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cinco.

Contemplé el rostro de mi doncella, masticando su advertencia. El Señor de los Demonios había dispuesto a dos mujeres —si es que realmente se trataban de personas como yo— para que yo jugara a la señora de la casa, permitiéndome hacer de ellas lo que quisiera; también se había explayado lo suficiente para informarme de las normas que imperaban allí, aunque tenía la inquieta sensación de que había preferido guardarse algunas cosas para sí.

Sin embargo, mis dos doncellas podían suplir perfectamente su silencio, proporcionándome las respuestas que necesitaba... y quizá mostrándome una forma de escapar de aquel castillo encantado.

La mirada oscura de Bathsheba se mantuvo firme mientras yo seguía escrutándola. Parecía estar hecha de oscuridad, de sombras y tinieblas... todo en ella parecía gritar a los cuatro vientos que era peligrosa, casi tanto como el Señor de los Demonios; en cambio, su melliza... Me regañé a mí misma. Quizá no era conveniente basarme en las apariencias, pues podrían traicionarme.

Nada era lo que parecía en aquel sitio, empezando por el aspecto ruinoso que presentaba en el exterior y que nada tenía que ver con el lujo que escondía en su interior.

—El agua, señorita —me recordó Briseida desde la puerta del baño.

Rompí el contacto visual con Bathsheba mientras me dirigía hacia donde mi otra doncella se encontraba detenida. Me pregunté si estaba obligada a sonreírme de esa forma, manteniéndola todo el tiempo que estuviera en mi presencia o si era algo genuino en ella; el hecho de mostrar tanta... tanta bondad. Comprensión.

La seguí hasta el interior del baño y contuve un jadeo de sorpresa al comprobar que tenía el mismo aspecto opulento y lujoso que la habitación y resto del castillo; una bañera blanca con patas bañadas en oro me aguardaba pegada contra la pared que tenía enfrente. A mi izquierda había un espejo con ornamentos de flores y un lavamanos colocado debajo.

No pude evitar compararlo con el baño que había tenido que compartir con el resto de mi familia en casa.

Briseida ya se había situado junto a la monstruosa bañera y aguardaba pacientemente para que yo me desnudara e introdujera dentro de ella; me tensé ante la idea de tener que desnudarme frente a una desconocida, frente a esa mujer que se había convertido en mi doncella durante el tiempo que se me mantuviera con vida allí.

—Puedo hacerlo sola —dije, intentando sonar firme y decisiva.

Los ojos de la doncella me contemplaron unos instantes, como si estuviera valorando la veracidad de mi anterior afirmación. Alcé ligeramente la barbilla para subrayar mis palabras, pues era capaz de ocuparme de mí misma sin necesidad de manos extra; además, no me sentía cómoda con la idea de que alguien más, aunque tuviera el aspecto de un ángel, me viera sin nada.

Tras unos segundos que me resultaron eternos, Briseida debió llegar a algún tipo de conclusión por sí misma, ya que se apartó de la bañera y se dirigió hacia donde yo me encontraba detenida, abrazándome para mantener el pequeño resquicio de valor que había logrado sacar para encararme con los habitantes de aquel extraño lugar; mi rostro se quedó lívido cuando vi que me guiñaba un ojo en actitud conspirativa, como si supiera por qué me había negado a aceptar su ayuda.

—Fuera le estaremos esperando, señorita —anunció en voz lo suficientemente audible para que su homónima pudiera escucharnos desde la habitación—. Le prepararemos un nuevo vestido, pues querrá deshacerse de... eso.

La mirada llena de significado que clavó en mi vestido hizo que me sintiera algo incómoda ante el hecho de que esa simple prenda resultara ser tan vulgar y corriente dentro de aquel mundo lleno de lujo; un mundo al que pertenecería durante el tiempo que estuviera allí. Durante el tiempo que el Señor de los Demonios quisiera que siguiera con vida.

Escuché la puerta cerrándose cuando Briseida salió del baño, dejándome a solas con mis propios pensamientos. Eché un vistazo al interior de la bañera, quizá con el temor de que Briseida hubiera puesto alguna sustancia extraña en el agua, antes de empezar a desvestirme; la tela del vestido que había llevado se arremolinó alrededor de mis pies cuando cayó al suelo.

Por el rabillo del ojo vi mi reflejo en aquel enorme espejo que decoraba una de las paredes. Mi aspecto no encajaba con aquel entorno, mi cuerpo estaba rígido ante el peligro que corría estando allí; mi gesto debía ser asustado, ahora que no había testigos frente a los que fingir una seguridad que no sentía.

Estaba atemorizada.

Horrorizada.

Consciente del riesgo que se escondía tras cada esquina de aquel castillo, a la espera de que alguien —el Señor de los Demonios o su misteriosa Maestra— diera la orden. La orden que terminaría conmigo convertida en un cadáver más.

En un cuerpo a merced de los retorcidos planes de ambos.

Me dirigí con premura hacia la bañera, metiéndome en su interior un instante después; la calidez y la suavidad de algo que no lograba reconocer actuaron con rapidez contra la rigidez que estaba provocando que mis músculos empezaran a dolerme. Apoyé el cuello sobre el borde de la bañera mientras permitía que el contenido de aquella bañera surtiera su efecto sobre todo mi cuerpo.

Me permití pensar en mi familia.

En mis padres.

En mi tía.

Mi madre me había prometido que volvería a casa con ellos, que yo no sería la elegida; mi padre también había guardado esa esperanza, consciente de que el Señor de los Demonios jamás me elegiría por el aspecto que presentaba. Elara, por otra parte...

Recuperé parte de la tensión cuando recordé el extraño consejo que me había dado en el pasillo aquella misma mañana —aquella misma mañana, apenas unas horas antes— sobre mi vestido. Sobre el aspecto que había escogido para no llamar su atención.

Pero me había elegido.

Retrocedí mis pensamientos hasta ese doloroso momento. El Señor de los Demonios había estado observando a una chica que se encontraba a una buena distancia de mí; todo parecía indicar que sería ella la elegida aquel año y yo había deseado con fuerza que así lo fuera. En mi cabeza había repetido una y otra vez que se la llevara consigo, que se marchara; a pesar de la cálida temperatura, mi cuerpo se sacudió en un escalofrío al rememorar cómo el Señor de los Demonios había clavado su incendiaria mirada nada más terminar ese desesperado pensamiento sobre aquella chica.

Sacudí la cabeza un instante después.

Era imposible que me hubiera escuchado, que hubiera oído mis pensamientos.

Desistí en seguir profundizando en el tema y cogí uno de los frascos que había sobre una discreta balda situada cerca de uno de los laterales de la enorme bañera; me tomé el mayor tiempo posible para darme un baño, probando todos los productos que habían dejado para mi entera disposición.

Después de ello salí con un ligero aroma dulce impregnando toda mi piel, me enrollé sobre una mullida toalla que Briseida había dejado cerca de la bañera y aparté algunos mechones húmedos de mi rostro; volví a mirarme en el espejo, comprobando que siguiera teniendo el mismo aspecto.

Observé el nido en el que había quedado convertida mi pila de ropa y dudé unos instantes, sin saber qué hacer con ella; las cosas habían cambiado mucho ahora que ya no estaba en casa... ahora que tenía a dos doncellas para que lo hicieran todo por mí.

Salí del baño con una mano fuertemente aferrada a la toalla, topándome con las dos mujeres a cada lado de la cama. Sobre el colchón reposaba un vestido y un conjunto de ropa interior; todo nuevo.

Listo para que yo lo usara.

—Temimos que hubiera deseado ahogarse dentro de la bañera —habló la doncella que parecía estar hecha de oscuridad, Bathsheba.

Briseida lanzó una mirada de advertencia a su melliza, reprochándole de nuevo su venenoso comportamiento.

—Es una broma, señorita —se apresuró a aclarar la otra.

Bathsheba no parecía en absoluto preocupada por haber metido la pata, como tampoco por la posibilidad de que Briseida pudiera poner en conocimiento de su amo sus errores en cuanto a su comportamiento; le sostuve la mirada a Bathsheba mientras ella esbozaba una media sonrisa.

Luego devolví mi mirada hacia Briseida, quien aguardaba en silencio a que diera la próxima orden.

—¿Tenéis algún tipo de instrucción sobre... sobre mí? —inquirí, pegando aún más la toalla a mi cuerpo.

Briseida ladeó la cabeza en gesto de confusión.

—El amo nos ordenó que siguiéramos todas sus órdenes, señorita. Somos sus doncellas.

Me pregunté si el Señor de los Demonios les habría advertido sobre qué podían hablar con total libertad delante de mí. Aquel sitio parecía ser un enorme cofre que guardaba en su interior multitud de secretos que podrían ayudarme a sobrevivir; por eso mismo, tendría que volcar todos mis esfuerzos en descubrirlos... y utilizarlos en mi provecho.

—Entonces podréis responder a mis preguntas, ¿verdad? —pregunté con cautela, vigilando sus expresiones.

Bathsheba puso los ojos en blanco, como si aquella pregunta le hubiera resultado demasiado evidente. Como si hubiera estado esperando a que hiciera, precisamente, esa misma pregunta.

Briseida, por el contrario, se mostró mucho más comedida y cautelosa, imitando mi cuidado a la hora de escoger su respuesta.

—Hay algunas cosas de las que no se nos está permitido hablar, señorita —dijo al final.

Apunté mentalmente ese pellizco de información que me había brindado, pues podría serme de utilidad para un futuro.

—Va a congelarse con esa toalla, señorita —intervino Bathsheba, salvando a Briseida de continuar hablando—. Quizá sea el momento de ponerse el vestido.

Clavé mis ojos en aquella exquisita prenda que todavía reposaba sobre el colchón. Según recordaba de mi tensa conversación con el Señor de los Demonios, todo lo que se encontraba dentro de aquella habitación era nuevo... nuevo y pensado para que yo le diera todo el uso posible mientras estuviera allí encerrada. Ni siquiera sabía en calidad de qué. ¿Prisionera? ¿Invitada forzosa?

—¿Cuánto tiempo estaré aquí? —pregunté, armándome de valor y yendo a por las dudas más acuciantes y peligrosas.

La sonrisa de Briseida desapareció, lo mismo que su aura cargada de alegría y optimismo. Incluso Bathsheba se puso repentinamente seria, abandonando su habitual gesto sardónico; su mirada oscura pareció traspasarme de lado a lado.

—No sabríamos decirle, señorita —respondió la morena.

Alterné la mirada entre mis dos doncellas, dejando que las compuertas de lo sucedido en la plaza del pueblo se abrieran de par en par. Me ahogué en mi propia desesperación, en la incomprensión que me rodeaba; tenía la sensación de que mis doncellas me habían mentido.

Que sabían más de lo que aparentaban.

—Yo no tendría que estar aquí —dije, jadeando y aferrando el borde de la toalla con fuerza—. Yo no tendría que haber salido elegida; ha sido un error.

Briseida y su contraparte se miraron entre ellas, compartiendo una conversación en la que yo no estaba invitada.

El gesto de Briseida se tornó comprensivo, casi maternal.

—El amo nunca se ha equivocado —apuntó, con un timbre cuidadoso.

—¡Conmigo sí! —grité, estando cerca de perder los papeles.

Bathsheba me dirigió una mirada especulativa, valorando lo que había dicho: que el Señor de los Demonios había cometido un error al traerme allí, al castillo. Confié en mis padres, en su seguridad; ellos me habían dicho que regresaríamos a casa, que yo regresaría con ellos a nuestro hogar.

Pero me habían fallado.

Ninguno de ellos había movido un solo músculo cuando el monstruo se había detenido frente a mí y el censor había pronunciado mi nombre como si estuviera hablando de un trofeo. De un premio.

—Si el amo la ha escogido —pronunció Bathsheba sin mostrar el mismo tacto o cuidado que Briseida; a ella no le gustaba eso, a ella le encantaba ser concisa y clara. Brutal— ha sido porque ha visto algo en usted, señorita.

Las rodillas me temblaron y estuve a punto de caer sobre la alfombra que había bajo mis pies. No entendía qué podía haber visto en mí, pues no tenía nada de especial; en mí no podía haber nada que le resultara de interés al Señor de los Demonios.

Briseida dio un paso en mi dirección.

—Señorita, permítanos que le ayudemos con el vestido —me pidió—. Deje la toalla antes de que enferme.

Le permití que quitara de mis manos la textura que me envolvía todo el cuerpo, sin importarme en aquella ocasión que pudieran verme desnuda. Las palabras de Bathsheba seguían rondando por mi cabeza, acelerando los latidos de mi corazón y haciendo que las palmas de mis manos empezaran a sudar; la necesidad de tener una respuesta mucho más concisa a por qué había terminado en aquel castillo empezaba a ser acuciante.

Ellas me vistieron como si hubiera convertido en su muñeca. Dejé que me pusieran la nueva ropa interior, que resultó ser mucho más suave que las que había usado toda mi vida, y luego el vestido; Bathsheba se encargó de anudar los cordones de mi corpiño, con sus ojos negros escrutándome.

—Aún quedan horas hasta que llegue la hora de la cena —habló con su habitual tono plano—. Quizá debería comer algo.

—O podemos traerle alguna otra cosa —aportó Briseida, que parecía mucho más apagada que al inicio de nuestro encuentro.

Parpadeé para espantar a las traicioneras lágrimas que empezaron a acumularse en mis comisuras. El torrente seguía arrasando por mi interior, recordándome todo lo que había perdido; lo que el Señor de los Demonios me había arrebatado cuando se había plantado delante de mí en la plaza, mirándome con atención con esos inquietantes ojos que parecían fuego líquido.

Bathsheba estaba atenta a mí. Tuve la desagradable sensación de que estaba aguardando a que me rompiera finalmente.

—Quiero dormir —dije.

Y era cierto.

La enorme cama que ocupaba gran parte de la habitación me atraía como si fuera un poderoso imán. Mis energías se habían esfumado, dejando en su lugar una pesadez que parecía querer hundir mi cuerpo a mucha profundidad; en aquellos instantes quería estar sola.

Quería estar sola y cerrar los ojos para poder imaginar que me encontraba en casa, no en aquel lugar. En aquella prisión de piedra que estaba empezando a robarme la vitalidad poco a poco.

Bathsheba asintió.

—No olvide llamarnos si necesita cualquier cosa —me recordó.

Me dirigí hacia la cama mientras mis dos doncellas se movían en dirección a la puerta. Dejé caer mi cuerpo contra el colchón, con la mirada clavada en los ventanales que cubrían toda la pared que tenía enfrente; aguardé hasta que escuché el chasquido que dio la puerta al cerrarse.

Rompí en llanto mientras agarraba la almohada, empapándola con mis propias lágrimas.

Pensé en mi familia, en qué estarían haciendo en aquellos mismos instantes. Me pregunté si mi madre estaría tan destrozada como yo, encerrada en su alcoba; me pregunté qué estaría haciendo mi padre.

Elara, evidentemente, sería la única en la casa que estaría alegre. Dejando a un lado su habitual actitud huraña para regodearse de que su única sobrina hubiera sido elegida, condenada a muerte.

Con ese último pensamiento me quedé dormida.

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