cincuenta y ocho.
Caí sobre el duro suelo de piedra cuando la negrura que nos rodeaba se desvaneció, mostrándonos una enorme sala repleta de retratos. Seguí con la mirada los rostros de aquellos hombres y mujeres hasta que mis ojos se quedaron clavados en uno de ellos; el estómago se me retorció al reconocer sus rasgos, su mirada castaña. Aquella pintura era anterior al recuerdo que había visto en aquella perla de la memoria, ya que no había ni una sola hebra gris en su cabello... y su expresión aún no se encontraba retorcida por el horror de haber visto a su hijo convertido en un demonio.
La madre de Setan se encontraba acompañada por dos hombres que, no me costó mucho adivinar, debían ser su marido y su otro hijo. El heredero al trono que murió repentinamente en un accidente con su caballo.
Ayin.
Recordé su apariencia siendo niño, jugando con su hermano en uno de los salones de aquel mismo castillo. Compartía cierto parecido con Setan, pero sus ojos eran de un tono más claro y su sonrisa parecía ocuparle todo el rostro; no había en él ninguna huella de cansancio, de derrota. El Señor de los Demonios no solía sonreír, pero su hermano parecía haber nacido con una sonrisa pegada en la cara.
Aparté los ojos de los retratos de los antiguos reyes y reinas que Hel mantenía allí como una exposición, recordándose a sí misma su propia victoria, para buscar a Setan. El demonio había clavado sus ojos en los mismos retratos que yo y vi una profunda soledad y añoranza en ellos. También culpa.
Les había fallado por su miedo, por su egoísmo.
Traté de moverme, pero los grilletes de sombra que Hel había usado en nosotros me mantenían clavada en el suelo, como un vulgar perro al que su amo ha decidido castigar por su mal comportamiento. La mujer apareció en mi campo de visión mientras se paseaba entre nosotros, con una amplia sonrisa curvando sus labios.
Se detuvo frente a Elara, que la recibió con una expresión de puro odio.
—Me sorprende que tengas sentido del honor, Elara —le dijo.
Mi tía había sido una de las elegidas que habían hecho sentir temor a Hel en su acuerdo con Setan, por ello había intentado acabar con su vida. Pero no le había salido bien la jugada: el Señor de los Demonios, sabiendo lo que estaba planeando su Maestra, había usado su magia para sacarla del castillo.
Era evidente que Hel jamás olvidaría a Elara.
En los labios de mi tía apareció una sonrisa viperina que rivalizaba con la que mostraba la Maestra.
—Yo también creí en el pasado que tenías honor, pero luego descubrí la víbora que escondías dentro —replicó alegremente—. ¿Qué se siente cuando sabes que tu fin está tan cerca, Hel?
La bofetada resonó por toda la sala. Hel temblaba de pies a cabeza —quizá de la rabia por la osadía de la otra; quizá con una pizca de miedo de poder ver la verdad que había en sus palabras— y Elara giró el cuello, sin poder llevarse una mano al pómulo donde el dorso de la reina de los demonios le había acertado.
Mi tía se echó a reír a mandíbula batiente.
—Hel —la sorpresiva intervención de Barnabas hizo que la mujer se detuviera en sus intenciones de golpear por segunda vez a Elara.
Todos contuvimos la respiración cuando los dos demonios se miraron fijamente. Barnabas era poderoso, lo había descubierto gracias al grimorio que Nigrum me había dado en la biblioteca, alegando que allí encontraría algunas respuestas; se encontraba solamente a un escalafón de altura de Hel.
El rostro de la reina de los demonios se contrajo en una mueca.
—Sanguijuela traicionera —escupió.
Barnabas le dedicó una media sonrisa.
—No es la primera vez que se refieren a mí de ese modo —replicó y algo en su rostro pareció resplandecer—. Naberius.
La poderosa criatura —mitad lobo, mitad cuervo— se alzó del rincón donde se encontraba escondido. Las cadenas de sombras que rodeaban su cuerpo y patas cayeron al suelo, convertidas en simples girones que se evaporaron a los pocos segundos; Naberius movió sus tres cabezas de lobo, mostrándole a Hel sus peligrosas mandíbulas.
—Soy un Príncipe, Hel —le recordó Barnabas, con un ronroneo—. Tu magia no funciona del todo conmigo.
Con un silbido como única orden, Naberius se abalanzó sobre Hel, que se envolvió en un capullo de oscuridad para protegerse de la embestida. Criatura y demonio empezaron una batalla en la que no parecía haber un claro vencedor; aprovechando la distracción que mantenía ocupada a la mujer, Barnabas hizo que sus propios grilletes se consumieran y se dirigió hacia Belphegor, que se encontraba muy cerca.
—Necesito que salgas de aquí y avises al resto de Príncipes; cuéntales toda la verdad, incluyendo la identidad de él —le pidió mientras la liberaba, señalando con un gesto de barbilla a Setan—. Los leales a nuestra causa se harán cargo de los demonios que siguen siendo fieles a Hel.
Belphegor asintió y movió las muñecas para desentumecerlas cuando se vio libre. Barnabas pasó entonces a Bathsheba, quien había arrastrado su cuerpo hacia el de su hermana para protegerla; los ojos de mi doncella eran suplicantes cuando el demonio llegó a su lado y se dispuso a liberarla. No alcancé a oír lo que le decía a Barnabas, pero sí me llegó la respuesta de él:
—Os sacaré de aquí, te lo prometo —hizo una pausa, concentrándose en los grilletes—. No habrá más esclavitud forzada, Ebba. Vais a ser libres, las dos; podrás llevar a Brisa donde siempre soñaste. ¿Lo recuerdas? Una pequeña cabaña en lo profundo de un bosque, y tú disfrutando de la soledad. De la paz. De la calma... No más sangre derramada, no más muertes.
Los ojos de Bathsheba se llenaron de lágrimas al escuchar la promesa de Barnabas. Desde que el demonio hubiera aparecido, mi doncella no había dudado un instante en prevenirme contra él, alegando lo traicionero que podía llegar a ser; pero en aquel momento no pude ver el odio que parecía guardarle después de tantos años, después de lo que sucedió entre ambos y que rompió el corazón a Bathsheba.
En ellos relucía el agradecimiento.
Barnabas logró liberar a Bathsheba antes de que escucháramos el aullido agónico de Naberius y un fuerte golpe. El pesado cuerpo de la criatura había chocado contra el suelo de piedra, provocando que algunos de los retratos colgados acabaran cayendo; el estómago se me revolvió al ver cómo Hel había ganado aquel asalto contra Naberius.
Sus dos alas estaban torcidas en ángulos imposibles en varias partes, como si la mujer hubiera disfrutado quebrándolas por distintos puntos. La criatura gemía de dolor, incapaz de moverse; con sus alas destrozadas extendidas a ambos lados de su enorme cuerpo.
—¿Creías que alguno de tus perros tendría una sola oportunidad contra mí? —escupió con ira la mujer.
Su cabello se encontraba revuelto, y parte de su vestido rasgado. El encuentro con la criatura le debía haber pasado factura, ya que había tenido que luchar con uñas y dientes para poder derrotarlo; su mirada parecía enloquecida con ese aspecto. Sus ojos azules taladraban al demonio y se abrieron aún más cuando descubrió lo que había estado haciendo durante su enfrentamiento con Naberius.
Hel se transformó en un torbellino de oscuridad, lanzándose hacia donde se encontraba detenido Barnabas. El demonio empujó a Bathsheba a su espalda, interponiéndose a sí mismo y convirtiéndose en un escudo para proteger a mi doncella y a su hermana; escuché un gruñido cargado de esfuerzo a mi lado y, por el rabillo del ojo, contemplé cómo Setan convertía en añicos sus propios grilletes. Luego una nube de oscuridad se lo tragó.
Grité hasta hacerme daño en la garganta cuando reapareció en la trayectoria que seguía el torbellino de Hel. Ambos colisionaron con una fuerza brutal que hizo que toda la sala temblara; Barnabas cubrió con su cuerpo a Bathsheba y Briseida para impedir que salieran despedidas por los aires y Belphegor había clavado su guadaña —que había aparecido en algún momento de nuevo entre sus manos— en el suelo para mantenerse allí anclada. Los tres que quedábamos engrillados nos vimos zarandeados por la onda que parecía haberse formado tras la colisión, aunque nuestras ataduras nos mantuvieron fijos en el suelo.
Cuando las sombras se despejaron, pude ver a Setan conteniendo a Hel. Sus magias se encontraban conectadas, unidas por ser... por una misma; la magia que corría por las venas de Setan —por las de Elara y las mías propias— era la misma que corría por las de Hel. Ella había convertido a Setan en demonio y le había brindado parte de su poder; Hel lo había creado a partir de su magia.
Y por eso mismo Setan había logrado detenerla en seco.
Tenía las mandíbulas apretadas por el esfuerzo mientras su magia creaba finos hilos que conectaban con los de ella. El rostro de Hel estaba demudado por la ira... por el odio que sentía hacia Setan; la mujer lo había estado manipulando a su antojo desde que crearon el acuerdo que condenó al príncipe que pidió su ayuda, intentando huir de su destino. No debía resultarle fácil ver cómo las tornas cambiaban y Setan mostraba resistencia, cansado de ser su marioneta.
—Eres un desagradecido —rugió Hel—. ¿Te atreves a enfrentarte abiertamente a mí? ¿A mí? Yo, que te lo he dado todo, ¡yo, que te he convertido en quien eres!
Agité mis muñecas entre los grilletes de sombras, intentando liberarme.
La ira embargó a Setan y vi cómo parte de la magia que procedía de Hel cedía a la suya.
—¡Me convertiste en un demonio! —le recriminó—. ¡Me obligaste a ver cómo asesinabas a mis padres, burlándote de lo que habías hecho conmigo! Me diste falsas esperanzas para volver a ser libre y no me diste opción con todas esas chicas que elegía año tras año...
Todos oímos cómo la voz se le rompió al hacer mención a las elegidas. Recordé las hileras interminables de lápidas que contenía el Cementerio Infinito, lo inquieto que había sentido a Setan cuando apareció en aquel lugar para sacarme mientras yo continuaba perdida; la Maestra le había obligado a elegir una chica cada año, y él quizá lo hubiera hecho de buena gana al principio, creyendo ciegamente que tenía una oportunidad de volver a ser libre. De romper el acuerdo que le unía a Hel.
Sin embargo, entre las intenciones de la mujer nunca había entrado liberarlo: se había encargado personalmente de deshacerse de todas aquellas chicas que suponían un peligro para sus intereses. Y había alentado a que la desesperación y la renuncia se fueran apoderando de su pupilo.
Rememoré aquel día en la plaza. Setan parecía aburrido de encontrarse allí, cansado de tener que revivir de nuevo aquello que tanto daño le hacía; estaba segura que ya se había rendido. Quizá por eso no mostró tanto interés en mí.
Quizá por eso se mantuvo apartado mientras yo me adaptaba a la vida dentro del castillo.
Setan sabía que estaba sentenciada porque él había dejado de luchar, porque había aprendido a la fuerza que nunca le permitiría ser libre. Mantuvo las distancias, sabiendo que no sería diferente de las otras; que mi final no sería distinto a todas aquellas que habían terminado en el Cementerio Infinito.
Condenadas porque él había renunciado a buscar su libertad.
Condenadas porque Hel jamás permitiría que su pupilo rompiera el acuerdo.
Pero la historia no se repitió del modo que Setan y Hel esperaban: ninguno de ellos sabía a ciencia cierta quién era la chiquilla que había suplicado para sí misma que escogiera a otra; ninguno de ellos había sabido quién era yo hasta meses más tarde. Y Hel... ella debía haber disfrutado, creyendo que yo sería un castigo para Setan por recordarle a la chica que le destrozó el corazón. A la chica que renunció, la única que podía haberle brindado la libertad.
—Me mentiste, Hel —continuó Setan, recuperando el aplomo; alejando la oscuridad que le carcomía por dentro por todos los actos atroces que le acompañaban.
La mujer se echó a reír.
—En ningún momento te mentí, querido —le contradijo, mostrando su dentadura en un gesto feroz—. Me suplicaste que te convirtiera en algo que tu padre odiara... ¿Y quién no odia a un demonio?
—Me robaste mi identidad —escupió—. Me hiciste que olvidara quién era.
Hel empujó contra la magia de Setan, ganando el terreno que había perdido.
—Te di una nueva —gruñó.
La angustia de verme allí apartada, con los grilletes todavía rodeando mis muñecas, hizo que me revolviera. La estaca se me clavó en la cadera, un doloroso recordatorio de la promesa que me había hecho: acabar con Hel.
Poner fin a todo aquello.
Sin embargo, ¿qué sucedería con Setan? El acuerdo seguía estando vigente entre ambos, y mis conocimientos sobre tratos con demonios no incluían cómo debían ser anulados. En el caso de Hel y Setan, la disolución de acuerdo era el amor verdadero. El Señor de los Demonios debía mostrarse tal y como era en realidad, a corazón abierto: un asustado príncipe que nos condenó a todos por el pavor que sintió de hacer frente a sus propias responsabilidades. Un demonio que había seducido y engatusado a muchas de sus elegidas, siguiendo las órdenes que Hel había dictado.
Una criatura rota y llena de oscuridad que anhelaba la libertad.
El perdón.
Y la comprensión.
Durante los meses que había pasado dentro del castillo, nuestra relación había ido transformándose: dejó de ignorarme y el hecho de que quisiera entender de dónde provenían mis poderes —aunque luego encontrara la respuesta y decidiera guardársela para sí— nos había acercado el uno al otro. Descubrí una pequeña parte de Setan, pero no la suficiente.
Él no se había mostrado ante mí en los términos que exigía su acuerdo con Hel para ser liberado.
Sabía que le importaba, ya que no se hubiera tomado la molestia de sacarme del castillo cuando supo que Hel estaba tras todos los ataques que había sufrido desde que me trajera allí si no fuera así. Pero no sabía hasta qué punto alcanzaban sus propios sentimientos.
Si serían suficientes para intentar romper el acuerdo.
—Fui bastante benevolente contigo en el pasado, Setan —Hel volvió a la carga y la lucha por el control se intensificó entre ambos—. Pasé por alto la debilidad que empezaste a mostrar; perdoné que hubieras dado parte de mi poder a esa chiquilla que jugó con tus sentimientos. Incluso cuando descubrí que me habías mentido, que el cadáver que me mostraste sobre ella no era más que una falsa. Pero hay cosas que no puedo pasar por alto, especialmente cuando incides en esos mismos errores que te perdoné y que me juraste no volver a repetir.
—Ella era inocente —replicó Setan—. No merecía morir; ninguna de ellas merecía morir.
La sonrisa de Hel se tornó venenosa.
—Ninguna merecía morir, pero únicamente salvaste a dos —apostilló con maldad—. Estoy intentando enmendar tus fallos, querido. Hazte a un lado y no habrá consecuencias para ti. Hazte a un lado y permíteme terminar con este asunto que quedó inconcluso hace años, cuando sacaste a esa maldita chica de mi castillo y le diste parte de mi magia para que pudiera huir.
Elara permanecía imperturbable, convertida en una estatua de piedra mientras escuchaba cómo se debatía sobre nuestra propia ejecución. Hel me había asegurado en mi dormitorio, cuando hizo alarde de su desmesurado poder contra mí, que se iba a encargar de devolver todo a la normalidad; que jamás permitiría que el poder que le había otorgado a Setan se contaminara.
—No —la palabra resonó con fuerza en el interior de la sala.
Hel ladeó la cabeza.
—Estoy cansado de todo esto —continuó Setan—. Estoy cansado de ti.
Hubo un estallido de humo negro y sombras alrededor de Setan. El demonio empujó con energía a su mentora, provocando que ambos salieran despedidos hacia el fondo de la habitación; el cuerpo de Hel impactó contra la pared de piedra con un escalofriante crujido que me puso todo el vello erizado. A través de la polvareda que se había levantado, pude distinguir la inconfundible silueta de Setan alzándose.
Giró el cuello hacia nosotros.
—¡Barnabas...!
No tuvo tiempo de terminar su frase, ya que Hel volvió a la carga y ambos se convirtieron en una maraña de oscuridad, sombras y polvo. La desbordante magia inundó el ambiente hasta hacerlo opresivo: los dos estaban haciendo uso de toda su fuente de energía, dispuestos a terminar con el otro. Pero Hel no era fácil de matar, no era un demonio común.
Y yo tenía la única arma capaz de hacer que la partida llegara a su fin.
Barnabas salió del estupor que le tenía atrapado al contemplar la batalla encarnizada que estaba teniendo lugar entre Setan y Hel. El demonio era un Príncipe, su posición —y magia— se encontraba por debajo de la mujer; en cambio, la situación de Setan dentro de la jerarquía demoniaca era toda una incógnita. ¿Estaba en el mismo escalafón de Hel? ¿Habría que crear uno nuevo que se ajustara a su naturaleza?
Le dijo algo al oído a Bathsheba mientras liberaba a Briseida; Belphegor se encontraba junto a Naberius, haciéndose cargo de las alas destrozadas de la criatura. Una vez terminó con las ataduras de mi antigua doncella, se dirigió hacia donde se encontraba retenido Nigrum.
—¿Y ahora qué, gato? —le espetó.
—No había contemplado esta posibilidad —reconoció el otro—. Quizá... quizá pueda derrotarla. No en vano comparten la misma magia.
Pero no era ninguna certeza, sino simples elucubraciones. Me obligué a desviar la mirada del torbellino que estaba teniendo al fondo de la sala, sobre una enorme tarima de piedra donde antiguamente debían haber estado dos tronos, para clavarla en mis muñecas. Percibía la inconfundible huella de la magia de Hel en los grilletes...
¿Acaso mi propia magia no era la misma?
Me concentré en las sombras que rodeaban mi piel, apretándola hasta entumecer mis manos. Me aferré al pequeño hilo, del mismo modo que hice cuando usé mi sortija para encontrar a Barnabas, y traté de manipularlo.
Invoqué mi propia magia para que los grilletes la reconocieran, para que las sombras cayeran bajo mi influjo y respondieran a mis órdenes. La oscuridad fluyó desde mi interior, cubriéndome bajo una capa de negrura hasta alcanzar mis muñecas; tomé una bocanada de aire, sintiendo cómo mis energías menguaban. Pero continué.
Me obligué a continuar insuflando magia a los grilletes, a que cedieran a mi control, hasta que cayeron al suelo, convertidos en simples jirones de oscuridad.
Barnabas se encontraba ya con Elara, rompiendo sus propios grilletes. La mirada de mi tía se cruzó con la mía y su rostro se contrajo en una máscara de horror al leer la determinación que llenaba mis ojos; a mi alrededor crecieron las sombras, como un poderoso escudo.
El demonio también miró en mi dirección, alarmado por la expresión de Elara. Abrió la boca para decir algo, pero mi tía lo apartó de un empujón y echó a correr hacia mí; le permití que me sujetara por los brazos y procuré que la magia que me rodeaba no le hiciera ningún daño.
—¡No seas estúpida! —me recriminó—. Deja que él se encargue de sus propios asuntos...
Un aullido sacudió el interior de la sala. El estómago me dio un violento vuelco cuando vi cómo el cuerpo de Setan era zarandeado como una simple marioneta, estrellándose con brutalidad contra el suelo; Hel mostraba sus dientes, que se habían vuelto afilados como agujas, mientras disfrutaba de la visión de ver a sus pies a su pupilo. Chasqueó los dedos y Setan fue lanzado por los aires, hasta chocar contra la misma pared en la que ella había sido golpeada cuando su pupilo la empujó, alejándola de nosotros.
—Setan, Setan, Setan... —canturreó, negando con la cabeza de manera condescendiente—. Eres mi siervo, eres mío. Tu alma me pertenece; tu cuerpo también me pertenece. Yo te creé, soy tu madre; y me has decepcionado. Por eso mismo voy a enseñarte una lección que, espero, sirva para que nunca vuelvas a fallarme de este modo.
Con un giro de cuello antinatural, dirigió su ardiente y sedienta mirada hacia el grupo que había al otro lado de la sala; pero toda su atención estaba clavada en Elara y en mí, que continuábamos juntas. Con mi tía todavía rodeando mis brazos y tratando de hacerme entrar en razón.
Una horrible sonrisa deformó sus facciones y sentí un retortijón en el estómago, una advertencia silenciosa.
No tuvimos tiempo de reaccionar: Hel extendió sus brazos en nuestra dirección, con las palmas señalándonos; luego, con un rápido movimiento, los retrotrajo hacia el pecho. Elara y yo nos vimos empujadas hacia delante, arrastradas contra nuestra voluntad hacia la tarima donde se encontraba la mujer y Setan.
Aún con esa horrible sonrisa curvando sus labios, chasqueó los dedos por segunda vez. Un grupo de sombras con forma humanoide aparecieron en la sala, rodeando a mis amigos para impedir que alguno de ellos pudiera acudir en nuestra ayuda. Vi cómo Bathsheba se encargaba de cubrir a su hermana herida; a Barnabas situándose frente a los hombres-sombra mientras Nigrum les bufaba, con los pelos del lomo totalmente erizados.
Hel sonreía con socarronería, saboreando ya su victoria.
Mi cuerpo impactó con violencia contra la tarima después de que llegáramos a los pies de la mujer, haciendo que sintiera que mis pulmones eran aplastados contra la piedra; Elara se quejó a mi lado, retorciéndose mientras intentaba liberarse de los hilos invisibles que todavía teníamos alrededor de nuestros cuerpos. Dirigí mi mirada hacia Setan, que jadeaba desde su precaria posición.
Estaba pálido, con algunos rastros de sangre que iban coagulándose sobre su piel.
Sus ojos de fuego se alzaron hacia mí y pude ver la misma sombra que los había cubierto cuando contempló los retratos de su familia. «Lo siento», parecía querer decirme, «os he fallado.»
Conseguí que mi cabeza hiciera un discreto movimiento negativo, pero no sirvió para aplacar la culpa que atenazaba al demonio.
Hel ladeó la cabeza y retorció sus dedos, obligando al cuerpo de Setan que se incorporara y quedara de rodillas, con una bonita vista de nosotras dos y lo que estaba sucediendo a nuestra espalda.
—Voy a acabar con ellas de una vez por todas, tal y como debiste hacer tú —dijo la mujer con absoluta tranquilidad—. Elige cuál de las dos morirá primero.
La mirada de Setan se tornó alarmada al oír las intenciones de su Maestra para Elara y para mí. Mi tía empezó a retorcerse con renovadas energías, dejándose llevar por el pánico; por el contrario, mi cuerpo se había convertido en un enorme bloque de piedra, como la que tenía contra mi espalda.
Me mantuve inmóvil mientras Hel continuaba disfrutando de la situación, presionando a Setan de nuevo. Haciendo que se abrieran nuevas grietas y que la oscuridad que había en su interior se expandiera un poco más, conquistando todo a su paso.
El demonio se quedó en silencio, negándose a responder a Hel.
Pero eso no disuadió a la mujer, que se situó a su lado y colocó una mano sobre el hombro de su pupilo. Luego inclinó la cabeza de modo que su boca quedara a pocos centímetros de su oído y sus ojos continuaran vigilándonos a Elara y a mí.
—Mi paciencia no es infinita, querido —le advirtió con un tono fingidamente juguetón—. La segunda opción, en caso de que continúes así, es que las asesine a la vez.
Los ojos del demonio alternaron entre el rostro de su Maestra y el mío. Elara redobló sus esfuerzos para tratar de liberarse, pero yo seguía estando paralizada; la estaca permanecía guardada en su funda, junto a mi cadera. La posición en la que me encontraba tendida en el suelo la mantenía lejos de la vista de la mujer.
Si Setan pudiera hacerse con ella...
Hel optó por presionar un poco más, buscando arrancar algún tipo de reacción en su pupilo.
—Quizá debería escoger yo —insistió, sonriendo con socarronería—. Y, en tal caso, empezaría... Oh, quizá empezaría por ti, Elara.
Con un giro de muñeca, los hilos que mantenía sobre nuestros cuerpos reaccionaron, obligándonos a alzarnos. La angustia despertó dentro de mí cuando algo se deslizó por mi piel hasta alcanzar mi cuello; mi respiración se aceleró al notar esa mano invisible tanteando... jugando... hasta empezar a apretar con fuerza.
Por el rabillo del ojo vi que Elara se encontraba en la misma situación que yo, con aquella mano invisible presionando contra su cuello, privándola del aire. Provocando que sus pulmones ardieran dentro de su pecho.
Jadeé con una mezcla de horror y dolor cuando los dedos invisibles se hundieron con más saña sobre mi cuello, haciendo que la presión fuera insoportable. El aire no era capaz de pasar por mi garganta y una sensación de ardor se extendió por ella, hasta alcanzar mi pecho; en mi visión aparecieron puntitos de color negro.
La cabeza empezó a pesarme, con las sienes presionándome de tal modo que creí que me iba a explotar.
Abrí y cerré la boca, intentando hablar, pero el control se me escapaba entre los dedos; un cansancio general empezó a ganar terreno dentro de mí.
«Usa tu magia, Elara —quise decir—. Libérate.»
Más allá del molesto pitido que se había instalado en mis oídos escuché un rugido; a través de mi mirada empañada vislumbré a Setan liberándose del control de Hel, estallando en un cúmulo de oscuridad que pareció alcanzar cada rincón de la enorme sala en la que estábamos atrapados.
Los hilos se cortaron y Elara y yo caíamos desplomadas al suelo. Tomé una bocanada de aire mientras ignoraba la punzada de dolor que me recorrió el costado; Elara rompió a toser a mi lado, con el rostro de un vivo color rojo. Sus ojos estaban llenos de lágrimas a causa del esfuerzo.
Alcé la mirada hacia el demonio, que mantenía a Hel retenida con una mano rodeando su esbelto cuello, del mismo modo que ella nos había tenido a Elara y a mí segundos antes. Con su cuerpo aplastado en la pared de piedra que había tras ella. En sus ojos latía un fuego descontrolado.
Un incendio alimentado por el odio.
—No puedes matarme, Setan —ronroneó la mujer—. Soy la reina de los demonios. Soy la cúspide del poder. Soy invencible.
Mis dedos se movieron hacia la empuñadura de la estaca. Pestañeé hasta lograr aclarar mi visión, recuperando el resuello y el control de mis extremidades; sentí un doloroso cosquilleo allá donde mi palma entró en contacto con el arma, pero lo ignoré. Toda mi atención estaba clavada en Setan y en Hel.
Pero ella no estaba dispuesta a rendirse, no cuando todavía escondía un par de ases bajo la manga y la oportunidad de vencer.
Mi mirada registró a cámara lenta cómo usaba su magia para poder transportarse. Lancé mis propios hilos a la oscuridad que la rodeó, adhiriéndome a ella, haciendo que mi magia formara parte de la suya; cuando desapareció, mis hilos me mostraron dónde tenía pensado aparecer de nuevo.
Saqué la estaca de su funda e invoqué mis sombras. Me fundí en la oscuridad y seguí el hilo conductor que hacía de unión entre nosotras dos; dejé que ella fuera la primera en materializarse. Luego lo hice yo.
Con la punta de la estaca por delante, empujé mi cuerpo hacia ella, notando cómo el arma era atraída por la carne de la mujer, reconociendo la esencia de demonio que corría por sus venas; un poderoso sentimiento de avidez me embargó al percibir lo que realmente quería la estaca: destruir aquello para lo que fue creada. Mis oídos amenazaron con estallar cuando Hel abrió la boca para dejar escapar un agónico alarido cargado de tortura al sentir la estaca introduciéndose aún más en su cuerpo; atravesando la tela de su vestido y después la carne.
El fuego se desató por las palmas de mis manos, ascendiendo a través de las muñecas por mis brazos. La conexión que mantenía con la estaca me informó que mi magia no era suficiente, que necesitaba más.
Dejé que tomara la energía de mí mientras hundía poco a poco el arma en el cuerpo de mi enemiga, haciendo que su poder se derramara por todos los rincones de Hel. Quemando. Abrasando todo a su paso.
Sus gritos aumentaron de volumen mientras su piel tomaba un aspecto grisáceo, como la ceniza. Las fuerzas me abandonaron y sentí que las extremidades inferiores dejaban de sostenerme; apenas fui consciente de cómo las dos nos precipitábamos al suelo, con Hel envuelta en fuego.
Un pesado cansancio se aposentó en mis huesos.
Me rendí a él.
●
El cuerpo de la chica cayó como una hoja marchita.
Su cabello blanco se extendió por la piedra del suelo, a los pies de la tarima donde el fuego había terminado de devorar a la reina de los demonios, transformándola en simples cenizas.
La mujer morena fue la primera en reaccionar, en salir de su horrorizado estupor tras haber contemplado cómo la chica aparecía frente a la mujer y hundía la punta de aquella estaca en su pecho, introduciéndola hasta la empuñadura; después de haber sido testigo de cómo el negro del cabello de la joven se tornaba de un espectral blanco.
La estaca había requerido más energía para poder llevar a cabo su cometido y la chica había ofrecido la suya propia, su energía vital. Su pequeña esencia de demonio no había sido suficiente, por lo que se había sacrificado a sí misma, cediendo todo su poder... toda su magia. Toda su esencia.
Y ahora se encontraba vacía, como un cascarón.
La mujer dejó escapar un agónico grito antes de precipitarse hacia los pies de la tarima, donde reposaba el cuerpo exánime de la joven. Ni siquiera prestó atención al otro cuerpo, el que había caído a pocos metros de los restos incinerados de la reina de los demonios. El cuerpo del pupilo, aquel que había servido a su señora, condenándose a sí mismo.
Cayó de rodillas junto a la chica y la tomó entre sus brazos. Las lágrimas brotaron al ver el gesto de paz que había en el sucio rostro de la joven; la acunó como si fuera un bebé, como aquel que sostuvo diecisiete años atrás, cuando el odio aún mantenía sus garras firmemente clavadas en su maltrecho corazón. Recordó la carita de aquella inocente criatura y cómo le pidió al hombre que se la quitara de encima, deseando que le retirara ese peso de sus brazos. Deseando que la apartara de su vista porque lo único que sentía en aquellos instantes era rechazo.
Elara lloró como aquella noche.
Pero el dolor que sentía en aquellos momentos era distinto. Mucho más poderoso. Mucho más atroz. Le arañaba en las entrañas y presionaba en su pecho, como si quisiera aplastar el corazón y los pulmones que se escondían debajo.
Elara hundió su rostro en el hueco del cuello de la chica y lloró por su hija.
Lloró por lo que le habían arrebatado, aquella parte de su corazón que ya no se encontraba ahí; lloró por el sacrificio que había hecho Eir, aun cuando no le correspondía a ella.
La apretó aún más contra su pecho, buscando un resquicio de esperanza; un hálito de vida, por débil que fuera.
Pero no había ningún corazón latiendo.
—Elara...
La mujer se puso tensa al escuchar su nombre siendo pronunciado por un desconocido, por aquel demonio que había irrumpido en la biblioteca con aquella criatura que parecía haber sido sacada de sus peores pesadillas. Contuvo su llanto y alzó la cabeza en la dirección de la que había provenido la voz.
No conocía su identidad, pero parecía haber sido amigo de Eir.
Permitió que viera sus mejillas empapadas en lágrimas, sus ojos enrojecidos por el desconsuelo y la rabia; no le importó que viera su vulnerabilidad mientras acunaba el cadáver entre sus brazos.
—Ella no merecía este destino; ella no merecía morir —gruñó.
Demonio y humana desviaron la mirada hacia la tarima, donde Belphegor sostenía a un confundido muchacho con la ropa desgarrada y llena de sangre; sus ojos, de un mundano color avellana, estaban clavados en el cuerpo de la joven. Le flaquearon las rodillas, pero el demonio que estaba a su lado impidió que cayera al suelo.
Una poderosa ráfaga de ira embargó a Elara cuando contempló a ese muchacho, a ese estúpido príncipe descendiendo por las escaleras de piedra. Él era el culpable de que ahora estuviera abrazando a un cadáver; el único culpable de todo aquello se encontraba a unos metros de distancia, apoyado en el hombro de aquella mujer demonio.
—¡Tú! —escupió, dejando con cuidado el cuerpo de Eir sobre la piedra.
Se dirigió en pocas zancadas hasta donde estaba detenido. No reprimió su propia fuerza cuando le abofeteó la primera vez, con saña; luego continuó golpeándole una y otra vez mientras que el otro no se defendía.
—¡Tendrías que estar muerto! —aulló Elara—. ¡Ése debería ser tu maldito cadáver!
Nigrum apareció tras ella, inmovilizándola por los brazos e impidiendo que siguiera con una simple sacudida de su cola, ahora libre de los anillos que antes había portado; una libertad que había sido comprada con la vida de aquella niña. Una deuda que nunca sería capaz de pagar.
—¡Tú has extinguido su luz! —gritó de nuevo la mujer.
Bathsheba y una herida Briseida se encontraban junto al cadáver de la chica, llorando en silencio por su pérdida. Elara prosiguió aullando blasfemias contra Setan mientras Belphegor lo alejaba de la enloquecida mujer. Todos los que estaban allí habían sufrido la pérdida; a todos ellos Eir les había importado, de un modo u otro.
Barnabas se inclinó junto al cuerpo y rozó con el dorso de sus nudillos el pómulo de la chica. No se inmutó cuando sintió a su espalda la humana presencia de Setan, quien había recuperado su libertad y su verdadera naturaleza.
—Tú puedes ayudarla —Barnabas miró por encima de su hombro al chico.
En el pasado había sentido un poderoso odio hacia él, pero ahora no había nada más que un profundo vacío allí donde antes había latido ese otro sentimiento. Quizá tuviera algo que ver el hecho de que hubiera perdido su esencia de demonio, volviéndose un simple humano; pero Barnabas no estaba por la labor de desentrañar el misterio.
Dejó que Setan continuara hablando.
—Eres un Príncipe —le temblaba la voz y sus ojos no podían ocultar el miedo que sentía de encontrarse frente a él, ahora que era un ser inferior—. Sin Hel... sois la cúspide dentro de la jerarquía. Sois quien más poder atesoráis.
Barnabas se permitió una media sonrisa.
—¿Estás ofreciéndote para un acuerdo, principito? —le satisfizo ver cómo se encogía sobre sí mismo—. ¿Estarías dispuesto a dar tu vida por la de ella?
En aquella ocasión no hubo dudas o temor por parte del muchacho.
—Sí.
El demonio guardó silencio.
—¿Aún no has aprendido la lección, chico? No puedes fiarte de un demonio, y mucho menos de sus acuerdos.
La mandíbula del príncipe se endureció y en sus ojos brilló un eco del odio que habían compartido en el pasado. Sin embargo, en ellos ya no había fuego; habían recuperado su antiguo y original aspecto.
—No me importa lo más mínimo: dame un precio, Barnabas. Dime lo que quieres y lo obtendrás. Yo... yo... la quiero.
Barnabas contuvo su propio enfado al escuchar la torpe declaración del muchacho, el modo tan humano en que se había sonrojado y cómo sus ojos estaban húmedos... con una profunda huella de dolor que en el pasado jamás habría tolerado mostrar..
—Eir me importaba —declaró con rotundidad—. Y lo que voy a hacer es por ella, no por ti.
Se dirigió entonces hacia donde reposaba Eir, dando por zanjada la discusión, y chocó a propósito contra el hombro de Setan cuando pasó junto a él, haciéndolo a un lado. Bathsheba y Briseida también se alejaron un poco, dándole espacio para que pudiera moverse con mayor soltura; las dos hermanas se aferraban la una a la otra, con la vista clavada en Eir.
Colocó ambas palmas sobre el pecho de la chica, donde reposaba su inmóvil corazón.
Dejó que su poder fluyera y, en la quietud de la habitación, se oyó un tímido aleteo; un sonido cargado de esperanza.
Una promesa de futuro.
* * *
(sorry not sorry)
Lamentablemente este es el último capítulo, y el próximo sábado se nos acaba la andadura que ya lleva entre nosotros un añito (lo miré por curiosidad y me quedé shocked total)
(((recuerdo al leer algunos comentarios la risa floja que me daba cuando nadie mencionó a Eir como candidata a marcarse un Rhys)))
(((AHORA, in this moment, en este capítulo, es cuando cobra sentido la portada jsjsjsjsjsjs)))
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