catorce.
No me resistí cuando el Señor de los Demonios me alzó en volandas y la oscuridad se cernió sobre nosotros. Los susurros y los tentáculos de oscuridad nos rodearon, y yo me encogí de manera inconsciente entre los brazos de mi salvador, intentando disminuir mi tamaño al mismo tiempo que tapaba mis oídos para ahogar las voces; la nube de oscuridad se disipó, mostrándome el conocido interior de mi dormitorio.
Briseida y Bathsheba se pusieron en pie a la par, contemplándonos con el rostro pálido por la impresión. Además del miedo que se reflejaba en sus miradas; un miedo idéntico al verme aparecer en brazos de su amo, a saber con qué aspecto.
Por las consecuencias que derivarían por mi osadía y que, posiblemente, pagarían ambas hermanas.
—La encontré en el Cementerio Infinito —la voz del Señor de los Demonios sonó fría, aunque era palpable su furia.
La mirada oscura de Bathsheba se desvió en mi dirección con un rápido brillo de molestia. Ella me había advertido que me mantuviera alejada de aquel lugar, pero siempre había sentido una extraña conexión... mi curiosidad me había empujado a ir hasta allí; quizá ahora entendía qué había llamado tanto mi atención.
Pronto mi tumba se encontraría en aquel sitio, un cadáver más.
Briseida se retorcía las manos con nerviosismo, sin desviar la mirada en mi dirección todavía. Bathsheba parecía haber recuperado algo de aplomo y color en el rostro tras conocer mi paradero; sus ojos negros resplandecían levemente de furia al saber que le había desobedecido.
—No lo sabíamos, amo —se excusó Briseida, modulando su voz.
El Señor de los Demonios chasqueó la lengua de manera reprobadora. Yo aún seguía encogida entre sus brazos, temblando levemente a causa del pavor que había pasado mientras me encontraba perdida en el Cementerio Infinito; la garganta se me estrechó al recordar aquella tumba.
La tumba de Elara Lambe.
Los brazos de él se tensaron al percibir una nueva sacudida de mi cuerpo y se puso en marcha, dirigiendo sus pasos hacia la cama. Mis dos doncellas se hicieron a un lado, siguiéndonos con la mirada mientras me depositaba sobre el colchón; me encontraba entumecida y mis músculos estaban rígidos a causa de la tensión que me había embargado tras toparme con el Señor de los Demonios en mi huida e intento de encontrar la salida.
Su mirada de fuego me abrasó cuando nuestros ojos se encontraron. Todas sus facciones estaban contraídas por el enfado y tenía los labios fruncidos, conteniendo su propia rabia y ganas de desquitarse conmigo tras haberme encontrado —de algún modo que todavía desconocía— en el Cementerio Infinito.
Me encogí sobre la cama, incapaz de emitir sonido alguno. Esperando a que la ira del Señor de los Demonios se desatara sobre mí.
—Os ordené que cuidarais de ella —gruñó mientras desviaba su mirada en dirección hacia mis dos doncellas, que aguardaban—. Era vuestra responsabilidad, ¡vuestra única responsabilidad!
Briseida se encogió ante la dureza de su amo, pero Bathsheba se mantuvo firme.
—Ella es libre de vagar por aquí hasta la medianoche —replicó y la miré, sintiendo el horror creciendo en mi interior—. Nunca antes había abandonado su habitación, no creímos que hoy sería diferente...
El Señor de los Demonios se giró hacia la doncella a toda velocidad, fulminándola con su ardiente mirada. Su hermana pareció encogerse aún más, a pesar de no ser el centro de la ira de su amo; la culpabilidad empezó a aflorar, sustituyendo el miedo de las consecuencias que Bathsheba tendría por su pequeña rebeldía.
—¡No creíste que hoy fuera diferente! —repitió y luego soltó una carcajada seca.
Traté de moverme sobre el colchón, deseando que el entumecimiento de mi cuerpo desapareciera. La mirada de mi doncella se desvió unos segundos en mi dirección y sus labios se fruncieron a causa de la decepción; una decepción que merecía por no haber obedecido.
—Tu deber es estar al corriente de todos sus movimientos —recalcó el Señor de los Demonios, iracundo—. Tu deber es convertirte en su sombra, vigilando que no haga ninguna estupidez como ésta.
Se me formó un nudo en la garganta. Briseida seguía encogida casi en un rincón, intentando pasar desapercibida, mientras su hermana se enfrentaba a su amo con un valor inusitado. Ninguna de ellas merecía nada de aquello, la única culpable era yo; era mi responsabilidad y debía asumir las consecuencias de mis actos.
Decidí armarme de valor e intervenir antes de que las cosas pudieran torcerse. Todo en el cuerpo del Señor de los Demonios indicaba que su paciencia se encontraba cerca de su límite.
—Les mentí —me sorprendí a mí misma al conseguir que la voz no me temblara.
Tres pares de ojos se desviaron en mi dirección. Los sentimientos que reflejaban en cada uno de ellos eran de lo más dispares; me obligué a no echarme hacia atrás después de haber dado el primer paso. A pesar de la náusea que atenazaba mi estómago a causa de las hileras de tumbas que había contemplado; de los nombres de todas aquellas chicas que flotaban en mi cabeza, atormentándome.
La peor de todas era la del Señor de los Demonios.
—Fingí irme a dormir y aproveché la ocasión para poder investigar un poco por mi cuenta —me obligué a continuar, notando el cosquilleo que me provocaba los ojos de él sobre mí—. Las normas de convivencia del primer día no me impedían vagar por aquí, a excepción del ala prohibida.
El Señor de los Demonios enarcó una ceja.
—¿Y encontraste divertido ir al cementerio? —me preguntó con evidente desdén.
Tragué saliva por su tono.
—Quería saber —dije con un hilo de voz.
Su mirada resplandeció y mi cuerpo tembló inconscientemente, reconociendo en él al demonio que se escondía tras sus perfectas facciones.
—¿Querías saber el qué exactamente? —exigió saber.
Más imágenes de esas tumbas pasaron por mi cabeza.
—Qué iba a ser de mí.
Sin poder seguir aguantando por más tiempo las náuseas, me incliné sobre el borde de la cama para vomitar estruendosamente. Mi mente se convirtió en mi enemiga, creando terroríficas imágenes sobre mi negro futuro y aunando fuerzas con el temor incipiente que había ido enroscándose en mi estómago a causa de la ira del Señor de los Demonios. El propio aludido se quedó paralizado mientras que Briseida y Bathsheba se me acercaban a toda prisa.
La cálida y maternal mano de Briseida se apoyó en mi frente mientras yo terminaba de vaciar mi estómago ante la mirada del Señor de los Demonios, que no había movido ni un músculo; las lágrimas se me saltaron a causa de las arcadas y de la ternura de aquel simple gesto por parte de mi doncella.
—Tranquila, Eir —me susurró con cariño—. Aquí estás a salvo.
Sollocé sin poderlo evitar. Bathsheba regresó del baño con un paño húmedo y el Señor de los Demonios chasqueó sus dedos para limpiar todo aquel estropicio; Briseida le dijo a su hermana en voz baja:
—Mira lo pálida que está —jadeé ante una nueva arcada y ambas se pusieron rígidas—. Y lo sudorosa...
Los ojos de Bathsheba se habían convertido en dos muros de piedra cuando me dirigió una evaluadora mirada, comprobando mi estado. Yo me aferré de nuevo al borde de la cama, intentando controlar las náuseas; todo lo vivido en el Cementerio Infinito había terminado por pasarme factura.
—Se lo merece por no escuchar —sus hirientes palabras estaban cargadas de decepción—. Por no confiar en nuestras advertencias.
Briseida emitió un sonidito lleno de desaprobación. Yo aún seguía luchando contra las arcadas mientras el Señor de los Demonios seguía apartado para que mis doncellas se ocuparan de mí; Bathsheba limpió con cuidado el sudor de mi frente y sustituyó la mano de Briseida por el trapo húmedo —y frío— sobre mi frente.
—Es como aquella vez que el amo tuvo que intervenir para sacarla de la habitación —continuó Briseida—. Aunque de manera no tan intensa...
Sentí ambas miradas clavadas en mí.
—Creo que deberíais marcharos, amo —habló Bathsheba en voz alta.
Él se mantuvo quieto.
—No vais a poder sacar nada de ella —insistió ella, con un tono firme—. Al menos, esta noche no.
El Señor de los Demonios me observó unos instantes antes de llegar a la conclusión de que Bathsheba estaba en lo cierto. Dio media vuelta y salió de la habitación en el más completo silencio; escuché de manera ahogada el chasquido de la puerta al cerrarse, dejándome a solas con mis dos doncellas.
Briseida me empujó con cuidado para que me recostara sobre la cama mientras Bathsheba seguía manteniendo el paño frío sobre mi frente. Después, se marchó en dirección al baño para regresar con una palangana que colocó a mi lado, por si acaso la necesitaba a lo largo de la noche.
Miré a Bathsheba que tenía el ceño y los labios fruncidos.
—Lo siento —me disculpé a media voz.
Pero mi disculpa no ablandó lo más mínimo a Bathsheba, quien continuó ignorándome de forma deliberada. Castigándome por haber faltado a mi palabra, por haberla desobedecido.
Briseida nos contemplaba a ambas con una expresión entristecida. Se había sentado a mi lado de la cama y estaba alisando las arrugas de la colcha, sin saber muy bien qué decir para relajar la tensión que se había instalado en toda la habitación tras la marcha del Señor de los Demonios.
—En ocasiones una disculpa no es suficiente, Eir —la voz de Bathsheba cortaba como una cuchilla—. Te he advertido sobre ese lugar y, sin embargo, no me has hecho caso... has pasado por alto lo que te he dicho sobre el Cementerio Infinito.
Bajé la mirada, sintiéndome como una niña pequeña a la que estuvieran regañando. Había creído que las advertencias de Bathsheba sobre aquel cementerio eran exageradas, a propósito para mantenerme alejada de él; el estómago volvió a agitárseme y me recliné sobre el borde de la cama. Esperando.
—Creí que estabas intentando asustarme —reconocí.
Bathsheba volvió a aplicar el paño sobre mi frente cuando me recosté de nuevo contra las almohadas.
—¡Por supuesto que estaba intentando asustarte! —exclamó ella, exasperada—. Como también estaba intentando protegerte.
Los ojos se me llenaron de lágrimas al comprender por qué Bathsheba había sido tan tajante con el tema del cementerio: ella había sabido desde el principio qué se escondía tras la niebla. Había sabido que era allí donde acababan todas las chicas que salían elegidas en el Día del Tributo.
Briseida bajó la mirada, culpable.
—Ambas sabíais que el Cementerio Infinito estaba lleno de todas ellas —dije, incapaz de ocultar el dolor—. Y ambas sabéis que es allí donde voy a terminar cuando acabe el año.
El color desapareció del rostro de Briseida cuando me escuchó.
—Eir, es evidente que ha sido una noche muy larga para todos —intervino Bathsheba—. Y tú estás convaleciente después de lo que ha sucedido. Tienes que descansar.
Desvié la mirada en su dirección y tragué saliva.
—Tuve la sensación de que alguien me seguía —les confesé a ambas—. Encontré el panteón familiar mientras huía.
Las dos hermanas cruzaron una mirada desconcertada. Briseida se puso en pie y esbozó una de sus habituales sonrisas; con cuidado me ayudó a meterme debajo de las mantas y se encargó de arroparme como una madre lo haría. Bathsheba había vuelto al baño para humedecer de nuevo el paño.
—Duerme un poco, Eir —me recomendó Briseida—. Nosotras velaremos tu sueño.
Agotada, me recoloqué sobre la cama y cerré los ojos.
Las pesadillas no tardaron mucho en atacarme. Lo vivido —y descubierto— en el Cementerio Infinito se tergiversó en mi cabeza; en mi sueño, volvía a encontrarme allí atrapada, rodeada de todas aquellas tumbas con multitud de nombres grabados en ellas. Eché a correr como había hecho mientras aquel lugar era real, notando la quemazón de una poderosa mirada entre mis omóplatos; la presencia que me perseguía por mucho que corriera. Por mucho que tratara de huir.
Mis pies tropezaron con el dobladillo del camisón, haciendo que cayera estrepitosamente. Mis palmas y rodillas se rasparon a causa del impacto y yo jadeé de dolor cuando todo mi cuerpo chocó contra la piedra del suelo; mis ojos registraron la hilera de tumbas que había frente a mí.
La boca me supo a sangre y tierra... además de bilis.
Los nombres de toda mi familia estaban grabados en piedra. La última de ellas me pertenecía, era la mía.
Escuché un crujido y bajé mi mirada hacia el suelo. Las losas estaban fragmentándose y una mano salió del agujero, aferrándome por la muñeca para evitar que yo pudiera retirarme... tratar de huir de nuevo; de mi garganta brotó un sonido estrangulado al sentir la frialdad de aquellos dedos contra la piel de mi muñeca.
Paralizada, solamente pude contemplar cómo el resto del cuerpo a quien pertenecía esa mano salía lentamente... haciéndome soltar otro alarido al reconocer aquel rostro enmarcado por ese inconfundible pelo negro. Por esos penetrantes ojos de color azul.
Los crueles labios de Elara se fruncieron en una sonrisa.
—Bienvenida a casa, Eir —dijo, tirando de mí para meterme consigo en aquel agujero del que había salido.
Abrí los ojos de golpe mientras me inclinaba sobre el borde de la cama para vomitar de nuevo. La palangana ya se encontraba cerca de mi rostro mientras Bathsheba me observaba con una expresión desconsolada; yo seguí vomitando bilis, haciéndome daño en la garganta debido a la acidez de lo único que me quedaba en el estómago.
Las lágrimas resbalaban por mis mejillas incluso después de que las arcadas se terminaran. Bathsheba me ayudó a recostarme sobre las almohadas mientras yo seguía llorando desconsoladamente; sus brazos me rodearon con cuidado y apoyé mi cabeza sobre su pecho. Agradeciendo el simple contacto.
Su presencia allí.
Bathsheba se mantuvo en silencio, abrazándome mientras yo continuaba llorando, recordando las imágenes de mi pesadilla. De cómo mi tía había aparecido para llevarme consigo hasta el infierno.
—Ella estaba allí —sollocé—. Todos estaban allí.
Entre las lágrimas pude ver la mirada preocupada de Bathsheba.
—Toda mi familia estaba muerta —continué—. Y Elara... ella... Ella trataba de llevarme consigo. Voy a morir aquí, en este castillo; algún día una tumba del Cementerio Infinito tendrá grabado mi nombre.
Los brazos de Bathsheba se tensaron a mi alrededor.
—Estoy tan sola...
Mi doncella me empezó a tararear una melodía en voz baja, logrando que mi llanto fuera apagándose y los ojos empezaran a pesarme. Traté de resistirme, temerosa de que volviera a caer en las garras de mis pesadillas, pero la voz de Bathsheba era tan dulce que trajo consigo recuerdos de mi infancia.
Recuerdos de mi familia.
Cuando era feliz.
A la mañana siguiente Bathsheba y Briseida fingieron que nada de lo que había sucedido ayer había tenido lugar. Briseida se encargó de levantarme mientras Bathsheba terminaba de colocar un copioso desayuno sobre la mesa; habían corrido las cortinas para que hubiera más luminosidad, además de apagar todas las velas que cubrían cada palmo del dormitorio.
Mis piernas temblaron y Briseida tuvo que aferrarme del brazo por temor a que me fallaran, precipitándome al suelo; le dediqué una media sonrisa de agradecimiento y me solté con suavidad para poder llegar por mi propio pie hasta la mesa.
Bathsheba me escaneó de pies a cabeza mientras tomaba asiento.
Briseida pasó por nuestro lado para asomarse por el balcón de piedra. Su hermana empezó a servirme una sustanciosa cantidad de comida, pero sin perder de vista a ninguna de las dos.
—Quizá podríamos pasar el día en los jardines. Hace buen tiempo.
Levanté la mirada de mi desayuno para poder fijarla en Briseida. Sospechaba que mi doncella estaba haciendo todo aquello para ayudarme a olvidar lo sucedido en mi excursión nocturna; Bathsheba no parecía encontrarse muy convencida de la idea, pero no dijo nada al respecto.
Alterné mi mirada entre ambas.
—Me vendrá bien algo de aire libre —acepté.
●
Briseida me acompañó fuera de la habitación, pues Bathsheba se había marchado poco después de que terminara de desayunar sin dar una sola explicación sobre dónde iba. A través de las ventanas comprobé que todo estaba en calma, pero un rápido vistazo hacia las nieblas que ocultaba el cementerio provocó que todo mi cuerpo se echara a temblar ante el simple recuerdo de lo sucedido la noche anterior.
Mi doncella, que caminaba a mi lado, percibió mi inquietud. Tiró de mi brazo con cuidado para apartarme de las ventanas e impedir que pudiera seguir mirando; mientras descendíamos por las escaleras presentí que algo estaba fallando. Mis sospechas se vieron confirmadas cuando terminamos en un piso que no era el vestíbulo.
Briseida se puso tiesa a mi lado cuando nos topamos cara a cara con las espeluznantes gemelas que habían acompañado a la Maestra un día en los jardines. Las niñas ladearon la cabeza a la par, en la misma dirección, cuando nos reconocieron a mi acompañante y a mí. Sus iris reflejaban un brillo que me resultó sobrenatural, del mismo modo que me sucedía cuando contemplaba los ojos del Señor de los Demonios.
Una de ellas sonrió.
—Eres la mascota de Setan —dijo con absoluta tranquilidad.
Su gemela me contempló con atención.
—Una más de ellas —recalcó su hermana, con sus ojos violetas repasándome.
La otra niña chasqueó la lengua de manera desaprobadora ante el comentario insidioso de la otra. Yo estaba paralizada, consciente de que aquel encuentro no debía producirse; Bathsheba me había advertido sobre ellas y, en esa ocasión, no iba a poner en duda sus palabras.
—No tuvimos tiempo de presentarnos formalmente el otro día —dijo la niña que parecía ser mucho más accesible que la otra.
Las contemplé a ambas con una expresión impertérrita.
—Mírala, hermana —comentó la gemela desdeñosa.
Su hermana sonrió, mostrándome unos dientes inquietantemente afilados y puntiagudos.
—Lo estoy viendo, hermana —le contestó; luego hizo su sonrisa menos... reveladora—. Sin duda alguna hay algo muy interesante en ti, Eir Gerber. Tienes un aroma... delicioso; nunca antes había olido a un humano como tú.
De igual modo que sucedía con la Maestra, no me gustó en absoluto cómo sonó mi nombre saliendo de aquellos labios. Como tampoco me gustó lo más mínimo el comentario que hizo sobre mí; me resultó inquietante que aquellas dos niñas hubieran estado olfateándome, demostrándome que no eran niñas comunes. Que, posiblemente, fueran demonios.
Escondí mis manos tras la espalda para esconder el ligero temblor que las sacudía tras aquel revelador descubrimiento sobre ellas.
—Tengo que irme —dije.
Las gemelas me miraron fijamente.
—Aquí no hay mucho que hacer —comentó la gemela perversa—. Tampoco es que abunde la compañía.
Las gemelas sentían curiosidad por mí porque era «la mascota de Setan», como me había llamado una de ellas. Quizá no era la primera chica que veían en el castillo y querían conocer a la nueva diversión; mi instinto no mentía cuando me advertía sobre su fingida apariencia inocente.
—Me gusta la soledad —mentí.
Sus sonrisas idénticas me indicaron que habían captado mi mentira.
Di un paso hacia atrás, dispuesta a dar media vuelta para usar las escaleras de regreso al vestíbulo. Si mi sentido de la orientación no me fallaba, nos encontrábamos en el segundo piso; en el mismo piso donde solía cenar todas las noches con el Señor de los Demonios... sin habérmelas cruzado ni una sola vez.
La gemela malvada hizo su sonrisa mucho más afilada.
—Vamos y venimos —contestó a mi pregunta no formulada—. No solemos quedarnos mucho aquí. Solamente cuando hay diversión de por medio...
—Tengo que irme —repetí abruptamente.
Luego me atreví a dar media vuelta para deshacer el camino de las escaleras y poder alcanzar el vestíbulo.
—¡Nos veremos pronto, Eir Gerber! —escuché el grito de una de las gemelas a mi espalda.
●
—¿Por qué estás tan pálida? —demandó Bathsheba al interceptarnos mientras intentábamos alcanzar los jardines. Briseida se había mantenido muda todo el tiempo, aunque no se había movido de mi lado.
Miré a mi otra doncella con el corazón todavía latiéndome con miedo dentro del pecho. El encuentro con las misteriosas gemelas me había puesto todo el vello de punta y el cuerpo en tensión, enturbiando levemente mi día; Bathsheba resopló de disgusto al ver que ninguna respondía.
Dirigió su iracunda mirada hacia su hermana, lanzándole un silencioso reproche sobre mi estado.
—¿Por qué está tan pálida? —exigió con menos educación.
Briseida bajó la mirada.
—Nos hemos topado con las gemelas —respondió, retorciéndose las manos—. En las escaleras.
Los ojos oscuros de Bathsheba regresaron a mí con un brillo entre preocupado y casi enfurecido.
—No he hecho nada malo —me defendí con un hilo de voz.
Su mirada se suavizó mientras Briseida se colocaba a mi lado.
—Nos emboscaron —me apoyó—. Al parecer, sienten curiosidad por Eir.
Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza al recordar el comentario que una de las gemelas había hecho sobre mi peculiar aroma. Bathsheba abrió y cerró la boca varias veces, incapaz de decir nada al respecto.
Al final nos dirigimos hacia un rincón tranquilo de los jardines, lo suficientemente alejado de la niebla del cementerio para que yo no me sintiera inquieta. Me quedé recostada sobre el tronco de un árbol mientras escuchaba el cruce de susurros furiosos de las hermanas a mi espalda.
—Hablaré con el amo —estaba diciendo Bathsheba—. La Maestra no debería haber permitido que otros como nosotras pudieran acercarse tanto a Eir.
—Yo creo que lo ha hecho a propósito —contestó Briseida, preocupada—. Está empujando al amo...
No pude seguir escuchando más de la conversación porque percibí un olorcillo dulzón y con una pizca de picante que me introdujo en un sorpresivo y pesado sueño.
Un pesado sueño sin pesadillas.
—Eir Gerber.
El sonido de mi nombre pronunciado por aquella cadencia que había empezado a reconocer hizo que mis ojos se abrieran de golpe. Contuve una exclamación de sorpresa cuando vi al Señor de los Demonios en los jardines, a plena luz del día... frente a mí.
Con algo entre los brazos...
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