nueve.
A la mañana siguiente ni siquiera abrí los ojos cuando escuché a mis doncellas entrando a mi dormitorio para anunciar el desayuno. Me había pasado la noche en vela, ahogando los susurros de la oscuridad y dándole vueltas una y otra vez a la conversación que había escuchado a escondidas hasta que Bathsheba me había descubierto... y luego protegido.
El amanecer me había permitido cerrar los ojos, pudiéndome sumir en un tranquilo sueño que se estaba viendo interrumpido por los molestos sonidos que producían Bathsheba y Briseida, yendo de un lado a otro de mi dormitorio; hundí la cabeza en la almohada y me cubrí con las mantas, intentando ahogar cualquier sonido que interfería con mi sueño.
Alguien me sacudió con cuidado por el hombro. Reconocí levemente el aroma de Briseida y gruñí para mis adentros.
—No tengo ganas de desayunar —expresé en voz audible.
—El amo nos ha exigido que insistamos en ello, señorita —me dijo.
—Al parecer ayer apenas probasteis bocado durante la cena y, ante la interrupción, os envió a la habitación sin ordenar que os trajéramos algo de comer —la voz de Bathsheba se superpuso a la de Briseida—. Se disculpa por ello y nos ha pedido que...
—No me importa —la corté debajo de las mantas—. No tengo apetito.
Escuché el cruce de susurros entre ambas y los pasos de una de ellas por la habitación. Luego llegó el sonido de la puerta cerrándose y sentí mis pulmones empequeñeciéndose a causa de la duda sobre la identidad de cuál de las dos mujeres —o demonios femeninos— se había quedado conmigo.
—Eir —me encogí bajo las mantas al escuchar cómo me llamaba por mi nombre.
—Quiero seguir durmiendo —dejé escapar con un tono quejumbroso.
—No puedes pasarte todo el tiempo bajo las mantas —susurró, levantando mi escudo de tela y dedicándome una mirada cargada de pena.
Le respondí con una hosca mirada.
—Tienes que salir de aquí, Eir, o te consumirás.
—¿Y si es eso lo que quiero? —pregunté.
La Maestra había bromeado sobre cuánto tiempo resistiría. Según ella, no alcanzaría el mes... y quizá no andaba equivocada en sus deducciones; mis fuerzas menguaban a cada día que pasaba debido a que apenas comía y volcaba todo el tiempo en dormir, postrándome en aquella cama. Aguardando a que el Señor de los Demonios decidiera que había llegado mi momento.
O buscando que mi muerte llegara antes de que lo decidiera él o su Maestra.
—Entonces resultarías ser más estúpida de lo que creía.
Hice el amago de darme la vuelta para evitar continuar con aquella conversación, pero la mano de Bathsheba sobre mi hombro me impidió moverme. Sus ojos oscuros, antinaturales, estaban fijos en mí.
—El amo nos ordenó que cuidáramos de ti —me recordó con dureza—. Y eso incluye el sacarte a la fuerza de la cama, incluso forzarte a comer.
—Una pérdida de tiempo —opiné—. Moriré en algún momento, cuando... cuando ellos así lo dispongan.
El rostro de Bathsheba se ensombreció.
—Sal de la cama —me ordenó, pasando a usar un tono autoritario y que no admitía réplica alguna—. Ahora mismo.
Se hizo a un lado para dejarme espacio, aunque no se alejó mucho del colchón. Valoré la posibilidad de negarme a obedecer, pero recordé que Bathsheba había resultado ser un demonio femenino... y, aunque me había asegurado que no comía carne humana, sospechaba que ocultaba formas bastantes creativas de hacerme sufrir.
Con renuencia me deslicé fuera de la cama y tuve que buscar apoyo en el colchón para mantener el equilibrio por el repentino mareo que me sobrevino; Bathsheba se acercó a mí y me tomó con cuidado por el antebrazo, guiándome hacia la zona abierta de la pared que estaba cubierta de ventanales desnudos, cubiertos únicamente por finas cortinas que se mecían con una brisa casi fantasmal.
Ocupé una de las sillas y miré la fuente de comida que habían colocado delante de mí. Bathsheba, por su parte, se fue hacia las cortinas para descorrer algunas de ellas, aumentando el nivel de luminosidad y permitiendo que los sonidos del exterior me llegaran con claridad.
—Creo que podríamos visitar los jardines —decidió la doncella, regresando hasta donde yo estaba sentada—. Come.
La miré largamente y ella me acercó el tenedor, alzando ambas cejas en una elocuente orden silenciosa. Pinché un trozo de tocino, manteniéndolo delante de mi boca unos segundos; Bathsheba ocupó la silla vacía que estaba enfrente de la mía, apoyó los codos sobre la mesa y esbozó una diminuta sonrisa, recuperando su aire perverso.
—Háblame de tu familia —me pidió.
Mastiqué con lentitud el trozo que me había llevado a la boca, retrasando mi respuesta.
—¿Por qué?
Ella ladeó la cabeza, dedicándome un inocente pestañeo.
—Es la primera vez en mucho, mucho tiempo que el amo me ha escogido para cuidar de una de las... elegidas —la palabra pareció atascársele durante unos instantes—. Es entendible que quiera conocerte mejor, pues no he tenido oportunidad de conocer a una humana desde hace siglos.
Fruncí el ceño y no reí su broma.
—Solamente quiero ser amable contigo, Eir —se quejó mientras yo continuaba desayunando en silencio—. En este castillo no encontrarás buena compañía... o lo más parecido a un amigo.
Enarqué una ceja mientras tragaba el siguiente bocado.
—¿Puedo considerarte siquiera una amiga? —le pregunté—. Apenas nos conocemos y eres... eres un...
—Soy un demonio —completó con absoluta tranquilidad, como si su naturaleza no supusiera un peligro—. Y creo que he demostrado que puedo ser una buena confidente, Eir; ayer mismo te salvé de ser descubierta por el amo y su Maestra, si no recuerdo mal.
—Eso no nos convierte en amigas —la corregí.
Bathsheba se encogió de hombros.
—Pero sirvió para demostrarte que tengo predisposición a ello —contradijo, tamborileando sus dedos sobre la mesa—. Creo que deberías valorar seriamente mi oferta, Eir. El castillo suele convertirse en un lugar algo... tedioso.
Mordí mi labio inferior, dejando el tenedor sobre el plato.
—Ayer dijiste que no tenías las respuestas a mis preguntas —rememoré, anclando mi mirada en ella—. Pero no te creo, Bathsheba. Tengo la sensación de que estáis ocultándome demasiadas cosas.
Quizá información que pudiera ayudarme a salir de allí.
Bathsheba dejó escapar un hondo suspiro, lanzándome una mirada de circunstancias.
—Estamos atados a un juramento —me explicó, bajando los ojos—. Un poderoso sortilegio que nos impide hablar de ciertas cosas.
Me humedecí el labio inferior.
—¿Un hechizo del Señor de los Demonios? —quise saber.
Ella negó con la cabeza.
—De su Maestra —susurró.
●
Ocupé la silla que me correspondía y empecé a contar de nuevo en silencio los segundos que transcurrían hasta que el Señor de los Demonios lo rompiera con un intento de tratar de entablar una conversación civilizada conmigo.
Quince segundos después sucedió lo que yo ya estaba esperando desde un inicio.
—He visto que has decidido bajar a los jardines —su comentario sonó amable.
Desvié la mirada en su dirección. No tenía buen aspecto y parecía inquieto por algún motivo que se me escapaba; el fuego de sus ojos había perdido intensidad y el color de su rostro se acercaba al mismo tono pálido que el mío. ¿Tendría algo que ver la conversación de anoche con su Maestra?
Decidí centrarme en su observación y me encogí de hombros. Bathsheba había insistido en que debía salir de mi habitación, ayudándome a vestirme y acompañándome después al vestíbulo; desde allí me había mostrado las salidas que se me estaban permitidas tomar y que no estaban bloqueadas.
Una de las que estaban abiertas conducía a los amplios jardines.
Bathsheba se había encargado de mostrarme los rincones más bonitos de ellos, y había sido tajante respecto a una zona que parecía estar cubierta por una densa niebla: «Allí no hay nada que debas ver. Solamente el Cementerio Infinito.»
—Mi habitación no tenía nada de interés que ofrecerme —justifiqué.
El Señor de los Demonios asintió casi para sí mismo.
Chasqueó sus dedos y la cena apareció ante nosotros, dándome una excusa para poder apartar la mirada y centrar mi atención en algo más productivo. Me puse algo de comida en el plato mientras él se limitaba a servirse un poco de vino en su copa; el hecho de que no intentara hacerme hablar fue señal inequívoca de que algo había sucedido. Algo que lo tenía abstraído.
Pinché un trozo de carne y la paseé por el plato de manera distraída, valorando la idea que se me estaba pasando por la mente al ver al Señor de los Demonios de ese extraño modo.
—¿Cómo elegís año tras año, mi señor? —pregunté, sin apartar la mirada del trozo de carne que tenía en el tenedor.
Escuché el sonido de la jarra de vino arrastrándose por la mesa con premura y supe que mi pregunta le había incomodado. Fue entonces cuando alcé la mirada de mi plato y la clavé en su rostro, evaluando su expresión.
—¿Lo dejáis en manos del destino o seleccionáis los rasgos de vuestras potenciales elegidas antes de cada tributo? —insistí.
Las manos del Señor de los Demonios se convirtieron en puños sobre la mesa. Un extraño cosquilleo de satisfacción empezó a formárseme en el estómago, animándome a seguir incomodando al demonio con mis molestas preguntas.
«¿Por qué me elegisteis a mí, mi buen señor? —debería preguntarle—. ¿Qué sabéis sobre mi familia que os empujó a ello?»
—Ahora sois vos el que os estáis encerrando en un irrespetuoso silencio —le acusé con satisfacción.
Entrecerró los ojos, estudiándome con gesto crítico.
—¿Por qué apenas comes, Eir Gerber? —me contestó, con un tono bajo—. ¿Por qué tus doncellas tienen órdenes de dejarte dormir hasta tarde?
Alcé la barbilla levemente, dedicándole una mirada llena de frialdad.
—Quizá estoy aprovechando mi nueva... situación —contesté—. Como bien sabéis, mi vida anterior no me permitía disfrutar de mis mañanas; quizá quiero sentirme como una de esas jóvenes sin ningún tipo de preocupaciones.
—Te advertí que sabría cuándo estuvieras mintiéndome, Eir Gerber —recordó con un tono igual de frío que mi mirada—. Y estás haciéndolo en estos mismos instantes.
—¿Acaso no merezco tener mis propios secretos? —le pregunté, intentando imitar su voz—. Del mismo modo que vos tenéis los vuestros.
El Señor de los Demonios me contempló con atención, desgranando mi afirmación anterior en su cabeza. Buscándole el significado oculto, intentando encontrar en mis palabras un resquicio que pudiera guiarle hacia la dirección correcta.
—Estás poniendo en juego tu propia salud —esgrimió con dureza.
Me encogí de hombros otra vez.
—Sólo me queda un año de vida —apunté con indiferencia.
El rostro del Señor de los Demonios se mostró dolido ante mis palabras, como si fuera él quien tuviera sus días contados. Como si hubiéramos invertido nuestros papeles.
Aproveché ese pequeño silencio culpable.
—¿Por qué yo? —exigí saber, apoyando ambas manos sobre la mesa e inclinándome en su dirección—. ¿Por qué me condenasteis a mí?
—No te he condenado... —trató de exculparse.
Di un brusco golpe con las palmas.
—¡Me lo habéis arrebatado todo! —le grité, abandonando finalmente la calma—. Me habéis apartado de mi familia... de mis padres... de mi casa. Y todo para tenerme aquí como vuestra mascota hasta que llegue el momento de encontrar una nueva.
Su mirada recuperó el mismo fuego que había mostrado antes de que tuviera aquella extraña conversación con su Maestra.
—¿Eso es lo que crees? —me preguntó con rabia contenida—. Permíteme que puntualice tu apasionante discurso, Eir Gerber. Sé que no eres feliz con tu familia, desde niña has estado viendo cómo tus padres permitían a tu tía hacer de ti lo que quería; desde niña has visto cómo la hermana de tu madre se salía siempre con la suya, con una simple palabra... con un simple gesto. Desde niña has sido testigo de la pasividad de tus propios padres ante una situación insostenible.
»No eras feliz, Eir Gerber. Y odias a tu familia; en el fondo de tu negro corazón odias y guardas rencor a tu familia por todo el daño que te han causado. Por no haber hecho nada por ti en los años pasados, en el Día del Tributo mientras te alejaban de ellos. En el fondo, odias a tus padres... y a tu tía; incluso te sientes aliviada de haber abandonado esa casa. De haber dejado atrás esa situación.
De mis labios brotó un jadeo ahogado y horrorizado mientras el Señor de los Demonios se reclinaba sobre su asiento para evaluar mi reacción ante la bomba que había dejado caer sobre... sobre mí. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza al ser consciente de que no había mentido: era capaz... era capaz de averiguar las mentiras.
Y había sabido leer en mi interior como si fuera un libro abierto.
Sentí el escozor de las lágrimas al ver expuestos mis mayores secretos; al verlos a la luz. Me obligué a no derramar ni una sola lágrima, a sostenerle la mirada al Señor de los Demonios a pesar del temor que había despertado en mí escuchar de una boca ajena lo que había rumiado todos esos años en silencio. En la soledad de mi habitación, después de haber tenido que sufrir el humor cambiante de Elara.
Estaba resentida con mi familia.
Mis padres no habían movido ni un músculo el Día del Tributo, simplemente se habían limitado a sonreírme y a asegurarme de que todo saldría bien.
Mis padres habían permitido que Elara hiciera de mí lo que quisiera. A mí. A su propia hija.
No habían reunido el valor suficiente para plantarle cara a la hermana de mi madre, quien nos manejaba a todos a su antojo. Saliendo siempre indolente de cualquier enfrentamiento.
—No juegues conmigo, Eir Gerber —me advirtió.
Le dirigí una mirada cargada de odio, sin ocultar nada de lo que sentía en aquellos momentos. El Señor de los Demonios había abierto las puertas de esa parte de mí que había procurado mantener escondida, encerrada en lo más profundo de mi interior, y ya no había motivo alguno para seguir guardando las apariencias.
Aferré el plato que estaba situado frente a mí y lo lancé contra el suelo con rabia. El Señor de los Demonios no pestañeó ante aquella muestra por mi parte de lo que sentía, de lo que sus palabras habían provocado.
—¡Monstruo! —le grité.
Mi insulto no le afectó lo más mínimo.
—Me alegra ver que hayas decidido aceptar lo que llevas tanto tiempo escondiendo.
Apreté los dientes con fuerza hasta hacerme daño.
—Descubriré cuál es vuestro secreto —le prometí, poniéndome en pie—. Y os destruiré.
El Señor de los Demonios se limitó a sostenerme la mirada, haciéndome saber que su amenaza no había surtido ningún efecto.
—Te deseo la mejor de las suertes en tal caso, Eir Gerber.
Dejé escapar un grito de frustración antes de abandonar el comedor como si me hubiera convertido en una bestia enjaulada.
Subí a mi dormitorio convertida en una vorágine de ira, odio y frustración, topándome con Bathsheba sentada sobre una de las sillas que conformaban el conjunto de desayuno donde habíamos estado aquella misma mañana; la doncella se puso en pie al verme aparecer tan exaltada, con sus ojos oscuros reluciendo por la preocupación y la ansiedad de saber qué había sucedido.
—Eir...
—Ayúdame a ponerme el camisón —le ordené de malas formas.
Ella me miró con sorpresa por el tono con el que le había hablado, pero no protestó. Fue hacia la cama para recoger la prenda de dormir mientras yo me encargaba de la hilera de botones que decoraban el vestido que había llevado para la cena; Bathsheba se mantuvo en silencio durante todo el tiempo que estuvimos delante del espejo, sustituyendo aquella prenda por el camisón.
—¿Qué ha pasado? —quiso saber.
Di media vuelta y me metí en la cama, sin responder.
Tras unos instantes, Bathsheba optó por marcharse para poder dejarme rumiar mi enfado a solas.
Noté que algo iba mal cuando las lámparas de aceite de las mesitas comenzaron a parpadear, como si estuvieran perdiendo combustible. La rabia me había impedido escuchar los susurros o recordar las sombras, pero ahora que estaba sola en mi dormitorio... a merced de todo ello...
Empecé a observar mi alrededor con una punzada de miedo. Sin la protección de mis añoradas velas estaba indefensa frente a los susurros y la oscuridad; todas las noches que había pasado allí habían sido un infierno.
Pero aquella noche... iba a ser algo diferente. Lo presentía.
Miré con horror una de las lámparas de aceite cuando parpadeó hasta apagarse por completo. Pegué las piernas contra mi pecho, pegándome de manera inconsciente al tenue círculo de luz que restaba.
Entonces la otra lámpara también se apagó de golpe, dejándome completamente a oscuras.
Jadeé cuando sentí la viscosidad de las criaturas que poblaban la oscuridad recorriendo la piel de mis brazos, la tela de mi camisón y las mantas con las que me había cubierto como si me pudieran proteger de algo.
Has mostrado tu verdadera naturaleza...
Él ha sido capaz de leer la podredumbre que ocultabas en lo más profundo de ti...
Niña odiosa... odiosa... odiosa...
Empecé a gimotear, presa del pánico y el horror de verme rodeada por aquella negrura que parecía tener su propia consistencia. Mi cuerpo no reaccionaba a mis órdenes para que se moviera, para que yo pudiera salir huyendo de allí, buscando algo de luz que me protegiera de lo que había en la oscuridad.
Aunque lo niegues todavía... eres como ella...
Te estás convirtiendo en lo que más odias...
Pequeña rencorosa con el alma podrida...
Dejé escapar un agónico grito que resonó contra las paredes del dormitorio al sentir los tentáculos aferrándose a mi cuerpo, queriendo arrastrarme con ellos hacia la oscuridad... hacia el lugar del que procedían.
Mis gritos aumentaron de volumen y desesperación, impidiéndome respirar mientras peleaba contra los tentáculos e intentaba ignorar los insidiosos susurros que les acompañaban.
Ni siquiera fui consciente de que había alguien más en la habitación conmigo. Unas manos humanas y cálidas me cogieron por los brazos, tratando de inmovilizarme; la garganta me escocía a causa de los gritos y los ojos me ardían.
Las sienes me palpitaban mientras mi cabeza recordaba aquel rincón oscuro donde mi tía me había encerrado cuando era más pequeña. Aquel rincón que había sido el desencadenante de mi mayor secreto.
De mi mayor miedo.
Escuché una voz ahogada y desesperada, luego otra que sonaba mucho más grave y contundente. Me mordí la lengua mientras trataba de pronunciar cualquier cosa, aunque fuera una simple petición de ayuda.
—Las lámparas no funcionan, amo —en aquella ocasión sí distinguí lo que decía—. Alguien las ha estado manipulando...
Un gruñido bajo la cortó en seco.
—Tiene que sacarla de aquí, por favor.
—¿Cómo es posible que no supierais nada de esto? —la segunda voz estaba molesta, casi rozando la furia—. ¿Cuánto tiempo lleva teniendo que enfrentarse a esto... sola?
No escuché nada más y me dejé caer en la dulce promesa de la inconsciencia.
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