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treinta y siete.

Un sueño, repetí mientras Barnabas me acompañaba de regreso a la habitación.

El demonio no había dicho nada más tras aquella revelación, y parecía encontrarse igual de pensativo que yo. Quizá intentando desentrañar el significado que ocultaba.

Todo mi interior bullía a causa de la multitud de emociones que había liberado ese falso recuerdo. No me había reconocido, como tampoco había reconocido al Señor de los Demonios que la perla de la memoria nos había mostrado; aquel Setan casi desenfadado... Esa Eir coqueta que no dudaba en usar sus encantos para mantener la atención del demonio.

Sacudí la cabeza mientras me sentaba sobre la cama, intentando digerir lo que habíamos visto. Intentando descubrir qué verdad podía ocultar aquel sueño del Señor de los Demonios.

«Porque tu nombre es equilibrio, Eir Gerber: representa lo que una vez amé y lo que alguna vez odié.»

Bien era cierto que el Señor de los Demonios, al principio, me había llamado por mi nombre completo. Luego, mucho tiempo después, simplemente me había llamado Eir; ahora me desconcertaba aquel sutil cambio, y esa maldita frase se repetía en bucle dentro de mi cabeza.

Como si fuera una pieza importante.

Observé a Barnabas paseándose de un lado a otro, sumido en sus propios pensamientos. Se había encerrado en un extraño mutismo desde que me hubiera explicado que el recuerdo, en realidad, era un sueño; un inquietante sueño de Setan, por retorcido que pudiera sonar. El demonio de ojos grises tenía el ceño fruncido y sus erráticos movimientos denotaban el nerviosismo que le embargaba en aquellos instantes.

Barnabas había entendido algo de aquel sueño.

—¿Qué sucede? —pregunté en voz alta.

Su mirada gris se desvió en mi dirección, pero no dijo una sola palabra.

Me masajeé las sienes, conteniendo una mueca de dolor ante el insistente pálpito que se había instalado en esa zona de mi cabeza. Las imágenes de las perlas, además del momento en que Bathsheba me había confirmado con aquella silenciosa respuesta lo que había sucedido con algunas de las elegidas, empezaron a presionar las paredes, provocándome una ligera molestia.

Barnabas dio otra vuelta y yo me armé de valor para hacerle la siguiente pregunta:

—¿Sabías... sabías lo de las otras chicas?

Los pasos del demonio se quedaron congelados mientras su mirada se turbaba ante lo directa que había sido con mi pregunta.

Aún me resultaba demasiado inquietante saber que muchas de ellas no habían sido capaces de soportar su cautiverio en aquel castillo, decidiendo poner fin a su vida antes de que el Señor de los Demonios decidiera hacerlo; sin embargo, notaba que algo se me escapaba entre los dedos en aquel asunto.

Barnabas suspiró con pesar.

—No todas tenéis el mismo tipo de valor, Eir —reconoció con esfuerzo—. Y muchas de ellas... sucumbieron, al final. No fueron capaces de resistir.

Me mordí el labio inferior, pensando en las hileras de tumbas que conformaban el Cementerio Infinito.

En todas aquellas chicas que llegaron a la conclusión de que no merecía la pena seguir viviendo, adelantando su sentencia antes de que el Señor de los Demonios lo hiciera.

Y llegué a la conclusión de que yo no quería ser como ellas.

No iba a rendirme, no de ese modo.


Briseida no dijo una sola palabra mientras recogía con la cabeza gacha los restos de mi cena. Barnabas se había ausentado en ese período de tiempo, dejándome a solas con mi otra doncella; me fijé en que su aspecto era similar al de su hermana: Briseida también estaba sufriendo en silencio. Por mí. Por su hermana.

Y me sentí terriblemente culpable por ello.

Por eso mismo alargué mi mano y retuve a Briseida por la muñeca. Ella dejó escapar un sonoro respingo de sorpresa y alzó con timidez sus ojos azules; el estómago se me encogió cuando vi los bordes enrojecidos e hinchados, la piel oscura que había bajo sus ojos. Los labios fruncidos, como si estuviera conteniendo a duras penas el llanto.

—Briseida, tú no tienes culpa de nada —le aseguré, creyendo que eso la haría sentir mejor.

Quería quitarle esa responsabilidad que cargaba sobre sus hombros; quería que supiera que no la culpabilizaba de nada de lo que había ocurrido. Mis dos doncellas me habían cuidado y protegido más que cualquier otro dentro de aquel castillo; habían logrado llenar el hueco vacío que había aparecido cuando fui elegida, cuando me apartaron de mi familia.

Me habían ayudado a olvidar su ausencia, incluso el rencor que le guardaba a cada uno de los miembros de ella por el daño —consciente o no— que me habían causado durante todos aquellos años.

Tanto Briseida como Bathsheba —incluso Barnabas, después de haberse vuelto tan sobreprotector conmigo— habían empezado a significar mucho para mí. Demasiado. Eran como mi familia, y se comportaban conmigo del mismo modo que yo había anhelado durante tanto tiempo.

Me sorprendió cuando Briseida se soltó de mi agarre como si mi simple contacto la hubiera quemado. Sus ojos se desviaron hacia las puntas descoloridas de mi cabello, recordándomelas con aquel inconsciente gesto; la presión con la que apretaba sus labios aumentó y su mirada se tornó acuosa. Cargada de lágrimas a punto de ser derramadas.

Intenté averiguar qué había fallado. Qué error había cometido para provocar que mi doncella estuviera al borde del llanto.

No quería verla sufrir, no por mi culpa.

—Lo siento, Briseida —probé a disculparme, rezando para que fuera suficiente—. Lo siento mucho.

Le sostuve la mirada, esperando que en ella pudiera leer que estaba hablando en serio, desde el corazón; los ojos azules de mi doncella se nublaron y ella se alejó un paso, sacudiendo la cabeza en una dolorosa negativa.

Sentí una punzada en el corazón al ver cómo Briseida se alejaba de mí, cómo su mirada llena de lágrimas me observaba con un dolor inmenso.

Abrió la boca y yo ansié que dijera algo, que me explicara, al menos, por qué no era capaz de aceptar mi disculpa. Sin embargo, en apenas unos segundos, cambió de opinión; sacudió de nuevo la cabeza, dando media vuelta y abandonando la habitación. En la puerta se cruzó con Barnabas, que trató de detenerla al ver el estado en el que se encontraba.

Briseida se escurrió con facilidad del agarre del demonio y desapareció en el pasillo; Barnabas frunció el ceño ante el extraño comportamiento que había mostrado mi doncella y me dirigió una mirada confundida.

Se me escapó un tembloroso suspiro.

—Creo... creo que me odia por lo sucedido —dije mientras el demonio cerraba la puerta del dormitorio y se encaminaba hacia donde estaba yo sentada—. Me culpa del estado en el que está su hermana... y lo entiendo; es mi responsabilidad que Bathsheba esté sufriendo tanto.

Tomé una bocanada de aire, pensando en cómo Briseida me había mirado. No había percibido odio en sus ojos, pero no lograba encontrar otra explicación que pudiera encajar con lo que había pasado; Briseida apenas había pasado tiempo conmigo, dejando a Bathsheba como mi responsable. Y quizá esa distancia que estaba separándonos era debido a que mi doncella era incapaz de estar en la misma habitación que yo porque... porque me culpaba de lo que estaba haciéndole a su hermana.

Y yo no podía culpar a Briseida por ello porque llevaba razón.

Barnabas sacudió la cabeza.

—Briseida y Bathsheba te tienen aprecio, Eir —me aseguró—. Nunca lo pongas en duda, ni por un instante.

Entonces ¿por qué Briseida se había marchado de aquella forma? ¿Por qué no había aceptado mis disculpas? Aún me dolía la forma en la que se había apartado de mi lado, cómo se había retirado para romper el contacto.

No lo entendía.

El demonio de ojos grises se humedeció el labio inferior.

—Las cosas no están bien fuera de esta habitación, murcielaguito —me confió, ocupando la silla que había frente a mí—. Todo el mundo está... tenso.

—¿Por qué? —quise saber.

Barnabas desvió la mirada y retorció sus manos sobre el regazo.

—La Maestra es consciente de que algo ha sucedido entre Setan y tú, algo que parece tenerla de un fantástico buen humor —el estómago de dio un desagradable vuelco al pensar en que esa mujer supiera lo que había pasado en el dormitorio de su pupilo—. Intenta presionarle para que hable... pero él no está muy por la labor.

Sus ojos grises volvieron a clavarse en mí. No habíamos vuelto a hacer mención a aquella noche, pero podía leer en su mirada la preocupación que sentía y lo mucho que deseaba entender qué estaba pasando; aparté de mi cabeza cualquier pensamiento relacionado con Setan, por el hecho de saber que el demonio no había dicho una sola palabra... y que también estaba pasándolo realmente mal.

Barnabas se inclinó hacia mí sobre la mesa.

—Murcielaguito...

Tragué saliva, intentando deshacer el nudo que se había empezado a formar en mi garganta.

—Me llamó Elara —dije en un susurro.

Barnabas se mostró confundido y supe que no sabía de quién estaba hablándole. Que no conocía a ninguna Elara, que no sabía nada sobre ella.

Bajé la mirada hacia mis manos, sintiendo que mis mejillas empezaban a colorearse por la vergüenza.

—Nos... nos besamos —continué, sin atreverme a mirarle a la cara mientras lo decía; tampoco quería entrar en detalles—. Pero estaba pensando en ella. En Elara.

Aguardé unos segundos antes de volver a alzar los ojos para comprobar la reacción del demonio de ojos grises. Barnabas me contemplaba con el rostro ensombrecido y los labios apretados; podía percibir la tensión en la línea de su mandíbula, lo que indicaba que no parecía muy conforme con lo que había sucedido.

Me sonrojé sin poderlo evitar.

—¿Conociste a Elara?

Sus ojos grises se oscurecieron.

—Personalmente, no —respondió—. No recuerdo los nombres de todas las chicas que han pasado por aquí, y ese nombre no me resulta en absoluto familiar.

Me recoloqué sobre la silla, intentando ignorar las punzadas que el recuerdo habían traído consigo.

—Él la amaba —afirmé, y algo en mis palabras me provocó que el corazón me diera un vuelco—. De verdad.

Barnabas ladeó la cabeza, pensativo.

—Setan siempre ha sido una criatura extraña —comentó—. Demasiado aferrado a su pasado, a su oscuridad; jamás llegué a pensar que pudiera involucrarse en ese sentido con alguien. Con una humana.

Nos quedamos en silencio, rumiando la extrañeza de Setan... el hecho de que hubiera logrado enamorarse de una de las elegidas para ver cómo moría; quizá la pérdida de Elara había provocado que el Señor de los Demonios se retrotrajera sobre sí mismo aún más. Volví a pensar en todas las chicas que no habían sido capaces de soportar su cautiverio, podría ser...

—¿Crees que Elara se suicidó? —pregunté a media voz—. Vi su tumba... En el Cementerio Infinito.

La mirada de Barnabas se oscureció de nuevo cuando mencioné aquel tema tan espinoso.

—No tengo respuesta a eso, murcielaguito.


Barnabas decidió brindarme un voto de confianza y se despidió de mí cuando cayó la noche. Esperé a que alguna de mis doncellas apareciera, como había sido habitual, pero el tiempo pasó y nadie abrió la puerta; recordé el agotamiento que arrastraba Bathsheba aquellos días, producto de haber estado velando por mí, cuidándome. Briseida tampoco se encontraba bien, aunque sus motivos eran todavía un misterio.

Observé a Rogue sobre mi cama y recordé que debajo del colchón todavía ocultaba el libro que Nigrum me había prestado. Recordar al gato demonio me hizo darme cuenta de que había pasado mucho tiempo desde que estuve en aquella biblioteca... y que el guardián, si sabía cómo jugar mis cartas, podría serme de ayuda.

Saqué el grimorio de su escondite y lo sostuve con esfuerzo entre mis brazos. La perrita alzó la cabeza con curiosidad, acercándose por el colchón para olfatear el viejo libro que tenía; era el momento de hacer lo que Barnabas me había pedido: levantarme, sacudir mis rodillas y continuar. Mis días de autocompasión por lo sucedido habían tocado a su fin, había llegado la hora de salir adelante; de no quedarme atrapada por el dolor y la traición que habían sido para mí que el Señor de los Demonios me confundiera con otra chica.

Y para ello necesitaba retomar mi investigación... aunque decidí añadir una incógnita más a la larga lista que tenía pendiente: descubriría quién había sido Elara. Quizá conocerla me ayudaría a quitarme de encima aquella extraña sensación que llevaba agobiándome desde que saliera huyendo del dormitorio del Señor de los Demonios; quizá saber más cosas sobre ella me ayudarían a cerrar la herida que se había abierto en mi pecho cuando Setan susurró su nombre.

Pensé en visitar aquella misma noche la biblioteca de Nigrum, pero la cantidad de demonios que vagaban por el castillo podían ser un importante obstáculo para mí. Nadie tenía que descubrirme, nadie debía cruzarse conmigo.

Fruncí mis labios. Entre mis peculiaridades, había descubierto que también podía usar las sombras para moverme de un lado a otro; la primera vez que lo hice fue en aquella misma habitación, después de descubrir que Bathsheba le había pedido ayuda a Setan tras el acercamiento de Barnabas hacia mí.

Tuve que hacer verdaderos malabares para sostener el pesado libro y a Rogue entre mis brazos, intentando evocar lo que había hecho en aquella única ocasión. La solución era sencilla: si conseguía usar las sombras para poder transportarme a la biblioteca no correría ningún riesgo de cruzarme con alguno de los demonios, como el que se llamaba Juvart.

Cerré los ojos. Tomé una bocanada de aire. Y esperé a que las sombras me cubrieran por completo y me llevaran a la biblioteca.

No pasó nada.

Apreté los dientes con fuerza, sintiendo la rabia crecer en mí. El Señor de los Demonios me había aconsejado no ceder a ese tipo de sentimientos para incentivar mis poderes... pero era lo único que parecía funcionarme; por eso mismo me aferré a ese sentimiento y dejé que espoleara a mi magia.

Dejé que las sombras me rodearan y pensé en la biblioteca; en mi mente se formó la nítida imagen del lugar. Sentí el frío en mis huesos, tal y como había sucedido la primera vez que lo había hecho.

Rogue se agitó entre mis brazos y yo la pegué contra mi pecho, rezando para que nos desvaneciéramos cuanto antes. Deseé aparecer en la biblioteca con fuerza, sin atreverme a abrir los ojos todavía.

Cuando lo hice, sin embargo, sentí que las rodillas empezaban a temblarme: ya no me encontraba en mitad de mi habitación, sino en el mismísimo centro de la biblioteca.

Nigrum me observaba con una mezcla de interés y diversión sobre el atril.

—Hola, niña insolente —me saludó, sacudiendo la cola y haciendo sonar sus anillos—. Pensaba que ya te habías olvidado de nuestro acuerdo.

Rogue se agitó entre mis brazos, interesada por aquella criatura que nos contemplaba desde su privilegiada posición sobre el atril. Al final no tuve más remedio que dejar que saltara de mis brazos; la perrita se acercó hasta donde estaba encaramado el gato demonio, que bajó su cabeza para contemplarla.

—No he olvidado nuestro acuerdo —dije.

El voluminoso peso del libro empezó a hacer que mis brazos se durmieran. Ladeé la cabeza para sostenerle la mirada a Nigrum, que parecía divertido por la presencia de Rogue a los pies del atril; la perrita meneaba la cola de un lado a otro, señal de que no creía que Nigrum supusiese ningún peligro.

La señalé con un gesto de cabeza.

—Querías una compañera de juegos —añadí—. Y aquí la tienes. Rogue.

Ella lanzó un alegre ladrido al escuchar su nombre.

Nigrum entornó sus ojos al contemplar de nuevo a la perrita. En sus felinos labios se formó una amplia sonrisa que mostró sus colmillos.

—Muy inteligente, niña escurridiza —no supe si tomarme aquello como un halago, viniendo de él.

De un elegante salto bajó al suelo y salió disparado por uno de los pasillos. Rogue soltó otro ladrido antes de lanzarse tras la persecución del demonio gato, que soltó un sonoro bufido; por mi parte, cargué con el libro hacia la mesa que había a los pies del atril y lo deposité con cuidado, conteniendo un resoplido cuando mis brazos se vieron liberados de aquel peso.

Rocé la portada con la yema de los dedos, decidiendo no seguir posponiendo más aquel momento: deslicé el índice entre el lomo y las páginas, abriendo aquel grimorio por una página al azar.

Di un respingo cuando me topé con el rostro de un hermoso hombre... de tres cabezas, todas ellas idénticas. Tenía la tez tostada, largo cabello oscuro y unos inquietantes ojos marrones; bajé la mirada por la ilustración, deteniéndome en el traje que llevaba aquel inquietante ser: parecía estar confeccionado por escorpiones y lagartijas vivos. Casi podía percibir el movimiento de las colas de las criaturas en aquel extraño dibujo.

Mi cuerpo sufrió un escalofrío y continué leyendo, topándome con el nombre de aquel ser de tres cabezas.

«Dahaka. Demonio de la muerte, engaño y mentira.»

Pasé las páginas con premura, observando con una mezcla de interés, fascinación y horror las imágenes de los demonios que constaban en aquel grimorio. Mis ojos no eran capaces de apartarse de las ilustraciones, de la información que estaba plasmada en el papel y que recogía la procedencia y título, si es que poseía alguno, que ostentaban; por primera vez pude hacerme una idea de la jerarquización de los demonios.

Mis dedos se quedaron congelados cuando vi la página que pertenecía a mis dos doncellas. Contemplé el retrato de Briseida y Bathsheba, y acaricié de manera inconsciente ambos rostros; en la página siguiente pude leer que estaban en un escalafón medio, el equivalente al pueblo llano en mi mundo.

Leí la lista de demonios a los que había servido Bathsheba, siendo los últimos Barnabas y Hel.

Luego llegué a aquellas que pertenecían a Nayan y Meylan, que habían formado una importante alianza con Hel, lo que las había protegido de la misma vida que habían seguido mis doncellas. Sentí una llamarada de rabia al recordar cómo las gemelas habían tratado a Bathsheba y a Briseida, como si ellas fueran superiores... cuando estaban en el mismo escalafón. La diferencia radicaba en que las gemelas de ojos lilas habían optado por acercarse a alguien poderoso mientras que Bathsheba había luchado con garras y dientes para cuidar de su hermana; aunque lo hubiera intentado hacer con Barnabas, al final no había podido. Se había enamorado de él. Y luego le habían partido el corazón.

Cuando llegué a Nigrum, que también constaba en aquel extenso volumen, me sorprendió saber que su papel como guardián le brindaba una posición privilegiada. A pesar de que estaba bajo el control de la Maestra.

Pasé páginas, empapándome de toda la información que había en aquel grimorio. Comprendí que por encima de los demonios normales, como Bathsheba o Briseida, se encontraban la nobleza demoniaca, que solían prescindir de sus títulos, pues la simple fuerza de su nombre era suficiente en su mundo; a aquel grupo de demonios pertenecía Barnabas, y ahora empezaba a entender un poco mejor al demonio.

Observé el retrato de Barnabas, su semblante serio. No se parecía en absoluto al Barnabas que yo conocía; recordé la historia que compartía con Bathsheba, la traición del demonio al venderla —tanto a ella como a Briseida— a la Maestra sin una sola explicación, sin atreverse a comunicarlo a las perjudicadas. Lo que ponía en aquel grimorio sobre el demonio de ojos grises se ajustaba a lo que mi doncella me había repetido una y otra vez: astuto, zalamero... simplemente buscaba su propio beneficio. Y, sin embargo, parecía que sus sentimientos hacia Bathsheba eran sinceros; lo mismo que su preocupación por mí. Que me hubiera acogido bajo su protección.

El corazón se me encogió dentro del pecho y me obligué a continuar.

Mi ceño se fue frunciendo conforme pasaba las páginas y en ninguna de ellas veía a Setan. Barnabas había dicho que se encontraban en el mismo escalafón de la pirámide de jerarquía demoniaca, y ambos estaban, supuestamente, por debajo que la propia Maestra.

La biblioteca estaba sumida en un sepulcral silencio, y no había rastro de Nigrum o Rogue. Contemplé mi alrededor, consciente de que apenas me restaban un par de hojas para llegar al final del grimorio... y no tenía nada de interés.

Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza cuando, por fin, pasé al último bloque. Aquel grimorio estaba dividido según la clase a la que perteneciera el demonio; ahora me encontraba en la parte donde se encontraban los demonios más poderosos y solamente había un único retrato.

Los ojos azules de la Maestra me fulminaron desde el papel. Toda su aura de bondad había desaparecido en aquel retrato: en aquella pintura pude ver el verdadero rostro de la mujer que tenía entre sus manos el control absoluto; su mirada fría, su rostro desprovisto de la calidez con la que me había intentado atrapar entre sus garras.

La boca se me quedó seca cuando terminé de leer aquellas páginas, entre las que se encontraba su incierto destino durante miles de años.

Cuando comprendí que Hel era la cúspide de la pirámide.

Ella era la Reina de los Demonios.


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