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cincuenta y siete.

No puse en duda la advertencia de Belphegor sobre Hel: aquel castillo había sido reclamado por ella, sin duda alguna que sabía todo lo que sucedía dentro de sus paredes. Y nuestra presencia allí no iba a pasar desapercibida eternamente.

Esperé que el miedo hiciera acto de presencia, pero lo único que sentía en aquellos instantes fue una desbordante ira; ira hacia Hel por todo lo que había hecho, por el daño que había causado.

Había regresado al castillo por varios motivos, y uno de ellos era acabar de una vez por todas con ella. Aunque hubiera visto las dudas en Setan cuando le dije lo que estaba dispuesta a hacer, no me había venido abajo: quería confiar en mis posibilidades, por pequeñas que fueran.

Mis ojos se clavaron en Nigrum.

—La estaca —le ordené y, al ver que permanecía congelado en su sitio, urgí—: Ahora.

El demonio gato se desvaneció en una nube de color oscuro, dejándonos a solas. Elara se tensó ante la ausencia de Nigrum; pude leer en su mirada la desconfianza que aún sentía hacia Belphegor... y Briseida. Setan permanecía inconsciente, recuperándose del tiempo que estuvo encadenado y que había causado estragos en su interior debido a su ligera diferencia con otros demonios.

Pero la hermana de Barnabas parecía encontrarse nerviosa. La advertencia sobre la Maestra, quien parecía haber descubierto que ya nos encontrábamos dentro del castillo, flotaba sobre nuestras cabezas; el tiempo se nos agotaba y necesitábamos aquella arma que había mencionado Nigrum si queríamos tener una oportunidad contra Hel.

El interior de la biblioteca se agitó de nuevo, provocando que varios libros cayeran de las estanterías. Briseida dejó escapar un gemido ahogado mientras Belphegor la sostenía con firmeza, evitando que pudiera aprovechar la oportunidad para salir huyendo; Elara trató de afianzarse en el suelo, dirigiéndome una mirada de circunstancias.

«Nos estamos quedando sin tiempo...»

Podía sentir la magia de Hel moviéndose, rastreando cada palmo del castillo para dar con nosotras. Ella era la reina de los demonios, su poder era desmesurado y no tardaría mucho en descubrir nuestra posición; el vello se me erizó al percibir la esencia de la Maestra y mi propia magia se agitó en respuesta, reconociéndola. Sintiéndola como afín.

—¿Dónde se ha metido ese maldito gato? —escuché que graznaba Elara.

Ella también debía estar sintiendo lo mismo que yo, no en vano Setan había compartido su propia magia —la magia de Hel— con mi tía para que pudiera huir de allí en el pasado. Ambas éramos como una enorme diana para la Maestra, éramos un objetivo para el rastreo que estaba llevando a cabo Hel.

—Estoy aquí.

Me giré hacia el sonido de la voz de Nigrum, topándome con el demonio gato flotando a pocos metros de mi espalda. Entre las patas portaba una labrada caja de madera con joyas engastadas; el aspecto que presentaba aquel objeto —un recipiente, en realidad— era indudablemente obra de Hel, quien no había perdido la ocasión de guardar un arma tan poderosa en aquel estuche lujoso. Me fijé en los grabados de la madera, las inconfundibles figuras que debían representar a dos demonios... uno de ellos portando en su mano la propia estaca de la que me había hablado Nigrum.

Alterné la mirada entre los ojos del demonio gato y el resto de grabados que mostraba aquella cara de la caja.

Nigrum asintió ante mi pregunta no formulada.

—La caja explica el funcionamiento de la estaca —confirmó mis sospechas.

Seguí el resto de la representación. Cómo el demonio que llevaba la estaca lo clavaba en el cuerpo del otro, con algo parecido a humo saliendo de la mano donde reposaba el arma, y luego cómo el demonio herido era consumido por las llamas.

Parecía sencillo, viéndolo de ese modo.

Pero yo sabía que no lo sería, que Hel no se rendiría fácilmente, que lucharía con uñas y dientes para sobrevivir.

Nigrum levantó la tapa y pude ver la estaca que reposaba sobre un mullido cojín de color sangre. Fabricada de un extraño material de color negro, y rodeada por decorativas filigranas plateadas; sin embargo, sobre el negro se podían apreciar símbolos similares a los que el demonio gato tenía grabados en los anillos que portaba. Tenía su afilada punta recubierta de plata, que relucía bajo la mortecina luz de las antorchas encendidas de la biblioteca.

Alargué la mano con decisión hacia el interior de la caja y mis dedos se cerraron alrededor de la estaca. Una dolorosa corriente me atravesó el brazo, haciéndome apretar los dientes; Nigrum había dicho que se requería un pequeño pago para poder usarla, y que ese pago era mucho más doloroso para un demonio auténtico.

Procuré que mi rostro no mostrara nada mientras sacaba la estaca de su lugar y la sostenía en mi mano, todavía sintiendo su doloroso poder resonando contra mis huesos; llegando más allá de mi codo, hasta mi hombro.

Los ojos de Nigrum me contemplaban con curiosidad mientras yo continuaba con la estaca en la mano, como si supiera la repercusión que estaba teniendo en mi cuerpo aquella arma cargada de esa mortífera energía que escondía.

—Necesitarás algo donde llevarla, Eir Gerber —apuntó Belphegor a mi espalda.

La miré por encima del hombro y ella chasqueó los dedos, haciendo que un cinturón apareciera de la nada y flotara hacia mí. Aún haciendo uso de su magia, el demonio me ajustó con cuidado el cinturón alrededor de la cintura, permitiéndome ver el hueco donde debía encajar la estaca.

La coloqué ahí y la corriente desapareció cuando se rompió el contacto; miré mi palma desnuda, topándome con mi piel, sin ningún tipo de quemadura o señal por haber tocado la estaca.

Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza y tuve la dolorosa certeza de que el tiempo se nos había agotado.

—Ella está aquí.

Briseida gritó cuando las sombras nos atacaron desde los rincones oscuros de la biblioteca, abalanzándose sobre nosotros para atraparnos. Alcé las manos de manera inconsciente, usando mi propia magia para detenerlas; mis propias sombras salieron al encuentro de las dirigidas por la Maestra, colisionando entre ellas.

Belphegor empujó a mi doncella hacia delante, intentando que nos replegáramos para que a las sombras que no seguían mis órdenes no pudieran atraparnos con facilidad; gruñí cuando la magia de Hel presionó contra la mía. Nigrum bufó mientras le veía tratar de invocar algo con su propia magia; Belphegor se colocó a mi lado y alzó sus palmas para ayudarme a controlar las sombras que nos asolaban.

Conseguimos crear una cúpula protectora a nuestro alrededor que mantenían a raya a las sombras, que chocaban contra ella, intentando atravesarla. Belphegor apretó los dientes con rabia cuando otro grupo de sombras colisionaron contra el flanco izquierdo de nuestra protección.

—No podremos aguantar mucho más —Belphegor dio voz a mis propios pensamientos.

Estábamos atrapados en la biblioteca, rodeada de todas aquellas sombras que tenían orden de atraparnos... vivos o muertos. Hel estaba jugando del mismo modo que lo haría un gato con un ratón antes de devorarlo; podía sentir su presencia acercándose cada vez más. Había rabia en ella; también una sed incontrolable por terminar lo que había dejado pendiente, el cabo que había llevado tantos años suelto: Elara y, por ende, yo.

La protección que Belphegor y yo manteníamos a duras penas tembló cuando las sombras arremetieron de nuevo, cerniéndose sobre nosotros como una nube negra; el demonio giró la cabeza en dirección a Nigrum, quien parecía bastante nervioso y agitaba la cola de un lado a otro.

—¡Llévanos a otro lado! —le exigió a gritos para hacerse oír por encima del molesto zumbido que producían las sombras—. ¡Usa tu maldita magia para sacarnos de aquí!

La mirada de Nigrum reflejaba miedo cuando yo también dirigí mis ojos hacia el demonio gato.

—¡Ella ha sellado este lugar con su magia! —exclamó con angustia—. ¡No podemos salir, estamos atrapados!

Briseida dejó escapar un gemido de horror cuando la nube oscura chocó de nuevo contra nuestra cúpula. Las rodillas me temblaron ante el embiste y mi magia se resintió, exigiendo más de mí para poder mantenerse en pie; Elara gritó algo a mi espalda, pero los oídos empezaron a pitarme, impidiéndome entender lo que decía mi tía.

Belphegor jadeó con esfuerzo y ambas nos miramos, conscientes de que no íbamos a poder aguantar un próximo ataque.

Una mano se apoyó en mi hombro, haciendo que mi concentración se viera ligeramente alterada.

A mi lado, Setan observaba la cúpula de sombras que trataba de atravesar la que Belphegor y yo continuábamos sosteniendo sobre nuestras cabezas. Sus ojos volvían a mostrar aquel aspecto de fuego líquido; sus poderes habían vuelto y su parte de demonio había terminado de conquistar aquel terreno que las cadenas le habían robado a la fuerza. El corazón me dio un vuelco al contemplarle tal y como le había conocido aquel día en la plaza, el Día del Tributo: peligroso... y lleno de una furiosa energía que exigía ser liberada.

De sus muñecas brotaron sombras que reptaron a lo largo de sus brazos.

—Cuando la cúpula caiga —nos advirtió y tanto Belphegor como yo le escuchamos atentamente— quiero que corráis hacia donde se encuentran los otros.

Abrí la boca, pero Setan no me dio oportunidad de hablar:

—Y después dirigíos hacia la puerta de la biblioteca, la desbloquearé.

Belphegor asintió de manera mecánica, del mismo modo que había visto hacer en multitud de ocasiones a Briseida o Bathsheba cuando recibían alguna orden por su parte. Pero yo no era un demonio menor como mis doncellas; yo no le debía ciega obediencia, podía rechazar cualquier a de sus órdenes.

Incluyendo aquélla en especial.

—¿Y qué hay de ti? —exigí saber, ignorando la mueca que hizo la hermana de Barnabas al escucharme hablar de ese modo tan desafiante.

La mirada de Setan se desvió unos instantes en mi dirección.

—Os brindaré tiempo suficiente para que os dé tiempo a huir.

Apreté los dientes con fuerza, sin poder bajar mis palmas y aferrarlo por la pechera de la sucia y destrozada camisa que llevaba. Quería zarandearlo por su estupidez, por aquel arranque de salvador que parecía habérsele encendido después de que le hubiéramos liberado de las cadenas; pero debía mantenerme en aquella posición si quería continuar protegiéndonos de las sombras que se arremolinaban al otro lado, y que parecían más ansiosas después de haber sentido la magia de Setan.

—No he regresado al castillo para permitir que suceda esto —le espeté, casi escupiéndolo entre dientes—: no voy a irme, Setan. No voy a huir de nuevo; he vuelto para enfrentarme a Hel, sea cual sea el resultado. He vuelto para encontrar el modo de romper vuestro acuerdo.

El rostro del demonio se ensombreció al escucharme afirmar que no iba a obedecerle, que no iba a seguir sus directrices como si fuera Briseida o Bathsheba. Y que estaba dispuesta a correr el riesgo para tratar de liberarlo.

—Eir...

—No voy a abandonarte, no voy a permitir que ese demonio continúe manipulándote de ese modo tan... tan horrible.

Aguanté la fiereza de su mirada y no aparté mis ojos de los suyos hasta que Nigrum hizo aparecer su cabeza por el hueco que había entre ambos, contemplándonos a los dos con una expresión inquisitiva.

—Lamento interrumpir tan interesante intercambio de frases en las que ninguno va a dar su brazo a torcer por puro orgullo y terquedad, pero tengo malas noticias —la mirada de Setan y la mía se clavaron en el demonio gato, que esbozó una sonrisa culpable—: ella ya casi está aquí.

Como si hubieran escuchado a Nigrum, las sombras volvieron a congregarse, formando una enorme esfera oscura. Belphegor dejó escapar un sonido de advertencia antes de que aquella masa se estrellara con violencia contra nuestra cúpula, haciendo que estallara en mil pedazos.

La oscuridad se cernió sobre nosotros como un ave se abalanzara sobre su presa, dejándonos congelados en nuestro sitio. Escuché los gritos de Elara y Briseida a mis espaldas; por el rabillo del ojo creí ver a Belphegor tratando de llegar hasta ellas para poder protegerlas. Algo se abalanzó contra mí, lanzándome contra el suelo de piedra.

El aire se me escapó de los pulmones a causa del golpe, haciéndome boquear como un pez fuera del agua; la estaca se me clavó en la cintura cuando reboté tras la caída. Mis ojos se abrieron de par en par al toparme con el pecho de Setan frente a mí; el demonio me había intentado proteger usando su propio cuerpo como escudo.

Nuestras miradas se encontraron y vi el miedo inundando los ojos ígneos de Setan.

—¿Estás bien? —pestañeé, aún intentando escapar del estupor de lo sucedido; no fui capaz de formar una sola frase coherente—. Eir —dijo mi nombre con urgencia—. Eir, ¿estás bien?

—Sí —conseguí decir y dirigí mi mirada hacia su hombro, tratando de ver más allá—. ¿Qué demonios...?

—Yo también me alegro de verte, murcielaguito.

Setan se hizo a un lado cuando reconoció la voz, permitiéndome poder ponerme en pie y abalanzarme sobre el demonio que me esperaba a unos simples metros de distancia. Barnabas abrió los brazos para recibirme y fundirnos ambos en un emotivo abrazo de reencuentro; cerré los ojos un instante, disfrutando de la sensación de tener a mi amigo de nuevo a mi lado, libre de la prisión y de aquellas cadenas que tanto afectaban a los demonios, pero la unión de otra persona al abrazo me obligó a abrirlos de nuevo, notando un vuelco en el estómago al descubrir su identidad.

Lo primero que vi fue la mirada acuosa de mi otra doncella, Bathsheba.

—¡Eir! —gritaba, arrebatándome de los brazos de Barnabas para palpar mi cuerpo con premura—.¡Oh, por los círculos más calientes del Infierno!

Cuando empezó a proferir lamentos y amenazas sobre mi regreso al castillo se cortó a sí misma abruptamente. Sus ojos se movieron lejos de mi rostro y se abrieron de par en par con una mezcla de horror y desconcierto; me giré entre sus brazos para ver a Belphegor sosteniendo a una malherida Briseida entre los suyos.

El estómago me dio un violento vuelco al ver las zonas donde las sombras la habían alcanzado. Su piel mostraba un aspecto descompuesto y su rostro se encontraba contraído en una mueca de dolor; Barnabas pasó como una exhalación a nuestro lado para llegar hasta su hermana y mi doncella.

No había tiempo para las explicaciones, el estado de Briseida era un asunto demasiado urgente para cualquier distracción.

—Naberius —fue lo único que bramó en un tono imperativo.

Tardé unos instantes en encontrar a quién pertenecía ese nombre... o mejor dicho a qué: una enorme criatura de tres cabezas de lobo y cuerpo de cuervo clavó sus ojos iridiscentes en mí antes de dejar escapar un sonido bajo, similar a un gruñido; luego desplegó dos enormes alas a su espalda a modo de aviso.

Me separé de Bathsheba para que pudiera seguir a Barnabas hasta donde se encontraba, ya atendiendo a una herida Briseida. Setan ocupó el lugar de mi doncella, con la vista clavada en el grupo que se afanaba por ayudar al demonio; la única que se mantenía apartada era Elara, que no perdía de vista a la criatura a la que Barnabas se había dirigido como Naberius, y que no tardó en hacer alarde de su habitual ausencia del sentido del tacto:

—Es una traidora, se lo merece.

La cabeza de Bathsheba se movió en un simple pestañeo, clavándole su iracunda mirada a mi tía, que no retrocedió un ápice. Observé la confrontación con todo el cuerpo bajo una capa de tensión, preparada para interponerme entre ambas si las cosas se ponían feas; Barnabas había colocado las palmas sobre una de las heridas de Briseida mientras Belphegor la sostenía.

Las muñecas de mi doncella se encontraban desnudas, después de que el demonio hubiera hecho desaparecer los grilletes en forma de serpiente que había conjurado para retenerla con nosotros.

Una punzada de preocupación me atravesó el pecho al seguir con atención cada movimiento de Barnabas para sanar sus heridas. Era posible que, tal y como había afirmado Elara, fuera una traidora... pero no podía creer que todos aquellos meses hubiera estado fingiendo conmigo; una parte de mí se aferraba a la diminuta esperanza de que la preocupación y el cariño que Briseida me había mostrado en aquellos meses que habíamos pasado juntas hubiera sido real. No una treta por su parte para cumplir con la obligación de espiarme, orden directa que había recibido de Hel.

Y la idea de que pudiera morir...

—No tenemos tiempo —escuché que decía Belphegor.

Junto a Barnabas, era capaz de ver las similitudes que existían entre ambos. A excepción de los dos cuernos que salían de la frente de Belphegor, y de los que Barnabas carecía... o mantenía ocultos. La mirada de Barnabas se desvió entonces hacia su hermana; podía percibir el dilema en el que se encontraba: quería salvar a Briseida, pero no quería correr ningún riesgo.

—Mi magia protege este lugar —desveló y Naberius emitió un gruñido a nuestra espalda, poniéndome el vello de punta—. Nos brindará algo más.

Bathsheba había abandonado la lucha de miradas con Elara y se encontraba reclinada sobre el cuerpo de su hermana, sosteniéndole una mano. Podía leer la angustia en sus ojos oscuros; mi doncella se había sacrificado en el pasado por mantener a Briseida a salvo, verla en aquel estado suponía haberle fallado. No haberla podido proteger.

Setan se removió a mi lado, con sus ojos clavados en el grupo que conformaban en el suelo; mi tía estaba apartada, con Nigrum flotando cerca de ella para mantenerla controlada... o impedir que pudiera seguir haciendo comentarios hirientes que hicieran que la situación se descontrolara.

—¿Qué ha querido decir Elara sobre Briseida? —me susurró Setan al oído, cuidando de que nadie más pudiera alcanzar a oír la conversación.

Sentí una punzada de dolor en el pecho al recordar.

—Ella... ella me espiaba para informar a la Maestra —decidí ser escueta con mi respuesta. No quise añadir nada más por consideración a Briseida: Setan le había confiado mi seguridad, creyendo que así me encontraría en buenas manos. El demonio jamás había sospechado que ella hubiera sido capaz de hacer algo así.

El Señor de los Demonios se tensó al escuchar que Briseida le había traicionado, colaborando con Hel a sus espaldas. Sin embargo, una parte de mí salió en defensa de mi antigua doncella:

—Ella le obligó. Briseida no podía negarse.

Y quizá, en el fondo, ella estaba arrepentida de tener que espiar para Hel; pero también atrapada, pues no podía desobedecer la orden de la reina de los demonios, no después de que la Maestra la amenazara con hacerle daño a Bathsheba.

Mi doncella sentía tener una deuda con su gemela y quería recompensarla por todos los años que Bathsheba había cuidado de ella.

—... es hora de terminar con la partida de una vez por todas: ahora o nunca —escuché que decía Barnabas, llamando mi atención.

El demonio alzó la mirada en mi dirección, aunque sus ojos se desviaron hacia el rostro de Setan unos segundos. Belphegor nos había dicho que Setan había ordenado a Briseida que fuera a liberar al otro demonio después de que yo me desvaneciera del castillo, lejos de las garras de Hel; le había acusado de estar cegado por sus prejuicios hacia Barnabas cuando le conté la verdad sobre lo sucedido aquel día, cuando el demonio me llevó como acompañante a aquella reunión maquinada por Hel y ella ordenó a Juvart que hiciera uso de su magia para manipularnos tanto a Barnabas como a mí, haciendo que los problemas que arrastraban su pupilo y el otro quien, además, había ayudado activamente a encerrarla en el pasado. Sin embargo, era evidente que Setan había podido ver al final que era cierto: de otro modo no habría ordenado a Briseida que sacara de su celda a Barnabas.

Que Hel había estado detrás de todo aquello.

—La pregunta es... ¿estás dispuesto a rebelarte de una vez por todas, principito, o preferirás dejando que esa mujer continúe manipulándote a su antojo? —disparó Barnabas.

El rostro de Setan mudó a una expresión de enfado al escuchar cómo le había llamado.

El resto de nosotros contuvimos la respiración, alternando nuestra mirada entre Barnabas y Setan. Briseida dejó escapar un gemido de dolor, recordándole al Señor de los Demonios que hiciera su elección rápido; Bathsheba mordió su labio inferior y apretó la mano que sostenía de su hermana.

—Quiero lo mismo que vosotros —declaró con rotundidad.

Barnabas esbozó una sonrisa ladina y devolvió su atención a Briseida, conforme con la respuesta de Setan. Después de haber comprobado —y oído— que el pupilo de la Maestra, la persona que había dado inicio, sin siquiera saberlo, todo aquel asunto, estaba dispuesto a traicionarla.

Años bajo su poder, con cadenas invisibles, habían terminado de hacer mella en el Señor de los Demonios.

Setan quería ser libre, aunque no lo hubiera dicho de ese modo tan directo.

Naberius se removió tras nosotros y escuché cómo dejaba escapar un gruñido bajo, de advertencia. El rostro de Barnabas se contorsionó al oír a la criatura, entendiendo el mensaje que iba implícito en aquel simple sonido; sus manos se iluminaron y Briseida soltó un gimoteo cuando la magia del demonio entró en contacto con la herida.

Un inconfundible olor a podrido inundó el ambiente, ya de por sí cerrado, de la biblioteca. La cara de mi doncella se torció por el dolor mientras que el de su hermana perdía color al ver el sufrimiento de su gemela; Elara se encontraba inquieta, con sus ojos azules alternando entre Naberius y el grupo de demonios que se encargaban de Briseida. La mirada de mi tía se encontró con la mía y supe que ambas estábamos sintiendo lo mismo: la magia de Hel estaba regresando. La trampa de las sombras solamente había sido un señuelo.

—Barnabas —la persona que intervino fue Setan, quien también se encontraba conectado con la magia de la reina de los demonios. En su voz había una advertencia... y una huella de temor.

El aludido apretó la mandíbula y sus manos parecieron emitir mucha más energía para acelerar el proceso. Bathsheba alternaba la mirada entre las heridas de su hermana y el rostro del demonio; aún no se había lanzado a su cuello, y las cosas entre ambos parecían haber quedado en suspenso. ¿Habría sucedido algo en aquel período relativamente corto que había pasado fuera del castillo?

—Un poco más —gruñó—. Solamente necesito un poco más...

Belphegor se puso en pie de un salto y en sus manos se materializó una mortífera guadaña cuyo mango parecía estar fabricado... en hueso; la hoja pareció emitir un brillo rojizo cuando la luz de las antorchas se reflejó en ella. Naberius soltó un aullido que me hizo dar un bote sobre mi sitio, anunciando lo inminente: Hel estaba cerca.

Había optado por acudir personalmente, cansada de su juego.

Los ojos del demonio recorrieron el espacio de la biblioteca y sus dedos se cerraron con fuerza alrededor del mango de su arma. Setan se removió a mi lado y sentí un tirón en el estómago cuando despertó a su propia magia. Elara retrocedió, intentando ocultarse entre las sombras, mientras Nigrum se agitaba nerviosamente a su alrededor, provocando que los anillos que llevaba en la cola sonaran.

La angustia se apoderó de Bathsheba, que miró a Barnabas con una expresión cercana al pánico.

El vello se me puso en punta como señal de advertencia antes de que se oyera una sonora explosión en algún punto de la habitación. Mi magia parecía cantar dentro de mis venas, reconociendo la esencia que se colaba; los restos del ataque que había llevado Hel a cabo para romper las guardas que hubiera puesto Barnabas en la biblioteca para darnos unos minutos de ventaja y poder sanar a Briseida.

Mis dedos se movieron inconscientemente hacia la empuñadura de la estaca que llevaba colgada de la cintura, pero no llegué a rozarla. El gesto no se le pasó por alto a Setan, que clavó su mirada en el arma; luego la desvió hacia mi rostro sin ser capaz de ocultar su asombro.

No obstante, no dijo ni una sola palabra al respecto. Nigrum nos había contado que el Señor de los Demonios sabía de la existencia de la estaca, y que también conocía su alcance y poder; era evidente que la había reconocido.

Una segunda explosión resonó por toda la biblioteca y Barnabas gruñó algo entre dientes. Su tez había empezado a palidecer mientras continuaba curando a Briseida; la mayoría de heridas que le habían causado las sombras que había enviado Hel habían desaparecido de su cuerpo, pero no era un proceso fácil... como tampoco agradable.

Naberius gruñó y mostró los dientes. Sus alas de cuervo se desplegaron a ambos lados de su desproporcionado cuerpo, agitándolas a modo de advertencia; todos éramos conscientes de que las protecciones del demonio estaban perdiendo su eficacia debido a que Barnabas estaba dividiendo su propia energía entre mantenerlas y curar a mi doncella.

Bathsheba colocó una mano sobre la que el demonio mantenía cerca de una herida de Briseida.

—Es suficiente —le dijo, tajante.

Ella sabía el esfuerzo que estaba haciendo Barnabas y había optado por pedirle que se detuviera, sabiendo lo que podía costarle en caso de continuar presionándose a sí mismo de ese modo.

Sin embargo, el demonio no parecía estar escuchándola, pues mantenía sus manos aún sobre la herida y su magia seguía transmitiéndose hacia ella, sanándola. Bathsheba apretó su mano contra la de él, intentando llamar su atención.

—Las peores heridas han desaparecido, su vida ya no corre peligro —insistió con fiereza—. Te necesitamos, Barnabas; necesitamos que luches a nuestro lado, y si sigues haciéndote esto acabarás agotado.

El sonido de un estruendoso aplauso estalló por toda la biblioteca, provocando que mis dientes crujieran. Ninguno fuimos capaces de mover un solo músculo, aturdidos por la presencia que se acercaba hasta donde nos encontrábamos con una cuidada parsimonia; cuidando hasta el último detalle de su aparición en la biblioteca, Hel hizo acto de presencia dirigiéndose hacia nosotros con un paso lento. Recreándose en su momento, en su victoria.

Había abandonado el blanco que siempre la había visto llevando, un señuelo para intentar esconder el monstruo que se escondía detrás; ahora lo había sustituido por un rojo, similar a la sangre, y el oro. Sus labios pintados de carmín sonreían mientras sus delineados ojos nos estudiaban a todos con atención, del mismo modo que lo haría un depredador que tuviera arrinconada a su presa.

Tras echarnos un vistazo, su mirada se clavó en Elara y después en mí.

—Qué idóneo que estéis de nuevo aquí —ronroneó.

La misma sensación que tuve cuando ella apareció en mi dormitorio, la mañana siguiente al baile donde envió a Juvart para hacer el trabajo sucio, reptó por todo mi cuerpo: las extremidades no eran capaces de obedecerme, de nuevo como si hubieran sido convertidas en piedra; el aire tampoco era capaz de llegar bien a mis pulmones, dándome una agobiante sensación de asfixia. Sabía que aquello era un pellizco de lo que realmente Hel podía hacer, que estaba divirtiéndose a nuestra costa... disfrutando antes de dar el golpe final.

Miré a mis compañeros y vi que estaban en la misma situación que yo: completamente atrapados. Inmóviles. Congelados mientras la reina se paseaba entre nosotros como si fuéramos una colección de estatuas en su jardín favorito; simples objetos decorativos. Frágiles en sus manos.

Vi que se detenía frente a Setan, en absoluto sorprendida de verlo fuera de su dormitorio, libre de las cadenas. Ladeó la cabeza y sus labios se fruncieron en una mueca de decepción y desdén; alzó una mano para acariciar el rostro del demonio, cuya mirada de fuego no parecía querer esconder el asco que le producía ver a la mujer que lo había condenado contemplándolo de ese modo casi condescendiente, como una madre decepcionada por el comportamiento de su hijo.

—Te convertí en lo que eres —le dijo, hablando entre dientes—. Te di parte de mi poder, Setan. ¿Y es así como me lo pagas, traicionándome de este modo? Recuerda que te perdoné aquella vez, cuando dejaste marchar a aquella chiquilla que jugó con tus sentimientos para, precisamente, conseguir su libertad; recuerda que te advertí que no habría una segunda vez. Pero lo hiciste de nuevo...

Apretó la mandíbula con fuerza, conteniendo su enfado por la traición de su pupilo; por haberme ayudado a huir, del mismo modo que hizo años antes con mi madre. Hel parecía verdaderamente dolida por ello.

Nadie tuvo tiempo de reaccionar —o tan siquiera moverse— cuando su mano salió disparada hacia la mejilla de Setan. El demonio acusó la bofetada sin pestañear, atrapado entre las garras de la magia de Hel; la única señal de lo que sentía se veía reflejado en sus ojos de fuego, que parecieron echar chispas ante el golpe que había recibido.

—Tu debilidad te ha impedido cumplir con tu obligación —continuó la mujer—, pero no te preocupes: me encargaré por ti de enmendar tus errores. ¿No es eso lo que he hecho contigo?

Sentí una quemazón alrededor de las muñecas y, cuando bajé la mirada, vi sombras ajustándose como grilletes. No me dejé llevar por el pánico, pues era como si hubiera retrocedido en el tiempo y fuera de nuevo una niña que sentía pavor por la oscuridad y las sombras; por los susurros que emitían y que provocaban que mi corazón se encogiera dentro de mi pecho.

Traté de respirar hondo, de alejar mis viejas pesadillas; me recordé una y otra vez lo que Setan me había mostrado: que yo tenía el poder. Que las sombras no eran mis enemigas. Que ellas formaban parte de mí y yo de ellas.

Hel chasqueó los dedos casi con parsimonia.

Todo se sumió en la oscuridad.

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