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once.


Era evidente que Bathsheba siempre defendería a su señor, pues no en vano ella era un demonio femenino que había visto su oportunidad de regresar de donde quiera que estuviera atrapada cuando el Señor de los Demonios decidió tomar el reino. Por eso mismo dejé la discusión en ese punto y me limité a terminarme el desayuno.

Mi doncella se mostró satisfecha al ver el plato vacío y me informó que podría regresar a mi dormitorio cuando quisiera. Eso me hizo recordar que aún no sabía dónde me encontraba con exactitud.

—¿Dónde estoy? —le pregunté a Bathsheba.

—El amo os cambió a otra de las habitaciones del pasillo —contestó con simpleza—. Una mucho más iluminada.

Recordé cómo habían fallado sorpresivamente las lámparas de aceite y la insinuación que había hecho ella mientras intentaban sacarme de mi antiguo dormitorio.

—Dijiste que alguien había manipulado mis lámparas de aceite —dije en voz alta—. ¿Por qué? ¿Qué interés tendría hacer... eso?

Bathsheba se encogió de hombros, aunque percibí cierta rigidez en sus movimientos.

—Quizá divertirse a tu costa.

La miré largamente, haciéndole saber que no le había creído ni una sola de sus palabras, de aquella broma que había sonado tan forzada. Bathsheba sabía más de lo que quería aparentar y, por algún extraño motivo, no quería decirme la verdad; estaba segura que ella sospechaba sobre por qué me habían fallado las lámparas.

Y quién.

—Sigue comiendo —me indicó al ver que mi tenedor se había quedado en el plato.

Obedecí en silencio, sin apartar la mirada de su rostro. Bathsheba había recuperado su antiguo aire burlón y travieso, quizá para intentar alejar mi atención del tema sobre quién y por qué había tocado mis lámparas para dejarme en la más absoluta oscuridad; yo seguí comiendo sin decir una palabra. Pensé en lo poco que había obtenido de información mientras mi doncella se encargaba de recordarme que podía volver cuando quisiera a mi antiguo dormitorio, que el Señor de los Demonios ya se había encargado de todo.

Una vez hube terminado con mi desayuno y Bathsheba asintió con satisfacción, me puse en pie e informé a mi doncella de mis intenciones de volver a mi habitación. Ella se encargó de seguirme obedientemente mientras salíamos al pasillo y me daba cuenta de que no me encontraba muy lejos, sólo a un par de puertas de distancia; una fantasiosa parte de mí había llegado a considerar que me hubiera llevado a otra habitación. Quizá a una del ala que se me tenía prohibido visitar.

Era evidente que el Señor de los Demonios no se habría arriesgado a tanto, era mucho más cómodo utilizar una de las habitaciones vacías.

Briseida ya se encontraba en mi vieja habitación. Se puso en pie de un brinco al vernos aparecer por el pasillo, yo aún vistiendo con el camisón; su mirada me estudió de pies a cabeza antes de pasar a su hermana. Ella no sabía que Bathsheba me había confiado su auténtica naturaleza.

Briseida no era humana, era un demonio femenino.

—Señorita —saludó, incapaz de disimular su tensión.

Bathsheba se adelantó para poder acercarse a su hermana y susurrarle algo al oído. Los ojos de Briseida se desviaron en mi dirección, aumentando su tamaño conforme su melliza le ponía al corriente sobre lo que había sucedido y por qué no había estado aquella noche en mi habitación.

Cuando Bathsheba se apartó, me dedicó una rápida sonrisa donde creí ver a sus dientes centellear.

—Hace un buen día, ¿quieres que vayamos a los jardines? —me preguntó.

Alterné la mirada entre ambas hermanas.

—Me gustaría hacerlo sola, si es posible.

Briseida se encargó de ayudarme con un nuevo vestido y Bathsheba se ocupó de mi melena para hacerme un práctico recogido. Una vez estuve preparada, me despedí de mis dos doncellas y repetí el mismo camino por el que me había llevado Bathsheba para mostrarme por primera vez los jardines.

Mis pies se quedaron quietos en el primer escalón. Recordaba las reglas y advertencias sobre el castillo; el Señor de los Demonios me había explicado que el ala prohibida pertenecía a su Maestra y ella no toleraba las molestias. Y eso había despertado mi curiosidad.

Me pregunté si habría algo más en el ala prohibida.

Bajé hasta el vestíbulo y allí me entretuve lo suficiente para ver si había alguna puerta más abierta, a excepción del enorme portón de madera que me conduciría hacia la libertad. No olvidaba lo que había dicho mi captor el día que llegamos allí.

Las únicas puertas abiertas conducían a un comedor de mayor tamaño que el que había en el segundo piso y varios saloncitos. Todos ellos llenos de retratos antiguos que debían pertenecer a los miembros de la difunta familia real.

Salí a los jardines con el vello de punta y con la escalofriante sensación de haber visto cómo algunas miradas de los retratos me seguían mientras me movía por las habitaciones abiertas, buscando cualquier cosa que pudiera serme de utilidad.

Inspiré una gran bocanada de aire puro y miré a mi alrededor, sin saber dónde dirigirme. La niebla que cubría el cementerio parecía estar llamándome, pero sabía que Bathsheba se pondría colérica si descubría lo que había intentado hacer.

Luego descubrí un enorme cenador que parecía estar recubierto por hiedras, abandonado hace mucho tiempo. Dirigí mis pasos hacia allí, creyendo que se trataría de un buen escondite para desaparecer durante un tiempo.

Las horas pasaban lentas en aquel castillo y yo no sabía qué hacer para matar el tiempo que pasaba sola. Bathsheba no se había equivocado al apuntar que aquella enorme prisión se volvía tediosa...

—Eir Gerber —levanté la vista al escuchar mi nombre.

Sin embargo, frente a mí no tenía al Señor de los Demonios sino a su Maestra. La mujer me sonreía con amabilidad mientras el aire fantasmal que siempre parecía rodearla agitaba su túnica blanca; tragué saliva de manera inconsciente, sin saber muy bien qué decir.

La sonrisa de la Maestra creció de tamaño ante mi incómodo silencio; era capaz de percibir mi estado inquieto ante su aparición sorpresa.

Ella contempló el interior del cenador, que estaba lleno de maleza debido a que nadie se había encargado de la estructura, con una expresión pensativa. Mis labios seguían pegados, incapaces de pronunciar palabra alguna.

—Setan me ha contado lo sucedido.

Hice un extraño sonido con la garganta cuando la Maestra me informó que el Señor de los Demonios no había dudado un instante en correr hacia ella para ponerle al corriente sobre mi episodio con la oscuridad; el gesto de la mujer se tornó interesado mientras pasaba al interior del viejo cenador y ocupaba un banco que había frente al que estaba yo.

Continué en silencio, pero no un silencio como los que usaba contra el Señor de los Demonios. Aquel silencio era debido a una imperiosa necesidad de no hablar, una advertencia de mi instinto de que no debía dirigirme a aquella extraña mujer que parecía ejercer tanto control sobre el Señor de los Demonios.

—Debió ser horrible para ti...

Nos mantuvimos la mirada y supe que ella estaba esperando que yo le explicara mi versión de los hechos.

Pero no iba a exponer mi secreto.

—Le tengo pánico a la oscuridad desde que era niña —contesté en su lugar.

La mirada de la Maestra me traspasó y se quedó clavada en mí demasiado tiempo, estudiándome en silencio. Luego se llevó una mano al pecho en un gesto cuidado, lleno de asombro. Un asombro que me resultó calculado.

—El castillo no es el mejor lugar para ti —comentó.

Desvió la mirada hacia la enorme edificación de piedra que crecía hacia el cielo encapotado. Yo me removí sobre mi asiento, empezando a arrepentirme de haber abandonado la habitación.

—La oscuridad se agazapa en cualquier rincón del castillo, atraída por los demonios que viven en él —prosiguió en tono pensativo—. Forma parte de ellos.

Tragué saliva, intuyendo una insinuación en sus palabras.

—Pero no debes preocuparte, Eir Gerber: Setan ya se ha encargado de proporcionarte lo que necesitas. No volverá a suceder.

Asentí de manera agradecida.

—Sois muy amables —un instante después fui consciente de lo forzadas y falsas que habían resultado ser mis palabras.

La Maestra fingió no haber percibido lo artificiales que habían sonado mis palabras y se encogió de hombros con inocencia.

—Todos aquí intentamos hacerte más llevadera tu estancia aquí —contestó, metiendo una pequeña pullita en sus tiernas palabras.

Recordé la conversación que había espiado entre el Señor de los Demonios y ella. La Maestra parecía saber cosas sobre mí, e incluso se había burlado de mi estado físico, alegando que no iba a llegar a terminar el año; bajo esa fachada llena de dulzura se ocultaba algo feo.

Igual que el Señor de los Demonios.

—Debe resultar muy aburrido vivir en un sitio tan grande y con tan poca gente —dije, echando un vistazo en dirección al castillo.

La Maestra volvió a encogerse de hombros.

—En ocasiones recibimos visitas —repuso con tono distraído—. Setan no lleva bien la soledad.

Para acompañar sus palabras soltó una risita llena de picardía. Mi rostro se volvió una máscara pétrea al entender el mensaje oculto, haciéndome recordar las truculentas historias de Elara; Bathsheba me había asegurado que él jamás me pondría un dedo encima sin mi consentimiento, pero quizá el Señor de los Demonios disfrutaba de esas prácticas con otras... personas.

—¿Por qué no marcharse de aquí, en tal caso? —la pregunta resbaló entre mis labios antes de que fuera capaz de detener a mi maldita lengua—. Es evidente que este sitio no está a la altura de lo que nuestro señor se merece.

La Maestra volvió a sonreírme.

—Oh, Setan disfruta mucho de su premio —me contradijo—. Es posible que tu reino le resulte burdo y atrasado, pero Setan es un demonio y disfruta de las ventajas que le supone haber ganado un premio tan jugoso como todo esto —hizo un amplio gesto con la mano, refiriéndose al castillo y todo el territorio que le pertenecía—. Incluyendo los regalos anuales; le encanta jugar con ellos.

Mi rostro empalideció ante el golpe que recibí con aquella simple confesión. El Señor de los Demonios me había confirmado que las jóvenes que elegía eran un pequeño precio por habernos conquistado, por la negativa del rey a llegar a un acuerdo con un... demonio; la Maestra había decidido ir un paso más allá para recalcar lo que había escuchado a escondidas una noche que ella se había presentado en el comedor y el Señor de los Demonios me había ordenado que me marchara de allí. La Maestra dijo que había algo en mí que me había puesto en evidencia frente a su pupilo y que, de lo contrario, él «habría elegido a otra muchachita tonta con la que divertirse durante el año.»

De repente la Maestra se puso en pie y sacudió las hojas y ramitas que pudieran habérsele quedado en la túnica; la seguí con la mirada en todo momento, rumiando todavía todo lo que me había dicho. El confirmarme que no debía confiar en nadie en aquel castillo, que estaba atrapada y sentenciada a morir después de que el Señor de los Demonios se hubiera aburrido de mí.

—Eir Gerber, me gustaría compartir parte de mi tiempo contigo —su invitación no me resultó demasiado atractiva—. Quisiera hacerte más llevadera tu estancia en el castillo.

Parpadeé y me limité a asentir con un seco movimiento de cabeza. Ella me dedicó una nueva sonrisa antes de dar media vuelta para marcharse del cenador, un sitio que había perdido todo su encanto ahora que la presencia de aquella mujer impregnaba cada rincón, poniéndome todo el vello de punta.

Mi tranquilidad de verme de nuevo a solas se resintió cuando la Maestra se detuvo abruptamente y me lanzó una última mirada por encima de su delicado hombro.

—Cuando te vi con Setan en el vestíbulo del castillo, el Día del Tributo, tuve la inquietante sensación de que te conocía, que no era la primera vez que nos veíamos. Extraño, ¿verdad?


Removí la comida de mi plato de un lado a otro sin intenciones de llevarme un solo bocado. Había regresado a mi habitación poco después de que la Maestra desapareciera de los jardines; Briseida me había preguntado alegremente cómo había ido mi excursión, así que decidí mentirle. Su hermana me había estudiado en silencio, oliendo mi mentira, pero sin decir nada al respecto.

La última frase de la Maestra seguía correteando por mi mente mientras yo trataba de encajar las piezas. Ella me había asegurado que su instinto le informaba que no era la primera vez que nos veíamos, pero yo podía dar fe de lo contrario: nunca en toda mi vida me había cruzado con ninguno de ellos hasta que salí elegida, hacía ya casi un mes. El tiempo que llevaba atrapada en aquel castillo se me clavó en las entrañas como un cuchillo; solamente me quedaban once meses de vida.

—Es interesante verte pasear la lechuga de un lado a otro del plato, Eir Gerber —el comentario burlón del Señor de los Demonios hizo que mi muñeca se quedara congelada.

Levanté la vista de la comida para ver cómo mi anfitrión me observaba con una traviesa sonrisa. Pero había preocupación en su mirada de fuego, una preocupación que podía estar motivada por multitud de cosas ajenas a mí; Bathsheba me había regañado, diciendo que el Señor de los Demonios no estaba obligado a preocuparse de las jovencitas que traía allí. Incluso había insinuado que el Señor de los Demonios podía haberme asesinado la primera noche que pasé allí.

Un escalofrío de terror me recorrió la columna vertebral.

No, la preocupación que reflejaban sus ojos no era por mí. Seguramente alguno de sus misteriosos asuntos que lo mantenían alejado del castillo hasta la noche era lo que le tenía con aquella fachada, intentando burlarse de mí.

Había intuido que algo no iba bien al inicio de la cena, cuando permitió que el silencio se alargara más de lo necesario. Como si no se le ocurriera qué decir para romper el hielo, tal y como sucedía en cada una de las cenas.

El Señor de los Demonios entrecerró los ojos cuando le sostuve la mirada.

—¿Ha sucedido algo que te haya quitado el apetito, Eir Gerber? —me preguntó con suavidad.

Mis labios se curvaron en una venenosa sonrisa. Desde aquella noche en la que leyó toda la oscuridad que guardaba dentro de mí me permitía sacar esa faceta que con tanto ahínco había tratado de ocultar delante de mi familia para no hacerles daño; a ellos les debía respeto, cariño y amor por ser mis padres, pero eso no podía aplicársele a él.

—Ver vuestro monstruoso rostro, como cada noche —contesté.

Una chispa de diversión pareció aplacar la preocupación que ocupaba toda su mirada al escuchar mi osada respuesta. Se recolocó sobre su silla al mismo tiempo que se cruzaba de brazos y hacía aparecer en su rostro una sardónica sonrisa que me puso los vellos de punta.

—Ah, es agradable verte sacar esa parte de ti que con tanto afán has intentado ocultar todos estos años —comentó despreocupadamente—. Además de divertido, tremendamente divertido.

Mis labios cosquillearon y mis ganas de eliminar esa sonrisa de su cara aumentaron de tamaño. El hecho de haber acabado allí para divertir a nuestro monstruoso señor no era plato de buen gusto, como tampoco el que te lo recordaran.

Iba a gastar mi último año de vida en convertirme en el bufón de un demonio.

Eso me llenó de rabia.

—Si anheláis diversión, una buena opción sería que os comprarais un perro —escupí—. Podéis enseñarle algunos trucos, incluso.

Dejé caer el cubierto sobre el plato, consciente del estruendo. La mirada del Señor de los Demonios se movió automáticamente de mi plato a mi rostro, y viceversa; procuró mantener su fachada, pero mi réplica parecía haber sido suficiente para hacerle saber que algo no iba bien.

Mi voz estaba cargada de resentimiento, no de mi ácido tono que siempre usaba para responder al Señor de los Demonios durante nuestros intercambios en las cenas.

—¿Ha ido todo bien? —se cercioró.

Aparté el plato de delante de mí, arrastrándolo por la mesa de manera ruidosa.

—Perfectamente.

Nos sostuvimos la mirada en una batalla silenciosa en la que el Señor de los Demonios esperaba que yo cediera en primer lugar, contestándole sobre qué era lo que me había hecho cambiar de humor de manera tan repentina.

—¿Puedo retirarme? —pregunté, tensa.

El Señor de los Demonios aguardó unos instantes antes de que su cabeza asintiera con brusquedad.

En mi dormitorio me topé con la silenciosa presencia de Bathsheba, en la zona donde desayunaba y comía. Estudié mi habitación por si descubría la presencia de su hermana, pero, al parecer, estábamos solas; cerré la puerta a mi espalda y no eché el pestillo. Anoche tampoco lo había hecho y, según me había contado Bathsheba, tanto ella como su amo habían tenido que echar la puerta abajo debido a que alguien la había atrancado. No desmentí que hubiera sido yo y ninguno de los dos me presionó para que explicara por qué echaba el pestillo por las noches. O aquella noche en concreto.

Fui directa al tocador para poder desprenderme de las horquillas que Briseida había usado para recogerme el pelo, con la vista clavada en mi propio reflejo.

—Has regresado demasiado temprano —observó Bathsheba.

Me encogí de hombros mientras retiraba más horquillas y las guardaba en el pequeño cofre donde mi doncella tenía todo su arsenal. Percibí de refilón la mirada oscura de Bathsheba en el espejo, mirándome por encima del hombro.

—No me encontraba con apetito y quería ponerle fin lo antes posible —contesté.

—Siempre que te sucede algo pierdes el hambre —insistió mi doncella, sabiendo que ocultaba algo—. He notado que has venido de tu paseo por los jardines... rara.

Dejé la última horquilla y giré para poder mirarla fijamente. Bathsheba estaba cruzada de brazos, con la barbilla ligeramente elevada y con los ojos entrecerrados; estaba estudiándome en silencio, llegando a sus propias conclusiones.

Hice un aspaviento con la mano.

—El tiempo se vuelve lento y pesado —dije—. Desde que llegué aquí por primera vez... pienso que han pasado años en lugar de semanas.

—Te dije... —intentó recordarme ella.

—Recuerdo lo que dijiste, Bathsheba —corté su frase apenas pronunció las primeras palabras.

Mi oscura doncella enarcó una ceja.

—Mi oferta sigue estando en pie, Eir.

Mordí el interior de mi mejilla. Ella parecía querer convertirse en mi amiga, por algún extraño motivo; la misma mujer que no había dudado un instante en hacer uso de sus comentarios mordaces y me había amenazado sobre vigilarme más cerca, estaba ofreciéndome su amistad y había estado cuidando de mí al ver que mi estado decaía a cada día que pasaba.

No lo entendía.

—¿Por qué, Bathsheba? —fruncí el ceño—. Al principio parecía que... que me odiabas.

Echó la cabeza hacia atrás para soltar una suave risa que hizo que mis mejillas se colorearan levemente. Como si hubiera hecho el ridículo con mi apreciación.

Su mirada se había dulcificado cuando terminó de reír y me miró fijamente.

—No te he odiado nunca, Eir —me contradijo—. Mi naturaleza demoniaca me empuja a ser de este modo; además, sentía curiosidad por saber qué se ocultaba bajo ese desastroso vestido que llevabas. El amo no es el único que puede intuir la oscuridad que hay en tu interior, aunque mis poderes para leerla no son tan fuertes y precisos como los de él.

—Eso no explica por qué tomarte tantas molestias —repliqué.

Bathsheba se encogió de hombros.

—Siempre hubo en ti algo que llamó mi atención, desde el primer momento —contestó con honestidad—. Ahora lo entiendo: desde niña has estado sola, a pesar de vivir con tu familia siempre te has sentido sola. Y eso es algo... descorazonador; estar en el castillo, rodeada de desconocidos, ha aumentado ese sentimiento de soledad. Quiero ayudarte, Eir; de verdad que quiero hacerlo.

Pero no podía hacerlo del modo en que yo querría. Estaba segura que el Señor de los Demonios, o su Maestra, se habría encargado con antelación de advertir a todos los que vivían en aquel castillo sobre ayudarme en ciertas peticiones como, por ejemplo, buscar una ruta de huida o participar activamente para que yo pudiera abandonar definitivamente el castillo.

Escuché el suspiro de la doncella y su mano señaló un paquete que había sobre mi cama.

—El amo ha enviado las velas que pediste —me explicó.

Permití sentir un mínimo de gratitud ante el Señor de los Demonios por haber cumplido con su palabra, consiguiéndome aquel enorme cargamento de velas que me ayudarían a protegerme de la oscuridad. Que me permitirían poder dormir por las noches sin miedo a verme atrapada por las inquietantes cosas que habitaban en ella.

—Te ayudaré a colocarlas por toda la habitación —decidió Bathsheba.

Nos dirigimos ambas hacia la caja y comprobamos que su interior estaba lleno de velas. Velas de distintos colores y que parecían ser... aromáticas; enarqué una ceja con curiosidad al tomar una de ellas y sacarla de su lugar para poder observarla a la luz de las lámparas que habían arreglado. Bathsheba cogió suficientes para empezar con el reparto, dejándome a mí la zona de la cama.

Miré hacia las cortinas, que se mantenían inmóviles; nunca me había atrevido a contemplar sus vistas, por lo que no sabía qué imagen me esperaba tras ellas. Comencé a colocar las primeras velas antes de atreverme a hacer la pregunta.

—¿Qué se ve desde aquí?

Bathsheba me miró por encima del hombro mientras se encontraba inclinada, colocando una hilera de velas.

—El pueblo —contestó.

—¿Por qué la apariencia del castillo es tan distinta en su interior? —continué preguntando, dejando una vela sobre el suelo—. Desde el pueblo parecía... una ruina.

Mi doncella se encogió de hombros.

—El amo debe guardar las apariencias —luego me lanzó una insidiosa mirada—. ¿Acaso no es una bestia monstruosa que disfruta torturando a las jóvenes que elige año tras año?

Sabía que había escogido a propósito esa respuesta, recordándome —y reprochándome— cómo le había juzgado sin tan siquiera conocerle a fondo. Pero yo no tenía ninguna intención de hacerlo.

La simple idea de intentar descubrir qué se ocultaba tras el Señor de los Demonios me provocaba escalofríos.

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