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siete.




Su declaración me sentó como si hubiera volcado un balde de agua helada sobre mi cabeza; su mirada tampoco dejaba lugar a ninguna duda. No entendía —o no quería entender— las razones que le habían empujado a elegirme, pero la firmeza de sus palabras había resultado ser más dolorosa de lo que había creído.

Apenas fui capaz de sostenerle la mirada sin derrumbarme.

El Señor de los Demonios dejó escapar un prolongado suspiro, como si ya hubiera mantenido esa conversación demasiadas veces.

—Entiendo que sea... complicado para ti comprenderlo —dijo y yo aferré el trozo de tela que era la servilleta, obligándome a no apartar la mirada; a no romperme—. Hoy ha sido un día muy difícil y tu vida ha... ha cambiado del noche al día.

—Me lo habéis arrebatado todo —le interrumpí.

Otro suspiro por su parte.

—En cierto modo te he dado más de lo que tenías.

Entrecerré los ojos, notando el habitual regusto a bilis en el paladar y punta de la lengua.

—¿Esperáis que me sienta agradecida por todo esto? —le pregunté con repulsión—. Es posible que mi vida no estuviera llena de lujo, pero era feliz. Amaba mi vida tal y como era antes; no esperéis que os dé las gracias, mi señor, porque no vais a recibirlas.

—Mientes —siseó.

Di un sobresalto en mi asiento, aturdida. El Señor de los Demonios había entrecerrado los ojos y me contemplaba con una expresión seria; pestañeé a causa de la confusión, sin entender su intervención.

—No... no os entiendo.

—He dicho que mientes —repitió, sin apartar la mirada de mis ojos—. No amabas tu vida, Eir Gerber; no eras feliz. Puedo leer la oscuridad que se esconde en ese tierno corazoncito que tienes. Sé cosas de ti que tú misma te afanas por ocultar.

Un escalofrío me recorrió la columna vertebral al mismo tiempo que el vello se me erizaba. El Señor de los Demonios no parecía estar bromeando; lo mismo que los susurros de las sombras, quienes me habían advertido sobre mi corazón... sobre él.

Intenté ocultar el temor que me había producido la situación y tragué para intentar deshacer el nudo que se había formado al echar la vista atrás. Al recordar las partes más desconcertantes de mi vida.

El interior de mi boca tenía un regusto extraño.

El sabor del miedo.

—Sí que lo era —rebatí—. Más que aquí.

Al menos aquello era una verdad a medias.

El Señor de los Demonios ladeó la cabeza, estudiándome con curiosidad.

—No pretendas mentirme, Eir Gerber, porque lo sabré.

—Nunca osaría mentir a la persona que tiene mi vida en sus manos —repuse.

Aunque, técnicamente, no estaba segura de que fuera una persona. Sino un monstruo. Un demonio.

—Aquí no tienes por qué ocultar esta parte de ti —susurró, como si compartiéramos un secreto.

Erguí mi espalda.

—No me conocéis en absoluto para hacer ese tipo de declaraciones sobre mí, mi señor —protesté.

¿Habría estado hablando en serio cuando había afirmado que era capaz de saber si mentía? No conocía el alcance de los poderes que tenía, pero el instinto no se equivocaba al decirme que era alguien peligroso; por no olvidar el hecho de que era quien me mantenía presa en aquel castillo, alegando que era su invitada.

El Señor de los Demonios se tomó aquello como un desafío.

—Puedo leer la oscuridad de tu corazón —me explicó, arrellanándose en su asiento—. Y he descubierto algunas cosas de ti bastante interesantes.

Sufrí un nuevo escalofrío.

Sentí la amenaza de sus palabras.

Deposité la servilleta sobre la mesa y arrastré la silla sobre el suelo, haciéndola chirriar. El rostro del Señor de los Demonios había regresado a su antigua impasibilidad y sus ojos habían perdido el brillo acerado que los había cubierto cuando me había acusado de mentir.

—Buenas noches.

Di media vuelta y me marché de allí sin tan siquiera despedirme.

No me costó mucho encontrar el camino de regreso a mi habitación. Me fijé en que en el rellano del segundo piso había un enorme reloj que marcaba la hora, advirtiéndome de que aún quedaban varias horas para la llegada de la medianoche; las normas del Señor de los Demonios se habían quedado impresas en mi cabeza y aquella noche no me encontraba con ánimos suficientes para desobedecer.

Me froté la zona donde se encontraba mi corazón con una extraña desazón enroscándose en la boca de mi estómago. El Señor de los Demonios había afirmado haber leído lo que ocultaba mi corazón, y el temor de lo que eso suponía para mí...

Mis dos doncellas ya se encontraban esperándome en el interior de la habitación. Controlé el ligero temblor que sacudió mi cuerpo al ser consciente de los rincones del dormitorio que no estaban iluminados; en el camino de regreso había observado la cantidad de antorchas que prendían de las paredes, eliminando cualquier zona oscura.

Obligué a mis ojos a despegarse de las sombras, desviándolos hacia las dos mujeres que aguardaban junto a mi cama.

Preciosa niña...

Él lo sabe... lo sabe todo...

Es capaz de leer la suciedad que hay dentro de ti...

No sois tan distintos...

Apreté las manos hasta clavarme las uñas en la palma. Di un paso hacia ellas, fingiendo no estar escuchando los susurros; fingiendo no estar viendo por el rabillo del ojo cómo hilillos de oscuridad se despegaban de los rincones no iluminados, en mi dirección. Como si quisieran tocarme a pesar de la gran distancia que nos separaba.

«No sois reales —me dije a mí misma, dando otro paso—. Sois producto de mi imaginación.»

Con ese endeble mantra repitiéndose una y otra vez en mi cabeza logré llegar hasta mis dos doncellas sin sucumbir al pánico que llevaba aparejada la aparición de esas... cosas. De manera inconsciente me quedé en el círculo iluminado que proyectaban las pocas lámparas de aceite que había cerca de mí.

En la cama ya reposaba un camisón y una bata.

—¿Ha ido todo bien, señorita? —gorjeó Briseida, intentando aportar algo de alegría al ambiente.

Bathsheba no me quitaba la vista de encima, inquietándome con sus ojos oscuros.

—Espero que la comida hubiera estado de su gusto —continuó la otra.

Retorcí algunas capas de la falda de mi vestido.

—Todo... todo ha estado bien —tartamudeé.

No añadí que apenas había probado bocado después de pensar en el drama que debía estar pasando mi familia tras mi marcha.

—Vamos a quitarle el vestido para que pueda ponerse el camisón —indicó Briseida, como si fuera una niña pequeña.

—Gracias —musité.

Mi primera cena con el Señor de los Demonios me había dejado extenuada por las energías que había volcado por mantener la compostura, por no romperme frente al demonio; dejé que mis dos doncellas se hicieran cargo del intrínseco diseño que conformaban los lazos de mi corpiño.

Mis ojos se desviaron de manera inconsciente hacia el rincón a oscuras que tenía más cerca. Mordí el interior de mi mejilla hasta hacerme daño, pensando en cómo exponer lo que necesitaba frente a mis doncellas. Sabía que mi petición iba a traer consigo preguntas a las que no quería responder.

—¿Está bien, señorita? —inquirió Bathsheba cuando mi cuerpo sufrió un temblor que no fui capaz de disimular.

Nos sostuvimos la mirada.

Quizá era el momento en que pidiera lo que necesitaba, pues no estaba segura de poder pasar toda la noche a oscuras. O con tan poca luz.

Tragué saliva.

—Estoy bien —como una cobarde, mentí.

Mentí por no ser capaz de encontrar la excusa perfecta para justificar que tuviera que dormir con toda la habitación repleta de velas y lámparas de aceite que permitieran mantener alejadas a las sombras y sus susurros.

Los ojos de Bathsheba siguieron observándome, como si supiera que no había sido sincera. Que ocultaba algo.

Briseida, por el contrario, parecía encontrarse bastante ocupada en quitarme el vestido, con sus ojos clavados en mi corpiño. Bathsheba se hizo a un lado para permitir que su compañera se encargara de deshacer los últimos lazos y se acercó a la cama para coger el camisón.

Una vez lo tuve puesto, Briseida se retiró y su mirada se desvió hacia el tocador de manera inconsciente. Mi rutina en casa antes de irme a dormir incluía cepillarme el cabello, pero no quería compartir eso con mis doncellas; el hecho de que alguna de ellas peinara mi pelo me resultaba demasiado... íntimo. Recordándome al tiempo en que lo hacía mi madre, cuando era más pequeña.

—Me... me gustaría dormir —dije.

La mirada de Bathsheba se tornó suspicaz, consciente del ligero temblor de mi voz al pronunciar la última palabra. Briseida tocó en el brazo a su compañera, indicándole que se debían marcharse; el corazón me latió dolorosamente al ver cómo la otra doncella daba media vuelta para seguir a Briseida.

Me abracé a mí misma cuando mis doncellas salieron y escuché la puerta cerrándose, informándome de que me encontraba sola.

Sola y rodeada de oscuridad que intentaba alcanzarme, hablándome y diciendo aquellas cosas sobre el Señor de los Demonios. Sobre mí.

Di la vuelta para subirme a la cama y poder refugiarme bajo las mantas. Las dos lámparas de gas que se encontraban sobre las mesitas gemelas me brindaban un pequeño muro de protección lumínica frente a la oscuridad; sin embargo, no era suficiente. En casa había tenido mi habitación una pequeña reserva de velas que me preocupaba de sustituir de manera periódica cuando veía que se me estaban agotando; cada noche las sacaba de su escondite y las repartía por todo el dormitorio, cuidando de no dejar ni un solo rincón en penumbras.

Sin embargo, ya no estaba en casa y mi reserva de velas seguía escondida bajo una tabla suelta que había cerca de la única ventana de mi dormitorio, sin que nadie supiera nunca que estaban allí. En aquel enorme y lujoso dormitorio no tenía velas.

No tenía forma de defenderme contra las voces.

De las sombras.

●●●

—Tenéis unas ojeras espantosas —se horrorizó Briseida a la mañana siguiente, cuando habían acudido para retirar levemente las cortinas y permitir que la luz diurna inundara cada rincón.

Bathsheba se había mantenido en silencio, contemplándome con una expresión inquisitiva. Agradecí que no hubiera decidido hacer uso de su ácido sentido del humor y tendencia a hablar sin cuidar lo que decía, pues estaba agotada después de no haber podido descansar bien la noche anterior.

Su compañera, estaba revoloteando en mi alrededor, contemplando mi rostro pálido y ojeroso con un gesto cargado de pavor.

—¿Acaso la cama no estaba de vuestro gusto? —insistió.

—Briseida, basta —la exhortó Bathsheba.

Ella le dirigió una mirada de reproche, haciendo sobresalir su labio inferior en un mohín infantil.

—Ve a buscar el desayuno de la señorita ahora mismo —continuó Bathsheba, inflexible.

La mirada de Briseida alternó entre ambas y pude ver en su perfecta fachada de amabilidad un breve resquicio en brillo de sospecha en sus ojos claros; mi otra doncella logró mantenerse firme en su decisión de enviar fuera del dormitorio a Briseida unos instantes. Tras unos segundos, Briseida dio media vuelta y se marchó de la habitación farfullando algo para sí misma que no logré entender.

No se me pasó por alto que dejó la puerta entornada, de manera intencionada y como si fuera capaz de escuchar lo que quisiera que fuera a hablar con Bathsheba desde su posición.

La doncella que quedaba aguardó unos instantes, cerciorándose de que no hubiera oídos indiscretos, antes de acercarse hasta donde yo me encontraba, aún tendida en la cama y sin intenciones de querer abandonarla por el momento. La seguridad que me brindaba la luz del sol me permitiría recuperar las horas de sueño que había perdido durante aquella primera y dura noche.

Los ojos oscuros de Bathsheba me estudiaron con intensidad.

—¿No tenéis nada que decir?

Fruncí el ceño.

—No.

Ella se cruzó de brazos, mirándome del mismo modo que lo haría una madre que hubiera descubierto una mentira.

—Somos sus doncellas, señorita —me aleccionó, incapaz de ocultar su molestia—. Estamos aquí para ayudarla.

—¿Acaso no me estáis ayudando, haciéndome sentir como si fuera una muñeca en vuestras manos? —le pregunté.

Bathsheba suspiró con irritación.

—Vi el miedo anoche en vuestra mirada —me presionó, intentando arrancarme una confesión sobre lo sucedido—. Y noté los temblores de vuestro cuerpo.

—Era la primera noche que pasaba fuera de mi hogar —traté de defenderme, de convencerla de que no me sucedía nada; a pesar de que estaba deseando conseguir un gran número de velas que pudieran ayudarme a pasar las noches en aquel nuevo dormitorio—. Estaba aterrada de que el Señor de los Demonios...

La insinuación que dejé en el aire sobre su amo hizo que su expresión se convirtiera en una mueca que demostraba lo mucho que discrepaba al respecto. No me arrepentí de ello, pues eso significaba que había conseguido alejar a Bathsheba de lo que realmente me sucedía.

—Mi señor jamás os tocaría sin vuestro consentimiento —le defendió con ímpetu.

Eso no lo sabía y había escuchado suficientes rumores para ponerlo en duda. Empezando por las insidiosas palabras que me había dedicado Elara sobre qué hacía el Señor de los Demonios con las chicas que escogía año tras año; sufrí un escalofrío de pavor al rememorar la historia favorita de mi tía, donde afirmaba que las usaba como yeguas de cría para su propio ejército.

—No es eso lo que se dice en el pueblo —repliqué.

Bathsheba frunció sus labios en un gesto cargado de frustración.

—Vuestra puerta con pestillo —me indicó—. Por si acaso no os sentís segura por las noches respecto a las intenciones del amo.

Apunté mentalmente aquel pequeño detalle.

La mirada de Bathsheba se había vuelto fría, lo mismo que su actitud. Mis insinuaciones e insistencias sobre lo que tenía en mente el Señor de los Demonios respecto a mí parecían haberla enfadado de manera soberana, obligándola a defender el honor de su amo.

—Una última cosa —dijo ella—. Quizá deberíais aprender a mentir mejor, señorita... y vigilar vuestras espaldas, porque voy a estar muy atenta de todos y cada uno de vuestros movimientos de ahora en adelante.

No tuve tiempo de responder, pues Briseida hizo acto de presencia de manera sonora, golpeando con la bandeja la puerta para poder abrirla. En su rostro lucía la habitual sonrisa con la que siempre me había tratado hasta que comprobó el frío ambiente que se había instalado entre nosotras tras su ausencia.

La sonrisa desapareció y su mirada se volvió afilada al contemplar a Bathsheba, lanzándole silenciosas acusaciones.

Ella se encogió de hombros, fingiendo inocencia.

—Simplemente estaba dándole un pequeño consejo —se defendió.

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