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treinta y seis.

          

Barnabas convenció a mi doncella para que abandonara la habitación el tiempo que necesitara para poder centrarse. Ella le lanzó advertencias sobre los creativos castigos físicos que le reservaban si se atrevía a perderme de vista un solo instante; a mí me lanzó una avergonzada mirada antes de abandonar el dormitorio.

Aproveché la oportunidad para sacar la perla de mi puño y devolverla a su escondite. Mis dedos se quedaron inmóviles, deseando escoger una nueva perla de la memoria; deseando saber más. Todavía tenía frescos los recuerdos que contenían la única que había utilizado por el momento, pues había decidido apartar de mi mente la inquietante confirmación de que varias de las chicas que habían sido elegidas habían optado por suicidarse.

Casi podía reconocer el lugar donde se había desarrollado la escena. Era aquel mismo castillo, con un aspecto mucho menos tétrico que el que presentaba en este tiempo; fruncí el ceño al recordar a los dos niños que aparecían en el recuerdo, uno de ellos había afirmado que, en un futuro, todo aquello sería suyo. Mordí mi labio inferior con fuerza, recordando cada pasaje de mi libro favorito: Crónicas del Reino; mis ojos fueron abriéndose de par en par al caer en la cuenta de que aquel niño, el de mayor edad y que respondía al nombre de Ayin, debía haber sido el príncipe.

Las yemas de los dedos me cosquillearon cuando mi poder empezó a despertar, alertado por la agitación de aquel descubrimiento. Algunas piezas empezaron a encajar, pero otras quedaron sueltas por mi cabeza. ¿De dónde había sacado el Señor de los Demonios aquel recuerdo? ¿Lo habría robado? Cuando conquistaron nuestro reino, y ante la negativa del rey a alcanzar un acuerdo, decidieron asesinar a toda la familia real. A todos.

Me miré las manos y vi que las sombras procedían de mí, y que estaban moviéndose de un lado a otro como tentáculos de oscuridad. Barnabas tampoco se perdía detalle de aquel espectáculo: sus ojos grises contemplaban mi oscuridad con un brillo de interés, intrigado.

—¿Qué se te está pasando por la cabecita que tan alterada te tiene, murcielaguito? —me preguntó, subiendo la mirada hacia mis ojos.

Le sostuve la mirada, intentando calmar mis nervios.

—Necesito ver otro de sus recuerdos.

Las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba en una pícara sonrisa.

—Se vuelve adictivo —comentó, sin perder la sonrisa—. Descubrir los más oscuros secretos de alguien sin que el otro sea consciente de ello...

Me dirigí de nuevo hacia el baño y me incliné hacia el mueble donde había escondido las perlas que había robado al Señor de los Demonios de su propia habitación. Aparté la que ya había visto y cogí otra al azar; al girarme vi que Barnabas me había seguido en silencio hasta allí, como una silenciosa sombra. Quizá cumpliendo con la promesa que le había hecho a Bathsheba antes de que ella se marchara para descansar.

Con la nueva perla en mi mano, fui directa hacia la pila del lavamanos para repetir la misma operación. La mano del demonio me cogió por el brazo, deteniéndome en seco de mis planes.

—Uno más, Eir —me advirtió—. Y yo te acompañaré.

Asentí de manera mecánica mientras deseaba hundir la perla en el agua, descubrir qué habría en ella. Necesitaba comprender por qué el Señor de los Demonios tenía un recuerdo que no le pertenecía; por qué tenía ese recuerdo del príncipe cuando era un simple niño, cuando aún vivía y los demonios solamente eran producto de historias de miedo.

Barnabas me retuvo un par de segundos más, quizá cerciorándose de que iba a cumplir con lo que había dicho el demonio: sólo una perla más. Su rostro se ensombreció mientras sus dedos iban soltándome uno a uno, permitiéndome acercarme a la pila y rellenarla de agua. Acaricié la superficie de la perla, intrigada; las imágenes difuminadas que me mostró no me resultaron en absoluto de ayuda, pues apenas era capaz de distinguir nada.

Una vez el agua tomó una altura considerable dentro de la pila, dejé caer la perla en su interior, observando cómo se hundía hasta el fondo. Miré por el rabillo del ojo a Barnabas, que tenía el ceño fruncido.

El demonio me tendió una mano y yo la acepté.

—La última perla, Eir —repitió su advertencia.

No entendía el porqué de aquella vehemencia en decirme que sería el último recuerdo que podría ver del Señor de los Demonios. Sin embargo, y consciente de que si me negaba podría convencer a Barnabas de que ni siquiera me permitiera ver aquélla, me limité a quedarme en silencio.

Avanzamos a la par hasta la pila y nos miramos una última vez antes de que ambos hundiéramos la cabeza en el agua.

La ya conocida sensación de succión me embargó mientras todo se ennegrecía a mi alrededor, transportándome al interior de aquella perla de la memoria.


Nuestros zapatos resonaron sobre el suelo de piedra cuando aterrizamos en aquel recuerdo. Tomé una bocanada de aire por pura inercia mientras observaba mi alrededor con el ceño fruncido: estábamos en el comedor donde me había reunido con el Señor de los Demonios... y tenía el mismo aspecto que ya tan familiar me resultaba.

Miré a Barnabas, que había terminado a mi lado. El demonio de ojos grises contemplaba el comedor con una expresión sombría, pero no dijo ni una sola palabra al respecto. ¿Qué tipo de recuerdo nos deparaba? El escenario no era pista suficiente para intentar saber qué información podría obtener de aquella perla de la memoria que había elegido.

Mis ojos se detuvieron entonces en la larga mesa en la que tantas noches había cenado con el Señor de los Demonios. Tal y como había sucedido en la realidad, multitud de platos se amontonaban sobre su superficie; el demonio de ojos de fuego estaba en la cabecera, bebiendo de su habitual copa de vino. Y con su mirada clavada en la persona que ocupaba mi asiento.

Tuve una mala sensación al respecto. Ninguno de los dos había hablado aún, pero el Señor de los Demonios mostraba una extraña media sonrisa que pocas veces había visto lucir.

Solté la mano de Barnabas, que seguía detenido a mi lado, y di un paso hacia delante.

Debido al alto respaldo de las sillas, me resultó imposible ver quién era el invitado del Señor de los Demonios. Un nudo empezó a formárseme en la garganta a cada paso que daba, rodeando la mesa hasta situarme en el espacio que había entre los dos asientos que estaban ocupados.

Ninguno de los dos era consciente de mi presencia, pues yo no me encontraba del todo allí. Setan seguía contemplando a la persona de la silla, con la copa entre las manos y con esa media sonrisa que me resultaba ajena en él; de la otra persona pude apreciar su brazo, su piel pálida.

Sus perfectas uñas pintadas en rojo, tamborileando sobre la mesa.

El estómago me dio un vuelco al descubrir que se trataba de una mujer. Una vocecilla me susurró que ella podía ser la famosa Elara y de nuevo sentí aquella ardiente necesidad de liberar mi poder, destrozándolo todo del mismo modo que había hecho en mi habitación; las sombras empezaron a manar entre mis dedos, enroscándose como zarcillos, listas para obedecer mis deseos.

Apenas me quedaban un par de pasos para ponerle, por fin, rostro a la famosa Elara. La chica que había robado el corazón; la chica con la que me había confundido aquella noche.

La chica a la que había empezado a odiar con toda mi alma.

Crucé los pasos que me quedaban y el aire se me escapó en un sonoro gemido cuando descubrí a la chica que estaba ocupando la silla. La que había creído que se trataba de Elara; pero que, en realidad, no era ella...

Era yo.

Me observé a mí misma sentada, con el cabello recogido, sin las puntas descoloridas que habían aparecido, mostrando la marca de mi cuello. Recorrí a la Eir del recuerdo, notando que había algo en ella que no encajaba conmigo; el vestido que llevaba era demasiado revelador para los que había acostumbrado a usar desde que hubiera llegado al castillo.

La Eir del recuerdo sonreía de manera pícara y tenía la cabeza apoyada sobre la mano, en una actitud de fingido aburrimiento. Había algo en ella que me recordaba a alguien... Había algo en la forma de ser de aquella Eir ficticia que despertaba en mí un irritante sentimiento de familiaridad.

Me quedé paralizada cuando la otra Eir, cansada de aquel duelo que parecía haberse creado entre ambos, se inclinó hacia delante, provocando que el escote en barco del vestido que llevaba le brindara al Señor de los Demonios una sugerente visión de lo que había bajo la tela del vestido. Miré a Setan y vi que dejaba sobre la mesa la copa, esbozando una sonrisa que despertó una oleada de calor por todo mi cuerpo.

No reconocía a ninguno de los dos, no encajaban con la realidad.

La Eir ficticia pestañeó con coquetería.

—¿Por qué siempre me llamáis por mi nombre completo, mi señor? —preguntó con una voz que no parecía pertenecerme. Seductora.

Alterné mi mirada entre los dos, notando cómo la respiración se me aceleraba al no entender qué estaba sucediendo allí.

La actitud del Señor de los Demonios cambió repentinamente: su atrayente sonrisa desapareció y en sus ojos de fuego vi que aparecía un brillo nostálgico. Y, en aquellos instantes, pareció el auténtico Setan: atormentado y anclado en su propia oscuridad.

—Porque tu nombre es equilibrio, Eir Gerber: representa lo que una vez amé y lo que alguna vez odié.

Alguien me atrapó por el brazo y todo se volvió negro a mi alrededor.


Cuando abrí los ojos de nuevo, estábamos de regreso en el baño. Barnabas se encontraba frente a mí, inclinado sobre la pila del lavamanos y con la perla que habíamos utilizado en la palma de su mano; tenía una expresión incluso más sombría que la que había mostrado cuando habíamos aparecido en aquel extraño recuerdo.

El demonio de ojos grises me miró, casi pidiéndome explicaciones al respecto.

—Eso nunca ha sucedido —le aseguré.

El recuerdo que habíamos visto era falso, pero su respuesta aún seguía resonando en mis oídos. Era lo único que me había parecido real dentro de todo aquello.

La mirada de Barnabas seguía estando clavada en mí.

—Ese recuerdo no es real —insistí, agobiada por la situación. Por el desconcierto. Por la forma en la que la otra Eir se había comportado, recordándome a alguien de mi pasado.

Barnabas me tendió la perla con cuidado, sin apartar sus ojos grises de los míos.

—No era un recuerdo, murcielaguito —me aclaró con suavidad—: era un sueño.

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