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epílogo.

—Te he echado de menos, murcielaguito.

Habían pasado demasiados meses desde la última vez que nos habíamos visto, cuando el demonio se había marchado para comprobar que las cosas tras la muerte de Hel no se descontrolaban. A mí se me habían hecho tan largos como años.

Sonreí mientras pasaba mi brazo alrededor del suyo, esquivando con cuidado a Rogue, que correteaba entre nuestras piernas con alborozo. El jardín del castillo era un frenesí de actividad, con el servicio yendo de un lado a otro; apenas había algún recuerdo de su antiguo aspecto. Había parterres de flores por doquier, además de un tímido laberinto cuyos arbustos alcanzaban la cadera. Todo en aquel lugar exudaba color y vitalidad; un mensaje claro: el demonio que allí había habitado estaba muerto.

El Día del Tributo había quedado prácticamente anulado, las nuevas generaciones de chicas podrían respirar tranquilas. Sabiendo que no serían expuestas como simples objetos para ser escogidas, no regresando jamás.

Muchas cosas habían cambiado desde aquel día, y aún quedaba mucho trabajo por delante.

Nada quedaba de la imagen que había convivido conmigo durante los meses que había pasado allí, después de haber sido escogida por el Señor de los Demonios. Aquel lugar estaba lleno de personas moviéndose, portando entre sus brazos cestas cargadas de adornos que colocar por cualquier rincón.

Barnabas y yo nos apartamos del trayecto de un par de doncellas, que se inclinaron con premura ante nuestra presencia y luego comenzaron a cotillear en susurros, echándonos miraditas mientras continuaban su camino. Rogue trotó por delante de ambos, agitando su peluda cola de un lado a otro.

—Yo también te he echado de menos, Barnabas —contesté con sinceridad.

Era gracias al demonio por lo que me encontraba allí, caminando a su lado; contemplando cómo se apuraban los últimos retoques antes de que su príncipe diera una fiesta de la que se había hablado semanas. Tras derrotar a Hel, había despertado en una de las habitaciones del castillo, rodeada por mis amigos, por mi familia; después de que Barnabas me salvara de aquella frenética ronda donde me había visto asfixiada por los fortísimos abrazos de Bathsheba o de mi tía —gesto que me pilló con la guardia baja y me hizo sentir un tanto incómoda—, había llegado el momento de hablar. Fue el propio demonio quien se hizo cargo de llenar los vacíos de mi mente.

Me llevé una mano al pecho de manera inconsciente, sintiendo el firme latido de mi corazón, al recordar cómo Barnabas había desvelado —con todo el tacto que fue capaz de reunir— que la estaca había necesitado mucha más energía y que yo le había ofrecido mi propia vida para que terminara con el asunto de una vez por todas.

Me había quedado vacía.

Había muerto.

Pero Barnabas había hecho uso de todo su poder como Príncipe, ahora situado en la cúspide del poder, que compartía con otros demonios para impedir que sucedieran las atrocidades que había llevado a cabo Hel mientras estuvo al mando, para traerme de regreso. Para darme una segunda oportunidad. Cuando me lo dijo bromeó respecto a que mi alma aún no había abandonado mi cuerpo, lo que puso las cosas mucho más sencillas que si se hubiera dado el caso contrario. Sin embargo, nunca olvidaba sus otras palabras, aquellas que no tenían como finalidad quitar hierro al asunto:

«Te sacrificaste por todos nosotros, es lo mínimo que podía hacer por la persona que lo dio todo para que obtuviéramos nuestra libertad.»

No solamente la de Barnabas, Bathsheba o Briseida, sino la de todos los demonios que habían vivido bajo la tiranía de Hel.

Torcimos en un recodo del porche de piedra para poder observar mejor aquella extensión de jardín. Mis ojos se desviaron de manera inconsciente hacia las puertas clausuradas que llevaban al Cementerio Infinito, lo único que se había mantenido imperturbable de aquella nueva imagen que presentaba aquella zona del castillo.

—Creo que ese color de pelo te sienta realmente bien —comentó el demonio, sacándome de mis pensamientos.

Solté una risa y me pasé una mano por mi cabello, totalmente blanco; la perrita ladró a nuestros pies, como si coincidiera con Barnabas en su opinión.

—Aún me cuesta mirarme al espejo y reconocerme con él —confesé con algo de apuro.

Mi cabello blanco era el único recuerdo que tenía de lo que había pasado después de que Hel fuera reducida a cenizas. Un continuo recordatorio de que todo había llegado a su fin, que la mujer ya no volvería a por mí... Que me encontraba a salvo.

Barnabas dio un par de palmaditas en el dorso de mi mano y esbozó una sonrisita traviesa, intentando alejar la espesa sombra que la mención de la mujer había traído consigo a mis propios pensamientos.

—Sabes que Ebba estaría encantada de ayudarte con eso.

Pensar en mi doncella y su gemela hizo que mi corazón se encogiera por la añoranza. Tras recuperar su libertad, ambas habían tenido intenciones de disfrutar de su nueva condición haciendo lo que siempre habían soñado: encontrar una casita escondida en mitad de un bosque y vivir allí alejadas el resto de sus vidas. En paz y calma, sabiendo que nadie las encontraría en aquel lugar.

Las echaba de menos. Incluso a Briseida, quien aún se intentaba recuperar de las heridas que arrastraba de aquel día y con la que había tenido una esclarecedora conversación antes de que abandonaran el castillo.

Aparté la añoranza que me constreñía por la ausencia de mis dos antiguas doncellas y me obligué a imitar la sonrisa del demonio.

—¿Y qué tal van las cosas entre Ebba y tú? —inquirí, dándole un ligero codazo.

Las mejillas de Barnabas se colorearon de un delator sonrojo que me hizo sonreír con más ganas. Aún recordaba con claridad la turbulenta relación que habían mantenido cuando el demonio apareció en el castillo, cuando salvó mi vida; Bathsheba había sufrido mucho por él en el pasado... y Barnabas se había esforzado por demostrarle que había cambiado. Que se encontraba arrepentido por no haber podido hacer más cuando Hel le exigió que las pusiera bajo sus órdenes.

—Hemos... avanzado —contestó con una mueca—. Al menos ya no se lanza a mi cuello cada vez que nos vemos; ni amenaza con descuartizarme, entre otra multitud de lo más variopintas y creativas.

Enarqué una ceja, curiosa. Sin duda alguna, era un gran paso para ambos... especialmente para Barnabas.

—Quiero que sea ella la que vaya marcando los tiempos, y soy feliz sabiendo que las cosas se van encauzando poco a poco —añadió, soltando una carcajada—. Por el momento me conformo con el hecho de que estemos esforzándonos en esa amistad. Además, te echa de menos... Las dos —se corrigió.

Yo también las extrañaba, pero todos habíamos convenido que, por el momento, lo más seguro era que no estuvieran cerca de los humanos. Muchos creían que la amenaza de los demonios había llegado a su fin con la muerte de Hel, pero temíamos que alguien se diera cuenta de la verdadera naturaleza de Bathsheba y Briseida. No queríamos correr ningún riesgo cuando todo estaba volviendo a su cauce.

Nos encontramos con un banco que no tardamos en ocupar, disfrutando del ambiente festivo y casi primaveral que había allí fuera.

Rogue dio un par de vueltas sobre sí misma antes de tumbarse a mi lado, pegada a las faldas de mi vestido.

—¿Has tenido alguna noticia de Elara? —la pregunta la pronunció con cautela, sabiendo que era un tema que aún no había logrado cicatrizar.

Mi tía no había abandonado el castillo hasta que tuvo la certeza de que estaba completamente recuperada; cuando llegó el momento de la despedida, ella me confesó que no tenía ninguna intención de regresar a la aldea. A casa. En mi fuero interno me alegré de que hubiera tomado esa decisión y quisiera abandonarlo todo para empezar de nuevo; quizá así las heridas podrían sanar y, cuando regresara, si es que lo hacía, pudiéramos intentar retomar una relación mucho más cordial.

Me encogí de hombros. Su ausencia no dolía tanto como la de Bathsheba o Briseida; los años conviviendo con Elara, bajo sus crueldades y comentarios hirientes no se habían desvanecido todavía. No podía chasquear los dedos y borrar todo el pasado que compartíamos por el simple hecho de que se hubiera quedado a mi lado mientras me recuperaba.

Ni siquiera después de descubrir que ella era mi madre biológica.

—No.

Barnabas se recolocó sobre el banco, apoyando su largo brazo sobre el respaldo. Tenía la apariencia de un noble, por no hacer mención de su innegable atractivo, lo que duplicaba las miradas que recibía de las personas que continuaban trabajando allí fuera; lo peor de todo aquello era que él lo sabía... y que le gustaba aprovecharlo.

Recogí las manos sobre el regazo de mi vestido, mucho más recargado y lujoso que los otros que había utilizado en los meses que había vivido allí bajo la estrecha mirada de Hel. Empecé a hacer girar una bonita sortija que llevaba en el dedo anular de manera inconsciente, un gesto que se había vuelto habitual en mí y que hacía siempre que estaba nerviosa.

—¿Has descubierto el paradero de Nayan... o su gemela? —pregunté a media voz.

No había tenido noticia de ninguna de ellas después de que viera a Nayan en la mazmorra de Barnabas, intentando seducirlo para conseguir más poder. Era posible que ambas se hubieran desvanecido al intuir que los aires estaban cambiando, pero tenía la sombría certeza de que estaban en alguna parte... quizá esperando alguna oportunidad para ascendiendo. Más ahora que Hel estaba muerta y habían perdido su protección.

El rostro de Barnabas se puso repentinamente serio.

—No he recibido ni una sola noticia al respecto, pero seguimos buscándolas —luego su mirada volvió a adquirir su habitual brillo pícaro y bajó hasta mis manos. Sabía lo que estaba observando y fingí no darme cuenta—. Me duele que hayas sustituido nuestro viejo anillo por ese... De haber descubierto este desconocido gusto tuyo por las piedras grandes y vistosas te hubiera regalado uno mucho, mucho más grande.

Sentí que mis mejillas enrojecían mientras el pulgar del demonio acariciaba la piedra de color negro que había engastada en aquel círculo dorado. La mirada de Barnabas se posó en mi rostro y supe por su expresión que estaba preocupado, y que había acudido a mí en cuanto le había sido posible para saber cómo me encontraba.

—¿Cómo estás, Eir? —me preguntó—. Y quiero la verdad.

Solté un tembloroso suspiro y tuve que desviar la mirada hacia unos hombres que se encargaban en colocar guirnaldas sobre las copas de unos árboles para poder hablar. Volví a frotarme el pecho de manera inconsciente y el anillo giró sobre mi dedo mientras pensaba en cómo empezar.

Habían sido unos meses demasiado largos y llenos de actividad que me habían ayudado a no pensar en todo lo que había sucedido. En mis amigos ausentes y que tanto me habían ayudado.

—Al principio fue complicado —confesé en un susurro—. Me quedé en el castillo porque sentía que la casa de mis padres ya no era mi hogar... y porque me lo pidió, me pidió que no le dejara solo —hice girar de nuevo el anillo—. No podía dejarle aquí mientras todo el reino se enteraba que su príncipe había regresado, que había sido liberado de las garras del malvado demonio que lo mantenía doblegado; me necesitaba aquí, Barnabas, y yo también necesitaba quedarme aquí para... para saber si había algo por lo que mereciera la pena estar. Quería comprobar que había una chispita, por diminuta que fuera, que Setan sintiera por mí, que no se hubiera desvanecido después de que su pacto con Hel hubiera quedado anulado, exterminando a su parte de demonio. Han sido unos meses muy duros, sobre todo para Setan, que se sentía culpable por lo que sucedió aquella noche...

Días después de despertar en aquella habitación, Setan había aparecido y me había suplicado perdón. El dolor era más que palpable, igual que la vergüenza que sentía hacia sí mismo: se culpaba por no haber dado lo suficiente. Por no haber podido detener a Hel él. Pero había aprendido a que incluso el Señor de los Demonios, o el príncipe, no eran perfectos... y no le echaba la culpa por ello. Lo había intentado con toda su fuerza, había intentado corregir sus errores.

Había intentado encontrar su propia redención, y yo se la había dado en aquel reencuentro, cuando le había repetido que conocía toda su historia y todos los errores que había cometido en el pasado; también le dije que no debía seguir aferrándose a esa oscuridad que aún mantenía consigo, que debía soltarla para continuar adelante. Le di lo que necesitaba: libertad, perdón y comprensión. Me quedaría a su lado para ayudarle a sanar sus heridas porque así lo deseaba.

Setan no era el mismo que había conocido. Tras la muerte de Hel, el acuerdo que los vinculaba había quedado prácticamente anulado, brindándole la libertad que tanto necesitaba; la magia de la antigua reina de los demonios había quedado extinta, por lo que había recuperado su verdadero aspecto y había perdido todo aquello que lo había convertido en el Señor de los Demonios.

Recordé el desconcierto que me había embargado al contemplar sus ojos tras despertar. La ausencia del familiar fuego que había latido en ellos en el pasado, el aspecto tan mundano que tenían ahora. Pero, al final, me había acostumbrado... y a ver que tras ellos no ocultaba nada; permitiéndome leer en su mirada como si fuera un libro abierto. Todo lo que Setan había logrado mantener bajo llave mientras fue demonio había quedado liberado, como sus emociones... Sus sentimientos.

Suspiré.

—Está acostumbrándose a su mortalidad y yo le estoy ayudando a investigar sobre quién fue antes de que Hel lo convirtiera en demonio —continué—. Eso nos permite pasar tiempo juntos, conocernos mejor ahora que todo ha acabado. Ninguno de los dos somos los mismos que meses atrás, Barnabas; los dos hemos cambiado, de un modo u otro. Él ha dejado de ser el Señor de los Demonios y yo todavía estoy intentando descubrir quién soy ahora.

Aquel desconocimiento y el deseo de encontrar una respuesta sobre quiénes éramos nos había unido. Ahora Setan no era tan reservado como en el pasado, los secretos entre ambos ya no existían y creíamos haber encontrado lo que necesitábamos en el otro; sin embargo, habíamos decidido tomarnos las cosas con calma. Ir poco a poco.

A pesar de la sortija que llevaba en el dedo, y que había sido una promesa de Setan hacia mí cuando estuviera preparada cuando celebramos mi primer cumpleaños en el castillo. Sabía las responsabilidades que conllevaría aceptar, y yo estaba haciendo un esfuerzo para intentar estar a la altura de lo que se esperaría de mí.

Además, Setan debía enfrentarse al desafío de la corona. Su condición —y responsabilidades— de príncipe habían regresado tras haber sido liberado y él había decidido aceptarlo; había aprendido la lección tras pasar siglos bajo los hilos de Hel y estaba dispuesto a no cometer los mismos errores que en el pasado.

Los preparativos para ser coronado en rey eran lentos y meticulosos. Setan trabajaba duro para su pueblo y yo veía en ese esfuerzo las ganas de resarcirlos por todas las vidas que había tomado, y no solamente en el Día del Tributo.

Escuchamos la puerta que conducía al interior del castillo arrastrándose por el suelo de piedra y luego una risa femenina. Una joven ataviada de amarillo pálido y con su bonito cabello caoba recogido en un coqueto moño apareció del brazo de otro joven, que sonreía educadamente.

El corazón empezó a latirme más deprisa, tal y como siempre me sucedía cuando lo veía o estaba cerca. Continuaba teniendo la vieja costumbre de vestir de oscuro, y su cabello negro tenía el mismo aspecto desordenado de siempre; había ganado algo de peso, además de color en la piel, y sus ojos castaños ya no se mostraban tan distantes y fríos como antaño.

Barnabas enarcó una ceja con curiosidad al contemplar a la pareja, quienes aún no se habían percatado de nuestra presencia en aquel banco.

—Es una princesa de un país extranjero —le expliqué—. Setan está intentando crear lazos con otros reinos y naciones.

La mirada del demonio se tornó calculadora.

—Un matrimonio de ese calibre sí que sería una buena alianza —comentó.

Me encogí de hombros, sin sentir el más leve aguijonazo de culpa o celos. Barnabas no lo había dicho con el propósito de hacerme daño, simplemente estaba apuntando un hecho en el que debía darle toda la razón.

—Si tomara esa decisión, no le detendría —dije—. Solamente si supiera que sería feliz, que no sintiera que su libertad estaba siendo cortada de nuevo.

Barnabas me dedicó una larga mirada, pero no dijo nada.

Nos quedamos en silencio unos instantes mientras dejábamos que las conversaciones y sonidos del jardín llenaran el espacio entra nosotros.

—¿Las añoras, murcielaguito? —me preguntó entonces el demonio.

Sabía que estaba refiriéndose a mis sombras. A mi oscuridad. A mi poder.

De igual modo que había sucedido con Setan, mi magia había desaparecido cuando Hel había muerto; ahora era una humana corriente. Ya no había voces en las sombras que me rodeaban durante la noche. Ya no podía sentir sus tentáculos estirándose hacia mí para tocarme.

Ahora ya no había nada.

—Algunas veces —contesté, pues sentía un hueco ahí donde antes había estado mi magia.

Setan también sentía lo mismo, ya que una noche le hice la misma pregunta que me había hecho el demonio.

—Barnabas.

Ambos dimos un respingo al vernos al descubierto, y sorprendidos; Rogue alzó la cabeza, con las orejas tiesas al reconocer al interlocutor. Setan y su acompañante se encontraban a unos metros; la mirada de él estudiaba con atención al demonio, pero sin la misma animadversión con la que lo había hecho en el pasado. La princesa invitada parecía entusiasmada con la visión de Barnabas, que esbozó una educada sonrisa.

—Alteza —dijo con zalamería—. Os he visto tan ocupado que no se me ha ocurrido molestaros.

Contuve las ganas de poner los ojos en blanco y le di un discreto codazo para que dejara de meterse con Setan.

Cuando Setan esbozó una sonrisita, supe que estaba tramando algo. Aquella nueva faceta suya no era nueva, ya que la había usado conmigo mientras fui la elegida del año; pero ahora solía mostrarla con mucha más frecuencia, lo que hizo que mi corazón diera un vuelco.

—Me estaba preguntando si serías tan amable de acompañar a la princesa Krystal a recorrer parte de los jardines —le propuso—. Estoy seguro de que harás más ameno el tiempo que queda hasta la noche, cuando demos aquí la fiesta.

Enarqué ambas cejas en una pregunta silenciosa, pero Setan negó disimuladamente. La muchacha, por su parte, tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para contener su propio entusiasmo; Barnabas masculló algo para sí mismo antes de levantarse del banco y ofrecer su brazo a la princesa, que lo aceptó encantada. Rogue no tardó mucho en imitar al demonio, de nuevo agitando su cola de un lado a otro.

Setan y yo observamos cómo la pareja se alejaba, seguida de una ansiosa Rogue, mientras Barnabas parecía explicarle algo, gesticulando mucho con el brazo que tenía libre.

El príncipe ocupó el hueco vacío del demonio y dejó caer la cabeza hacia atrás, con un prolongado suspiro; apoyé la sien sobre su hombro y esperé. Me gustaba que Setan me contara cosas por propia iniciativa, que no tuviera que ser yo quien se las sonsacara a base de preguntas.

—Te he echado de menos —dijo en voz bajita, deposité mi mano sobre su regazo y sus dedos se entrelazaron con los míos—. Deberías haberme acompañado. Nigrum ha hecho de las suyas en la biblioteca, todavía obcecado con la idea de hacerse pasar por un fantasma de un difunto antepasado mío. Ha volcado una balda completa de libros y casi ha golpeado con uno de ellos a la princesa.

Esbocé una diminuta sonrisa; el demonio gato había optado por quedarse en su santuario, a pesar de haber recuperado la libertad como tantos otros demonios. Se excusó diciendo que no se encontraba cómodo lejos de sus libros, y que quería estar en el castillo cuando «vinieran las próximas generaciones.»

—Disfrutaba viendo de la pareja que hacíais, realmente sería una reina brillante.

Escuché cómo tragaba saliva.

—Ya deberías saber quién es mi reina, Eir —su pulgar acarició el dorso de mi mano, dirigiéndose hacia la piedra negra de mi anillo, que él me había obsequiado con una pregunta a la que todavía esperaba una respuesta. El color que representaba mi magia... nuestra magia ausente—. Tú eres mi reina, Eir. Mi reina de sombras.

Me incliné para besarle en la comisura y noté cómo se estiraba para formar una media sonrisa.

—He perdido mis sombras —susurré.

—Eso no cambia nada. Te seguiré queriendo, con sombras... o sin ellas.

F I N  

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