incluso sus ojos parecían más apagados que de costumbre. Sospeché que se encontraba avergonzado por haberme mostrado, de nuevo, aquella faceta suya y que buscaba deshacerse de mí para no continuar sintiéndose incómodo en mi presencia.

Me puse de nuevo en pie, bajando la mirada hacia mis faldas. Sin decir ni una sola palabra más, di media vuelta y abandoné el comedor sin lanzar una sola mirada en dirección a Barnabas, que seguía desplomado en el suelo, allá donde había caído cuando Setan había usado su poder contra él.

Abandoné apresuradamente el comedor y me encaminé hacia las escaleras, que me condujeron a mi piso. El trayecto hasta la puerta de mi habitación se me tornó eterno, todavía con imágenes frescas de cómo el Señor de los Demonios había estado a punto de acabar con Barnabas; me rodeé a mí misma con los brazos, lanzando una mirada hacia el anillo que llevaba en el dedo meñique.

La promesa del demonio rubio se repitió en mis oídos.

Mi ansia por obtener respuestas me susurró que no debía desaprovechar mi oportunidad, que era la única forma de saber qué sucedía allí.

Era la única forma de cumplir mi promesa.

Aunque sintiera que estuviera traicionando a Setan, desobedeciendo las advertencias de Bathsheba sobre la naturaleza incierta de Barnabas.

Dejé que Briseida y su hermana se encargaran de mí, esperando hasta que ambas abandonaran el dormitorio, que tuvo lugar no mucho tiempo después, quizá por la rutina que se había creado entre su amo y yo, con sus visitas por la noche; ninguna de ellas me había preguntado al respecto y, sospechaba, que habían sacado sus propias teorías al respecto. Sobre la manta de la cama, puse mi mano y contemplé de nuevo la sortija, la piedra gris engarzada que me recordaba inquietantemente a los ojos del demonio rubio.

Barnabas me había advertido cómo usarla, pero debía esperar un tiempo prudencial, por si acaso el Señor de los Demonios decidía subir hasta allí para comprobar cómo me encontraba. O para preguntarme por mi extraña familiaridad con el demonio.

Sin embargo, Setan no acudió a mi dormitorio.

El reloj de mi cómoda anunció la llegada de la medianoche y no recibí visita alguna por su parte. Contuve un suspiro, pues aquella hora de la noche significaba que nadie podía abandonar sus respectivas habitaciones, y volví a mirar la sortija; las dudas sobre si estaba obrando bien se arremolinaron en mi estómago.

Cogí aire y froté la hematita del anillo, apretando las mandíbulas con fuerza cuando el poder de la joya reaccionó a mi simple contacto.

Se produjo un fuerte fogonazo de luz y dejé escapar una exclamación ahogada mientras cubría mis ojos de ella. Algo golpeó el suelo de mi dormitorio, trayendo consigo otra oleada del mismo poder que había sentido al acariciar el anillo; la fuente de luz se disipó, dejando que las velas que cubrían cada palmo de mi habitación fueran otra vez lo único que mantenían a raya la oscuridad.

Aparté mi mano de los ojos y el corazón me latió con violencia al ver a Barnabas situado en el espacio de la habitación que conducía a la terraza. Su aspecto se encontraba impoluto, como si no hubiera sido víctima del ataque de Setan; incluso su mirada mostraba su habitual brillo pícaro.

Me dedicó una burlona reverencia, dedicándome una sonrisa.

Aparté las mantas y me senté sobre el borde de la cama, echando en falta una bata con la que poder cubrir mi camisón de la inquietante mirada del demonio. Barnabas seguía en silencio, contemplándome con diversión.

—Dijiste que podías ayudarme —recordé, tomando el control de la conversación.

La sonrisa de Barnabas creció, volviéndose más osada y complacida.

—Y también, creo recordar, dije que hablaríamos de tus opciones más tarde —replicó con tranquilidad.

Un escalofrío de advertencia me recorrió el cuerpo. ¿Opciones? Apenas había tenido tiempo de registrar esas palabras antes de que el demonio lanzara la sortija en mi dirección y se desvaneciera para que Bathsheba no supiera nada de nuestro breve encuentro en los jardines.

Lo miré sin comprender, demostrándole mi ignorancia. Una ignorancia que podía salirme bastante cara.

—Los demonios somos fanáticos de hacer acuerdos con criaturas menores como vosotros, los humanos —me explicó, dando un paso hacia la cama—. Supongo que sabes en qué consiste un acuerdo, ¿verdad, murcielaguito?

Sus palabras, su burla implícita en ellas, provocaron que mis mejillas ardieran a causa de la vergüenza. No era tan estúpida para no saber qué era un acuerdo... y en qué consistía; había visto a mi padre cerrando multitud de acuerdos en la mesa de su despacho, jactándose de ellos durante las horas de la comida mientras mi madre le sonreía y mi tía se encargaba de hundir el buen humor que reinaba.

Mordí mi labio inferior.

—¿Cuál sería el precio por tu ayuda? —pregunté con un titubeo.

Los ojos grises de Barnabas relucieron de satisfacción. Seguramente había esperado que opusiera algo de resistencia antes de mostrar mi interés por alcanzar un acuerdo con él; sin embargo, la desesperación por saber había despertado ante la oportunidad que me estaba ofreciendo. A cambio de algo, por supuesto.

Barnabas no era de los que trabajaba de manera altruista y él no había tratado de negarlo en ningún momento.

—¿Qué podrías ofrecerme? —ronroneó el demonio.

¿Qué podía ofrecerle yo? Absolutamente nada.

El demonio ladeó la cabeza, contemplándome con interés. Evaluándome y tratando de averiguar qué podía pedirme a cambio de su ayuda.

—¿Tu primogénito, tal vez? —continuó Barnabas y mi rostro se puso pálido, arrancándole una risa que se asemejó a un ladrido—. ¿O quizá tu alma? —hizo una breve pausa, con sus ojos clavados en los míos—. Oh, vamos, murcielaguito, no me pongas esa carita: estaba bromeando.

Pero el frío que se había instalado en mi interior no se disipó al saber que no hablaba en serio, una parte de mí temía que, bajo ese jocoso tono, se escondiera un ápice de verdad; las historias que corrían por la aldea sobre los demonios no distaban mucho de los precios que me había ofrecido Barnabas. A pesar del odio que generaba entre sus súbditos, había gente que vivía tan al límite que no dudaba en alcanzar acuerdos con el demonio; sin embargo, y como norma general, lo único que quedaba vetado de los acuerdos era la participación de las chicas en el Día del Tributo: ninguna podía esquivar su presencia en la plaza de la aldea, la posibilidad de salir elegida.

El corazón se me contrajo dolorosamente y empecé a arrepentirme de haber aceptado a llegar a un acuerdo con él.

Quizá podía retractarme de mis palabras y...

—Tres favores —la repentina oferta de Barnabas cortó en seco mis propios pensamientos. Miré al demonio con una expresión de incredulidad, temiendo que hubiera algún tipo de trampa en sus palabras—. Creo que es un acuerdo justo.

No supe cómo rebatírselo. No sabía si estaba siendo sincero conmigo o, por el contrario, estaba aprovechándose de mi inexperiencia para conseguir su propio beneficio; que hubiera estado abierto a darme algunas respuestas no quitaba el hecho de que pudiera estar mintiéndome.

Algo que había aprendido de mi convivencia con los demonios de aquel castillo es que eran escurridizos y solían usar la verdad a su antojo. Como, por ejemplo, las gemelas que cambiaban de aspecto a su voluntad.

—Quiero sinceridad por tu parte —dije, notando la garganta seca—. Ni una sola mentira.

Algo relampagueó en el fondo de sus ojos de un turbulento gris y su sonrisa se volvió más divertida ante las condiciones que estaba poniendo para que alcanzáramos un acuerdo.

Barnabas asintió.

—No te mentiré, pero tendré el derecho a guardar silencio cuando lo crea oportuno —lo miré con los ojos entornados mientras él se encogía de hombros—. Reglas del juego, pequeño murcielaguito.

Valoré aquel apunte en mi condición. Estaba siguiendo el mismo comportamiento que Briseida y Bathsheba, quienes habían ignorado muchas de mis preguntas o habían optado por no darme respuesta; inspiré hondo, intentando pensar en frío sobre lo que supondría para mí eso.

—Hay cosas que debes descubrir por ti misma —añadió Barnabas—. Pero yo te conduciré en la dirección correcta para que puedas alcanzar la respuesta y no vulneraremos ninguna regla.

El silencio se extendió por toda la habitación mientras el demonio me daba tiempo para que yo decidiera si estaba dispuesta a seguir adelante con el acuerdo, incluyendo las condiciones que habíamos puesto ambas partes, para conseguir dar un poco de luz a todo aquel turbio asunto.

Recordé que habían pasado dos meses desde que había llegado a aquel castillo y que, por el momento, no había obtenido ni una sola respuesta satisfactoria... a excepción de descubrir dónde reposaría mi cadáver una vez pasara el año que el Señor de los Demonios me permitiría estar allí. A pesar de la ayuda de Setan con mis poderes con las sombras, no había compartido conmigo ni una sola de las respuestas que me prometió cuando acepté su ayuda.

Barnabas me observaba, con una ceja enarcada en señal de una muda pregunta.

Pero había algo que yo quería saber antes de lanzarme de cabeza hacia ese acuerdo, que podía convertirse en un gran problema.

—¿Por qué ibas tú a querer ayudarme? —pregunté con recelo.

Barnabas no pareció sorprendido por mi pregunta, casi parecía estar esperándola.

—Es más que evidente que Setan y yo no somos amigos —contestó con indiferencia, encogiéndose de hombros—. Nunca me ha gustado y estoy dispuesto a convertirme en tu aliado porque sé que eso lo pondría furioso.

Humedecí mi labio inferior, sorprendida por la sinceridad que parecía emanar del demonio y su respuesta.

—¿Todo esto es... es por tu enemistad con él? —quise asegurarme.

Barnabas se echó a reír entre dientes.

—Podría resumirse en eso —concedió y en su sonrisa adiviné que había algo más—. No me gustan sus aires altaneros y cómo se cree superior al resto; parece haber olvidado quién fue en el pasado... aunque creo que Hel suele recordárselo a menudo.

Otra vez ese nombre.

—¿Así es como se llama ella? —pregunté, haciendo referencia a la Maestra.

Barnabas eliminó la distancia que le separaba de la cama y se sentó a una distancia prudencial de mí, brindándome espacio y mostrándome que, por el momento, no guardaba ninguna intención deshonesta conmigo.

—Supongo que no le gusta que la gente sepa su auténtica identidad —respondió con diversión—. Podría dar demasiadas pistas y, oh, creo que he metido la pata al decírtelo... pero tú no vas a decir nada, pequeño murcielaguito. No vas a delatarme frente a esa mujer, ¿verdad?

Negué con la cabeza, notando un sabor amargo en la boca. Barnabas me sonrió de nuevo, divertido.

—Entonces tómalo como una pequeña muestra de mis buenas intenciones contigo —dijo a media voz, como si estuviéramos compartiendo un secreto.

Nos contemplamos en silencio hasta que decidí que había llegado el momento de que concretáramos nuestro acuerdo.

—Me ayudarás siempre que puedas —empecé, sin despegar la mirada de su rostro, creyendo que así podía adivinar si me estaba mintiendo— a cambio de que yo te deba tres favores.

Barnabas asintió, confirmando lo que había dicho.

—Tres favores —repitió—. Cuando precise alguno de esos favores, acudiré a ti y tú no podrás negarte. Sea lo que sea lo que yo te pida, tendrás que obedecerme o, de lo contrario, tendrás que asumir las consecuencias de haber roto nuestro acuerdo.

El aire se me quedó atascado en la garganta al contemplar su implacable mirada, que parecía subrayar su parte del acuerdo; tres favores no me resultó nada alarmante, pero la letra pequeña que había incluido sobre la naturaleza de ellos... lo cierto es que me alteró ligeramente: no podría negarme.

—Piénsalo bien —susurró Barnabas.

Apreté los labios con fuerza.

—Ah, y una última cosa, quizá demasiado obvia: el acuerdo es entre nosotros dos, nadie más puede estar al tanto de él —me avisó.

Por supuesto que no se me había pasado por la cabeza decírselo a nadie, ni siquiera a mis doncellas. La simple idea de que llegara a oídos de Setan me ponía los vellos de punta, trayendo consigo imágenes de lo que había sucedido en el comedor; la ira del Señor de los Demonios sería implacable conmigo.

Me destrozaría.

—Acepto el acuerdo —dije, procurando que la voz no me temblara.

Barnabas sonrió, complacido, y me tendió una de sus manos. La observé durante unos instantes, consciente de que ya no había vuelta atrás; la ayuda del demonio rubio me haría descubrir qué se ocultaba en aquel castillo. Incluso era posible que descubriera cómo salvar a las chicas que vendrían después de mí.

Desde que había visto el Cementerio Infinito y había sabido que allí era donde reposaban las otras chicas que habían sido elegidas por el Señor de los Demonios, había aceptado que estaba condenada.

Pero podría cumplir con mi promesa.

Conté hasta tres antes de acercar mi mano a la suya. Un chispazo saltó entre nosotros, mucho más molesto que el que había sufrido con Setan en los jardines, el día en que estuvo cerca de perder el control por culpa de mis presiones; intenté apartarla, pero la mano del demonio se cerró con fuerza, impidiéndomelo.

Apreté los dientes mientras el poder de Barnabas empujaba al mío, enlazándose ambos y mostrándose como dos serpientes que se enroscaban entre sí alrededor de nuestras muñecas y antebrazos. Dejé escapar un gemido ahogado cuando el demonio soltó mi mano y las serpientes —una que parecía ser de fuego y otra hecha de sombras— se desvanecieron, dando por realizado el trato.

Barnabas contempló su propia palma con el ceño fruncido mientras yo me llevaba la mía al pecho y apretaba la palma contra la tela de mi camisón, notando un molesto cosquilleo como recuerdo de lo que había sucedido instantes antes.

La mirada del demonio se había tornado calculadora cuando me miró a los ojos.

—¿Qué eres? —repitió la misma pregunta que me hizo al sacarme de aquella habitación oscura—. ¿Y por qué mi magia ha reaccionado de ese modo...?

Noté las paredes de mi garganta secas.

—¿De qué modo? —susurré, incapaz de alzar la voz.

Los ojos grises de Barnabas se oscurecieron.

—Como si me reconociera... y me odiara.

No supe qué contestar al respecto. Tras unos segundos en un inquieto silencio, el demonio rubio se puso en pie y me observó desde arriba; recordé nuestro acuerdo y saboreé la idea de preguntarle qué se le estaba pasando por la cabeza en aquellos instantes. Sin embargo, Barnabas podría escudarse tras el silencio.

—Quédate con la sortija —dijo, dejándome aturdida—. Es la única forma de que estemos en contacto sin levantar sospechas.

Bajé la mirada hacia el anillo de mi dedo y, cuando volví a alzarla en dirección al demonio, éste se había desvanecido de mi habitación.

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