treinta y uno.
Una mano surgió de la negrura para cubrir mi boca antes de que tuviera tiempo de gritar. Junto a mi oído escuche una familiar risa que provocó que todo mi cuerpo se prendiera a causa del enfado; Barnabas me contempló con un brillo divertido mientras yo apartaba su mano de mi boca con un brusco movimiento.
—Barnabas —bufé.
—Veo que el pequeño murcielaguito ha decidido luchar —dijo en voz baja, con sus ojos grises reluciendo de aprobación—. ¿Qué es eso que llevas contigo?
De manera inconsciente pegué contra mi pecho el pesado volumen que Nigrum me había ofrecido como primera muestra de nuestro acuerdo; no confiaba lo suficiente en el demonio rubio para explicarle que había decidido hacer un nuevo trato con el demonio gato que vivía en la biblioteca del tercer piso.
—Mi nueva lectura —espeté.
Los ojos de Barnabas recorrieron con mayor interés la contraportada de cuero, completamente lisa. Me tensé ante el escrutinio del demonio al pesado libro, consciente de que podía averiguar por sí mismo las respuestas que quisiera si decidía introducirse de nuevo en mi cabeza; tragué saliva cuando el silencio nos envolvió, aumentando mi nerviosismo y ganas por alcanzar la seguridad de mi dormitorio.
—Un grimorio —ronroneó Barnabas, haciendo que sus labios se curvaran en otra sonrisa— donde aparecen todos los demonios relevantes. Interesante elección.
Hundí mis dedos sobre el cuero de las tapas del libro, entrecerrando los ojos. Nigrum no me había dado ningún tipo de pista sobre qué era el volumen que había dejado caer desde la estantería, simplemente me había proporcionado algo para que pudiera averiguar quién era la Maestra y qué tipo de relación podía unirla con las chicas que Setan escogía anualmente; el gato me dijo que la chica con la que me estaba confundiendo estaba siendo molestada por la mujer. Comportamiento que debía haber estado repitiéndose en el pasado.
Incluso conmigo.
Barnabas chasqueó la lengua y me hizo un elegante gesto con la mano hacia el fondo del pasillo, donde se encontraba la cortina de humo que había sido capaz de cruzar por mis propios medios.
—Voy a comportarme como un caballero, asegurándome de que llegues sana y salva a la habitación —me dijo, guiñándome un ojo de manera pícara—. Y así tendrás oportunidad de contarme qué has encontrado allí arriba y por qué quieres un grimorio.
Titubeé unos instantes y después acepté su oferta dando un paso hacia delante. Espié al demonio de ojos grises por el rabillo del ojo, despertando de nuevo la trágica historia de Bathsheba y cómo Barnabas las había vendido —tanto a ella como a Briseida, cuyas vidas estaban enlazadas— a la Maestra; él había parecido compungido y dolido por lo sucedido cuando se metió en mi cabeza, asegurándome que la historia completa no era así.
—Dime, murcielaguito, ¿por qué un grimorio? —preguntó Barnabas.
—No sabía lo que era —reconocí.
El demonio me echó un vistazo, enarcando una ceja. Las mejillas empezaron a arderme a causa de la vergüenza... y el enfado; no podía explicarle que había conocido al demonio gato de la biblioteca, como tampoco las intenciones que guardaba sobre el contenido de aquel pesado grimorio.
—Lo cogí al azar —mentí.
Barnabas se echó a reír entre dientes.
—No intentes mentir a un demonio, murcielaguito —me aconsejó, metiéndose las manos en los bolsillos; luego su rostro se ensombreció—. Eres tan inocente que empiezo a entender por qué Bathsheba te protege con tanto ímpetu...
Ladeé la cabeza, consciente de que la mención de mi amiga no había sido casual. Ella le había exigido que no se acercara más a mí —y, por ende, también a Bathsheba—, pero Barnabas sabía que el único medio para tener una excusa que le ayudara a intentar explicarse sobre lo sucedido entre ambos tanto tiempo atrás; había sido testigo de la vorágine en el interior de mi doncella, de cómo el odio había ido acumulándose y ganando terreno.
Las posibilidades para conseguir el perdón de Bathsheba no eran muy halagüeñas por parte de Barnabas.
—Quizá debería hacer uso de uno de los maravillosos tres favores que me debes y obligarte a que me ayudaras con la situación —la voz del demonio sonaba forzosamente divertida... y optimista.
Un calor me recorrió de pies a cabeza al comprender de dónde procedía semejante comentario.
—Quizá deberías dejar de meterte dentro de mi cabeza —repliqué con voz gélida.
Barnabas me echó un vistazo, como si realmente estuviera valorando esa posibilidad; sin embargo, ambos sabíamos que eso sería muy complicado para el demonio: lo único que parecía divertirle era hacer eso, precisamente. A pesar de la ayuda que me había brindado por el momento.
Luego se encogió de hombros, sin comprometerse a nada.
—¿La vendiste? —la pregunta se me escapó nada más cruzar la cortina de humo en forma de pared.
Los ojos grises de Barnabas se endurecieron, tornándose de un tono plomizo mucho más oscuro.
—En cierto modo, sí —reconoció y bajó la cabeza de manera avergonzada—. Por muy cobarde que suene, no tuve opción. Esa maldita mujer no me la dio.
Contemplé el aspecto del demonio, escuchando de nuevo las advertencias de Bathsheba sobre la naturaleza traicionera de Barnabas y cómo su lealtad cambiaba de dirección del mismo modo que lo haría una veleta; pero su rostro tenía una huella de rabia y arrepentimiento. También de odio.
—Le hice daño —comentó casi para sí mismo con un tono sombrío—. Y los demonios no somos buenos perdonando, murcielaguito. Como tampoco olvidando.
Nos detuvimos frente a la puerta que conducía a mi dormitorio y yo me balanceé sobre la punta de mis zapatillas, sin saber muy bien qué hacer ahora. Barnabas había cumplido diligentemente con su palabra de acompañarme hasta allí y había respondido a mi pregunta con sinceridad.
Abrí la boca, dispuesta a decir cualquier cosa, pero el demonio se inclinó en una pronunciada reverencia y desapareció en mitad de un estallido de luz que dejó un elocuente olor a azufre por todo el pasillo.
●
El miedo se apoderó de mi cuerpo como si me hubieran vaciado un cubo de agua congelada por la cabeza.
Temí que alguien hubiera descubierto mis acuerdos con Nigrum y Barnabas o que alguien me hubiera visto merodeando por la zona prohibida del castillo cuando vi a Bathsheba precediendo al Señor de los Demonios hacia la mesa donde yo estaba terminando de desayunar; la tostada que tenía entre mis manos resbaló, cayendo al plato, mientras yo trataba de reponerme a la imagen de Setan fuera de nuestras habituales citas a la hora de la cena.
Dirigí mi asustada mirada hacia Bathsheba, que tenía los labios fruncidos y parecía especialmente hosca aquella mañana. Por suerte para mí, esperaba, había logrado esconder el grimorio de Nigrum bajo el colchón de mi cama; escondite que tendría que cambiar en cuanto se me presentara la menor oportunidad.
Los ojos oscuros de mi doncella me sostuvieron la mirada, enarcando una ceja de silencioso desafío a que hiciera algo. Fruncí mis labios con fuerza al comprender que la presencia de Setan aquella mañana en mi dormitorio se debía a Bathsheba... quizá por lo sucedido con Barnabas.
Estaba cumpliendo con la amenaza que le había proferido al demonio rubio.
Estaba intentando protegerme del propio Barnabas.
Sequé mis manos en la servilleta de mi regazo mientras me obligaba a apartar la mirada de mi doncella para devolverla al Señor de los Demonios. La incomodidad de encontrarse en aquel lugar era patente en su postura, además de la forma en la que parecía estar observando la habitación; como si fuera la primera vez que ponía un pie ahí dentro.
—El amo ha venido a verte, Eir —anunció Bathsheba y yo contuve las ganas de poner los ojos en blanco a causa de la obviedad.
«El amo tiene el aspecto de querer encontrarse en cualquier lugar excepto aquí», pensé para mis adentros, a juzgar por la imagen que tenía frente a mí. Los ojos de fuego de Setan se encontraron con los míos, como si hubiera escuchado la apreciación dentro de mi cabeza; al contrario que aquella vez en la plaza, en el Día del Tributo, enarqué una ceja en su dirección, retándole a que me corrigiera si no tenía razón.
—Es un honor —respondí, incapaz de ocultar mi sarcasmo.
Desde la cena en la que atacó a Barnabas, el Señor de los Demonios se había retrotraído hacia sí mismo, poniendo distancia entre los dos; en cierto modo, me trataba casi de la misma forma en que lo había hecho cuando llegué al castillo. Era como si hubiésemos retrocedido en el tiempo.
Pero yo no había hecho ningún intento por acercar posturas, eso se lo había dejado a él. Y él había preferido no cruzar de nuevo la línea.
—Traeré algo más de comida —decidió en aquel preciso instante Bathsheba, retrocediendo hacia la puerta con intenciones de dejarnos a solas.
Setan y yo observamos su marcha en silencio.
Un silencio que se prolongó incluso tiempo después de que Bathsheba se hubiera marchado.
Habituada a la nueva situación entre ambos, bajé la mirada hacia el plato y recuperé la tostada que había dejado caer al ver a mi doncella acompañada por el demonio; retomé la labor que su llegada había interrumpido, fingiendo encontrarme sumamente interesada por proseguir con mi desayuno. Sola.
A pesar de que la presencia del Señor de los Demonios —por no hacer mención a su intensa mirada ígnea— resultaba muy difícil de ignorar.
Unté la tostada con otra capa de mantequilla cuando escuché el carraspeo de Setan. Me demoré unos instantes más de manera premeditada antes de apartar la atención de la tostada y clavarla en el demonio; desde que había aprendido a cruzar las cortinas de humo había sentido una oleada de valor recorriendo mi cuerpo. En cierto modo, y después del encontronazo del pasillo donde creé aquel muro hecho de sombras, ahora me sentía un poco más valiente.
Menos indefensa.
—Me gustaría pasar el día de hoy... contigo —dijo, con un ligero titubeo al final.
Entrecerré los ojos, creyendo haber escuchado mal. Algo en mi actitud debió alentar la confianza de Setan, pues se irguió en toda su altura y luego se cruzó de brazos; la incomodidad del inicio quedó relegada a un segundo lugar, siendo sustituida por una implacable firmeza.
No pude evitar desconfiar de su propuesta. Desde la paulatina llegada de los demonios al castillo, nuestros encuentros para que desarrollara y aprendiera a controlar mis habilidades con las sombras se habían cortado de raíz; aunque no del mismo modo las inamovibles cenas que compartíamos en aquel comedor del segundo piso de mi parte del edificio.
—¿Por qué? —pregunté.
Setan pestañeó con confusión.
—¿Vamos a retomar mi adiestramiento? —probé a decir.
—Sería demasiado arriesgado —contestó, haciéndome descartar la única posibilidad que se me había ocurrido y que pudiera explicar el repentino interés del demonio—. Tu propia magia podría llegar a cualquiera de los invitados, dejándote al descubierto.
Y provocando que se hicieran multitud de preguntas sobre de dónde procedía mi poder... o quién era en realidad. El Señor de los Demonios no quería correr riesgos, como tampoco responder a esas preguntas que suscitaría el que alguien descubriera lo que era capaz de hacer.
Asentí.
—Entonces ¿por qué perder tu valioso tiempo conmigo? —pregunté, apoyando la barbilla sobre el dorso de la mano y ocultando la que lucía el anillo que me había dado Barnabas.
—Porque este parece ser el único lugar donde puedo encontrar un mínimo de tranquilidad.
Pestañeé al detectar un timbre de sinceridad en sus palabras.
●
—Gané.
Alcé la mirada de mi abanico de cartas con una expresión de fastidio. Después de que tratara de explicarme, de manera suscita, por qué había decidido elegirme como compañía, le propuse que jugáramos a las cartas —poniendo como recompensa que, quien ganara, podía hacer una pregunta al perdedor y que éste tenía que contestar con la verdad— para hacer más llevadero el día; Bathsheba nos interrumpió en una ocasión para traernos algo de comer —y la habitual, además de familiar, jarra de vino para Setan— y Briseida para que Rogue entrara en la habitación como una exhalación, sacudiendo su pelaje lleno de greñas de un lado a otro. Setan había observado a la perrita con una expresión casi de disgusto cuando Rogue le puso encima sus patitas delanteras con la esperanza de recibir una caricia de recibimiento. Ahora reposaba junto a las faldas de mi vestido, completamente dormida.
Aquella era la tercera vez que conseguía una victoria frente a las mías, que resultaban ser inexistentes.
Dejé mis cartas sobre la mesa y eché un vistazo a las suyas, que formaban una escalera. El Señor de los Demonios, más relajado de lo que le había visto desde que apareció acompañando a mi doncella, se reclinó sobre su silla y se permitió una diminuta medio sonrisa. Un gesto extraño, viniendo de él.
Por el momento solamente me había hecho preguntas banales sobre mi vida en la aldea, nada comprometido.
—¿Te has enamorado alguna vez?
Mis ojos se abrieron de par en par y mis mejillas empezaron a arder por culpa de la pregunta. El rostro del Señor de los Demonios permanecía inmutable, con sus ojos de fuego clavados en mí; a la espera de que yo diera mi respuesta.
Las manos empezaron a sudarme y me sentí estúpida. Estúpida por reaccionar de ese modo tan infantil ante la pregunta que me había hecho; además, mirándolo con perspectiva, yo también le había hecho la misma en el comedor.
Pero él había decidido mentirme.
—No —respondí con voz monótona.
Mis relaciones con el sexo opuesto habían sido zanjadas de golpe cuando Elara hizo un insidioso comentario sobre qué buscarían los chicos de mí al empezar a desarrollarme, al conseguir mis primeras formas de mujer; su sonrisa cargada de malicia, además de sus gráficas explicaciones, habían conseguido aterrarme hasta tal punto de que decidí centrarme en ayudar a mi madre con las tareas de llevar la casa y olvidarme del tema. Me aseguré a mí misma de que todavía era demasiado joven, que habría tiempo para encontrar marido más adelante.
Ahora, encerrada como me encontraba en aquel castillo y con pocos meses de vida, todo aquel asunto se había evaporado para siempre.
La mirada de Setan se mantuvo clavada en mi rostro, alargando aquel incómodo momento más de lo necesario. Retorcí mis manos sobre el regazo, sin saber si debía añadir algo más al respecto.
El Señor de los Demonios asintió casi para sí mismo, satisfecho con la respuesta que le había dado —o el hecho de que estuviera diciéndole la verdad—, y procedió a recoger las cartas para empezar una nueva partida. Nada más tener las mías, las abrí en abanico y me oculté tras ellas, intentando recuperar la calma. No entendía el motivo de aquella pregunta, y tampoco estaba dispuesta a buscar por mis propios medios con la respuesta a por qué Setan parecía haber estado interesado en mi vida sentimental.
—¿Ha intentado acercársete Barnabas de nuevo? —la pregunta inesperada del demonio me dejó congelada en el sitio.
Miré por encima del borde que conformaban las cartas a Setan, que parecía estar concentrado en las suyas, hasta que levantó la mirada y las de ambos se toparon.
No fui capaz de decir nada, el pánico atenazaba cada uno de mis músculos y casi podía asegurar que el anillo del demonio rubio se había tornado gélido, como un cubito de hielo presionando contra mi dedo.
Los meses que había pasado allí, conviviendo con demonios, me habían enseñado algunos trucos para sortear obstáculos como el que se me había presentado.
—Bathsheba se ha encargado de mantenerlo a raya —contesté con cautela, procurando no romper el contacto visual en ningún momento. Tampoco parpadeé—. Ha sido muy gráfica sobre lo que tenía pensado hacerle si decidía desobedecer.
Setan asintió de nuevo y una espantosa idea pasó por mi mente: Bathsheba había insinuado a Barnabas que hablaría con el Señor de los Demonios para que se mantuviera alejado de mí; un día después mi propia doncella aparecía en mi dormitorio con el susodicho, sin tan siquiera advertirme al respecto. La indignación empezó a burbujear en mi estómago como si fuera fuego líquido al ver el complot que parecían haber tejido entre Setan y Bathsheba.
Arrojé mis cartas a la mesa y me puse en pie de un salto, arrastrando la silla sobre el suelo y despertando a Rogue con aquel brusco movimiento. El Señor de los Demonios no se inmutó e hizo gala de su infinita elegancia al dejar las suyas sobre la superficie con más calma que yo.
—¿Todo este espectáculo ha sido con el objetivo de vigilarme? —pregunté, temblando de ira—. ¿De controlarme por si acaso Barnabas se dejaba caer por aquí?
Los ojos de fuego de Setan me observaron con atención.
—Bathsheba estaba muy preocupada respecto a tu seguridad —contestó—. Y yo también...
Alcé los brazos a mis lados con brusquedad, ignorando la última parte de lo que había dicho.
—¡Barnabas nunca ha intentado hacerme daño, al contrario que tú! —grité de manera inconsciente.
El rostro de Setan se quedó pálido al recordar cómo había perdido el control. Apretó los labios con fuerza, poniéndose también en pie y provocando que Rogue nos mirara a ambos con algo parecido a la angustia.
—Eso no significa que no esté tramando algo —me rebatió.
Bufé de indignación y los ojos de Setan chispearon.
—Sabe que no eres una humana corriente, Eir Gerber, y eso te pone en peligro —añadió.
Pensé en Juvart y en cómo se había burlado de la poca diversión que había en aquel castillo, mencionándome después, a pesar de no conocerme personalmente. Barnabas había salido en mi defensa, callando al demonio de piel oscura.
Mi poder continuaba latiendo en mi interior con demasiada fuerza, rozando una fina línea que me resultaría muy fácil de romper si seguía escuchando a Setan hablar de ese modo del demonio rubio con el que había alcanzado un acuerdo.
No podía decirle que Barnabas despertaba más confianza en mí que él, a pesar de convivir con Setan durante más tiempo.
—Márchate —le espeté.
Contraviniendo lo que acababa de decir, el Señor de los Demonios dio un paso en mi dirección.
Yo retrocedí otro.
Setan se adelantó uno más.
La burbuja de mi interior estalló en aquel preciso instante. Deseé con todas mis fuerzas alcanzar la puerta y la oscuridad me rodeó del mismo modo que nos había hecho a Setan y a mí cuando me trajo al castillo, después de haber salido elegida; ante mí solamente veía negro, además de sentir frío. Un frío espantoso que pareció colárseme en los huesos.
Jadeé cuando la oscuridad se disipó, haciéndome pestañear con confusión. Me encontraba en mi dormitorio, pero la puerta estaba a pocos pasos de mí; miré por encima de mi hombro, topándome con la expresión perpleja de Setan en el mismo sitio en el que se encontraba antes de que yo hiciera... eso.
Todo mi cuerpo se sacudió y caí de rodillas, notando los primeros estragos de lo que acababa de hacer. En un simple pestañeo, el Señor de los Demonios se encontró de nuevo a mi lado; se arrodilló junto a mí y me tendió un terroncito de azúcar que llevaba en la palma, y que no sabía de dónde había salido.
—Tómatelo —dijo.
Lo cogí entre mis temblorosos dedos y me lo llevé a la boca, confiando en que no fuera ningún tipo de trampa.
—No... no sabía que... Es la primera vez que he hecho eso —murmuré, notando cómo el terrón se deshacía dentro de mi boca.
La cara del Señor de los Demonios se había vuelto sombría, como casi siempre que se encerraba en sus propios pensamientos. Nos contemplamos en silencio hasta que él alzó la mano, retirándome el cabello suelto y dejando al descubierto mi cuello; intenté retroceder para que los mechones volvieran a encontrarse en su sitio, cumpliendo con su función: la de ocultar. Esconder la marca que tenía desde nacimiento y que había sido objeto de continuas, y truculentas, historias por parte de mi tía.
Los ojos de fuego de Setan recorrieron ese lado de mi cuello, deteniéndose justo en el punto donde debía verse mi marca.
La que había contemplado una y otra vez en mi espejo, siempre que me encontraba sola y no corría el riesgo de que nadie de mi familia me pillara observándola; me había aprendido su aspecto, como si se hubiera quedado grabado a fuego dentro de mi memoria.
Una serpiente mordiéndose la cola.
Un uróboros.
El índice de Setan resiguió la forma sobre mi piel, provocándome un escalofrío y la familiar chispa que saltaba entre nosotros... entre nuestros poderes. Recordé que algo similar me había sucedido con Barnabas, cuando cerramos nuestro acuerdo; sin embargo, en aquella ocasión la sensación fue mucho menos agradable para ambos.
El pulso se me aceleró cuando Setan se apartó lo suficiente de mí para que pudiera verle la expresión y, aunque trató de ocultarla, fui consciente del dolor que se reflejó en el fondo de sus ojos de fuego.
Y, a pesar de tener la seguridad de que lo sucedido iba a conseguir crear más distancia entre nosotros, Setan se presentó en mi habitación los días posteriores, con la excusa los primeros días de comprobar cómo me encontraba. Jugábamos a las cartas apostando cerillas que usaba para encender las velas cada noche y no mencionábamos nada, limitándonos a hacer de vez en cuando algún comentario banal.
Barnabas se encargó de explicarme qué era lo que tenía tan inquieto al Señor de los Demonios: la tan esperada fiesta de la Maestra, la misma que Nayan hizo mención la noche que el demonio rubio logró hacer perder el control a Setan, muriendo casi asfixiado.
Y a la que no asistiría por expresa prohibición del propio Setan.
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