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cuarenta.

Desperté en mi cama. Sola.

Pestañeé ante la luz que se colaba desde la terraza y contemplé mi alrededor, sintiendo un dolor sordo en las sienes. Imágenes de lo sucedido la noche anterior cruzando por mi mente, aumentando la presión que sentía a ambos lados de mi cabeza, pero también había vacíos. Importantes vacíos respecto a algunos hechos que habían tenido lugar...

Aparté las mantas de una patada mientras cruzaba el colchón a duras penas, abalanzándome sobre el baño antes de vomitar estruendosamente, manchando de un extraño mejunje negro la blanca porcelana; los ojos se me llenaron de lágrimas mientras continuaba vaciando el contenido de mi estómago.

—¡Eir! —la exclamación ahogada de Bathsheba a mi espalda hizo que mis mejillas ardieran con fuerza.

No me resultaba nada agradable que me viera de ese modo. Sin embargo, mi doncella cruzó la distancia que nos separaba y me apartó con eficiencia mi cabello, impidiendo que pudiera cubrirlo de vómito; entre lágrimas vi cómo Bathsheba contemplaba su negrura, frunciendo el ceño.

Me sostuvo con cariño, susurrándome palabras de aliento hasta que me dejé resbalar sobre el fresco suelo del baño, tomando una entrecortada bocanada de aire. Ella se acuclilló frente a mí y deslizó el dorso de sus dedos sobre mi frente, del mismo modo que lo haría una madre comprobando la temperatura.

—Es normal que te encuentres así después de haber probado la esencia de un demonio —me dijo, controlando su tono de voz—. Es peor que la resaca normal...

Sus ojos oscuros relampaguearon y supe que estaba pensando en lo que había sucedido la noche anterior. La situación en la que nos había encontrado a Barnabas y a mí en aquel escondite del pasillo.

Mis mejillas volvieron a enrojecer y no opuse resistencia cuando Bathsheba cargó conmigo en brazos para devolverme a la cama. No aparté los ojos de ella mientras recolocaba las mantas a mi alrededor; notaba el pecho presionado por la culpa: aunque no lo hubiera dicho abiertamente, sabía que tenía sentimientos por Barnabas. Y no me estaba refiriendo a sentimientos como el odio o la traición.

—Lo siento —me disculpé en voz baja, esperando que aquello no la hiciera huir del mismo modo que a Briseida—. No sé qué me sucedió ayer.

La rigidez se extendió por su cuerpo y Bathsheba clavó su oscura mirada en lo que estaba haciendo con las manos, casi esquivando la mía.

—Tú no tuviste culpa de nada, Eir —me aseguró con vehemencia—. Todo fue un sucio truco de Barnabas. Es su modus operandi.

Mordí mi labio inferior, recuperando algunos fragmentos de la noche. Fruncí el ceño al rememorar cómo Barnabas había intentado decirme algo, resistirse quizá, por unos segundos mientras yo lo mantenía apretado contra la pared de piedra.

—Él trató... trató de decirme que no —la voz me tembló.

Los ojos de Bathsheba se alzaron hacia mi rostro.

—Me sostuvo por las muñecas, impidiendo que yo... que yo continuara —el ardor de las mejillas se intensificó—. Era como si estuviera luchando contra sí mismo.

Ella dejó escapar una amarga carcajada, burlándose de mi incredulidad.

—Cariño: Barnabas usó su esencia de demonio para seducirte —me explicó con paciencia—. Interpretó el papel de hombre que trataba de hacer lo correcto, sin sucumbir a sus instintos; pero estaba jugando contigo, adoptando esa máscara para salirse con la suya. Como siempre hace.

Me encogí al escuchar el tono duro que había empleado para hablar de Barnabas. Bathsheba le conocía de primera mano; y sabía los trucos que usaba el demonio para obtener lo que quería. Al principio de aparecer en el castillo, ella ya me había advertido al respecto; incluso se encargó de protegerme amenazando al propio demonio sobre lo que pasaría si decidía cruzar la línea.

Tiré de las mantas para que me cubrieran más.

—¿Qué sucedió... después?

Lo último que recordaba era a Setan cargando conmigo, antes de que todo se volviera oscuro.

«Mi reina de sombras...»

Bathsheba tomó una bocanada de aire y abandonó la tarea de alisar las mantas para no dejar ni una sola arruga; se sentó a mi lado y frunció los labios, con sus ojos resplandeciendo de ira.

—El amo te subió hasta aquí mientras yo vigilaba a Barnabas, impidiendo que pudiera huir —por el gesto de desagrado que puso, supe que no había sido nada bueno aquel período de tiempo los dos solos—. La Maestra descubrió lo que había sucedido... o se hizo una idea... y entonces hizo correr la historia entre todos los invitados. El amo regresó y se llevó consigo a Barnabas. Realmente me hubiera gustado acompañarle y estar ahí para ser testigo de su sufrimiento —añadió casi para sí misma.

Mis ojos se abrieron de par en par, horrorizados.

—¿Todo... todo el mundo sabe lo que sucedió? —balbuceé.

Bathsheba sonrió de manera irónica.

—Todo el mundo sabe que Barnabas está enfermo y que decidió usar sus poderes para seducir a la elegida del anfitrión, incumpliendo así una serie de reglas de protocolo... y educación.

Y esa historia había corrido de boca en boca, azuzada por la Maestra, y muy posiblemente por Nayan, que habría disfrutado de aquel momento de devolverme el golpe; el estómago se me hundió al imaginar el tipo de rumores que podían estar corriendo sobre mí en aquellos precisos instantes.

Le sostuve la mirada a Bathsheba y, al cabo de unos segundos, su sonrisa desapareció y su gesto se contrajo en uno serio.

—Te interpusiste entre el amo y Barnabas para salvar la vida de esa maldita sabandija —recordó—. Desapareciste de entre mis brazos... del mismo modo que lo hace el amo.

Retorcí la tela de las mantas entre mis manos.

—Descubrí hace poco que podía hacerlo —contesté.

Bathsheba frunció los labios.

—No merecía la pena, ¿sabes? —me dijo en voz baja.

Luego alzó la mano y cogió un mechón de mi cabello, mostrándomelo.

—Como tampoco el esfuerzo.

Contemplé con estupefacción cómo el blanco de mis puntas se había extendido.

No supe cómo tomarme aquella noticia, el hecho de que mi cabello estuviera tornándose blanco, eliminando mi antiguo color. El desencadenante había sido aquella noche, cuando perdí el control; Bathsheba creía que era debido a que usaba demasiada magia, que eso parecía absorber más de lo que yo podía dar.

Mi doncella soltó el mechón y forzó una sonrisa que pretendía subirme el ánimo.

—Tu arresto domiciliario ha sido levantado —me informó con un optimismo que resultaba tan artificial como su sonrisa—. Después de lo sucedido... de que Barnabas te hubiera mostrado ante todos, el amo cree que no existe problema a que abandones la habitación. Siempre y cuando estés acompañada, por supuesto —se apresuró a puntualizar—. El riesgo aún existe.

Tampoco supe cómo debía afrontar aquella concesión por el Señor de los Demonios. El tiempo que había pasado allí encerrada no había sido agradable... a excepción de cuando abandonaba el dormitorio a hurtadillas; sin embargo, no iba a confesar eso delante de Bathsheba.

Aunque eso me recordara que aún tenía una conversación pendiente con Setan.

—¿Dónde está Rogue? —opté por preguntar.

Bathsheba frunció el ceño.

—Con esa bola de pelo corriendo de un lado a otro —a pesar de la crudeza en la forma de referirse a la perrita, había cariño en su voz— no podías descansar, así que le he pedido a uno de los demonios que la sacara de aquí antes de que decidiera despellejarla con mis propias manos.

Esbocé una tímida sonrisa.

Mi doncella hizo desaparecer su sonrisa cuando el silencio hizo acto de presencia entre nosotras. Su mirada se ensombreció y supe hacia dónde se habían dirigido sus pensamientos; habíamos decidido dejar aparcado ese tema, pero aún había cosas por decir.

—Él también ha asegurado una y otra vez que no era lo que parecía —dijo al final, a media voz—. Me suplicó que le creyera... Como si pudiera confiar en él —escupió con rencor.

Bajé la mirada a las mantas, sobrecogida al imaginar cómo habría sido aquel momento entre ambos.

—Si hubiera llegado más lejos, le habría matado con mis propias manos —añadió un instante después—. Aún tengo ganas de hacerlo, maldita sea.

Una parte de mí quería aferrarse a las palabras de Bathsheba, a la certeza y seguridad con la que hablaba sobre qué había motivado a Barnabas a que usara en mí esencia de demonio, buscando seducirme; pero todavía seguía creyendo que había algo extraño en aquella historia. En lo que había sucedido.

Con todas las oportunidades que el demonio había tenido, cuando nos quedábamos a solas, ¿por qué había decidido hacerlo entonces, sabiendo que existía un gran riesgo de ser descubierto?

Las sienes empezaron a latirme con fuerza al intentar forzar a mi cabeza, incapaz de poder dar de lado aquel asunto.

—El amo se preguntaba si... si querías verle —susurró Bathsheba.

Cualquier hilo de pensamiento que tuviera se cortó de golpe al saber que Setan quería verme. Alcé mi dubitativa mirada hacia mi doncella, que sonreía con una tambaleante ternura.

—Perdiste el conocimiento y él te trajo hasta aquí —me relató aquellos momentos que estaban en negro dentro de mis propios recuerdos—. Luego me pidió que cuidara de ti mientras se encargaba de Barnabas. Respetó... respetó vuestra distancia.

Los labios me temblaron, pero no fui capaz de formular palabra alguna.

El Señor de los Demonios me había rescatado en aquel pasillo, después de que yo gastara mis energías en aquel movimiento de transportarme de los brazos de Bathsheba hasta donde se encontraban ellos; y el rencor que había podido sentir hacia él se había visto mitigado con el paso de los días. El dolor no había desaparecido, pero se había vuelto tolerable.

Y tenía la oportunidad de que él pudiera explicármelo.

—Eir, el amo respetará cualquier decisión —apuntó Bathsheba.

Tomé una bocanada de aire.

—Puede pasar.

El alivio inundó los ojos de Bathsheba mientras asentía y se ponía en pie para dirigirse a la puerta, que estaba cerrada. Observé cómo se alejaba de mí para salir al pasillo; desapareció por ella, dejándome unos instantes a solas en mi habitación. Hice uso de esos momentos en soledad para tomar una gran bocanada de aire, armándome de valor para afrontar un reencuentro con Setan tras aquel primer contacto en el pasillo. Cuando yo había intervenido para suplicarle que perdonara la vista a Barnabas.

Alguien llamó a la puerta y alcé la mirada, quedándome paralizada al ver a la Maestra detenida en el umbral. Dedicándome una resplandeciente sonrisa.

La sangre pareció congelárseme dentro de las venas cuando dio un paso hacia delante, internándose en mi dormitorio y asegurándose de cerrar la puerta a su espalda. Indicando con ese gesto que no quería que nadie nos interrumpiera.

Las sombras cosquillearon en mis dedos, reaccionando al pánico de ver allí a la Maestra. La mujer que se encontraba en la cúspide de la jerarquía del poder; la Reina de todos los Demonios.

Y la supuesta madre de Setan.

—Eir Gerber —dijo mi nombre como una amenaza.

Me quedé en silencio, sin saber qué decir.

Ella ladeó la cabeza, adoptando un aire maternal. En un par de zancadas estuvo a mi lado de la cama, manteniendo su sonrisa; arrastré mi cuerpo por el colchón, intentando moverme hacia el otro lado. Manteniendo la distancia, creando espacio entre las dos; la Maestra se relamió el labio inferior al descubrir mi intención.

—¿Me tienes miedo, niña? —ronroneó.

En aquella ocasión no me mostré tan discreta: me quité las mantas de encima con una patada y salté de la cama, echando a correr hacia la puerta. La Maestra chasqueó los dedos y algo se enroscó mis tobillos, haciéndome caer a plomo sobre el suelo; un gemido se me escapó entre los labios cuando me golpeé con fuerza.

Intenté arrastrarme con los codos, pero el poder de la Maestra empezó a reptar por mis piernas, dejando cada palmo de mi piel la sensación de estar convertido en piedra; un nuevo gemido brotó de mi boca al verme impedida. Inmovilizada.

El pánico se enroscó en mi estómago, lanzando llamaradas de poder por mis venas. De manera desesperada pensé cualquier destino lejos de las garras de aquella mujer; en mi mente empezó a formarse la imagen de los jardines y las sombras manaron de mi cuerpo, intentando protegerme y llevarme consigo.

Grité cuando mi rostro quedó aplastado contra el suelo, con la mano de la Maestra presionando mi cabeza.

No pude moverme cuando esa mano apartó con brusquedad los mechones de mi cabello, seguramente observando el platino que había aparecido tras mi estallido de poder; escuché la risa que dejó escapar entre dientes.

—Usas más magia de la que puedes soportar —canturreó y sentí sus dedos recorriendo mis mechones—. Y por eso la magia exige más... Este cabello platino... Ah, este cabello platino es signo de que has dado de tu energía vital para poder impulsar la magia, haciéndola más poderosa.

Las sombras me cosquillearon bajo la mejilla, advirtiendo mi miedo.

La Maestra se rió y perfiló uno de mis pómulos con una de sus afiladas uñas. Me mordí el interior de la mejilla, conteniendo cualquier sonido y tragándomelo; la magia de la Maestra seguía inmovilizándome, reteniéndome contra el suelo.

—Es una lástima que no pueda hacerte todo lo que tengo en mente, Eir Gerber.

Su mano presionó más mi cabeza.

—Eres un error —continuó.

Mis dientes crujieron.

—Nunca deberías haber nacido.

Mi cuerpo se sacudió al recordar la voz que resonó en aquella habitación oscura; esa voz que también me tomaba como una amenaza y quería eliminarme. Entonces supe que la criatura que se había escondido entre la oscuridad no había sido otra que la Maestra, dispuesta a terminar conmigo.

Y no pudo conseguirlo gracias a Barnabas.

—Lo contaminó... Contaminó el poder que le otorgué —una pausa—. Pero eso es algo que corregirá muy pronto y el error quedará subsanado.

Se oyó un fuerte golpe en la puerta.

—Ten cuidado con lo que dices, Eir Gerber —me advirtió al oído—. El castillo lo oye todo... y me lo susurra.

La presión de su mano y su magia inmovilizadora desaparecieron de golpe, justo cuando la puerta se abría de par en par y un enfurecido Señor de los Demonios cruzó el umbral, con sus ojos reluciendo; su mirada se detuvo en mí y en un parpadeo lo tuve cara a cara. Bathsheba ahogó una exclamación de horror a su espalda, pero las manos de Setan me tomaron con cuidado de los brazos, ayudándome a incorporarme.

Quedé de rodillas mientras intentaba controlar mis emociones. Mientras intentaba mantener a raya el pavor y el pánico que había sentido al verme acorralada de ese modo por la Maestra, al ver cómo mi magia no era capaz de acudir a mí cuando más la necesitaba... pues se quedaba ahogada en comparación con el poder que atesoraba la mujer.

Mi cuerpo se sacudía a causa de los temblores y yo contenía a duras penas las ganas de romper a llorar, de sacar fuera de mí ese miedo que me había dejado atenazada... indefensa; que me recordaba lo inferior que era frente a los demonios. A pesar de mis poderes casi demoniacos.

Setan apartó con cuidado un par de mechones de mi rostro y vi que fruncía el ceño al contemplar las hebras plateadas que habían aparecido nuevas.

—¿Qué ha pasado? —me preguntó.

Me di cuenta de que él también estaba alterado, y que estaba echando mano de todo su autocontrol para no estallar.

Abrí y cerré la boca varias veces, pero las palabras no querían surgir dentro de mi garganta. La advertencia sobre qué me sucedería si le contaba lo que había pasado se repitió en mis oídos; ni siquiera Setan podría salvarme de la Maestra.

—Eir... Eir, di algo —Bathsheba me contemplaba por encima del hombro del Señor de los Demonios, asustada por mi estado.

Finalmente el llanto brotó y rompí a llorar, abalanzándome sobre el pecho de Setan y buscando refugio en él. Al principio percibí la duda en su cuerpo por cómo se tensó, pero luego sus brazos me rodearon con cierta torpeza; continué llorando con fuerza, intentando alejar a la Maestra de mi cabeza.

—No me dejes sola —sollocé—. No me dejes sola, por favor.

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