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cuatro.

Su Maestra, repetí una vez y otra en mi cabeza. El demonio que atemorizaba a mi pueblo no estaba solo, tenía una Maestra... una mujer con aspecto tan dispar que no concebía la idea de verle masacrando por pura diversión; una mujer que me dedicó otra de sus encantadoras sonrisas.

—Bienvenida, Eir Gerber —dijo, hablando con solemnidad—. Espero que tu estancia aquí sea... lo más cómoda posible.

Parpadeé con desconcierto. Todo el mundo daba por supuesto que la chica escogida por el Señor de los Demonios no terminaba con vida lo que restaba de día; otros muchos creían que alargaba su vida lo suficiente para que concibiera y diera a luz a más demonios con los que engrosar sus filas. Pero yo ya no sabía en qué creer.

Repetí las dulces palabras de la Maestra del Enviado, tratando de encontrar algún significado oculto. Tratando de entender qué sería de mí en aquel largo año que me quedaba por delante... si lograba sobrevivir en aquel extraño castillo cuya apariencia exterior era una fachada. Un engaño.

Una trampa.

Los ojos azules de la Maestra se desviaron en dirección a su pupilo, que mantenía una expresión neutra.

—Setan se encargará de explicarte las normas básicas y te conducirá a tu nueva habitación —anunció con su voz dulce, hipnótica.

Dicho esto, dio media vuelta y empezó a subir las escaleras para desaparecer en el segundo piso. Espié por el rabillo del ojo al Señor de los Demonios, que contemplaba el ascenso de su Maestra con una expresión casi aburrida; una vez nos quedamos a solas en aquel enorme vestíbulo, me giré hacia mi secuestrador con un gesto que alteraba entre la incomprensión y la desconfianza. Aún llevaba su enorme abrigo plegado en el brazo, pulcramente colocado.

Sus ojos de fuego se desviaron hacia mí.

—Si tienes alguna pregunta, es un buen momento para abandonar tu voto de silencio —me recomendó.

La cabeza me bullía a preguntas, pero no estaba segura de querer conocer algunas respuestas. No entendía el papel que jugaba la Maestra en todo ese retorcido juego, como tampoco entendía qué tipo de relación les unía; no sabía qué reglas podrían existir en aquel lugar y no sabía cuánto tiempo tendría que quedarme en el castillo.

O qué sería de mí.

El Señor de los Demonios seguía contemplándome en silencio, a la espera de que yo pronunciara mi primera palabra. Al ver que eso no iba a suceder, dio media vuelta y cruzó el vestíbulo para alcanzar las escaleras; dudé unos segundos, parada en mitad de aquella alfombra, dirigiendo una rápida mirada al portón de madera.

Hacia la salida.

Hacia la libertad.

Me mordí el labio inferior, contemplando mis posibilidades. El demonio no parecía haberse dado cuenta aún de que yo no le seguía y los metros que nos separaban podrían proporcionarme una ligera ventaja para poder huir. Si alcanzaba la aldaba... Si abría esa puerta...

—Las puertas están selladas —di un brinco al escuchar la voz del Señor de los Demonios—. Sería una pérdida de tiempo... y energías.

El cuello me dio un latigazo cuando giré la cabeza hacia él. Se encontraba detenido en los primeros escalones, aferrado al pasamanos de madera y con sus extraños ojos de fuego clavados en mí.

De manera inconsciente había movido un pie en dirección al portón, tomando la decisión de tratar de huir de aquel lugar. De aquellos monstruos que habitaban bajo ese aspecto falsamente humano.

Y era evidente que el demonio había intuido mis intenciones incluso antes de que yo eligiera correr el riesgo de alcanzar el portón de madera macica que me conduciría fuera del castillo.

Quizá se había visto en aquella situación demasiadas veces.

—Ven —ordenó—. Te mostraré tu habitación.

Eché a andar hacia él de manera sumisa. Aún no había pronunciado palabra alguna, y no tenía intenciones de hacerlo aún; sabía que mi decisión de mantenerme muda podía considerarse una infantilidad, pero me veía incapaz de cruzar tan siquiera una sola palabra con aquel... aquel... demonio atrapado en un cuerpo tan juvenil. Su aspecto denotaba que debía rondar la veintena, aunque sus ojos parecían más antiguos. Más viejos.

Llegué a las escaleras y el Señor de los Demonios reanudó el ascenso, con un paso mucho más lento para comprobar que yo no decidía hacer nada arriesgado que pudiera empujarle a usar su naturaleza de demonio para poder detenerme; me distraje observando mi alrededor. Las paredes de piedra estaban desnudas, sin nada cubriéndolas, además de parecerme interminables.

Me cuestioné si acaso no sería uno de los muchos trucos que guardaba aquel extraño lugar. Al ver que no había nada de interés sobre las paredes desnudas, clavé mis ojos en la espalda del Señor de los Demonios.

«Setan», repetí en mi cabeza. ¿Quién iba a decirme que nuestro bondadoso señor tenía aquel nombre tan... espeluznante?

Recordé entonces a Elara, lo extrañamente familiar que parecía cuando hablaba sobre el Señor de los Demonios. Mi tía me había dicho que se debía a que ofrecía sacrificios cada noche en su alcoba para poder llamarle, pero no le había creído... del todo; también había mencionado algo, haciendo uso de una acepción bastante arriesgada, de que había alguien más con el Señor de los Demonios.

«Por no hablar de su maldita zorra.»

Me humedecí el labio inferior, diseccionando aquella frase de mi tía. Había acertado al decir que no estaba solo, algo que no se sabía muros afuera del castillo; nadie sabía de la existencia de la Maestra en el reino, todo el mundo creía que el Señor de los Demonios trabajaba solo. ¿Cómo era posible que Elara estuviera al corriente de eso? ¿Cómo lo habría averiguado?

Tropecé con el último escalón y miré a mi alrededor con una expresión que variaba entre el bochorno por mi despiste y la sorpresa de haber llegado a algún destino, fuera el que fuese; mi guía me miró por encima del hombro, con sus ojos de fuego reluciendo misteriosamente. Estudiándome.

—Las escaleras te conducirán al piso que desees —me explicó, quizá adivinando mi turbación por el misterio de aquellas escaleras interminables—. Solamente tienes que pensarlo.

Enarcó una ceja, esperando de nuevo a ver si yo arrancaba a hablar.

Me crucé de brazos y puse una máscara de indiferencia como toda respuesta a su indicación. Observé que las comisuras de sus labios temblaron ligeramente, como si estuviera conteniendo una mueca de exasperación.

—Continuemos.

Echó a andar por el largo pasillo que se extendía ante nosotros. Me fijé en las puertas que se encontraban a ambos lados; conté hasta cinco en nuestro camino hasta que el Señor de los Demonios se detuvo en seco frente a la que se encontraba al final, junto a un enorme ventanal.

Miré en esa dirección, con el pulso latiéndome en las sienes. Tenía la inquietante sensación de que se trataba de una prueba; una prueba que había sido motivada por aquel segundo de duda en el vestíbulo.

A desgana devolví la mirada al rostro del demonio, que me estaba de nuevo mirándome con aquel mismo brillo. Y que ya estaba empezando a inquietarme.

Otra vez se quedó en silencio, otra vez esperando a que yo hablara. Y de nuevo recibió silencio por mi parte. Era posible que, en algún momento, agotara la paciencia del Señor de los Demonios y no estaba segura de querer descubrirle enfadado.

Apoyó la mano sobre la manija de la puerta y la giró con un golpe seco. Escuché el susurro sobre la madera y no me atreví a moverme del sitio para entrar; observé cómo entraba él en primer lugar y yo me incliné para poder echar un vistazo desde la aparente seguridad que me proporcionaba la distancia que existía entre los dos.

El Señor de los Demonios me dedicó una mirada en la que quedaba patente que estaba haciendo un gran esfuerzo por no perder los papeles. Tragué saliva al ver cómo las llamas de sus ojos aumentaban de tamaño... de peligrosidad.

Obligué a mis pies a ponerse en movimiento, entrando en la habitación y pudiendo contemplarla en todo su esplendor. Asombrada, comprobé que era espaciosa, demasiado espaciosa; una de las paredes estaba ocupada por enormes ventanales abiertos, cuyas cortinas blancas se mecían con la brisa que se colaba desde el exterior. Frente a ellos había una mesa con dos sillas, como si se tratara de una terraza interior.

Giré sobre mis talones para estudiar el resto de la estancia. Una cama monstruosa estaba apoyada contra la pared de papel con rosas estampadas; una chimenea con dos butacas y una alfombra completaban el mobiliario. Por el rabillo del ojo vi dos puertas separadas por unos cuantos metros.

—Tus doncellas se encargarán de que te encuentres cómoda y te sientas... como en casa —esto último lo dijo casi en un murmullo, consciente de que me iba a ser muy difícil sentir aquel lugar como mi propio hogar.

Ladeé la cabeza al escuchar que tendría doncellas. En casa no había crecido con demasiados lujos, como otras familias; entre las mujeres de la familia siempre nos habíamos encargado de las tareas del hogar, aunque Elara siempre había encontrado su oportunidad para discrepar por ello a mi padre, y cada una había aprendido a desenvolverse sola.

El hecho de que ahora dependiera de otras personas para temas tan banales...

El Señor de los Demonios chasqueó los dedos, sobresaltándome por el inesperado sonido. Sus ojos parecieron relucir con burla ante mi reacción, pero desvió la mirada hacia la puerta; allí habían aparecido de la nada dos hermosas mujeres. Hermosas... y terroríficas.

Parecían ser mellizas.

Pero, mientras que una de ellas parecía estar hecha de luz —cabellos rubios, tez ligeramente bronceada y unos expresivos ojos azules—, la otra era su antítesis: cabello oscuro, piel pálida y ojos negros. Ambas vestían con el mismo uniforme y ambas me sonreían, aunque la chica de pelo negro lo hacía de una forma casi amenazadora.

Las dos se doblaron en una respetuosa reverencia y entraron en la habitación, moviéndose al unísono.

De manera inconsciente retrocedí un paso, amenazada por la presencia de aquellas dos mujeres y la imponente figura del Señor de los Demonios.

—Briseida —presentó, señalando a la mujer hecha de luz— y Bathsheba —la sonrisa de la susodicha se hizo un ápice más amplia, y más oscura—. Estarán a tu servicio todo el tiempo que estés aquí, con nosotros.

Estudié con minuciosidad a las dos mujeres, sin atreverme a separar los labios para saludarlas con educación. Había algo en ellas que me ponía los vellos de punta y que despertaba en mi instinto las alarmas; una voz en mi interior me gritaba que me apartara, que huyera de allí.

Bathsheba ladeó la cabeza y una cortina de pelo negro se deslizó con suavidad por su hombro.

—No nos habíais dicho que es muda, mi señor —comentó.

Briseida miró a su compañera con una expresión de enfado, demostrando que no estaba de acuerdo con su intervención. El Señor de los Demonios esbozó una sonrisa cargada de maldad y sus iris relucieron como fuego líquido, aumentando mi inquietud.

—No es muda —le corrigió con suavidad—. Es obstinada. Demasiado.

Le fulminé con la mirada y él me la sostuvo, presionándome de aquel modo para romper mi silencio.

—Creo que pasaré por alto esta pequeña muestra de falta de modales —apuntó, lanzándome una intencionada mirada—. No te lo tendré en cuenta, Eir Gerber.

«Regresa al infierno del que has venido», pensé para mis adentros.

Los iris del chico relucieron y su mirada me traspasó. Me encogí sobre mí misma por el miedo de aquella reacción, como si hubiera escuchado lo que había pensado; mis nuevas doncellas nos observaban a ambos en silencio, estudiando la situación. Esperando a recibir nuevas órdenes.

—Mientras estés aquí deberás seguir una serie de normas de... convivencia —enarqué una ceja de manera escéptica ante su última palabra; él hizo caso omiso—. Toda el ala oeste está vetada para ti; te recomendaría encarecidamente que no intentaras acceder a ella, por tu propio bien. Estarás obligada a asistir a las cenas y no podrás eludirlas si no existe una causa mayor. Tendrás que estar en tu dormitorio antes de la medianoche. Y no tendrás ningún tipo de contacto con el exterior, como tampoco te recomiendo que intentes huir; el castillo es tu nuevo hogar y tú no eres una prisionera.

Mis ojos se abrieron de par en par, creyendo haber escuchado mal. ¿Que no era una prisionera? Me habían separado de mi familia, no me habían dado opción de elegir si quería marcharme o no; incluso me había indicado que no podría ponerme en contacto con el exterior.

—Si puedo vagar libremente por todo el castillo, ¿por qué no puedo hacerlo por el ala oeste? —mis primeras palabras sonaron roncas, acusatorias.

El Señor de los Demonios enarcó una de sus cejas oscuras al escucharme hablar. Incluso las dos doncellas parecieron sorprendidas por mi intervención.

Los labios del demonio se aplanaron el uno contra el otro.

—Pertenece a mi Maestra y no tolera que se la moleste —contestó sin más.

Pero sospeché que había algo más que había decidido omitir.

—Ahora que has decidido salir de ese absurdo voto de silencio autoimpuesto —habló con deliberada lentitud, estudiándome—. ¿Tienes alguna pregunta más?

Alisé la falda de mi vestido, consciente de que allí no había nada mío. Todas mis cosas se habían quedado en casa, creyendo que volvería cuando terminara el Día del Tributo; observé la habitación... que me pertenecía durante el tiempo que decidieran mantenerme allí. Lo que daba a entender que me permitirían vivir un poco más.

—Yo no... yo no... Todas mis cosas están en mi casa —balbuceé.

Las doncellas compartieron una mirada cómplice.

El Señor de los Demonios hizo un vago gesto en dirección a una de las puertas.

—En el vestidor encontrarás todo lo que creas necesitar —me explicó y denoté que estaba deseando marcharse de allí—. Si falta algo... simplemente házmelo saber y yo me haré cargo.

Dio un paso en dirección a la puerta, dando por zanjada la conversación después de haberme explicado las reglas del castillo y haber logrado arrancarme una palabra. Observé su marcha con una expresión impertérrita; una vez nos quedamos a solas las tres, dediqué una rápida mirada a mis dos doncellas, que mantenían la sonrisa a pesar del tiempo que había transcurrido.

—Es un placer conocerla, señorita.

Bathsheba. La mujer que parecía haber salido del mismo sitio que Setan.

—Quizá debería darse un baño, ha sido un día muy largo para usted.

Briseida se dirigió entonces a la puerta de la izquierda y la abrió, mostrándome un maravilloso baño de mármol blanco con detalles en color oro; pestañeé para controlar mi sorpresa.

Fijé mi atención en Bathsheba, que estaba quieta, observándome con suma atención. Casi como si no quisiera perderse un detalle de mí.

—¿Cuánto tiempo me quedaré aquí? —le pregunté.

Sus ojos negros relucieron.

—No sabría decirle, señorita.

El sonido del agua corriendo nos interrumpió unos segundos. Briseida seguía en el baño, trasteando en su interior para prepararme el baño; la simple idea de tener a aquellas dos mujeres cuidándome día y noche me ponía los vellos de punta.

Estudié la habitación de nuevo.

—¿Es aquí donde instalan a todas las... chicas? —hice mi siguiente pregunta, clavando mis ojos en el rostro de la doncella.

Me urgía tener información, la máxima posible, sobre qué era lo que sucedía. No me atrevía a formular esas preguntas ante el Señor de los Demonios, a pesar de que había logrado sacarme de mi mutismo, pero me resultaba mucho más fácil hacerlo delante de aquellas dos mujeres.

—El señor suele disponer distintas habitaciones para sus invitadas —contestó Bathsheba.

Briseida apareció en la puerta que conducía al baño con una expresión plácida.

—Vamos, señorita —me indicó, haciéndome señas con las manos para que me dirigiera hacia ella—. He añadido un par de productos al agua para que se encuentre más cómoda y relajada.

Mientras obedecía, miré por encima del hombro a Bathsheba, que se mantenía en el mismo sitio.

—¿Estáis obligadas a hacer todo lo que yo os ordene? —quise cerciorarme.

La mujer miró más allá de mí, hacia Briseida.

—Tenga cuidado con lo que ordene, señorita, la paciencia del amo es... limitada. No creo que le guste ver su otra faceta.

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