diecisiete.
Nos observamos en silencio. La mirada del Señor de los Demonios parecía lejana, atrapada en la oscuridad que debía poblar sus recuerdos; por mi parte, yo no podía evitar repetir su sorpresiva confesión sobre el error que había cometido. Avivando mis fútiles esperanzas sobre poder huir del castillo, poder regresar con mi familia.
—¿Aceptas mis condiciones, Eir Gerber? —me preguntó.
No eran descabelladas y me permitían entender que el Señor de los Demonios no confiaba plenamente en las criaturas que convivían con él en aquel enorme castillo de piedra; el hecho de que yo fuera capaz de hacer cosas propias de demonios me colocaba una diana en la espalda, pudiendo llamar la atención de los otros demonios que plagaban el castillo y que yo aún no había logrado ver, a excepción de mis dos doncellas.
Pestañeé, confiando en estar tomando la decisión correcta. Luego, alcé mi brazo por encima de la mesa, provocando que el Señor de los Demonios enarcara una ceja de manera casi cómica.
—Tenemos un acuerdo —acepté y dirigí una mirada elocuente hacia mi mano.
Las comisuras del Señor de los Demonios temblaron, sin llegar a formar una sonrisa completa, mientras cogía mi mano y ambos nos dábamos un apretón para sellar nuestro extraño acuerdo.
—Recuerda todo lo que te he dicho, Eir Gerber —me pidió, soltando mi mano para apoyarla de nuevo sobre la mesa—. Dentro de estos muros no puedes confiar en nadie, y menos en este asunto. Tu vida corre peligro de saberse lo que eres capaz de hacer.
Pensé en el fallo de mis lámparas de aceite. En la extraña figura humana que había visto en el Cementerio Infinito y que, de algún modo, podía estar segura no habían salido de mi imaginación. Tiempo después de mi llegada al castillo, había alguien que había intentado ponerme trabas por algún motivo.
Observé al Señor de los Demonios. ¿Tendría él alguna idea de quién podía ser? ¿Por qué tomarse tantas molestias por una simple humana?
—En el punto en que nos encontramos, quizá sea el momento de que empieces a tutearme.
Enarqué una ceja. No era la primera vez que me hacía una petición así, y las otras ocasiones yo me había negado en rotundo a hacerlo; sin embargo, si intentar tratarle de un modo más cercano me ayudaba con mi promesa personal de averiguar sus mayores secretos... y destruirle con ellos.
A excepción de situaciones extremas, me había limitado a tratarle con el decoro que se exigía por su alta posición allí.
—Lo intentaré —prometí.
Luego desvié la mirada hacia las altas estanterías llenas de libros. En casa nunca jamás hubiéramos alcanzado tal cantidad y, por unos segundos, me pregunté si habría alguna copia de la Crónica del Reino, a pesar de relatar la historia —y caída— de nuestro mundo; las palmas me cosquillearon de necesidad.
Por el rabillo del ojo capté la media sonrisa que fruncía los finos labios del Señor de los Demonios.
—Puedes venir aquí siempre que quieras, como bien sabes —me recordó—. En esta parte del castillo no hay nada vetado para ti.
—Gracias —susurré mientras me ponía en pie.
Él me imitó, aunque se quedó en su lado de la mesa, aguardando a que yo saliera en primer lugar de la biblioteca, quizá para impedir desvelar dónde se marchaba tras aquella extraña reunión donde habíamos firmado algo parecido a una tregua.
—Empezaremos con todo esto lo antes posible —me aseguró.
Asentí de manera mecánica y di media vuelta, abandonando la enorme y cálida habitación y casi chocando frontalmente con Bathsheba. Mi doncella había optado por quedarse deambulando por el pasillo y en sus facciones podía percibir con claridad la preocupación que la embargaba; sus ojos oscuros se iluminaron de alivio al verme aparecer de una sola pieza. A pesar de ello, mantuvo las distancias conmigo.
—Podemos marcharnos —informé con naturalidad.
—¿Ha ido todo bien? —quiso cerciorarse, aun cuando mi aspecto no indicaba lo contrario.
Me encogí de hombros, recordando las advertencias del Señor de los Demonios sobre hablar con mis doncellas.
—Todo lo bien que podía ir.
●
Nada más poner un pie dentro de mi dormitorio, la perrita que me había regalado el Señor de los Demonios se lanzó hacia mí con un ladrido mientras Briseida aparecía resoplando y con una expresión consternada que no casaba con su forma de ser. Sus ojos claros parecían echar chispas.
—El amo podría haberte regalado algo menos... enérgico —se quejó, colocando los brazos en jarras.
Bathsheba se inclinó para recoger al cachorro y acariciarle detrás de las orejas de manera distraída. Desde que había salido de la biblioteca, era capaz de percibir la inquisitiva mirada de mi doncella clavada en mi nuca; al parecer mi respuesta no la había satisfizo lo suficiente.
—No quería que me sintiera sola —contesté, yendo directa hacia el balcón.
—Y que no te aburrieras, al parecer —añadió de manera mordaz Bathsheba.
Pensé que aquella debía ser su forma de querer enterrar el hacha de guerra. Sus insinuaciones sobre el origen de mis poderes —en relación con mis padres— me habían dolido, aunque sus teorías estuvieran cargadas de razón; ahora debía añadir a mi corta lista de tareas pendientes antes de morir descubrir de dónde procedía exactamente mi habilidad... si existía una pequeña posibilidad de que alguno de mis progenitores tuviera sangre demoniaca por completo.
A mitad de mi camino hacia el balcón me detuve, valorando la idea de exprimir los conocimientos de mis doncellas sobre el mundo demoniaco. Las miré a ambas por encima de mi hombro: Briseida estaba refunfuñando algo sobre la perrita y Bathsheba aún la tenía entre brazos, acunándola casi como si fuera un bebé.
—¿Vosotras formasteis parte de la conquista por parte del Señor de los Demonios? —disparé mi pregunta sin detenerme en pensar las consecuencias.
La mirada de ambas se desvió en mi dirección, con distintas intensidades. Los demonios nos habían asolado de la noche a la mañana, impidiéndonos poder defendernos y tener una posibilidad de salir victoriosos; mantuve mi mirada clavada en mis dos doncellas, a la espera de que me dieran una respuesta.
—Briseida no estuvo allí —contestó Bathsheba con cautela, sosteniéndome la mirada—. Yo sí.
No me resultó complicado imaginar a mi doncella rodeada de muerte y cadáveres, con las manos llenas de sangre y los ojos reluciendo de una rabia asesina, sedienta por seguir derramando más sangre. Parpadeé para alejar esas grotescas imágenes de Bathsheba desencadenada de mi cabeza y procuré que la voz no me temblara cuando pregunté:
—¿Hay demonios viviendo en la aldea, fingiendo ser... humanos?
Los ojos de ella se turbaron, desenfocándose durante unos instantes.
—El amo no nos permite mezclarnos con vosotros, más allá de estos muros —contestó Briseida en lugar de su hermana—. El castillo es el único lugar donde los demonios podemos vagar libremente.
Me dirigí hacia la silla, necesitada de algo anclado al suelo que impidiera que yo acabara sobre él.
Tragué saliva, pensando en mi siguiente pregunta.
—¿Es posible que alguno de los demonios hubiera osado desobedecer las órdenes del Señor de los Demonios? —la pregunta salió sola.
Briseida sacudió la cabeza.
—De haber sucedido, el amo lo hubiera ejecutado automáticamente —miró a Bathsheba, casi pidiendo permiso; su hermana asintió, todavía con la perrita entre los brazos, apretándola contra su pecho—. No ha habido ninguna ejecución, Eir, desde hace muchísimo tiempo.
Mordí mi labio inferior con nerviosismo.
—Eir... —empezó Bathsheba.
Golpeé la mesa con las palmas de las manos, sobresaltando al cachorro de perro, que dejó escapar un ladrido demasiado agudo.
—Necesito saber quién soy.
●
Tal y como me había prometido el Señor de los Demonios, Briseida me despertó a la mañana siguiente con una nota doblada y sellada, un ingenioso método para que estuviera segura de que nadie la había abierto antes que yo; sonreí a mi doncella mientras cogía el papel y fingía darle vueltas, esperando a que Briseida se hiciera a un lado, brindándome el suficiente espacio y privacidad para poder leer cuándo iba a celebrarse mi primera clase particular con mi carcelero.
Pasé el dedo por debajo del lacre de cera, despegándolo y dejando libre el mensaje para ser leído. Miré en dirección a Briseida, quien se encontraba sola en mi dormitorio y estaba entretenida en la mesa, colocando mi desayuno con afán.
Volví a darle la espalda y terminé de abrir la nota, observando por primera vez la cuidada escritura del Señor de los Demonios. En el escueto mensaje solamente constaban un par de palabras: «Esta tarde, a las seis.»
La doblé y la escondí en mi puño, recordando que debía destruirla en cuanto tuviera posibilidad. Briseida me llamó con suavidad, así que obedecí mientras pasaba la nota dentro del corpiño de mi vestido; mi doncella se encargó de servirme una generosa cantidad de comida en el plato, manía que parecía compartir con Bathsheba, y ocupó su lugar. Esperando a que yo diera buena cuenta de ella.
Desayuné en silencio mientras Briseida intentaba distraerme con absurdas anécdotas. Sospechaba que no había olvidado la nota que me había traído, aunque no me había preguntado al respecto; las esquinas del papel se me clavaron en la piel bajo el corpiño, recordándome su presencia... y lo que significaba. Lo que el Señor de los Demonios me había advertido.
—¿Qué es lo que quieres hacer, Eir? —me preguntó Briseida.
Esbocé una media sonrisa mientras retiraba mi plato, indicando que había terminado.
—Creo que hoy voy a quedarme aquí.
Bathsheba apareció entonces con la perrita entre los brazos... y con alguien más detrás de ella. Mis ojos se abrieron de par en par al ver a un hombre larguirucho, pálido y con unos inquietantes ojos de un gris igual de pálido que su tono de piel; entrecerré los ojos, percibiendo a su alrededor un halo oscuro... casi hecho de sombras.
Le reconocí como uno de los demonios que, supuestamente, vivían dentro del castillo pero que el Señor de los Demonios había ordenado que no se mostraran ante mi presencia. En los brazos llevaba multitud de objetos.
—Eir —saludó Bathsheba, dejando a la perrita en el suelo; el hombre la seguía de cerca—. Permíteme que te presente a Gamal.
El hombre, que debía atender al nombre de Gamal, se inclinó peligrosamente en una reverencia.
—Señorita.
Bathsheba hizo un gesto hacia un rincón de mi dormitorio.
—Puedes dejar ahí todas las cosas —señaló con aburrimiento.
Gamal lo hizo obedientemente mientras que yo le seguía con la mirada, preguntándome por qué tenía un aspecto tan burdamente... humano. El hombre se pasó una mano de manera distraída por el cabello, apartándose un par de mechones y permitiéndome ver un llamativo cuerno.
Pestañeé con sorpresa y el estómago me dio un vuelco al comprobar que mis sospechas estaban en lo cierto. Lo que no entendía era qué había podido cambiar, por qué el Señor de los Demonios habría recibido revocar su orden de no permitir que ninguno de los demonios que vivían en aquel castillo se dejaran ver por una humana ver insignificante como yo.
—¿Qué es todo eso? —pregunté con interés, poniéndome de puntillas para ver la variopinta selección de objetos que Gamal había depositado cerca de mi cama.
El demonio giró la cabeza hacia mí para sonreírme, mostrando sus colmillos anormalmente alargados... y afilados.
—La señorita Bathsheba nos pidió lo básico para el animal —contestó, señalando a la perrita.
El cachorro lanzó un ladrido, pero no tuvo problema en acercarse hacia Gamal con la lengua fuera... sentándose cerca del demonio y permitiendo que éste lo acariciara con cuidado detrás de las orejas. Briseida y Bathsheba mantenían sus miradas alternando entre Gamal y yo, como si estuvieran esperando una reacción mucho más ruidosa y alterada.
Pero Gamal no parecía peligroso y su sonrisa, pese a ser bastante espeluznante, no parecía ocultar nada... malo.
—Le protegerá, señorita —dijo Gamal—. Los animales son muy instintivos respecto... a nosotros.
—Lo que Gamal quiere decir —intervino Bathsheba, con una mirada de aviso a su compañero demonio— es que Rogue no se habría acercado a ninguno de nosotros si no fuésemos de fiar.
Enarqué una ceja ante el nombre con el que había bautizado a la perrita.
—¿La has llamado... Rogue? —inquirí.
Bathsheba sonrió con picardía y chasqueó la lengua, consiguiendo que la perrita se acercara a ella trotando alegremente.
—Cuando tengas el placer de conocerla, sabrás que el nombre le viene que ni pintado —aseguró.
Gamal se puso en pie, sin perder la sonrisa. Sus ojos gris pálido seguían atentos a mí, pero lo hacían de un modo apreciativo; yo me mantuve firme, intentando descubrir si había pasado su examen... o no.
—Señorita Gerber, es distinta a las otras chicas —comentó con respeto.
Aquello llamó mi atención.
—¿Cómo estás tan seguro de ello? —pregunté.
Gamal se tocó la nariz de manera elocuente.
—Tengo una sensación al respecto. Una muy buena sensación.
Bathsheba se interpuso entre ambos, dándome la espalda y mostrándome la línea cargada de tensión de sus hombros.
—Creo que ya es suficiente, Gamal —dijo de manera tajante.
El demonio bajó la mirada, mostrándose cohibido ante la amenazadora presencia de mi doncella. Recordé que los demonios estaban jerarquizados, lo que indicaba que Bathsheba se encontraba muy por encima de Gamal.
—Si necesita cualquier cosa, señorita...
Después dio media vuelta y se marchó de la habitación, cabizbajo.
Briseida se acercó a mí con cuidado, evaluándome. Bathsheba se giró para lanzarme una mirada preocupada, quizá por las extrañas palabras que me había dirigido aquel demonio en comparación con las otras chicas que habían estado en el castillo.
—¿Por qué ahora? —pregunté, en referencia a Gamal.
—El amo no nos ha dado ningún tipo de explicación —contestó Bathsheba y le creí.
Briseida sonrió con cariño.
—Lo has hecho muy bien, Eir —me felicitó.
Supuse que su felicitación se debía a que no me había aterrado encontrarme frente a un demonio desconocido. Sin embargo, el aspecto de Gamal era espeluznante... aunque, el poco tiempo que había estado en el dormitorio, no había resultado ser tan amenazador como su físico aparentaba.
Me encogí de hombros.
—Parecía simpático —contesté.
Briseida se echó a reír, e incluso Bathsheba esbozó una media sonrisa mientras Rogue correteaba por todo el dormitorio con el cojín en que se suponía que debía dormir en la boca.
En mi cabeza se repitió la advertencia del Señor de los Demonios sobre la lealtad de los demonios en el castillo... incluyendo a mis dos doncellas.
La nota que aún ocultaba en el corpiño crujió, recordándome que yo había decidido confiar en el peor de todos ellos.
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