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dieciocho.

Todo mi cuerpo temblaba a causa del miedo y la excitación. Había seguido con atención el paso del tiempo gracias al viejo reloj que había sobre la cómoda de mi dormitorio, notando cómo mis músculos se tensaban al ser consciente de la cercanía del momento elegido por el Señor de los Demonios para reunirnos; no me había costado mucho despistar a mis doncellas, alegando querer ir a la biblioteca del tercer piso para ir a investigar los libros que contenía.

Bathsheba silbó hacia Rogue y la perrita acudió presta a sus pies, permitiéndome abandonar la habitación sin ella. Les hice un gesto de despedida y me interné en el pasillo a solas; mi mirada recorrió los dos extremos, casi esperando encontrarme con más demonios. Sin embargo, el corredor estaba vacío.

Me dirigí hacia las escaleras con el pulso disparado y, una vez las alcancé, algo dentro de mí se removió. Las escaleras te guiaban hacia donde tú querías, solamente tenías que pensar tu destino dentro del castillo y ellas te conducirían; por unos segundos se me pasó por la cabeza intentar descubrir si había alguna forma de llegar al ala prohibida sin pasar por las almenas del castillo.

Finalmente fijé en mi mente el tercer piso y empecé mi ascenso.

El Señor de los Demonios ya me esperaba pacientemente en la misma silla que había ocupado cuando nos reunimos ayer, cerrando un insólito acuerdo para descubrir de dónde procedían mis poderes y me enseñaba a cómo controlarlos.

—Has llegado justo a tiempo.

Bajo su atenta mirada, me dirigí hacia el fuego que ardía en la chimenea y saqué del corpiño la nota que había escondido. Luego la tiré a las llamas y observé cómo se convertía en cenizas.

De repente sentí curiosidad por saber más sobre el demonio que se encontraba a mi espalda, con su incendiaria mirada clavada entre mis omoplatos. ¿Qué interés podría tener nuestro reino para un demonio? Además de lo evidente: sus sacrificios anuales.

—¿Elegiste tú mismo tu propio título? —le pregunté, con la vista aún en el fuego.

Escuché el chirrido de las patas de su silla sobre el suelo.

—Fue mi Maestra quien lo escogió para mí —su respuesta estaba cargada de un oscuro tono burlón.

Miré por encima de mi hombro y lo encontré apoyado sobre la mesa, con los brazos cruzados de manera desenfadada. Después, ante mi atenta mirada, se apartó de ella y caminó hacia donde yo me encontraba detenida, frente a la chimenea; sus iris parecían arder con la misma intensidad que las llamas del fuego que había en ella.

Me quedé sin respiración cuando se inclinó hacia mí, permitiéndome conocer su aroma a... madreselva y algo mucho más sutil que me recordó al jabón que guardaba celosamente mi madre dentro de una cajita.

—¿Quieres saber cuál es mi otro nombre? —susurró junto a mi oído, convirtiendo todo mi cuerpo en un enorme bloque de piedra—: El Señor de las Cenizas. Te dejo a tu imaginación adivinar el porqué.

Lo miré con los ojos abiertos, creyendo saber por qué tenía ese otro nombre. La ira de los demonios... su inmenso poder... No debía resultarle complicado convertir cualquier cosa —incluyendo a una molesta humana— a un simple montoncito de cenizas.

El Señor de los Demonios se apartó de mí, regresando a su antigua posición. Yo no supe si quedarme junto a la chimenea u ocupar la silla más alejada de la mesa.

—¿Por dónde vamos a empezar? —pregunté, alzando la barbilla.

Él enarcó una ceja.

—Por tu miedo, evidentemente.

Mi cuerpo se quedó agarrotado mientras mi cabeza caía presa de los recuerdos. De nuevo era una niña pequeña que obedecía alegremente las indicaciones de Elara, creyendo que mi tía quería jugar conmigo; la mano de ella aferraba la mía y yo me sentía absurdamente feliz de poder disfrutar de aquel juego después de que mis padres se hubieran marchado al pueblo. Me aferré a la repisa de la chimenea cuando Elara me indicó con una media sonrisa que pasara a una habitación oscura como la boca de un lobo y que tratara de aguantar el máximo posible.

Jadeé de horror al ver de nuevo en mi cabeza las imágenes de una niña pequeña rodeada de oscuridad... encogida sobre sí misma mientras lloraba y dejaba que las sombras pudieran tocarla con total libertad, susurrándole cosas terribles.

—Es el primer problema que debemos afrontar —me llegó la voz de Setan y yo volví a la biblioteca; el demonio seguía observándome con atención desde su posición junto a la mesa— para que aprendas a manejarlas.

Me abracé a mí misma, intentando ocultar el temblor de mi cuerpo.

—Iremos poco a poco —me prometió—. No te forzaré, aunque espero cooperación por tu parte... Compromiso.

Enarcó una ceja, aguardando mi respuesta; como si temiera que pudiera echarme atrás ante la idea de enfrentarme cara a cara a uno de mis mayores terrores infantiles. Levanté la barbilla, fingiendo una seguridad que aún no había conseguido reunir por el momento.

—Muy bien —acepté—. Empecemos.

El Señor de los Demonios me hizo un gesto con la mano para que me acercara a él. Nos reunimos a medio camino y nos quedamos enfrentados el uno al otro; alzó sus brazos en mi dirección y yo tuve que hacer un gran esfuerzo para no retroceder ante ese simple gesto.

—Extiende tus brazos —me instruyó y yo obedecí—. Vamos a intentar repetir lo que sucedió en los jardines... pero a menor escala.

Miré su rostro con serias dudas. Nuestro choque en el jardín había resultado brutal y yo había perdido el control cuando las sombras procedentes del Señor de los Demonios habían paseado por mi piel, dejándome atrapada en mi propio pavor; intenté sacudirme de encima la inquietud que despertaba saber que iba a suceder lo mismo... que las sombras iban a volver a tocar mi piel y escucharía sus horribles susurros diciéndome todas esas cosas.

Las yemas de nuestros dedos se rozaron y yo fruncí el ceño cuando noté una pequeña descarga. El Señor de los Demonios se concentró, permitiéndome ver cómo la oscuridad de la biblioteca se arrastraba desde sus escondites para colgarse de la ropa de Setan, ascendiendo hasta que las vi aparecer sobre sus manos... dirigiéndose hacia las mías. El pánico empezó a anudarse en mi estómago y las palmas se me empezaron a sudarme cuando las sombras acortaron la distancia entre ambas.

—Tranquila —la voz autoritaria de Setan me dejó clavada en el sitio, en el presente. Lejos de mis recuerdos.

Inspiré hondo y controlé el temblor que sacudía mis brazos. Las sombras ya pasaban por los dedos del Señor de los Demonios y pude percibir el mordisco frío cuando llegaron a los míos; las sombras reptaron por mi mano, alcanzando al poco tiempo la zona de mi muñeca. Fue allí donde se detuvieron, quizá por una orden silenciosa de él.

Alcé la mirada de nuevo hacia sus ojos, que me observaban con atención.

—Voy a dejarlas ahí —me explicó, usando un tono mucho más suave—. Intenta aguantar todo el tiempo que puedas, Eir Gerber.

Cogí aire y retrocedí un paso, desviando la mirada hacia las sombras que se arremolinaban y jugaban entre mis dedos, en la palma y dorso... No podía distinguir lo que decían sus susurros, algo que agradecí en mi interior.

La sensación fría y viscosa de los movimientos de las sombras me pusieron los vellos de punta, agitando las náuseas de mi estómago. Apreté los dientes con fuerza hasta hacerme daño en las muelas, intentando no sucumbir al miedo.

No supe cuánto tiempo había transcurrido hasta que mascullé:

—Ordena que se retiren, por favor.

El Señor de los Demonios dio un paso en mi dirección y rozó con sus expertos dedos mis manos, atrayendo hacia él las sombras que permanecían como espeluznantes serpientes sobre mi piel.

Se me escapó un tembloroso suspiro de alivio cuando me vi libre de ellas.

—Un minuto —comentó el Señor de los Demonios, haciéndolas desaparecer—. No ha estado mal.

Pensé en mis rodillas de gelatina, en mi garganta reseca y mi mirada atemorizada. Sin duda alguna, debía de estar bromeando, en ningún caso «había estado mal», pues era un desastre.

—¿Agua? —me preguntó.

Asentí, incapaz de hablar.

El Señor de los Demonios hizo un vago gesto con la mano y en la mesa apareció una jarra con dos vasos a juego. Me sirvió una generosa cantidad de líquido en uno de ellos y luego me lo tendió; me lo llevé a los labios con cuidado de no derramar su contenido para bebérmelo de golpe.

—¿Cómo eres capaz de hacer... eso? —pregunté, aferrando el vaso vacío.

Setan enarcó una ceja.

—Soy un demonio —contestó.

Pero eso no era respuesta suficiente.

—Estoy segura de que todos los demonios no sois capaces de hacer lo mismo —tanteé, recordando a mis doncellas.

Esbozó una media sonrisa.

—Uno de mis poderes reside... en el deseo —explicó vagamente—. Solamente tengo que pensar en algo que deseo y eso se materializa.

Ladeé la cabeza, observándolo con una mezcla de curiosidad y miedo. El poder de los deseos era peligroso en manos como las suyas; sin embargo, y por el momento, no había decidido darle un uso menos... convencional.

—¿Yo también puedo hacerlo? —inquirí con un nudo en el estómago.

El Señor de los Demonios me observó con atención, evaluándome y pensando bien su respuesta.

—No estoy seguro de ello —contestó con cautela.

Nos quedamos en silencio unos instantes hasta que Setan se apartó de nuevo de la mesa para acercarse a mí. Me puse rígida ante su escrutinio, aferrando con más fuerza aún el vaso que tenía entre las manos; preguntándome qué estaría buscando en mí.

O qué esperaba encontrar.

—Inténtalo.

Le miré como si hubiera proferido un grave insulto.

—¿Qué...?

—La única forma de averiguarlo —me interrumpió el Señor de los Demonios y parecía realmente interesado en verme intentándolo—. Imagina el objeto que desees en tu cabeza. Procura no dejarte ni un solo detalle.

Cerré los ojos y mi rostro se contrajo en una mueca de concentración. En primer lugar me pregunté qué podía hacer aparecer, tal y como había visto hacer al Señor de los Demonios en multitud de ocasiones; estuve unos segundos intentando dar con algo que pudiera formar en mi mente hasta que pensé en una cajita que mi madre me había regalado siendo niña, donde guardaba mis pocas joyas. Había sido un regalo especial y le tenía mucho aprecio.

En mi cabeza traté de darle forma a la imagen de esa cajita que tanto añoraba, arrancándola de mis recuerdos y deseando tenerla entre mis manos. El Señor de los Demonios quitó con cuidado el vaso de mis manos, permitiéndome tenerlas vacías para cuando hiciera aparecer —si es que lo conseguía— la cajita de mi infancia.

Pasaron los segundos mientras mis manos seguían vacías y la cajita seguía anclada en mi mente. «Vamos. Vamos. Vamos. Aparece. Aparece. Aparece

Mis ojos se abrieron de golpe al escuchar el chasquido que emitió el Señor de los Demonios.

Mis manos continuaron estando vacías.

—Interesante —murmuró.

Yo ladeé la cabeza en su dirección.

—¿El qué te resulta interesante? —pregunté, poniendo especial énfasis en la última palabra.

El Señor de los Demonios pestañeó, como si mi inocente pregunta hubiera logrado arrancarle de sus propios pensamientos.

—Que solamente puedas tocar y escuchar las sombras.

Hicimos una pequeña pausa para que yo pudiera mentalizarme para un segundo intento.

Volvimos a colocarnos en nuestras respectivas posiciones, con las yemas de nuestros dedos rozándose para que Setan pudiera pasar las sombras hacia mí; inspiré hondo, manteniendo el aire unos segundos dentro de mí antes de soltarlo en una profunda bocanada.

Hice una breve señal con la cabeza para indicarle que estaba preparada y esperé a que el Señor de los Demonios volviera a hacer emerger las sombras de sus escondites para repetir la prueba.

Contuve la respiración al sentir por segunda vez el mordisco frío de las sombras pasando a mi piel, moviéndose por mis manos y muñecas; mi visión se emborronó con pequeños puntitos negros al contemplar las franjas negras yendo de un lado hacia otro con libre albedrío, tanteando con sus viscosos tentáculos.

Me obligué a alzar la mirada para evitar que empezara a hiperventilar por el pavor que había comenzado a formárseme en la boca del estómago. Como punto de referencia tomé el rostro del Señor de los Demonios; anclé mi mirada en sus ojos y percibí que estaba atento a mí, listo para cuando ya no fuera capaz de soportarlo más tiempo y le pidiera que me las quitara de encima.

Incluso mordí mi labio inferior para ahogar cualquier sonido que intentara escapárseme desde la garganta. Apreté mis dientes contra la carne de mi labio hasta sentir en mi boca el inequívoco sabor de la sangre; mi mirada seguía clavada en sus ojos de color fuego, que parecían haberse suavizado al ver mi terrible esfuerzo.

El compromiso al que había hecho mención.

Cuando mis brazos empezaron a sacudirse por voluntad propia y noté el sudor frío deslizándose por mi espalda, además de un molesto pitido en los oídos, balbuceé una súplica al Señor de los Demonios para que llamara a las sombras y yo pudiera respirar de nuevo.

Jadeé de manera ruidosa y me tambaleé al percibir cómo la frialdad de las sombras abandonaba mi cuerpo, dejando una huella de su presencia sobre mi piel. Las manos de Setan se apuntalaron en mis hombros para mantenerme erguida y se me escapó un respingo por el repentino contacto.

—Toma asiento —me indicó.

Tuve que hacer un gran esfuerzo para hacer que mis piernas se movieran sin ceder a los temblores, logrando alcanzar una de las sillas que había mucho más cerca de mi posición. Me desplomé sobre el cojín del asiento conteniendo un suspiro de alivio, aún con las piernas temblando todavía.

El Señor de los Demonios chasqueó los dedos y frente a mí apareció una jarra transparente de zumo y una copa del mismo material.

—Sírvete —continuó dándome órdenes con calma.

Hice lo que me pedía y me llevé la copa a los labios, dándole un generoso sorbo y permitiendo que el dulzor del líquido ayudara a eliminar los estragos que mi miedo mantenían en mi cuerpo, sacudiéndolo de pies a cabeza.

La mente pareció aclarárseme y el temblor de mis piernas fue apagándose.

—No ha estado mal para una segunda vez —comentó el Señor de los Demonios, apoyándose sobre la mesa.

Le miré fijamente, con la copa entre las manos y el corazón latiéndome con fiereza en el pecho.

—Te haré llegar un nuevo mensaje en breve.

Al regresar a mi dormitorio contraje mi rostro en una mueca al sentir un molesto dolor en las sienes. El Señor de los Demonios había dado media vuelta poco después de su escueta despedida y se había marchado de la biblioteca, dejándome a solas en aquella enorme habitación forrada de libros; yo me había quedado unos momentos más, terminándome la jarra de zumo y observando mi alrededor.

Rogue no tardó de aparecer en un remolino de pelo, dando vueltas a mi alrededor y lanzando agudos ladridos que empeoraron notablemente el dolor de cabeza que arrastraba desde que había abandonado la biblioteca. Briseida levantó la vista de lo que se encontraba haciendo cuando cerré la puerta a mi espalda.

—¿Has encontrado lo que buscabas? —me preguntó con suavidad—. Te ha tomado demasiado tiempo...

Renqueé hasta alcanzar mi cama y me desplomé sobre el colchón con un quejido al golpear la superficie mullida. Por el rabillo del ojo vi a Briseida ponerse en pie para acercarse hasta donde yo me encontraba tendida, con Rogue intentando hacer lo mismo con su corta estatura.

—Eir... ¿va todo bien?

Sacudí la cabeza en un vago movimiento de asentimiento mientras permitía que el cansancio me arrastrara consigo.


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