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seis.

Cuando mis doncellas vinieron para anunciarme que la cena estaba servida, y que su amo ya se encontraba esperándome, me fijé en que la noche había caído. Me deslicé fuera de la cama, dirigiendo mis pasos hacia la puerta, cuando la mano de Bathsheba me aferró por el brazo, deteniéndome.

Briseida también parecía encontrarse preocupada y nos observaba a ambas a unos metros de nosotras.

—Tenéis los ojos hinchados —señaló Bathsheba, suavizando su tono por primera vez desde que nos habíamos conocido, horas atrás—. Supongo que no querréis presentaros con ese aspecto frente al amo.

Me guió hacia el tocador, sin apartar la mano de mi brazo. Se colocó a mi espalda una vez estuve instalada en la cómoda banca, contemplando mi reflejo y comprobando que mi doncella estaba en lo cierto: el contorno de mis ojos estaba enrojecido y ligeramente hinchado debido a las lágrimas que había derramado en silencio, temiendo que alguien pudiera estar escuchando.

Bajé la mirada hacia mis manos, que reposaban sobre mi regazo, abandonándome por completo a mi doncella y sus conocimientos para disimular los delatores rastros que había dejado el llanto en mi rostro.

Bathsheba puso un gran empeño en su tarea, usando polvos y productos que había visto usar de manera puntual a mi madre y a mi tía. Cuando la voz de mi doncella me indicó que podía mirarme en el espejo, alcé la mirada y contuve las ganas de echarme a llorar de nuevo, en esta ocasión de rabia; la chica que me devolvía la mirada desde la superficie cristalina se asemejaba más a la imagen de una versión mucho más joven de Elara. A pesar del gran parecido que había entre mi madre y su hermana, la chica del espejo se daba un aire a mi tía.

Y yo lo detesté.

No quería compartir con ella más de lo necesario, y en esa corta lista no entraba la similitud física.

Bathsheba me contemplaba a mi espalda con una expresión inescrutable, aunque era su mirada la que conseguía delatarla: una simple y pequeña chispa de reconocimiento. Como si la chica del espejo no le resultara ajena.

—El amo ya está esperándola en el comedor, señorita —el recordatorio de Briseida me devolvió al presente, ayudándome a alejar los turbulentos pensamientos que me habían atosigado desde que hubiera decidido ver el resultado de los esfuerzos de Bathsheba para ocultar mis ojos hinchados—. No debe retrasarse.

La busqué en el espejo, tras su compañera, cerca de la puerta. En ella pude percibir con mucha mayor claridad lo mismo que había visto en Bathsheba: reconocimiento. Familiaridad. Conocimiento.

Secretos.

Recordé las órdenes que me había dado el Señor de los Demonios cuando me había mostrado el dormitorio: una de ellas era acompañarle durante las cenas. Y no se me estaba permitido faltar a ninguna si no había por medio una razón de peso suficiente para mi ausencia.

Dudaba que el Señor de los Demonios me dispensara el resto de mi estancia aquí por añorar a mi familia. Por odiarle.

—No sé dónde debo ir —dije en voz alta.

Mi carcelero se había limitado a mostrarme el vestíbulo —solamente para que su Maestra pudiera conocerme en persona— y después me había conducido al dormitorio, sin molestarse en enseñarme otras zonas del castillo que me estuviera permitido vagar.

—Nosotras te mostraremos el camino —se ofreció Briseida, con cariño.

Deslicé mis pies por la alfombra para ponerme en pie. Bathsheba ya se encontraba camino hacia la puerta, así que no tardé en seguirla mientras Briseida se encargaba de abrirnos la puerta; el corazón me latió con fuerza al traspasar el umbral y salir al pasillo. Aunque el Señor de los Demonios había tratado de suavizarlo todo, no era capaz de concebir mi dormitorio como una celda. Una bonita celda donde mantenerme encerrada hasta que se aburriera de mí.

Observé el corredor de piedra, las otras puertas. Mi carcelero me había asegurado que era libre para poder vagar por el castillo, así que podría echar un vistazo más tarde en alguna de ellas para descubrir si podían serme de algún tipo de utilidad.

Mis planes de escapar no habían desaparecido todavía.

Deshicimos el camino que me había mostrado el Señor de los Demonios al conducirme a mi dormitorio hasta que alcanzamos las escaleras. Entrelacé mis manos y presioné las palmas la una contra la otra hasta hacerme daño; recordé las instrucciones que había dado sobre cómo funcionaban las escaleras pero ¿cómo podía imaginar en mi mente un sitio que no había visto nunca antes?

—El comedor que el amo suele usar se encuentra en la segunda planta —indicó Bathsheba.

—Permítanos mostrarle el segundo piso —apostilló Briseida.

Las dos doncellas pasaron por delante de mí y empezaron a bajar los escalones con cuidado, a un ritmo que no me fuera difícil de seguir. El camino hasta allí no había sido complicado con mi nuevo vestido; era la primera vez que llevaba una prenda con tantas capas y no sabía cómo desenvolverme con ello.

Tras un par de titubeantes pasos, me aferré al pasamanos para guardar el equilibrio mientras las capas inferiores del vestido se pegaban entre sí. Observé la distancia que me separaba de mis doncellas y luego miré más allá, intentando descubrir el descansillo del segundo piso.

Lo único que vi fueron más y más escalones.

Tragué saliva cuando logramos alcanzar el segundo piso. Casi idéntico al pasillo del piso donde se encontraba mi dormitorio, aquel corredor estaba iluminado por muchas más antorchas y los tapices que cubrían algunas de las paredes mostraban escenas de contenido variopinto... demasiado alegres. Demasiado fuera de lugar.

—¿Cómo podré volver a mi dormitorio? —pregunté.

—Usando las escaleras —respondió Bathsheba, usando un tono de mofa—. Se encuentra en el piso de arriba. No tiene pérdida.

Briseida le lanzó una mirada a su compañera.

—El castillo tiene cuatro pisos, señorita —me instruyó, comprendiendo mejor a qué me había referido con mi pregunta—. El cuarto piso le llevará a las almenaras y podrá... Tiene unas buenas vistas —se corrigió a sí misma—. Aunque no debe acercarse al acceso del ala oeste.

La miré con suspicacia. El Señor de los Demonios se había limitado a ladrarme que me estaba prohibido ir a esa zona del castillo porque pertenecía a su Maestra y ella odiaba a los intrusos; sin embargo, no me había dado ningún tipo de detalle sobre esa norma. El ala oeste llamaba mi atención porque parecía ser un sitio para esconder cualquier cosa... o donde encontrar las respuestas que necesitaba.

¿Podía usar en mi beneficio la falta de información, en caso de que alguien me descubriera allí?

Contuve un jadeo cuando nos detuvimos frente a las puertas abiertas que conducían al comedor. La habitación era monstruosa, mucho más que mi propio dormitorio; de forma rectangular, al fondo había una chimenea de proporciones exageradas cuyas llamas creaban caprichosas sobre el mármol de la repisa y la larga mesa, junto a las sillas de respaldo alto. Un retrato con un hombre montado a caballo y con la espada desenvainada coronaba la pared de la chimenea.

Clavé las uñas contra mis palmas al descubrir al propio Señor de los Demonios contemplando el fuego de la chimenea, casi oculto en las sombras. Bathsheba se aclaró intencionadamente la garganta para anunciar nuestra presencia; obligué a mis pies a que se quedaran clavados sobre el suelo cuando sus ojos, del mismo color que el fuego que crepitaba en la chimenea, se desviaron en mi dirección.

—Por unos segundos he llegado a pensar que te atrincherarías en tu habitación... y no te hubiera gustado nada verme aparecer por allí en tal caso —dijo a modo de saludo.

Al mirar a mis costados, vi que mis doncellas se habían desvanecido y que me encontraba sola en el umbral. La rigidez de mis músculos empeoró al ser consciente de ello; de que aquella iba a ser la primera muchas cenas que no deseaba compartir con él.

Quizá el Señor de los Demonios tampoco estaba muy contento con la idea de reunirse conmigo cada noche para cenar.

—¿Vuestra Maestra no va a acompañarnos? —pregunté en su lugar.

Observé cómo separaba su cuerpo de la pared con movimientos sinuosos, del mismo modo que había hecho en la plaza mientras trataba de elegir. Seguía usando prendas de color negro, lo que le ayudaba a confundirse con las sombras, y su aspecto seguía siendo tan peligroso como siempre.

De igual modo que el castillo guardaba todo aquel lujo tras sus aparentes paredes derruidas.

El aspecto del Señor de los Demonios ocultaba a un monstruo.

—Me temo que le gusta pasar mucho tiempo a solas —contestó—. Pero no te angusties: soy un buen anfitrión.

Contuve las ganas de poner gesto de disgusto.

—¿Acaso piensas comer ahí de pie? —prosiguió el Señor de los Demonios.

Controlando el delator sonrojo de enfado por la burla implícita, me adentré en el comedor y vi la inmensidad de la sala. Y de la mesa.

Aquella mesa estaba pensada para banquetes multitudinarios, no para dos simples personas. A pesar de ello, no pude evitar ser consciente de la ligera ventaja que me proporcionaba el tamaño: podía escoger el sitio más alejado del Señor de los Demonios y poner distancia entre ambos.

Al devolver la mirada al rostro de mi captor, vi cómo enarcaba una ceja con curiosidad.

—Has vuelto a hacerlo —dijo de manera reflexiva—. Encerrarte en ese obstinado silencio.

Me encogí de hombros.

—No tengo nada que decir —me defendí.

Aunque lo cierto era que había mentido. Me hubiera gustado poder gritarle todo lo que se me pasaba por la cabeza; recriminándole que me hubiera apartado de mi familia, que me hubiera elegido cuando había habido opciones mucho más adecuadas que yo. Por ejemplo, la chica que le había sostenido la mirada; la misma que yo había rezado para que se la llevara consigo.

El Señor de los Demonios hizo un aspaviento en dirección a la mesa, indicándome de ese modo que tomara asiento. Tal y como había planeado al ver el tamaño de la mesa, escogí la silla que quedaba a cinco espacios de la que ocupaba la cabecera.

Me obligué a no apartar la mirada de la suya cuando él hizo lo que yo esperaba: sentarse ahí.

Con un simple chasquido de sus dedos, delante de mí apareció una lujosa vajilla con sus cubiertos a juego. Cogí la servilleta que había sobre el plato y la extendí sobre mi regazo, aguardando a que apareciera alguien para servir la cena.

Otro chasquido resonó por todo el comedor, seguido de mi exclamación ahogada cuando vi que la mesa parecía haber encogido y que el Señor de los Demonios se encontraba a mi izquierda. Intenté ocultar a toda prisa el temor por la cercanía ante su nuevo truco de magia, aunque no estaba segura de haberlo conseguido.

Las comisuras de sus labios se alzaron levemente, mostrándome una pequeña sonrisa torcida.

—¿Hambrienta? —inquirió.

Me limité a sostenerle la mirada, sin responder... otra vez. Escudarme en el silencio se había convertido en mi pequeño desafío.

Chasqueó los dedos por tercera vez y la mesa se llenó de fuentes y platos humeantes repletos de la más amplia variedad de comida que jamás había visto en toda mi vida. Inspiré hondo, casi mareándome por aquel cúmulo de nuevos aromas que me atosigaban.

El Señor de los Demonios no se perdía detalle de mi rostro, comprobando mi reacción. Y yo quería que apartara la mirada, que sus inquietantes ojos de fuego se dedicaran a observar cualquier otra cosa menos a mí.

Hundí los dedos en la tela de mi servilleta cuando vi que se ponía de pie, sin arrancarle ni un solo chirrido a su silla. Le seguí con la mirada mientras rodeaba la esquina y desaparecía a mi espalda; tragué saliva para intentar deshacer el nudo que había comenzado a formárseme en la garganta, intentando no agitarme ante la idea de que le tenía fuera de mi campo de visión.

Di un respingo cuando su brazo apareció de la nada a mi derecha, tomando uno de los platos que contenía guisantes con una salsa que no logré identificar. Giré la cabeza de manera automática para ver qué tenía en mente.

Cuando volcó parte del contenido en mi plato, las mejillas empezaron a arderme por la vergüenza: estaba sirviéndome como si fuera una niña pequeña.

—Mi familia me enseñó a servirme mi propia comida cuando era niña —dije, incapaz de ocultar mi enfado.

El Señor de los Demonios cesó en su empeño de rellenarme el plato, quedándose inmóvil a mi lado. Alentada por aquello, alcé la mirada hacia su rostro; el amago de media sonrisa torcida había desaparecido y el brillo de sus ojos parecía haberse apagado levemente.

Luego regresó a su asiento y el silencio que tanto había deseado se extendió tras nosotros. Empecé a terminar de servirme lo que más me apetecía mientras el Señor de los Demonios rellenaba su copa con la jarra de vino que se encontraba cerca de él; animada por esa ausencia de conversación, me lancé de lleno a probar aquellas maravillas culinarias.

Una comida que me supo a cenizas nada más recordar a mi familia, pensando en qué estarían haciendo todos ellos en aquellos precisos instantes.

—¿Está todo de tu agrado? —la repentina, y amable, pregunta del Señor de los Demonios provocó que casi se me cayeran los cubiertos de mis manos.

Desvié la mirada de la comida a su rostro. Aún tenía el regusto a cenizas en la boca y las sienes me palpitaban con fuerza mientras me afanaba por encontrar alguna trampa en sus palabras.

Creí ver que el hecho de dirigirme la palabra era porque no le gustaba lo más mínimo que me sumiera en mis continuos silencios. Quizá no toleraba la ausencia de palabras y la pesadez del silencio.

Bajé con cuidado mis cubiertos y me demoré unos segundos en limpiar mis comisuras con la servilleta que había extendido sobre mi regazo; pude percibir cierta impaciencia en mi carcelero al ver que no estaba por la labor de responder.

—La comida es exquisita, mi señor —respondí con tono plano.

Pero había perdido el apetito.

Mis enrevesados pensamientos me habían cerrado la boca del estómago y me habían hecho que apenas fuera capaz de saborear la comida. En casa nunca habíamos vivido con tanto lujo, pero no podía disfrutar de ellos... no cuando todo aquello se basaba en una mentira.

Él me había asegurado que no era una prisionera.

Me había mentido.

El Señor de los Demonios alzó una de sus delicadas cejas en mi dirección, mostrándose sorprendido y inusitadamente divertido.

—¿Mi señor? —repitió—. Creo que podemos dejar los formalismos a un lado, debido a las circunstancias.

Inspiré con brusquedad.

—Circunstancias —la palabra me supo a hiel y me revolvió la poca comida que había logrado ingerir—. Una bonita forma de maquillar la realidad.

La mirada de mi captor no se apartó ni un instante de mí, como tampoco mostró lo más mínimo al escuchar mi tono cargado de acusación.

—Vas a pasar un tiempo aquí, Eir Gerber —habló con una cadencia lenta, casi como un ronroneo—. Y vas a tener que acostumbrarte a todo esto... a mí.

Le fulminé con la mirada.

—Creo que habéis cometido un error al elegirme a mí, mi señor —afirmé, ignorando lo que había dicho.

Los ojos de color fuego del Señor de los Demonios parecieron subir de intensidad, contemplándome con una expresión insondable. Seguramente había escuchado una y mil veces esas mismas palabras en boca de alguna de mis predecesoras.

Su extraño silencio me animó a continuar, a pesar de tener la dolorosa certeza de que iban a caer en saco roto.

—No... no soy nadie —proseguí, ocultando mis manos bajo la mesa para que no viera su temblor—. Había mejores opciones que yo.

La idea de que hubiera podido escuchar mis pensamientos y que eso hubiera motivado su elección me puso los vellos de punta. Tenía que haber otras razones... o quizá la vaga esperanza de que el Señor de los Demonios se hubiera equivocado terriblemente al escogerme a mí.

—Eir Gerber —pronunció con deliberada lentitud—, no ha habido ni un solo error por mi parte desde que instauré el Día del Tributo.

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