Capítulo 11
El estrecho y corto sendero entre la lluvia y la nieve
"Gracias por haber venido a clases. Sé que no necesitas de esto pero no sé... me gusta verte y me alegra que estés aquí, en donde puedo... verte..."
Terminó de leer la nota, respiró hondo y la volvió a doblar para guardarla en su mochila. El crujido de unas hojas rompiéndose a sus espaldas la alertó de una presencia, por lo que sin girarse, respondió desde su banqueta:
—Al menos trataste de ser romántico, Green. Se aprecia, se aprecia, gracias. —Regina se puso de pie y comenzó a dirigirse a su pabellón—. A la próxima lee algo de Bécquer y aunque sea cópialo, pero no sigas redundando.
El muchacho pelirrojo la siguió desde atrás, muy pendiente de lo que ella le aconsejaba con cierta soberbia en su voz.
—¿Todavía no quieres ser mi novia? —preguntó, cándido.
—Ugh. Green, no estoy de humor... —Masajeó su sien— y sabes por qué.
—Sí, lo siento pero solo quiero... ayudarte, Rey.
Él entrelazó sus manos sobre los hombros de ella y la atrajo a su pecho con delicadeza. Regina se dejó mimar por muy breves instantes antes de apartarlo con una leve bofetada.
—No seas vulgar ni cursi. Eso no fue romántico, querido Green. Practica.
Dicho esto se alejó con mayor rapidez. El chico se paralizó para verla marcharse antes de correr hacia ella llamando su nombre con la misma ingenuidad y cariño de siempre.
De cualquier modo, y aunque Rey no tuviera deseos de oír a nadie, él intentaba contarle bromas y chistes para animarla y ella sonreía antes de lanzarle un débil golpe en el pecho. Le expresaba su desprecio, no obstante, no podía negar lo mucho que disfrutaba de la compañía de un hombre que no se tratara de su padre o una mujer que no fuera su madre. La relación del joven pelirrojo y la niña azabache siempre había brillado de aquella manera contradictoria y, para ellos, funcionaba a la perfección.
La semana académica había vuelto a dar inicio y con ella, un deseo reiniciaba la marcha de un atolondrado corazón. El último viernes, después de su pelea con Harley Wood, Riley había tenido que arreglar algunos asuntos con la ley y gracias a la influencia de sus padres, lo había conseguido pero mientras una de sus amigas, Penélope, se había marchado temprano a su casa, la chiquilla pecosa se le había quedado mirando con el semblante contraído de angustia, cuando él salía de la comisaría junto al señor y la señora Thompson.
"¿Me esperabas, Jude?", le había preguntado él con una media sonrisa que iluminaba su magullado rostro. Casi de inmediato, ella se sobresaltó y sus padres la observaron, curiosos de su aspecto.
La joven titubeó con sus escuálidas manos antes de alzar el rostro y responderle con otra pregunta: "¿Estarás bien?"
Riley la escrutó y notó la sonrisa que se escapaba de los labios de sus padres, como si la hubieran hallado muy tierna o le estuvieran concibiendo su aprobación a su hijo.
Divertido ante la última sospecha, el muchacho se acercó a Jude, tomó las manos de esta y las llevó a la altura de su propio pecho para que la mirada fija en sus ojos adquiriera toda la determinación que él quería transmitir al decirle: "¿No quieres acompañarnos un rato? Podemos llamar a tu casa para avisarles a tus padres que cenarás con nosotros, porque cenas, ¿cierto?"
Un estremecimiento la había devorado casi por completo, y es que su piel húmeda de nervios sobre la de él, sus oscuros ojos sobre los de ella, de tonos tan dulces como el caramelo, no cooperaban para normalizar sus sentidos. Entonces, cuando las nubes grises chocaron entre sí dando el alcance a un estruendo sobre la ciudad, Jude se apresuró en asentir, todavía petrificada ante el contacto de Riley. Él sonrió.
Mientras el chico, entusiasta, les presentaba a su amiga Jude a sus padres, esta no podía evitar percibir en su estómago, piel y garganta cosquillas delicadas que se mezclaban con la debilidad en sus rodillas, su gran deseo por echarse a llorar y la fascinación que le otorgaba el perfil del muchacho. Si ya había experimentado en su interior la hipocresía y la traición, no entendía por qué no desconfiaba de un desconocido como Riley. ¿Acaso la médula de todas las personas no era más que deseos negativos, envidia y mucho ego? ¿Una persona que no fingía sonrisas a diestra y siniestra no era considerada sincera por mostrarse con su mal humor ordinario? ¿Sincero no era Harley con todas sus oscuridades? ¿Por qué Riley debería de serlo con todas sus luces si aquel tipo de personas no existía?
Tenía miedo y un mar de preguntas sin respuestas en su desordenada mente. Aun así, no quiso soltar la mano del joven, prefería volver a ahogarse en charcos si antes de ello podía confiar una vez más y sentirse plena.
En contra de su voluntad y con mucho dolor, Jude comió esa noche junto a los elegantes Thompson. La señora Samantha era una mujer que lucía joven para los cuarenta años que tenía y el señor George, de la misma edad, era el hombre más dulce cuando se dirigía a la pecosa y a su esposa, y el padre más severo cuando su hijo, castigado por pelearse en la calle, le hablaba.
Si bien ambos chirriaban de limpios, comían con la delicadeza de una princesa y entonaban las palabras con una exquisita pronunciación digna del cantante más fino, no parecían el tipo de padres sobreprotectores dispuestos a mantener a su hijo hasta los treinta años. Quizás, el aspecto estaba engañando a Jude o la familia Thompson guardaba con recelo un secreto que podía estar a la vista de todos sin ser adivinado, o podía estar oculto en las sombras de la noche y el silencio de su pudiente hogar.
De cualquier modo, Jude se sintió bien acogida y le alegró que fueran sus padres los que le recomendaran a Riley verla más seguido, después de todo, era una "pecocita encantadora como una muñeca".
El domingo Jude se levantó muy temprano y fue a verlo. Llamó a su puerta luego de haber rodeado su casa unas veinte veces, deshecha en dudas sobre qué podría ser lo más apropiado. Riley la recibió con una sonrisa y entonces ella se regañó a sí misma: "Siempre olvido cómo es él".
Pasaron su tarde completa frente a la televisión sin verla u oírla, ya que se hallaban más que ocupados preguntándose asuntos cada vez de mayor intimidad.
"¿Qué color te gusta más?" "No te rías, pero... el rosa". "¿¡En serio!? ¿Y por qué?" "Porque la primera niña que me gustó llevaba una bata rosa de hospital". "¿Estaba enferma?" "Sí... Ella murió hace años, y... me gustaba tanto que le pedí que se casara conmigo. Qué niño tan cursi, ¿no?". "Riley,... lo lamento tanto..." "Ya no importa. Déjalo. ¿Qué te gustan más: las películas o los columpios?" "¿Cómo?" Y reían sin detenerse, hallándole el lado absurdo hasta al aleteo de una mosca, sintiéndose como dos eternos infantes.
Jude le preguntó si ya había curado las heridas de su rostro, y en vista de que estas no habían recibido más que jabón y agua, tomó el botiquín de primeros auxilios y se dispuso a realizar una labor que jamás había ejecutado, pero con Riley de por medio se hallaba segura de que no cometería una torpeza.
Con cada roce y acercamiento, casi respirando el aire que era destinado para él, Jude se estremecía al oír el repiqueteo del reloj más cercano. Los algodones en sus manos eran los únicos testigos de su alta temperatura, la cual apenas iniciaba su aumento.
"Riley,... te quiero", se decía a sí misma como si él pudiera oírla, "Riley, quédate siempre conmigo... Riley, quiero confiar en ti... siempre, por favor". En esos instantes era cuando el chico abría los ojos, miraba a su propia nariz, inflaba de aire sus mejillas y tiraba de sus orejas para deformar su rostro por completo. Jude reía a carcajadas sin contenerse y Riley la imitaba.
"Oh, tonto,... eres perfecto".
Las circunstancias se dieron y Jude aprovechó la oportunidad sin demora. Aquel lunes por la mañana, ella lo vio, solo, atravesando los corredores del primer piso del pabellón de Humanidades, por lo que no tardó en acelerar su paso hasta llegar a su lado.
—¡Buen día, Riley! —saludó con una amplia sonrisa emitiendo gran energía y vivacidad.
Él estaba comiendo unas galletas de una bolsa de plástico que llevaba en sus manos pero al verla achinó sus ojos de inmediato para acentuar la gran curva en sus labios. Jude fingió indiferencia para ocultar el enternecimiento que aquel gesto le había causado.
—Hola, Jude. ¿Deseas una? —Ofreció una galleta—. Son de chispas de chocolate, ¿te gustan? Yo las hice.
—¿Tú? —preguntó, enfática, al tomar el dulce y llevárselo a la boca—. Seguro, me encanta el chocolate —mintió.
Riley volvió a sonreír con los ojos achinados.
—Genial. Me dices qué tal están...
Ella se dedicó a masticar y saborear, risueña, mientras él la observaba. Para su desgracia, la alegría fue borrándose de su pecoso rostro, ya que creyó que aquella galleta estaba horrible. Tenía tanto chocolate que amargaba y la masa de mantequilla, harina y huevos no había sido bien horneada; de hecho, casi se sentía cada ingrediente. Sin embargo, Jude halló en aquellas galletas una divertida analogía con el muchacho: eran poco comunes, sorpresivas y aunque parecían más del montón por su aspecto, su interior los convertía en... "algo" especial. Solo por eso le gustaron y las hubiera comido todo el día nada más porque Riley las había preparado.
—¿Y te gustaron? —preguntó, con un inquietante brillo en los ojos.
¡Quería alabar a Dios porque él había preguntado por su preferencia personal y no, su sabor objetivo!
—Me fascinan, Riley —contestó, enternecida.
—Increíble. —Sonrió—. ¿Sabes? Nunca antes a alguien le habían gustado, solo a mí.
—No entiendo por qué...
—Ni yo. Ah, por cierto, —Detuvo su caminata para sacar unos papeles de su mochila— casi lo olvidaba, Jude, ¿te gusta el frío?
—Eh... Sí, creo... —Se preguntó qué le hubiera gustado a él oír de su parte.
—¿Te gusta esquiar? ¿Sabes hacerlo, primero que nada?
—Ah... Ajá, pero...
—¿Te gusta Colorado?
—Eh, sí, nunca he ido pero algún día me gustaría...
—Entonces, ¿estarías dispuesta a faltar a clases por tres días seguidos?
—¿Qué me estás proponiendo, Riley?
***
Las horas parecían irse tan rápido como caían las hojas de los árboles. Mientras Penélope se incomodaba ante el más mínimo contacto con Harley, como un choque de miradas accidental o un leve roce, Camile contaba los segundos que faltaban para viajar a Aspen junto a sus amigos y los chicos y chicas de penúltimo ciclo, entre ellos: Riley y Josua.
Así, Regina divagaba cada vez más en la soledad de sus pensamientos, Penélope gastaba mayor parte de su tiempo observando con disimulo a Harley, Jude pensaba en cómo pediría permiso para el viaje al que Riley la había invitado, y Camile iba a buscar a Josua, muy asidua. Después de todo, ambos compartían una hiperactividad envidiable, la cual los mantenía alejados del pesimismo y el desgano de las personas que los rodeaban; y mostraban interés por varios tópicos, tales como las historietas, la farándula y las redes sociales.
En medio de un mar de gente absorta en sus propias cavilaciones, ellos producían las únicas risas que dejaban un eco prolongado por días.
Tal vez, debido a sus despistadas cabezas jóvenes, o a la intención de procrastinar como estaban acostumbrados, un día antes del viaje, el mismo miércoles por la noche, Penélope, Regina, Camile y Jude avisaron a sus respectivos padres de su próxima ausencia de tres días.
La madre de Penélope se negó en un principio a que su hija "durmiera en casa de sus amigas para estudiar para sus próximos exámenes", mas al cabo de varios ruegos y promesas, accedió, cabe destacar, de muy mal humor.
Regina no tuvo tantas dificultades, ya que luego del acuerdo de divorcio, la sensación de una deuda pendiente con ella estaba más vívida que nunca en su hogar. Por eso, tanto el señor como la señora Berry se lo complacieron sin rechistar, pero eso sí, con la promesa de que llamaría todo el tiempo que durara su viaje y que no volvería a faltar en lo que le quedaba por estudiar en la universidad.
Camile también mintió a sus padres, pero no para que su permiso fuera más fácil de conseguir, sino, para que sus padres no estuvieran tan preocupados. Así mismo, la joven de cabellos dorados también prometió comunicarse con varias llamadas telefónicas, aunque sus padres sabían que el que aquello sucediera era improbable.
A Jude no le dieron autorización y como ella se enfadó diciendo que de cualquier modo ella se iría, la castigaron en su habitación. "Mientras vivas en esta casa, obedecerás nuestras reglas", le había dicho su madre.
No obstante, a la mañana siguiente Jude asistió a clases como era lo usual, dejó su maleta de viaje en la cabina del portero y al finalizar su horario, solo cambió su mochila por la maleta para irse a Aspen con Riley. Era lo único que le importaba.
A las cuatro de la tarde, con una sonrisa cómplice en los labios, casi todos los jóvenes en Emory sabían lo que significaba el dulce movimiento del minutero. Al salir de sus aulas, todos los muchachos que se habían encargado de escribir las listas de aquellos que irían a Aspen con ellos se pusieron unas chaquetas rojas con la inscripción en la espalda: "De rojo estoy, de Emory soy".
Los profesores pasaron casi desapercibido aquellas prendas, al igual que los estudiantes que no estaban enterados de la "fuga" a Colorado. Como si se hubiera tratado de un solo alumno, todos los involucrados tomaron sus maletas y trotaron a la salida de la universidad ya que dos calles los separaban de los autobuses que los llevarían al aeropuerto. Solo una duda cabía en sus cabezas: "¿Cómo organizaron todo esto unos chicos de veintitrés?"
En cada rincón de Emory se oía el recuerdo de un susurro que llamaba a Aspen, con ansiedad.
Por su parte, Regina recibió su maleta de viaje de su padre, quien había ido en su auto a la hora del término de las clases. Penélope y Camile también dejaron sus mochilas con el señor Berry para que este las cuidara hasta su regreso. El hombre no estaba enterado de que las muchachas se iban de la ciudad tras haberse dado su propio permiso.
Sin más rodeos y con la emoción volviendo trizas sus rodillas, Camile, Penélope y, menos entusiasta, Regina, subieron a los buses apoderándose de los asientos del centro. Para su gran sorpresa, los tres vehículos que los llevarían al aeropuerto se llenaron por completo de alumnos de todos los ciclos y edades, así que el recorrido sería bastante bullicioso.
En vista de que Riley debía cerciorarse de los últimos detalles de organización junto a Josua y sus demás compañeros, Jude tuvo que tomar asiento junto a la única persona que se había quedado sola: Penélope.
—¿Puedo sentarme aquí? —preguntó Jude.
Penélope dejó de hablar con sus amigas, quienes se hallaban en los asientos de atrás, y miró a la joven pelirroja con un recelo casi imperceptible.
—Jude, claro. —Asintió con una sonrisa.
La aludida dejó su maleta a un lado en el suelo y cuando estuvo a punto de sentarse, sintió cómo tiraban de su cabello, de modo que soltó un gemido.
—¡Pardiez, amo este color! —exclamó una muchacha detrás de Jude mientras veía con fijación cada pelo rojizo entre sus dedos—. ¿Te lo teñiste o es natural? Porque quiero el tinte.
—¡Camile! —llamó la atención Regina, desde el lugar contiguo a la rubia—. Suelta a Rojita, no es gracioso.
Penélope tuvo que cubrirse la boca para evitar reírse a carcajadas. Camile soltó a Jude esbozándole un puchero a Regina y aquella consiguió sentarse ya sin mayor agitación que la voz de Camile susurrando, constante, en su oído: "¿A que es verdad eso de que las rubias y las pelirrojas dominaremos el mundo? Somos un equipo, Pequitas, debemos permanecer unidas" para que Regina volviera a regañarla y Penélope volviera a reír.
Para Jude no se trató de un viaje de relajación en el que, aparentemente, debía de alejarse de chicas como Ana y Mia; más bien, llegó a plantearse la disyuntiva de si aquellas compañías tóxicas eran más o menos problemáticas que las de esa hiperactiva blonda, la amargada de piel blancuzca y, por supuesto, la "enana" de Penélope. De un momento a otro, después de centenares de suspiros, algunos ofrecimientos de chocolates altos calorías por parte de Penélope, varios desvaríos de sus ojos tratando de buscar a Riley en el río de chaquetas rojas, Jude logró quedarse dormida, olvidando así, por un instante, toda inquietud.
Desde su perspectiva, Penélope contemplaba la situación un poco más provechosa: se alejaría de Harley unos días. Bien sabía que este muchacho no había sido más que objeto de su ansiedad y frustración durante la última semana, por ello, imaginó que su mejor idea sería alejarse de él y procurar actuar como si los primeros días de inicio de aquel tercer ciclo universitario jamás hubieran tenido lugar en el tiempo. Sin Harley, sin problemas, sin distracciones, ni siquiera una amenaza de su estricta madre lograría sacarla de aquella paz que comenzaba a sentir con el rodar de las llantas del bus, los avisos de los muchachos de las chaquetas rojas y los ronquidos de Jude. Los hombres nunca habían significado una prioridad para ella y mucho menos una preocupación; había llegado la hora de volver a ser ella misma.
No transcurrieron más de unos sesenta minutos antes de que llegaran al aeropuerto, por lo que, una vez abordado el avión correspondiente, Penélope y sus amigas, acompañadas por la más joven del grupo, Jude, volvieron a quedarse dormidas, para soñar con un despertar más alegre y divertido aunque estuviera cubierto de nieve.
Ningún pensamiento sobre una amonestación a futuro o la culpa sentida por haber mentido y haber perdido clases, rondó la mente de la mayoría de los jóvenes, o por lo menos era lo que parecía a juzgar por las relajadas facciones de cada alumno de Emory.
El viaje no fue muy largo, ni mucho menos turbulento, incluso hubo un periodo en el que el ruido menos agradable no era diferente del aleteo de una mosca. Así, al ritmo de las patadas de un niño engreído contra el respaldo del asiento del frente, el avión cargado de estudiantes prófugos llegó a su destino: los nevados de Aspen, las montañas de la capa blanca y el silencio perpetuo.
Tomándose muy en serio su papel de los alumnos más viejos del grupo, los chicos y chicas de las casacas rojas trataron en lo posible de que nadie de Emory se dispersara ya que, después de todo, eran conscientes de que, de no volver a Atlanta un alumno menor de edad, quienes sufrirían las consecuencias serían ellos, no solo por el extravío del muchacho, sino, por haber huido en masa del estado... como una especie de secuestro juvenil. ¿En qué se habían metido?
A punta de gritos, jalones de orejas y discursos baratos a través de un megáfono, los de las casacas rojas lograron que la mayoría de sus compañeros menores comprendieran que podían divertirse siempre y cuando fueran legales y volvieran con ellos a Georgia luego de haberse hospedado en el hotel seleccionado.
Por rumores que viajaron de boca en boca, tal vez, algo distorsionados, Camile se enteró de que el paseo a Aspen lo habían organizado un gran grupo del penúltimo ciclo para obtener dinero extra hasta el día de su graduación. Gracias al tío y padrino de uno de los chicos, ahora contaban con un hotel de tres estrellas durante tres días, ¿cómo hubieran podido desaprovechar una oportunidad así?
—Yo creo que son bien idiotas —comentó Regina arrastrando su equipaje—. Son demasiados riesgos, esto sale bastante costoso y, además, nosotras estamos aquí gratis. ¿No era mejor vender limonada?
—¡Cómo dices eso! —exclamó Camile fingiéndose ofendida—. Están siendo muy temerarios al venir hasta aquí y hacerse cargo, les están prestando el hotel y disminuyendo los pasajes por la cantidad de gente que somos. Además, ya saben que mientras tengamos contactos, todo es gratis y hay que aprovechar. —Sonrió con picardía.
Rey suspiró.
—Como digas...
La joven de azabaches cabellos resopló un poco enfadada, muy cansada y sobrepasó, rauda, a sus amigas con la cabeza gacha. Camile la siguió con la mirada hasta que la perdió entre otros de sus compañeros.
—¿Todavía no deja que Green se la coja? —susurró a Penélope.
—No es por eso, sigue pensando en sus padres. Supongo que es difícil asimilar un divorcio... —contestó Peny encogiéndose de hombros.
—Claro que es difícil... para un niño de ocho años que oía peleas constantes...
—Ay. Cam, sabes que Rey siempre fue una engreída de su papá.
—¡Uy, sí! Y ahora lo tiene comiendo de la palma de su mano. ¿No es una experta? —Rió.
Penélope negó con los ojos fijos en el lugar en el que había desaparecido su amiga y no consiguió desviar su distracción a algún tópico que no involucrara a su propio padre, el señor Marks. "Hace tiempo que no hablo con él", pensó.
De pronto, su mirada se vio nublada por diminutas manchas blancas que caían sobre sus cortas pestañas. Camile sujetó su mano con fuerza y la apretó para llamar su atención: "¡Peny, mira por la ventana!"
Todavía dentro del aeropuerto, con los oídos tapados del jaleo de los viajeros que llegaban y se iban, las jóvenes lograron distinguir a las altas y no muy lejanas montañas blancas que decoraban con su manto la mayor parte de la ciudad.
Con su aliento ya visible frente a sus narices y el frío penetrando los rincones menos explorados de su cuerpo, Penélope corrió hacia los ventanales y recostó su nariz y palmas en ellos.
Desde muy pequeña había sentido una extraña conexión con la nieve, la cual le iluminaba el semblante al nada más percibirla. Pero en aquella época del año, y sobre todo en Atlanta, no nevaba aun cuando ella hubiera dado lo que fuera por ver a los copos caer del cielo. Odiaba el frío y la lluvia pero cómo la fascinaba el manto blanquecino que la naturaleza le regalaba a su país.
Una parte de su corazón estaba en casa. Siempre una parte de sí misma encajaba mientras en el exterior nevara.
Desde su posición junto a las ventanas, Penélope contempló cómo sus compañeros de universidad se iban agrupando en las afueras del aeropuerto, en el primer piso ya con su equipaje en mano. Reía ante el cansancio de algunos y la ansiedad tan vívida en el rostro de los que se sabían culpables o, como Jude, buscaban a una persona en particular.
Desde esa altura, todos lucían tan pequeños y frágiles, tan ajenos a ella, pertenecientes a un mundo tan lejano que parecía imposible que cualquiera de ellos alzara el rostro y la viera. Sin embargo, rompiendo con una armoniosa pulsación en su pecho, un individuo de largo abrigo oscuro, un gorro de lana que cubría por completo su cabeza, una maleta con llantas que se atracaban entre las piedras del pavimento cada dos metros, y una densa oscuridad en su alrededor que parecía nata en él, cruzó a la acera que se hallaba frente al aeropuerto, se detuvo junto a un poste y giró ciento ochenta grados. No demoró ni dos segundos en alzar el rostro hacia Penélope, quien había estado avistando sus movimientos, curiosa.
Entonces, pese a que aquel sujeto llevaba casi toda la cara cubierta por una bufanda y se hallaba tan lejos de ella que apenas distinguía el color pálido de su piel, Penélope supo que aquellos ojos eran grises y solo podían pertenecerle a Harley Wood.
No habría paz en Colorado ni en Georgia. Aquella ya no volvería, no después de Wood.
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