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treinta y cuatro.

Barnabas se convirtió en mi guardián. El demonio de ojos grises, contraviniendo toda orden, decidió cuidar de mí y vigilar que el Señor de los Demonios mantuviera las distancias; aún no me había atrevido a confesarle qué era lo que había ocurrido para que yo le hubiera pedido ayuda, pero él tampoco me presionó al respecto para que hablara.

Bathsheba estaba anonadada por lo sucedido.

Pero parecía haber aceptado la presencia de Barnabas a mi lado, después de haber visto cómo se enfrentaba a Setan por mí. Además, ambos parecían haber dejado a un lado su historia pasada; Bathsheba había suavizado sus modales cuando hablaba con el demonio de ojos grises —que solía ser cuando era imprescindible— y, el resto del tiempo, se concentraba en mí. En asegurarse de que me encontraba bien.

Sus dedos apartaron algunos mechones de mi rostro con cariño, aunque su mirada estaba llena de sombras. De preocupación. De angustia. De incomprensión.

No había dicho ni una palabra, por mucho que mi doncella había tratado de entender por qué había confiado en Barnabas por encima del propio Setan. Briseida también estaba igual de preocupada que su melliza y nunca se quedaba mucho tiempo en la habitación; Barnabas comentó que era por la culpa. Aunque yo no culpaba en absoluto a ninguna de ellas.

Miré a Bathsheba, que tenía una forzosa sonrisa curvando sus labios. Una sonrisa que no alcanzaba sus oscuros ojos.

—Eir, él está aquí —me susurró.

Barnabas aún no había llegado, quizá ocupado en asuntos de demonios. Eché en falta su presencia en la habitación, en la seguridad que parecía transmitir su simple presencia entre aquellas paredes; sin embargo, podía hacerle frente a ello. Podía hacerlo, a pesar del dolor que se me había instalado en el pecho y que no había llegado a desaparecer del todo después de que hubiera destrozado parte del mobiliario de la habitación.

Mis ojos se clavaron en la punta de mis cabellos. De algún modo que aún desconocía, se habían decolorado hasta tornarse blancas.

Luego desvié la mirada hacia el rostro de Bathsheba, que aguardaba a que yo dijera algo.

—No quiero verle —dije.

Me había negado a abandonar mi habitación. Y eso significaba que no había acudido a las obligatorias cenas que debía compartir con el Señor de los Demonios; el mismo demonio me había permitido ese espacio después de que Barnabas saliera en mi defensa, obligándole a que me dejara en paz.

Bathsheba pestañeó y luego se puso en pie, dispuesta a transmitir mi negativa al Señor de los Demonios. Me arrebujé entre las mantas, logrando que Rogue pegara su cálido cuerpecito al mío; la perrita no se había separado de mi lado —a excepción de cuando Briseida venía para llevársela consigo— desde lo que había sucedido aquella noche.

Escuché los pasos de mi doncella, el chirrido de la puerta abriéndose y los susurros de Bathsheba hacia la persona que esperaba al otro lado, en el pasillo. Los murmullos entre mi doncella y el demonio me alcanzaron, a pesar de la distancia; después de que hubiera perdido el control de mi magia había sentido que algo no iba bien dentro de mí. Que algo se había liberado y que ahora recorría mis venas.

Noté el tono suplicante de Bathsheba, el nerviosismo de sus movimientos y, gracias a Dios, la inconfundible voz de Barnabas, que no parecía nada contento con la presencia del Señor de los Demonios en el pasillo.

—Creí que había quedado bastante claro que no te quería cerca de ella —dijo Barnabas.

—Necesito hablar con Eir.

Un gruñido ronco.

—¿Para qué? —exigió saber el demonio rubio—. ¿Qué es lo que sucedió, Setan? Dímelo, ya que el pequeño murcielaguito no ha querido decir una sola palabra.

Contuve el aliento. No había querido compartir nada porque... porque estaba avergonzada; avergonzada y terriblemente dolida. Aún escuchaba su susurro, el nombre de aquella chica muerta.

Elara.

Apreté los dientes y noté que Rogue se tensaba a mi lado, sintiendo cómo mi poder se agitaba en mi interior a causa de la rabia. Me concentré en mi respiración; traté de mantener mi mente en blanco. Lejos de cualquier pensamiento que pudiera alterarme, acercándome de nuevo al límite.

—Cometí un error —reconoció el Señor de los Demonios.

Barnabas dejó escapar una risotada.

—Has cometido muchos errores, Setan.

—Solamente necesito unos segundos...

—¿Qué ha dicho ella al respecto, Ebba? —preguntó Barnabas a mi doncella.

—No quiere verle —respondió, repitiendo mis palabras.

Un crujido, como si Barnabas hubiera hecho crujir sus propios nudillos.

—Hasta que ella no cambie de opinión, no vas a acercarte, Setan —declaró el demonio con rotundidad—. Márchate, dale espacio... y medita sobre las consecuencias de tus malditos actos.

—No te entiendo, Barnabas —la voz del Señor de los Demonios sonaba cansada, vieja—. ¿Qué interés tienes en todo esto? ¿Qué interés tienes en ella?

—El murcielaguito es diferente, especial —la respuesta del demonio de ojos grises sonó sincera—. Y no quiero que le suceda nada, no pienso consentir que le hagas lo mismo que haces siempre; ya has destrozado a otras, ¿verdad? Eso es lo que haces con ellas: las separas de sus familias, las traes aquí y luego las destrozas hasta que no queda nada. Hasta que no son más que polvo.

En mi cabeza se formó la imagen de miles de lápidas del Cementerio Infinito. De nombres de chicas que habían tenido la mala suerte de haber salido elegidas, de haberse convertido en los tributos del demonio que nos había conquistado.

Que nos había esclavizado.

Barnabas suspiró con pesadez.

—Márchate, Setan —le recomendó, y no hubo más que cansancio en su tono de voz—. Os sentará bien... a ambos.

Pasaron los segundos y nadie volvió a hablar. Luego la puerta se cerró y escuché a Barnabas y Bathsheba susurrando entre ellos; al parecer, el demonio de ojos grises había convencido al Señor de los Demonios para que no siguiera insistiendo. Para que se fuera de allí.

—Tienes que descansar, Bathsheba.

—No puedo dejarla... así —la voz de mi doncella se rompió, demostrando lo mal que lo estaba pasando—. Me parte el corazón, Barnabas.

—Lo sé —escuché que respondía el otro—. Pero te necesita a su lado descansada, en forma. En este estado no la beneficias en absoluto, Ebba.

Ella suspiró y escuché sus pasos alejándose.

—Gracias —la sorpresa llenó toda la habitación tras la declaración de Bathsheba.

Barnabas no fue capaz de decir nada y mi doncella abandonó mi dormitorio sin añadir nada más.

Me mantuve oculta bajo las mantas, observando a Rogue mientras trataba de adivinar qué haría Barnabas ahora que nos habíamos quedado a solas. La preocupación del demonio por Bathsheba había sido real, pues, a pesar de todo, Barnabas aún parecía tener sentimientos hacia mi doncella. Y ella solamente guardaba odio y rencor en su corazón después de la traición que sufrió por su parte.

Di un respingo cuando las mantas volaron sobre mi cabeza, dejándome al descubierto y provocando que Rogue gruñera entre dientes. El rostro del demonio estaba en calma, pero eran sus ojos grises los que resplandecían con fuerza.

Él también estaba preocupado, y no solamente por el hecho de que mi situación estaba desgastando poco a poco a Bathsheba.

—Sal de la cama —me ordenó—. Ahora.

Me mantuve obstinadamente en la misma posición, retándole con la mirada a que hiciera algo conmigo. Rogue volvió a gruñir.

—Creo que ya has pasado suficiente duelo, pasara lo que pasara entre tú y Setan —dijo, moviendo los dedos en mi dirección—. Es momento de levantarte, sacudirte las rodillas y continuar.

Le sostuve la mirada y la magia de Barnabas me cosquilleó por todo el cuerpo, como si el demonio estuviera dándome un aviso antes de usar contra mí su poder.

Pero... sabía que tenía razón. No podía darme el lujo de permanecer metida en la cama lo que me restaba de meses, dejando que lo sucedido me aplastara y retuviera como si fuera una pesada cadena; me había prometido a mí misma descubrir qué sucedía en el castillo, y me estaba fallando de nuevo.

Recordé las perlas de memoria que le había sustraído al Señor de los Demonios, y de las que no parecía haber echado todavía en falta. Las había escondido en un rincón del cuarto de baño, en uno de los armarios que mis doncellas no solían usar para nada; habían pasado apenas tres días y allí seguían. Esperando.

Barnabas me había explicado para qué servían, alegando que muchos demonios temían que sus recuerdos pudieran ser robados o alterados por otros. Y que Setan hubiera decidido crear perlas de la memoria significaba que, fuera lo que fuese lo que había encerrado en aquellos pequeños objetos, eran demasiado importantes para él.

Y el rencor que se congregaba en mi interior, formando una poderosa bola de oscuridad, me exigía que descubriera qué podía ser.

Que aprovechara la información que pudieran contener las perlas de la memoria.

Miré a Barnabas fijamente y él enarcó una ceja, consciente de mi cambio de actitud. Me incorporé sobre la cama, dispuesta a empezar a hacer algo; como saber qué recuerdos eran tan valiosos para el Señor de los Demonios que los había escondido en perlas.

Tomé una bocanada de aire.

—¿Cómo puedo ver lo que contienen las perlas de memoria, Barnabas?


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