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dieciséis.

Briseida tenía el rostro lívido cuando salió del baño. El aspecto de Bathsheba no distaba mucho del de su hermana; apenas habían pasado unos segundos desde que había confesado que las sombras podían tocarme, siendo la primera vez cuando Elara había fingido estar jugando conmigo para encerrarme en un cuarto oscuro. Sin embargo, no solamente era capaz de tocar las sombras, tal y como había dicho Bathsheba, sino que también podía escucharlas. Los susurros que me acechaban en la oscuridad debían proceder de las mismas sombras, que disfrutaban atormentándome con sus insidiosas palabras.

La mirada que compartieron ambas hermanas me puso a la defensiva, pues intuía que no era nada bueno lo que ocultaban.

—Estáis haciéndolo de nuevo —las acusé, señalándolas con un brusco ademán.

Briseida pestañeó confundida.

—¿Haciendo el qué? —quiso saber.

Le dediqué una mirada enfadada.

—Dejándome al margen... otra vez —contesté.

Bathsheba frunció los labios al mismo tiempo que Briseida se retorcía las manos, resultando mucho más culpable. Había empezado a conocerlas, reconociendo los discretos códigos de hermanas que mantenían para poder compartir información sin que yo lo supiera.

Las miré a ambas, notando la quemazón del enfado en la boca del estómago.

—Creo que merezco saberlo —dije, apoyando las manos sobre mi regazo—. Sea lo que sea, creo que merezco saber qué es para poder entender cómo es posible que pueda... hacer esas cosas.

Bathsheba y Briseida compartieron una nueva mirada, una que estaba llena de pesar que no parecía augurar que fueran a decirme nada bueno. Me removí con inquietud sobre el colchón, empezando a sentir la humedad del sudor en las palmas de mis manos; la silenciosa y cálida presencia de la perrita bajo mis faldas hizo que me sintiera estúpidamente reconfortada. Quizá porque el animal era tan normal como yo dentro de los muros de aquel castillo lleno de demonios.

—Eir, ¿qué sabes de los demonios? —me preguntó Briseida con suavidad.

—No... no mucho —reconocí, sin saber muy bien por qué me había formulado aquella pregunta—. No lo suficiente, al parecer.

Bathsheba ahogó un bufido ante mi respuesta y se ganó una mirada de reproche por parte de su hermana.

—Sé que vuestra sociedad está... jerarquizada —añadí, recordando mi conversación con Briseida en los jardines.

Mis ojos se abrieron de par en par cuando recuperé un fragmento de una conversación que mantuve con la Maestra, la mañana posterior a mi primer rescate contra la oscuridad... cuando el Señor de los Demonios me había sacado de mi dormitorio para cambiarme a otro más iluminado.

La mujer dijo...

—La oscuridad forma parte de los demonios.

Bathsheba y Briseida volvieron a mirarse entre ellas, confirmando de esa manera lo que acababa de decir. Mi cuerpo sufrió una sacudida cuando los engranajes de mi cabeza empezaron a funcionar, uniendo las piezas dispersas de lo que había sucedido y encajando algunas.

—Es imposible que yo tenga sangre... demoniaca —susurré, mirando las palmas de mis manos.

El silencio de las dos mujeres se hizo pesado, casi asfixiante.

—Mis padres son humanos —insistí, intentando convencerlas—. Ambos son completamente humanos.

Briseida esbozó una sonrisa comprensiva, aunque me resultó forzada. Bathsheba seguía en silencio, sin querer intervenir todavía... quizá aguardando el momento propicio para dar su golpe de gracia.

—No es posible —dije para mí misma—. No puede ser...

Los ojos oscuros de Bathsheba se clavaron en mí con una fuerza abrasadora.

—Los únicos que somos capaces de hacer eso, Eir, somos los demonios —esclareció de modo tajante.

—Yo no soy un demonio —rugí entre dientes.

—Entonces, ¿cómo puedes explicarlo?

La pregunta de Bathsheba hizo que me cerrara en un hermético silencio.


Frené abruptamente en el umbral del comedor, sorprendida de encontrar al Señor de los Demonios apoyado sobre el respaldo de la silla que solía ocupar todas las noches. Después de lo sucedido en los jardines, había estado a punto de pedir a mis doncellas que expusieran una convincente historia ante su amo para que no tuviera que acudir a la cita que teníamos cada noche, a la hora de la cena; sin embargo, y tras la tensa conversación que había mantenido con las dos hermanas, había optado por no eludir mis responsabilidades.

Enfundada en un obsceno vestido de color rojo —elección de Bathsheba, quizá a modo de venganza por la distancia que había impuesto tras sus insinuaciones—, empecé a lamentarme de no haberme negado y haber obligado a mi doncella a elegir otro mucho menos... vistoso. La ardiente mirada del Señor de los Demonios me recorrió de pies a cabeza, dejando a su paso una estela caliente que logró hacerme sentir incómoda y violenta.

—Eir Gerber —como de costumbre, pronunció mi nombre completo.

Alcé la barbilla pero me mantuve inmóvil donde me encontraba parada, obligándole a él a acercarse a mí. Todo mi cuerpo se puso en tensión, recordando las sombras que habían paseado por mis brazos y que habían procedido de la persona que tenía delante, ante la cercanía entre ambos, alertando al Señor de los Demonios y frenándolo en seco en su avance.

—Quería disculparme —dijo a media voz.

Entrecerré los ojos, como si así pudiera adivinar si existía engaño en sus palabras.

—Esta mañana perdí el control —continuó hablando, sosteniéndome la mirada y pareciendo estar realmente arrepentido—. No debí permitir que sucediera... no delante de alguien como tú, una simple humana.

El término «humana» hizo que mi estómago se removiera, recordando la reveladora conversación que había mantenido con mis dos doncellas sobre a qué se debía mis extrañas habilidades para poder tocar y escuchar las sombras; procuré que mi rostro no transmitiera nada de mis pensamientos.

Cogí mis amplias faldas y me incliné en una pronunciada genuflexión, bajando la mirada hacia el suelo.

—Acepto vuestras disculpas si vos aceptáis las mías —repuse.

No había estado bien forzar hasta tal punto al Señor de los Demonios, a pesar de que se lo merecía. Había tenido que aprender por las malas cómo era un demonio enfurecido, cerca de perder el control por completo, y no estaba dispuesta a repetir la experiencia; por eso mismo había decidido retractarme sobre lo que había pasado en los jardines.

Cuando alcé de nuevo la mirada, vi que el Señor de los Demonios me observaba con una muda expresión de sorpresa.

—Acompáñame a la mesa —me pidió, tendiéndome una mano—. Empecemos de nuevo.

Contemplé la mano del demonio, dudando entre aceptarla... o rechazarla. Nos habíamos pedido perdón el uno al otro; el Señor de los Demonios me había ayudado en el pasado, la última vez sacándome del Cementerio Infinito mientras yo vagaba desorientada y perdida. Sin embargo, no podía pasar por alto la sangre que manchaba sus manos, las miles de tumbas y el hecho de que una de ellas terminaría con mi nombre grabado al finalizar el año.

«Descubriré cuál es vuestro secreto... y os destruiré.»

Me lo había prometido a mí misma y, para ello, debía aprovechar las oportunidades que se me ponían en mi camino. Por eso mismo me tragué la bola de náuseas y acepté la mano que aún permanecía extendida entre ambos; contuve un sonido cuando su piel rozó la mía, enviando un nuevo chispazo que nos llegó a los dos.

Permití que me acompañara hasta mi silla y que ayudara a acomodarme sobre ella. Observé cómo se dirigía hacia su propio asiento, dedicándome una pensativa mirada; me apoyé sobre el mullido respaldo del asiento y aguardé en silencio a que hiciera de nuevo su habitual truco con el chasquido de dedos.

Sin embargo, lo primero que hizo fue servirnos a ambos la bebida: vino y agua. Me acercó la copa como una invitación silenciosa y yo la arrastré sobre la mesa, jugando con su pie tallado.

—Me gustaría ayudarte.

Alcé la mirada de la copa, aturdida por su repentina intervención.

—¿Ayudarme con qué? —pregunté con forzada suavidad.

Él giró la copa sobre la mesa, demostrando así una pizca de su nerviosismo.

—Con el control de las sombras —contestó al fin.

Volqué sin querer mi propia copa, provocando que el agua empapara toda la superficie y se acercara peligrosamente hacia el borde de la mesa, amenazando con manchar mi vestido.

Con un chasquido por su parte, el agua se desvaneció y la copa se incorporó de nuevo, llena.

—No puedes continuar temiéndolas, Eir Gerber —prosiguió—. No, cuando puedes aprender a controlarlas y alejar su presencia.

Le mantuve la mirada.

—¿Sabéis por qué soy capaz de hacer... eso? —quise saber.

—No estoy seguro de ello —dijo.

Recordé las insinuaciones de Bathsheba, las dudas de Briseida cuando me preguntó sobre cuánto sabía de demonios.

—¿Es posible que... que yo tenga... sangre demoniaca? —expresé mis temores en voz alta.

El silencio por su parte se alargó demasiado tiempo, haciendo saltar mis alarmas.

—No lo sé.


—El amo nos ha dado instrucciones expresas para que te reúnas con él —levanté la mirada de mi desayuno con una expresión desconcertada. Briseida había estado ausente hasta ese momento, dejando a una silenciosa Bathsheba encargada de levantarme y servirme el desayuno.

Estudié el gesto de mi doncella, tratando de sacar alguna pista sobre por qué el Señor de los Demonios había exigido mi presencia fuera de las citas obligatorias de las cenas. Su rostro estaba impasible, algo tirante después de la tensa conversación que habíamos mantenido sobre el origen de mi habilidad con las sombras; su gemela me observaba desde la silla que se encontraba frente a mí. Con su habitual molestia.

Bajé el tenedor con cuidado, sin perder de vista a ninguna de las dos.

—¿Por qué? —pregunté.

La cena de anoche se había tornado rara e incómoda después de que respondiera de un modo que me hizo pensar que no estaba siendo del todo sincero conmigo. Tras ese momento, la cena se había sumido en un extraño silencio en el que pronto me había visto agobiada, pidiendo retirarme.

Briseida se encogió de hombros.

—Simplemente te transmito sus órdenes —contestó.

Bathsheba lanzó una breve mirada a su gemela.

—Permite que desayune y yo la acompañaré —dijo.

Briseida asintió y dio media vuelta, marchándose de la habitación en silencio y con la línea de los hombros hundida.

Cuando la puerta se cerró, dejándonos a Bathsheba y a mí a solas, aparté el plato con la poca comida que quedaba en él y luego me crucé de brazos. Mi doncella me imitó, aguantándome la mirada con un leve brillo desafiante en el fondo de sus ojos oscuros.

—¿Por qué tu señor quiere verme? —exigí saber.

Bathsheba pestañeó una sola vez, con lentitud. Incitándome a que perdiera las formas por su pasividad.

—Siente curiosidad por tu extraño poder, tan similar al que poseemos los demonios —contestó con frialdad—. Quiere saber por qué eres capaz de hacer... eso.

Enarqué una ceja de manera burlona.

—Tú sigues creyendo que, al menos, uno de mis padres es un demonio —solté mi acusación con tono plano, a pesar de que mis ojos echaban chispas—. Sigues defendiendo la idea de que tengo sangre demoniaca.

Un músculo de su comisura tembló al escucharme hablar.

—Es la única forma que se me ocurre para explicar toda esta situación —se justificó.

Arrojé la servilleta sobre la mesa y arrastré la silla sobre el suelo para ponerme en pie. Alisé las faldas del vestido y luego alcé la barbilla de manera altiva, aguardando a que Bathsheba también se pusiera en pie; mi doncella tomó la iniciativa y yo la seguí en silencio, rumiando toda la situación en la que me había visto envuelta.

El Señor de los Demonios me había mandado llamar porque había levantado su curiosidad al demostrar que una aparente humana era capaz de hacer con las sombras lo mismo que un demonio; mi mayor secreto había salido a la luz de manera inconsciente, después de haber tenido esa dura confrontación con él.

Salimos al pasillo y mi mirada recorrió el largo corredor, temiendo que las siniestras gemelas volvieran a aparecer. Bathsheba me guió de nuevo hacia las escaleras mágicas y se detuvo al pie de ellas, lanzándome una mirada por encima de su hombro; sus ojos oscuros clavados en mí con una expresión indescifrable.

—El tercer piso —fue lo único que dijo.

Me sorprendió descubrir que nuestro destino estaba en el piso de arriba, zona que aún no había tenido el placer de visitar. Subimos en silencio y el corazón empezó a latirme con fuerza al poner un pie en el rellano del tercer piso; tal y como sucedía con cada planta del castillo, aquel piso tenía una decoración mucho más sobrecargada que las plantas bajas. Llena de tapices y alfombras, el tercer piso parecía ser mucho más acogedor y cálido por los colores que decoraban cada palmo de la pared y el suelo de piedra.

Las hojas de madera de las puertas de aquel lugar estaban mucho más labradas y ornamentadas que las que decoraban las otras plantas del castillo. Bathsheba se encaminó hacia el pasillo, mientras que yo desviaba la mirada hacia la pared de piedra que, se suponía, debía conducir al ala prohibida. Las sombras empezaron a moverse sobre la pared, danzando entre ellas... llamando mi atención. Intentando mostrarme algo.

—Eir —la cortante llamada de Bathsheba resonó en todo el pasillo, imperante.

Desvié la mirada de la pared de piedra y me dirigí hacia donde me doncella me esperaba, cruzada de brazos y con una expresión tensa. Nuestro destino se encontraba casi al final del pasillo, unas puertas abiertas y un inconfundible olor... a libros. Cera. Madera quemada.

Aromas que sabía reconocer por las largas horas que había pasado en una habitación similar en mi casa, lejos de la maldad de Elara y la indiferencia de mis padres. El sitio donde me esperaba el Señor de los Demonios era una biblioteca.

Me quedé rezagada al contemplar las hileras de estanterías que hacían parecer ridícula la biblioteca donde me había criado. Donde mi padre me había enseñado a leer y me había abierto las puertas a mi escondite favorito dentro de mi hogar.

Sin embargo, el Señor de los Demonios nos esperaba en una zona despejada de la habitación, apoyado sobre una larga mesa que se encontraba iluminada por el enorme ventanal que había a su espalda.

Bathsheba se inclinó en una reverencia y luego cruzó las manos sobre su estómago, a la espera de que su señor le diera la orden de marcharse... o quedarse con nosotros, como una mediadora en caso de que las cosas terminaran por torcerse. Tal y como había sucedido en los jardines.

Los ojos de fuego del Señor de los Demonios se clavaron en mí con una expresión pensativa, como si su mente se encontrara atrapada en sus recuerdos.

—Gracias, Bathsheba —dijo tras unos instantes en silencio—. Puedes retirarte.

Ella se inclinó en una nueva reverencia, dando media vuelta para abandonar la biblioteca, dejándome en manos del Señor de los Demonios, quien no había movido todavía ni un solo músculo.

—Mi señor —hablé, cuidando mi tono.

—Eir Gerber —me saludó—. Supongo que estás preguntándote por qué te he mandado llamar.

Entrelacé mis manos y apreté mis palmas hasta hacerme daño. Las dudas revoloteaban en mi cabeza; el ambiente parecía estar cargado de electricidad y podía percibir cierto aroma dulzón que no me resultaba del todo desconocido.

—Su invitación me resultó... inesperada.

—Quiero ayudarte —repuso el Señor de los Demonios—. Ayudarte a descubrir por qué eres capaz de tocar las sombras y a enseñarte a controlarlas.

El aire se me quedó atascado en la garganta cuando escuché la generosa oferta que me estaba tendiendo. El Señor de los Demonios —a pesar de estar buscando su propio beneficio— estaba dispuesto a ayudarme a encontrar las respuestas que necesitaba; además de convertirse en mi maestro.

—¿Estás dispuesta a aceptar mi generosa ayuda... o vas a rechazarla por puro orgullo? —inquirió entonces el Señor de los Demonios, manteniéndome la mirada.

Abrí la boca, molesta por su insinuación, pero me cortó antes de que pudiera emitir sonido alguno:

—Si aceptas, habrá una serie de condiciones que tendrás que seguir —pude percibir la advertencia en sus palabras—. Y no son negociables, Eir Gerber.

Con un elegante gesto, me indicó que tomara asiento frente a él. Me deslicé sobre la silla que me señalaba y recoloqué con cuidado las faldas del vestido; el Señor de los Demonios hizo lo mismo, manteniéndome la mirada mientras yo valoraba seriamente su oferta... y estaba dispuesta a escuchar esos misteriosos términos que venían acompañando a nuestro acuerdo.

—Soy toda oídos.

El Señor de los Demonios colocó sus largos brazos sobre la mesa y se inclinó en mi dirección, con sus ojos chispeando. Reluciendo con intensidad.

—Nuestros encuentros deberán ser secretos —empezó a enumerar las condiciones—. Nadie deberá estar al tanto de ellos por seguridad. Yo mismo seré quien te envíe mensajes con la fecha y hora de nuestras reuniones por medio de tus doncellas, mensajes que deberás destruir nada más leerlos. El punto de encuentro será esta misma biblioteca.

Escuché atentamente cada una de sus palabras, desgranándolas en mi cabeza con el único objetivo de encontrar alguna trampa. Sin embargo, todo lo que había dicho era aceptable... incluso lleno de razón; en los jardines nos había hecho prometer a mis doncellas y a mí que no dijéramos ni una sola palabra sobre nada de lo que había sucedido entre ambos. El descubrimiento que había hecho sobre mí.

—Pero, mis doncellas... —intenté protestar.

Las dos mujeres que se habían hecho cargo de mí quedaban fuera. Al parecer, el Señor de los Demonios no parecía muy convencido de su lealtad y había preferido mantenerlas al margen de todo aquel asunto; me sorprendió aquello y, por eso mismo, intenté apelar por ellas.

—Es por tu propia seguridad —me cortó.

Me recliné sobre la silla y me crucé de brazos, estudiando en silencio a la persona que tenía frente a mí. El Señor de los Demonios no hacía nada si no había una buena razón detrás; todas sus decisiones se basaban en algo, nunca las tomaba en frío y sin pensar en las consecuencias.

—Ellas han cuidado de mí desde que me trajisteis aquí —susurré.

A pesar de la distancia que habíamos tomado por la acalorada discusión sobre el origen de mis habilidades, Briseida y Bathsheba se habían convertido en dos firmes pilares de apoyo dentro del castillo; de haber escuchado las advertencias de Bathsheba sobre el cementerio me hubiera ahorrado el mal trago de descubrir todas aquellas tumbas, incluso la que llevaba el nombre de Elara Lambe. Briseida había cuidado de mí como una madre, defendiéndome incluso de su propia hermana.

Me resultaba muy difícil de creer que alguna de ellas pudiera traicionarme.

El Señor de los Demonios también se cruzó de brazos y frunció el ceño, adoptando un gesto sombrío.

—Las lealtades suelen cambiar con facilidad entre los muros de este castillo.

Pestañeé con desconcierto.

—Eir Gerber, vas a tener que confiar en mí —me pidió y sus palabras resultaban dolorosamente sinceras.

Pero yo no estaba dispuesta a dar mi brazo a torcer tan rápido.

—Dadme un motivo de peso para poder creeros, mi señor.

—Estoy empezando a ser consciente de que cometí un terrible error al elegirte aquel día —su confesión, el hecho de que reconociera que, por primera vez, había fallado en su decisión, me golpeó en la boca del estómago—. No debí haber sucumbido a la tentación que despertó en mí escucharte...

Dejó la frase en el aire, inconclusa, y yo esperé a que hiciera el esfuerzo de finalizarla. Sin embargo, el Señor de los Demonios había decidido cerrarse de nuevo en un hermético silencio, guardando las respuestas que necesitaba dentro de su negro caparazón.


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