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cincuenta.

Me puse en pie como un autómata. Mi deseo de obtener respuestas se había visto cumplido... con creces: no solamente conocía la historia de Elara —el hecho de que nunca me hubiera querido— y el mayor secreto que ocultaba Setan, su verdadero origen. La verdad que había tras el ataque de los demonios que nos habían conducido a esa situación, donde cada año el Señor de los Demonios elegía a una chiquilla para convertirla en su juguete personal. En su disfrute por órdenes de Hel.

—No tengo a dónde ir —dije, monótona.

—Y este no es el lugar idóneo, Eir —me contradijo.

Miré a mi tía, sintiéndome desamparada. Setan me había hecho prometer que no volvería a la aldea, que me marcharía lejos de allí, pero no sabía hacia dónde ir... como me resistía a acatar las órdenes del Señor de los Demonios; recordé que Barnabas seguía estando atrapado en las mazmorras. Que Setan continuaría bajo el yugo de Hel, habiendo sacrificado por segunda vez la oportunidad de poder liberarse. Y que la reina de los demonios seguiría disfrutando del caos que ella misma había organizado, alargando de ese modo el sufrimiento de Setan.

Hel creyó que Elara podría desbaratar sus planes.

Luego lo creyó conmigo, sabiendo quién era yo... sabiendo que su propia magia corría por mis venas a causa de Setan y lo que hizo cuando ayudó a mi tía a escapar de entre sus garras.

No podía abandonar. No podía dejarlos atrás.

—No puedo marcharme de aquí —se me escapó.

Elara me dedicó una viperina sonrisa.

—Eres más estúpida de lo que yo creía, entonces —su insulto no me molestó; sus palabras ya no tenían sobre mí el poder que habían tenido antaño. Lo mismo que ella.

Alcé la barbilla para demostrarle que no me hacía daño, que ya no podía herirme después de todo; luego le dediqué una sonrisa refleja de la suya, logrando que los labios de Elara se aplanaran, haciendo desaparecer su sonrisa.

—Voy a regresar al castillo —decidí, sintiendo que mi pecho se hinchaba ante aquella afirmación; estaba tomando la decisión correcta—. Y tú me vas a acompañar, Elara.

El rostro de mi tía perdió color al escuchar que iba a venir conmigo.

—No.

Hice crecer mi sonrisa y dejé que las sombras vagaran de nuevo por mi cuerpo a modo de aviso.

—Vas a hacerlo —reiteré—. Se lo debes.

—Yo a ese hombre no le debo nada —siseó Elara apretando los puños—. Él a mí .

El desprecio de escucharla hablar de ese modo arrugó mi rostro en una mueca cargada de desagrado.

—Setan tenía razón al afirmar que estás tan llena de oscuridad que es imposible salvarte de ella —le escupí, esperando que reaccionara—. ¿Quién crees que hizo más daño, Elara? ¿Él? Setan te ocultó el matrimonio de mis padres porque no quería verte sufrir, y arriesgó su propia vida para sacarte del castillo. Para liberarte.

—Lo ocultó por egoísmo —me contradijo ella entre dientes—. Lo ocultó porque no ha dejado de ser un maldito cobarde.

Me moví como un resorte, llegando en un simple pestañeo hacia donde Elara se encontraba detenida. Sus ojos se abrieron de par en par, incapaz de ocultar su asombro y temor, al verme usar de nuevo la magia que ella había tratado de negar durante tantos años... una magia que me había transmitido sin saberlo.

Y de la que yo no renegaba. Ya no.

Su cuerpo se sacudió cuando la aferré por la muñeca y ordené a las sombras que rozaran su piel, acariciándola pero sin llegar a moverse libremente.

Desvié la mirada hacia algunas velas y, con una simple orden, las pocas sombras que sobrevivían a la mortífera luz extinguieron la llama de unas pocas, las suficientes para dejar claras mis intenciones.

Las sombras salieron de sus respectivos escondites y se acercaron a nosotras, reptando por el suelo y dejándonos escuchar sus insidiosos susurros. Oí cómo me llamaban mentirosa y manipuladora; oí cómo decían que tenía un corazón podrido... que siempre sería un reflejo de ella, de la mujer que tenía delante de mí. Ahora entendía sus mensajes envenenados, pero ya no me afectaban.

De igual modo que Elara, el tiempo me había enseñado que no tenían ningún poder sobre mí.

Pero sentí el pavor de mi tía cuando las sombras acortaron la distancia entre nosotros, cuando los primeros tentáculos se atrevieron a rozarnos los bajos del vestido y camisón, respectivamente; cuando quisieron llegar más allá. Escuché con una amarga satisfacción el gemido ahogado que dejó escapar Elara cuando las sombras avanzaron y pudimos sentir su viscoso tacto.

—Vas a venir conmigo —repetí con lentitud, recalcando cada una de mis palabras—. Aunque tenga que hacerlo a la fuerza.

Elara tragó saliva, consciente de que, en aquella ocasión, era yo quien tenía todo el poder. La chiquilla asustada y temerosa de su humor se había esfumado en el castillo de piedra, dejándome a mí en su lugar; Elara había perdido cualquier poder que hubiera tenido en el pasado.

—Es un suicidio —dijo, pero le tembló la voz—. Estás haciendo que su sacrificio haya sido en vano, Eir.

Sonreí.

—No me importa.

Me quedé congelada cuando alguien llamó a la puerta. Elara desvió su mirada unos instantes en aquella misma dirección, presa de las dudas; las posibilidades sobre quién podía ser eran reducidas. Y la duda quedó despejada cuando se repitió la llamada y la suave voz de mi madre me llegó desde el otro lado, desde el pasillo.

Apreté los dientes con fuerza, conteniendo mi impulso infantil de correr hacia allí para que me viera. A pesar de saber la verdad, de la historia que compartía junto a Elara y mi padre, mis sentimientos hacia ella no habían cambiado... no del todo; entendía la difícil posición que ocupaba mi madre y lo mucho que había sufrido con el paso de los años.

Ella me había aceptado aun cuando mi verdadera madre no lo había hecho.

Ella me había querido aun cuando Elara no había podido sentir nada hacia mí, un inocente bebé.

Ella me había cuidado y velado por mí.

Pero no había sido capaz de enfrentarse a Elara por los remordimientos, por la verdad que ocultaba.

Dejé escapar el aire y solté con lentitud la muñeca de mi tía. Le dirigí una mirada de advertencia en la que le sugería que no hiciera ninguna tontería, y ella se quedó paralizada frente a mí.

—Irás a abrir la puerta —le ordené con severidad—. Y fingirás que nada de esto ha pasado, que yo no estoy aquí. ¿Me has entendido?

Elara asintió y yo le hice un gesto con la cabeza para que fuera hacia allí. Ella obedeció ante mi atenta mirada; el corazón empezó a latirme desenfrenadamente a cada paso que la acercaba al picaporte, ante la necesidad que me empujaba a correr y a hacerla a un lado. A ver a mi madre una última vez.

Fijé mis pies al suelo de madera y fruncí mis cejas cuando Elara giró el cuello hacia mí a modo de silenciosa confirmación. Me moví unos pasos para alejarme de la visión del otro lado de la puerta para impedir que mi madre pudiera verme; contuve el aliento cuando oí a Elara bajando el picaporte y la puerta se deslizó sobre el suelo de madera.

—¿Qué quieres, Lynn? —el timbre aburrido de Elara logró convencerme y, supe, que a su hermana también.

Escuché las zapatillas de mi madre arrastrándose al otro lado, pero me obligué a mantenerme quieta en mi posición, sabiendo que cualquier movimiento podría delatarme y no quería que ella supiera que me encontraba allí. Que había logrado huir del castillo.

Para mis padres yo debía continuar estando... muerta.

—He... he escuchado voces —la temblorosa voz de mi madre se me clavó en lo más profundo.

Observé la espalda de Elara y noté que se cruzaba de brazos. No me costó imaginar su rostro, su odiosa sonrisa ante la disparatada idea que estaba dejando su hermana en el aire.

—¿Voces? —repitió Elara con una sombra de burla en la voz.

Mi madre se quedó en silencio unos instantes.

—Creí... creí reconocer... —tomó una bocanada de aire—. Creí reconocer la voz de Eir aquí dentro.

Mordí mi labio inferior con fuerza hasta hacerme daño, conteniendo de nuevo el impulso de salir de mi escondite. La risa que dejó escapar Elara hizo que quisiera borrarle la sonrisa del rostro por atreverse a menospreciar de ese modo a su hermana al escuchar perfectamente la esperanza que había habido en sus palabras.

Esperanza de que yo aún continuara con vida.

—Lynn —Elara optó por una postura condescendiente—. Lynn, sabes que Eir se marchó, que fue elegida por el Señor de los Demonios. Y sabes lo que sucede con todas ellas —creí escuchar un tono amargo cuando dijo esto último.

Un sollozo ahogado llegó desde el otro lado de la puerta.

—Lo sé, pero... pero guardo la esperanza... —un nuevo sollozo—. Heimdall y yo sentimos que le fallamos... Que no estuvimos a la altura con Eir.

—Lynn... —empezó Elara en un tono lleno de advertencias.

Es tu hija —estalló mi madre al final—. ¡Es tu hija, por Dios, Elara! ¿Cómo es posible que no sientas lo más mínimo? No te estoy exigiendo que ocupes el lugar que te pertenece por derecho, pero, al menos, podrías mostrar algo, por mínimo que fuera. Eir era inocente, Elara, y ahora está en manos... en manos de un monstruo.

La rigidez cubrió cada centímetro del cuerpo de mi tía ante el reproche que había recibido por parte de su hermana. Casi creí ver cómo giraba levemente el cuello para mirar hacia el interior de la habitación, hacia el rincón entre sombras donde yo me había refugiado.

—Sabes que no puedo quererla de ese modo —siseó con molestia—. Pero no creas que soy indiferente a todo esto. Yo no deseé que fuera escogida este año; no deseé que tuviera que seguir ese destino.

Inspiré con brusquedad, creyendo entender que aquello era lo más cerca que Elara de reconocer que, en el fondo, sentía algo de aprecio hacia mí... aunque jamás pudiera quererme del modo que correspondía; aunque jamás pudiera verme como a su hija por el odio y rencor que guardaba en su interior.

Mi madre dejó escapar otro sollozo.

—Le prometimos que volvería a casa —susurró—. Le prometimos que estaría con nosotros.

—Lynn —el tono de Elara era duro—. Eir no va a volver. Eir está muerta.

Dicho esto, cerró la puerta de nuevo y se giró hacia mí. Frunció el ceño al no ser capaz de verme y yo di un paso hacia delante, saliendo de la protección de la que me había valido gracias a las sombras; le sostuve la mirada y vi que ella estaba esperando mi reacción tras haber sido una testigo de aquella conversación.

—Gracias —fue todo lo que pude decir.

Elara cerró los ojos un instante y asintió, aceptando mi agradecimiento.

No compartía las formas en las que se había dirigido a mi madre, pero estaba en deuda con ella por haberme cubierto de ese modo. Por no haber alentado las falsas esperanzas de mi madre sobre mi regreso; estaba segura en mi decisión de no huir, de regresar al castillo para plantarle cara a Hel, y era posible que no saliera de allí nunca más.

Una sensación de ardor se extendió por mi dedo y siseé. Bajé la mirada para ver cómo la piedra del anillo que me había dado Barnabas se iluminaba, calentándose alrededor de mi piel como una advertencia. O una señal.

—¿Qué demonios es eso? —exigió saber Elara, que no apartaba la mirada de la joya con un brillo de recelo.

Mis labios se curvaron en una sonrisa esperanzadora.

—Algo que llevaba esperando.

Pasé un dedo por encima de la piedra, sintiendo una extraña opresión en el pecho. La última vez que había visto al demonio fue en una de las celdas del castillo, con todo su inmenso poder encadenado a causa de los grilletes; había intentado convencer a Setan de que se trataba de un terrible error, que Barnabas no era el demonio al que debía castigar. Que todo había formado parte de un complot entre Juvart y Hel.

Una sensación de recelo corrió por mis venas.

Era demasiado extraño que Barnabas hubiera logrado liberarse de las cadenas justo cuando yo huía del castillo.

«¿Barnabas?»

Pasaron unos segundos antes de que lograra obtener una respuesta por el vínculo que existía entre nosotros gracias al anillo que llevaba en el dedo.

«Murcielaguito...»

Me embargó el alivio al escuchar el apodo con el que había decidido referirse a mí desde que nos hubiéramos conocido. Me aferré a la posibilidad de que no fuera un truco por parte de Hel, que la reina aún no hubiera descubierto mi huida... que aún contara con algo de tiempo para poder planificar mi regreso para enfrentarme a ella.

«Estás libre... ¿Cómo

Elara continuaba mirándome con los ojos entornados, con un brillo de suspicacia en sus ojos azules, pero yo la ignoré por completo... acuciada por la necesidad de saber qué había sucedido en las pocas horas que llevaba fuera del castillo.

«Briseida.»

El nombre de mi otra doncella resonó con fuerza en mi pecho. Mi relación con ella se había enfriado tras los últimos sucesos, en los que su hermana gemela se había visto demasiado afectada; le había pedido perdón por el daño que pudiera haberle causado, aunque hubiera sido de manera inconsciente, pero ella no había querido aceptarlo. Luego había puesto distancia entre nosotras, dejando que fuera su gemela quien se encargara de mí.

«Barnabas —le llamé a través del vínculo—. Sé la verdad.»

Percibí un tenso silencio al otro lado.

«Él no es mi padre —me obligué a añadir—. Setan transmitió parte de su poder a una de las elegidas... y la ayudó a huir. Ella... ella fue quien me transmitió la magia de Setan, aunque no lo supiera.»

Barnabas continuó en silencio, rumiando la información que le había desvelado y que anulaba todas las posibles hipótesis que guardaba sobre su mayor enemigo... Que le habían empujado a acercarse a mí para poder vengarse y continuar con aquel enfrentamiento que tenían desde hacía tanto tiempo.

«También sé que Setan no es un demonio... o al menos un demonio como tú —me corregí—. ¿Por eso lo odias, Barnabas? ¿De ahí vuestra enemistad?»

Tenía sentido. Ahora que conocía el secreto del Señor de los Demonios podía entender por qué Barnabas parecía tenerle tanta inquina al otro; la reina de los demonios había sido encerrada por motivos que yo todavía desconocía, pero había recuperado su libertad cuando Setan, siendo príncipe, hizo aquel sortilegio, sacándola de su cautiverio para conseguir su ayuda y eludir su destino.

«Encerramos a Hel en aquella celda por un buen motivo —la voz de Barnabas había perdido toda calidez—. Queríamos independencia, poder tomar nuestras propias decisiones... pero ella nos lo impedía. Era nuestra señora y estaba sedienta de poder, de continuar conquistando tierras que ya tenían dueño. No todos somos monstruos, Eir; pero ella nos obligaba a serlo.»

Pensé en Barnabas y Bathsheba. Ella y su gemela habían sido entregadas de manera forzosa a Hel para, precisamente, ser usadas en la conquista del reino, cuando Setan le abrió la puerta sin saber lo que desataría su decisión; el demonio, por muy poderoso que fuera, no pudo contradecir la orden que recibió... y que provocó que mi doncella sufriera, haciendo que odiara a Barnabas por lo que Hel le había obligado a hacer.

Porque Bathsheba estuvo allí aquel día, cuidando de que Briseida no participara. Bathsheba había visto en primera persona lo que realmente sucedió, cuando Hel tomó el control y asesinó al rey, haciendo creer al resto que había sido su nuevo pupilo, el príncipe maldito.

El Señor de los Demonios, una marioneta más en manos de Hel.

«Él nos condujo a todos a esta situación —el odio fue patente en el tono de Barnabas—. Él nos devolvió las cadenas de las que tanto nos había costado liberarnos. Comprende que no sienta simpatía hacia ese chiquillo asustadizo que antepuso su propio egoísmo sin pensar en las consecuencias que desatarían sus actos.»

—¿Qué está sucediendo, Eir? —exigió saber Elara, molesta por el silencio que se había creado entre nosotras desde que iniciara la conversación dentro de mi cabeza con Barnabas.

—Es... es un amigo —dije—. Un aliado. Hel nos tendió una trampa que provocó que Setan lo encerrara en las mazmorras, y ahora está libre.

«Hay bondad en él, Barnabas —le aseguré, tomando la decisión de arriesgarme a contarle lo que había sucedido en su ausencia—. Me ayudó... me ha ayudado a escapar del castillo.»

Esperé la respuesta del demonio.

«Ha llegado el momento de plantarle cara, de exigir que se nos devuelva nuestro libre albedrío —sus palabras me arrancaron un escalofrío de temor por lo que parecían insinuar—. No regreses, Eir. Huye lejos.»

«¡No quiero huir! —exclamé, molesta por el hecho de que él también hubiera llegado a esa conclusión—. Esa mujer ha intentado acabar conmigo por la magia que corre por mis venas. Esa mujer nos ha hecho creer a todos una mentira. Y es hora de que pague por ello.»

«El castillo se convertirá en un hervidero de demonios, Eir —me intentó disuadir Barnabas—. Es la batalla final.»

Elara y yo compartimos una mirada, pues ella había percibido la tensión que me había embargado al escuchar que Barnabas quería mantenerme al margen del mismo modo que lo había hecho Setan cuando me había ayudado para que huyera del castillo. Pero era mi decisión.

Y yo quería estar allí.

Era posible que no fuera tan poderosa como otros demonios que acudieran a la llamada, pero Hel tenía conmigo una deuda pendiente que exigía ser saldada. Lo mismo que Elara. Lo mismo que todas aquellas chicas que habían muerto por el simple capricho de la mujer demonio.

Las que vendrían en el futuro si no la deteníamos ahora.

Mi idea inicial de que Elara viniera conmigo se fragmento al saber lo que iba a suceder, el hecho de que Barnabas hubiera decidido presentarle batalla a Hel para conseguir su libertad; ella también tenía la magia de Setan —la magia de Hel, al fin y al cabo— corriendo por sus venas, como yo.

Pero correría peligro y yo no deseaba que ella muriera, o que corriera algún riesgo, a pesar del daño que me había causado en el pasado.

—Los demonios van a rebelarse contra Hel —le expliqué—. Está en tu mano venir conmigo o no, Elara.

El rostro de mi tía se mantuvo impasible después de que yo le dijera que la dispensara, que no iba a obligarla a que viniera conmigo. Luego, sus labios se curvaron en una sonrisa llena de maldad.

Una sonrisa que no prometía nada bueno.

—¿Tienes algún plan? —me preguntó.

—No —respondí con algo de apuro.

Su sonrisa se tornó en una oscura y llena de promesas.

—Tienes suerte de que yo haya estado esperando este día.

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