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treinta y tres.

Me sentía avergonzada por haberme dejado llevar hasta tal punto.

Me sentía humillada por el hecho de que el Señor de los Demonios me hubiera confundido con la maldita Elara, cuyo cadáver reposaba en el Cementerio Infinito.

Me sentía horrorizada por haberme atrevido a robar esas extrañas perlas que ocultaba en el bolsillo de mi bata a Setan.

Y notaba una extraña presión en el pecho, además del corazón dolorido.

Conseguí alcanzar mi dormitorio antes de que las lágrimas que había estado reteniendo fluyeran con libertad por mis mejillas. Rogue, que había estado aguardando mi llegada tumbada cerca de la puerta, alzó la cabeza de golpe al verme aparecer de ese modo, dando un fuerte portazo a mi espalda. Sin importarme que alguien pudiera oírlo.

En aquellos momentos no me importaba nada. La perrita se levantó del suelo, yendo hacia mí con sus ojillos perrunos clavados en mí; acaricié sus orejas de manera distraída, aferrándome a ese contacto como si fuera un bote salvavidas.

Mi traidora mente no paraba de repetir la voz de Setan, llamándome por un nombre que no era el mío. Confundiéndome con otra persona.

Con esa misteriosa chica.

Recordé haberle preguntado si la misteriosa Elara había significado algo para él; recordé haberle preguntado si había estado enamorado alguna vez. En ambas ocasiones me había mentido: el Señor de los Demonios había estado enamorado en una ocasión de una chica. De una de las elegidas.

Pero no había podido salvarla.

Elara había muerto, como las otras. Su cuerpo reposaba en el Cementerio Infinito, junto a los cuerpos de sus compañeras... como lo haría el mío en el futuro.

Rogue me siguió hacia la cama y saltó al colchón, a mi lado, cuando me desplomé en mi lado. El dolor de mi pecho no había desaparecido, pero se le había añadido la rabia... Una rabia que me roía las entrañas como si fuera fuego.

Una rabia que exigía ser liberada.

El Señor de los Demonios me había aconsejado que no debía confiar en esos sentimientos para hacer uso de mi poder, pero yo no quería escuchar de nuevo sus palabras. No quería oír de nuevo su voz.

Las sombras percibieron mi estado alterado, intentando aprovecharlo en su favor. A pesar de las velas que iluminaban mi dormitorio —y de las que no había podido desprenderme después de que hubiera aprendido a controlar mi miedo— pude sentirlas en los rincones a los que la luz no alcanzaba, arrastrándose hasta los límites; y luego estaban sus susurros. Los susurros que se habían vuelto más crueles, como si ellas hubieran sido testigo de lo que había sucedido en los aposentos privados del Señor de los Demonios.

Apreté los dientes con fuerza mientras los quisquillosos susurros, las voces de las sombras, me rodeaban como una pesada manta; mientras penetraban en mi cabeza, despertando mis recuerdos. Recordando al demonio llamándome por otro nombre.

La rabia bulló con mayor fuerza dentro de mí, alentado por los susurros, por las malvadas palabras que se colaban en mis oídos.

Rogue se empezó a inquietar, percibiendo el cambio que estaba teniendo lugar en el dormitorio. Me incorporé sobre el colchón, notando cómo la presión del pecho parecía tomar forma, como una enorme bola; jadeé mientras intentaba controlar la magia que corría por mis venas, la magia que estaba fluyendo por mi interior y que exigía ser liberada.

Sin embargo, era como si algo me presionara desde dentro... como si quisiera hacerme estallar como un simple globo. Observé el movimiento de las sombras que me rodeaban, cómo se atrevían a pasar a la luz, intentando alcanzarme; muchas de ellas se desvanecían nada más tocarla, pero otras —mucho más densas y fuertes— avanzaban sin miedo a desaparecer.

Rogue enseñó los dientes a algún punto de la habitación, gruñendo. El dolor que sentía me cegaba, me aplastaba; las sombras seguían acercándose hacia donde me encontraba sentada en la cama. Tambaleándome, intentando buscar algo de aire fresco, me puse en pie y traté de llegar hacia la terraza.

Caí estrepitosamente al suelo, sin poder volver a levantarme. El dolor se había convertido en fuego... y el fuego recorría todo mi cuerpo; se me llenaron los ojos de lágrimas ante el sufrimiento, ante el peso que me aplastaba. Luego, incapaz de poder soportarlo más, grité.

Un alarido de dolor mientras sentía cómo miles de sombras emergían de mi interior como una explosión, creando destrucción a su paso, destrozando todo lo que se cruzara en su camino... pero aliviando y haciendo desaparecer el peso que me había estado castigando desde que hubiera huido del dormitorio del Señor de los Demonios.

Aturdida, y terriblemente cansada, por lo que acababa de ocurrir, lo único que fui capaz de hacer fue hacerme un ovillo en el suelo y cerrar los ojos.


—¡Eir!

El grito me llegó de manera ahogada, como si estuviera muy lejos... o hubiera algo entre nosotros. Aún tenía los ojos cerrados y mis energías se habían evaporado, dejándome exhausta; no quería recordar lo que había sucedido. El Señor de los Demonios. Elara. Las perlas que había robado. El beso. Las sombras.

No quería despertar.

—¡Eir, por favor!

El grito lleno de pánico se repitió al mismo tiempo que sentía que alguien zarandeaba mi cuerpo. Reconocía la voz de la persona que estaba tratando de hacerme reaccionar; la reconocía y la quería. Significaba mucho para mí.

Pero la oscuridad en la que me encontraba me resultaba mucho más acogedora, mucho más cómoda para olvidar.

—¡Haz algo! —escuché que aullaba ella—. ¡Haz que abra los ojos!

«Vamos, murcielaguito —escuché una voz masculina dentro de mi cabeza y la presencia del demonio inundando cada rincón de mi mente—. Tienes que despertar...»

No quería hacerlo. En la oscuridad nada ni nadie podían alcanzarme; en la oscuridad no podían herirme. Había descubierto en mi mayor miedo la mayor de mis fortalezas: mientras estuviera allí, estaba a salvo.

«¿Y qué hay de Bathsheba y Briseida? —me preguntó entonces Barnabas—. ¿O tu familia? ¿Vas a rendirte tan fácilmente? Me estás decepcionando mucho, murcielaguito...»

El maldito demonio de ojos grises había tocado mi fibra sensible. Los rostros de mis dos doncellas se formaron en mi mente, ellas habían cuidado de mí desde que hubiera llegado al castillo... y yo las quería como si fueran mis madres; luego recordé a mi familia, a mis padres. A mi tía.

Pensar en Elara, que compartía nombre con aquella misteriosa desconocida que tanto había significado para el Señor de los Demonios, hizo que una corriente de ira me recorriera de pies a cabeza.

La odiaba.

Las odiaba.

A ambas.

—Abre los ojos, Eir —en esta ocasión, la voz de Barnabas no procedía de mi cabeza.

Obedecí a regañadientes, poco a poco. La repentina luminosidad del entorno hizo que tuviera que pestañear mientras los ojos se me llenaban de lágrimas debido a la sensibilidad a la luz; cuando pude enfocar la mirada, vi que Barnabas estaba observándome y que me sostenía entre sus brazos mientras que Bathsheba contemplaba la escena por encima del hombro del demonio. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

Era la primera vez que la veía asustada de ese modo.

Se me encogió el corazón al saber que yo era la culpable, que yo tenía la culpa de que estuviera así. No era justo para ella, no después de todo lo que había tenido que sufrir...

Barnabas me sonrió con aprecio y me ayudó a incorporarme. Estaba tendida en el suelo de mi dormitorio... y mi dormitorio estaba completamente destrozado; casi parecía tener el mismo aspecto que los aposentos privados del Señor de los Demonios.

Rogue temblaba tras las faldas de mi doncella, gimiendo.

—¡Por Dios, Eir! —chilló entonces Bathsheba, lanzándose hacia mí y apartando en el camino a Barnabas—. ¡No vuelvas a hacerme eso nunca más en tu vida, humana estúpida!

Me estrechó entre sus brazos mientras dejaba escapar un sollozo bajo. Mi cuerpo aún seguía débil, por lo que me mantuve inmóvil durante el tiempo que duró el abrazo, escuchando los lamentos de mi doncella; mis ojos se cruzaron con los del demonio rubio, que contemplaba la escena con los labios fruncidos y una mirada apenada.

Le di las gracias en silencio y él asintió con la cabeza.

Bathsheba me sujetó con firmeza para comprobar que no tenía heridas visibles, para intentar saber qué era lo que me había sucedido. Sus ojos enrojecidos e hinchados por el llanto me escanearon, abriéndose de par en par; con una mano cogió un mechón de mi cabello.

Tenía las puntas descoloridas. Blancas.

—He perdido el control —admití, bajando la mirada.

La voz me salió ronca debido al esfuerzo que había hecho al gritar cuando todo se había descontrolado. Bathsheba volvió a abrazarme, mascullando algo para sí misma en un idioma que no entendía.

Barnabas tenía el ceño fruncido y el rostro contraído en un gesto de reflexión.

—Ebba, dale un poco de espacio —intervino entonces el demonio—. Así vas a conseguir asfixiarla...

Bathsheba se apartó un poco para poder mirar a Barnabas por encima del hombro. Su expresión era seria... y agradecida; no sabía qué es lo que había pasado desde que hubiera perdido el conocimiento, pero era evidente que ambos habían acudido en mi ayuda. Dejando a un lado sus problemas del pasado.

—Le estaría bien merecido por el susto que me ha dado —replicó y sus ojos relucieron—. Y tú no te metas.

Barnabas alzó las palmas de sus manos en señal de rendición, aunque una diminuta sonrisa bailaba en sus finos labios. El mal humor de mi doncella, nada que ver con el que había mostrado cuando tuvimos ese desencuentro en el pasillo, parecía animarle; o quizá el hecho de que no intentara descuartizarlo.

—Deberías ir a buscarle algo —recomendó—. Puedo encargarme de ella hasta que vuelvas.

La mirada de Bathsheba se tornó desconfiada al escuchar que el demonio de ojos grises se ofrecía a quedarse conmigo en su ausencia. Las viejas heridas del pasado volvieron a relucir y el rostro de Barnabas se contrajo en una mueca al caer en la cuenta de que mi doncella había malinterpretado sus intenciones.

—Confía en mí, por favor —le pidió en voz baja—. Te lo debo.

Los ojos de ella no se apartaron del rostro del demonio, estudiándolo con atención... valorando la petición que le había hecho. Algo que era muy difícil de aceptar para Bathsheba después de que lo hiciera en el pasado y hubiera sido traicionada de ese modo.

—Me debes mucho, Barnabas —aceptó al final, poniéndose en pie.

El demonio se acercó entonces hasta donde yo me encontraba sentada. Bathsheba se interpuso en su camino, alzando una mano que quedó apoyada sobre el pecho de Barnabas; los ojos grises de él se abrieron de par en par, confundidos... y precavidos.

—No confío lo más mínimo en ti —le dijo y aquello fue como un mazazo para el demonio—. Pero eres mi única opción en estos momentos. Atrévete a hacerle el más mínimo daño y me encargaré de que pases el resto de la eternidad como si hubieras descendido de nuevo a los infiernos.

Barnabas tragó saliva ante la amenaza y asintió. Bathsheba lo observó durante unos instantes más, quizá comprobando que no se tratara de otro juego por parte del demonio, antes de dirigirse hacia la puerta.

Él contempló su marcha con una expresión apenada y luego se giró hacia mí, sustituyendo la pena por una forzada diversión que no alcanzaba sus ojos grises.

—Y bien, murcielaguito, ¿qué es lo que encontraste en ese lugar que te ha hecho perder el control de este modo? —miró a nuestro alrededor y soltó un silbido bajo—. Menuda catástrofe...

Mi mano se hundió en el bolsillo y saqué las perlas que había robado al Señor de los Demonios. Barnabas las estudió con asombro, como si fuera la primera vez que se topaba con algo así.

—Perlas de la memoria —las llamó—. Hacía mucho tiempo que no las veía. Por lo general, son recuerdos almacenados... Recuerdos importantes —me aclaró—. Los demonios los guardamos en perlas para protegerlos, para evitar que alguien nos los pueda robar. O manipular.

Miré las perlas que tenía en la palma. Dentro de ellas se escondían recuerdos que significaban algo para el Señor de los Demonios, recuerdos que había preferido extraer de su memoria para ponerlos a buen recaudo. Me pregunté qué contendrían, qué podían tener y que fueran tan importantes para el demonio.

—Quizá deberías guardarlos a buen recaudo —me propuso con cautela—. A ninguno de los dos nos gustaría que cayeran en manos equivocadas.

Pensé en las gemelas malvadas, en la propia Maestra. Barnabas me ayudó a incorporarme y luego me acompañó mientras yo trataba de encontrar un buen lugar donde esconderlas.

El cuerpo del demonio se tensó y sus ojos relampaguearon de ira contenida.

—¿Te hizo algo? —me preguntó.

Parpadeé con confusión.

—Setan —me aclaró, escupiendo su nombre entre dientes—. Fuiste hasta su dormitorio y algo salió mal, ¿no es así? Quiero saber si ese maldito demonio de pacotilla te hizo algo para poder destrozarlo con mis propias manos. Estaría encantado, ya lo sabes.

—No quiero hablar de ello —murmuré, sintiendo el corazón dolorido—. Y no quiero tenerle cerca.

Barnabas me contempló en silencio, quizá sacando sus propias conclusiones al respecto. Sus ojos bajaron por mi cuerpo, deteniéndose en el camisón que llevaba; frunció el ceño cuando no encontró nada fuera de lugar. Ni heridas, ni roturas. Nada.

Sus labios se fruncieron.

—No dejaré que se acerque si es eso lo que deseas —prometió.

Asentí y dejé que me condujera hacia la cama. Rogue contempló al demonio ayudándome y luego saltó hacia la cama, aovillándose junto a mi costado; todavía temblaba y parecía estar helada. Acaricié su pelaje y le pedí disculpas en silencio.

Las cosas podrían haberse complicado para la perrita y había sido un golpe de suerte que mi pérdida de control no la hubiera alcanzado de lleno.

Barnabas se aclaró la garganta y me lanzó una mirada de disculpa.

—Te pediría que no dijeras a nadie que fue mía la idea de que vagaras por el castillo; en especial a Bathsheba. Está deseando encontrar una excusa para acabar conmigo y eso sería más que suficiente.

Le prometí no decir ni una palabra.

El demonio gruñó en voz baja cuando nos llegó la voz de Bathsheba... que no venía sola. Entorné los ojos viendo cómo el Señor de los Demonios la acompañaba; su aspecto estaba mucho peor que cuando lo había dejado en su dormitorio. Tenía la ropa arrugada y el pelo revuelto.

El rostro pálido.

Sus ojos tristemente apagados.

Barnabas desapareció en un parpadeo de mi lado, reapareciendo en el escaso hueco que había entre Bathsheba y su amo. Mi doncella trastabilló a causa del imprevisible movimiento y el Señor de los Demonios no tuvo tiempo de apartarse: la mano de demonio rubio se enroscó en su garganta y Barnabas le enseñó los dientes de manera amenazadora.

—Aquí no eres bien recibido, Setan —siseó.

Bathsheba estaba paralizada, con la mirada alternando entre los dos demonios.

—Eso lo decidiré yo, Barnabas: es mi castillo —respondió en el mismo tono el otro.

Los ojos del demonio rubio se convirtieron en dos rejillas.

—¿Acaso también vas a decir que ella te pertenece? —preguntó, refiriéndose a mí.

La mirada del Señor de los Demonios se desvió en mi dirección.

—No —susurró en voz baja.

Barnabas no aflojó su agarre en el cuello del otro demonio.

—Una respuesta muy inteligente por tu parte, Setan.

—Te dije que te mantuvieras alejada de ella, Barnabas.

El demonio de ojos grises se rió despectivamente.

—Me parece que las circunstancias han cambiado ligeramente —dijo—. No voy a permitir que te acerques a la chica, se lo he prometido.

Los ojos de fuego del Señor de los Demonios se dirigieron de nuevo hacia mí llenos de confusión.

—¿Es eso cierto? —me preguntó.

Incluso Bathsheba me miraba con incomprensión.

Ignoré la pregunta del Señor de los Demonios y desvié mi mirada hacia Barnabas, que tenía una expresión sombría.

—¿Lo quieres aquí, Eir? —me preguntó Barnabas.

—Échalo —le pedí.

Sentí la mirada desconcertada del Señor de los Demonios clavada en mí tras haber dado mi opinión sobre dónde le quería. El demonio rubio dio un amenazador paso hacia el anfitrión, que volvió a centrar toda su atención en el otro; Barnabas hizo crujir sus nudillos de manera elocuente, indicándole que abandonara el dormitorio de inmediato y sin oponer resistencia.

—No te atrevas, Barnabas —le advirtió el Señor de los Demonios—. Te recuerdo que este castillo es mío y...

—Me parece que has perdido cualquier poder que ostentaras, Setan —le replicó el demonio de ojos grises—. Al menos en lo referido a la chica. Ya la has oído: lárgate.

—Tú no eres nadie para darme órdenes —ladró el Señor de los Demonios.

Barnabas se echó a reír de manera despectiva.

—Estamos en el mismo escalafón de la pirámide, amigo —le recordó—. Ella no permitió que estuvieras a su altura, sino que fueras un simple sirviente más. Su perro guardián.

»Su juguete roto.

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