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Capítulo 10

Sentimientos florales y contradicciones amargas

Para fortuna de Penélope, aquel domingo su madre había ido muy temprano a visitar a unos parientes que ella no conocía, por lo que tuvo la casa entera a su disposición para alistarse de pies a cabeza e ir a su encuentro con James, el muchacho de las mejillas siempre rojas.

No era la décima vez que un chico la invitaba a salir, de hecho, tal vez se trataba de la vigésima o trigésima, pero no desaparecía su entusiasmo por acomodar su cabello en una trenza, ceñir su blusa más fina a su cuerpo con un cinturón, y oscurecer su mirada con el rímel de su madre.
Con cierta emoción en los labios, salió de su hogar a la hora del almuerzo, llevando una ligera cartera cruzada en su pecho.

A diferencia de algunas de sus citas de especial interés, Penélope no sentía ansiedad ni mucho menos, más bien, la abulia se iba apoderando de ella con cada cuadra menos que la acercaba al dichoso parque en el que vería a su compañero.

Una vez que hubo llegado a su destino, visualizó a lo lejos al muchacho de perfil dubitativo. Así, antes de que él la notara, a Penélope le pareció haberlo visto en algún otro momento de su vida que no se relacionara con el cuaderno prestado y la ocasión en la que la había delatado ante su profesor. Su nariz aguileña, su cabello tan lacio que daba la impresión de que lo habían mojado, sus manos de dedos cortos pero bastante venosas y delgadas, aquellos ojos que lucían siempre alertas, atentos ante cualquier señal de peligro que lo quisiera tomar por sorpresa; la inseguridad en su postura y la sonrisa afable que decoraba su semblante cuando se dirigía a un amigo, todos esos detalles le habían comenzado a resultar familiares. Pero, ¿por qué? ¿No se debía a su imaginación y al hecho de que andaba por la vida sin memorizar los rostros de las personas secundarias que la rodeaban?

¿Por qué ahora?

Hipnotizada ante el posible parecido físico que el chico tenía, de seguro, con un pariente lejano de ella, caminó hasta atravesar la gruta del camino de piedras que los separaban y cuando estuvo lo suficiente cerca de él, por fin la notó. James tardó unos segundos en reaccionar, pero cuando Penélope sonrió, él la imitó, con la faz llena de expectativa e ilusión.

Ella se acercó al muchacho, rauda, y besó su mejilla para saludarlo. Él evidenció su nerviosismo con sus mejillas sonrosadas ante el gesto de la joven, por lo que tapó la mitad de su rostro con una de sus manos y se giró hacia una glorieta no muy lejana para responderle.

—Hola... ¿Quieres montar bicicleta? —preguntó señalando con su brazo un par de estas a su lado—. Las alquilé cerca de aquí.

Penélope se extrañó ante las palabras del chico, pues estaba acostumbrada a una sonrisa o a un "¿Qué tal?" pero ya debía saber que James era diferente. Se limitó a sonreírle con ingenuidad antes de contestar:

—Es que... yo no sé montar bicicleta...

Ella sonrió, apenada, y él alzó ambas cejas, lleno de sorpresa.

—¿No sabes? ¿No, no tienes una en tu casa?

Penélope negó con la cabeza y le contó que su madre nunca había considerado el uso de una bicicleta como una necesidad, por lo que, si alguna vez se había subido en una, había sido gracias a cualquiera de sus primos, quienes solían tener las más altas y de llantas para atravesar caminos montañosos. Sin embargo, mucho tiempo había transcurrido desde aquel entonces, por eso ya no tenía idea de cómo mantener el equilibrio.

James permaneció en silencio esperando que su compañera siguiera hablando, aun cuando esta ya había terminado. Por unos incómodos instantes lo único perceptible a sus sentidos fue el olor de las hojas y los árboles a su alrededor, las risas de los niños que jugaban con sus padres bajo el cielo nublado, las parejas que charlaban mientras lanzaban comida para peces al estanque y una novia vestida de blanco que modelaba sobre el puente para sus fotografías de recuerdo. A los ojos de Penélope todo era interesante, excepto James, que no quitaba la vista de las bicicletas, se notaba que quería decir algo... pero no se animaba con ello. Se balanceó sobre unos de sus pies y, al fin, dijo:

—Entonces... ¿quieres que... te enseñe...? —Bajó la voz con cada palabra.

—¡Sí! —exclamó, enérgica dando un brinco para acercarse a él.

James se sobresaltó ante el tacto de ella en su brazo e incluso se ruborizó, hecho que Penélope ni siquiera advirtió.

En ese momento confirmó lo que siempre había pensado: ella era todo saltos, todo gritos, todo risas y travesuras; mientras que él no era más que inseguridades, silencio y rubor en las mejillas. ¿En qué mundo ambos podrían compartir un interés para conversar durante todas las horas que él había deseado?
Luego, se hallaban manejando por el camino de piedras en completo silencio. Ella reía al balancearse en cada descuido que él tenía cuando no la sujetaba con firmeza del sillín y el manillar; asimismo, él no tenía miedo y disfrutaba. Entonces, James concluyó que no necesitaban de horas de palabrerías que no los llevarían a ningún sitio, sino, solo su compañía, su calidez y el mutismo de su mirada que le aclaraba que sí podían compartir algo: una sonrisa, y nada era más especial que aquello para él, solo la sonrisa de Penélope.

Cómo anhelaba durar por siempre así, su trenza recostada en su pecho permitiéndole sentir el aroma del champú que había usado aquella mañana, sus dedos meñiques rozándose junto a la bocina, la rodilla de ella chocando de vez en cuando con el muslo de él al pedalear, ¿cuándo volvería a sentirla con mayor nitidez? Ni siquiera lo había soñado porque ella siempre aparecía como un ser fuera de su mundo, alguien a quien siempre podría ver desde lejos pero nunca tocar ya que eran diferentes. Y cómo dolía.

"¡James, estoy rebotando en las piedras!" "¡James, sujétame con fuerza!" "¡James, me voy a caer!" "Qué frío hace, ¿no, James?" "¡Mira los peces, James!" "¡Mira ese árbol, James! ¡Está como para treparlo!" "¡James, creo que lo estoy haciendo! ¡A ver, suéltame!... ¡No, no, no, no me sueltes, no me sueltes! ¡James, no me dejes!" Reía, gritaba, chillaba y la sonrisa de él no desaparecía.
"James..." Nunca había amado tanto su propio nombre. "No me dejes, James", le había dicho y él apenas podía oír su respuesta sobre el incesante palpitar de su alocado corazón: "Ni en mis sueños, Peny"...

Si tan solo la tarde hubiera sido eterna y su torpeza tan grande que jamás hubiera podido mantener el equilibrio; si tan solo no hubieran tenido más obligaciones por cumplir ni padres que los presionaran a realizarlas; si su cansancio jamás hubiera llegado, si su aliento no se hubiera terminado y su resistencia para sostenerla hubiera sido ilimitada, si sus cuerpos no les hubieran suplicado detenerse, si aquellas flaquezas no les hubieran recordado que seguían con vida, pues, para él, el placer que sentía se alejaba de lo terrenal, como si Dios hubiera decidido bajarle el Paraíso.

Se perdió en ilusiones utópicas, su ser estaba con ella, pero su interior se fundió en un más allá remoto, por lo que no se percató que cuando transitaban por el puente la soltó y Penélope tampoco pudo frenar al descender, solo tropezó con las rocas y cayó.

Entonces James volvió a una realidad menos poética.

—¡Penélope! —gritó mientras corría hacia ella—. Por Dios, por Dios, lo siento tanto, ¿estás bien?

Ella llevaba varios mechones de su cabello sucios de tierra, sus manos tenían algunos rasguños visibles y una de las rodillas de sus pantalones, un agujero del tamaño de su puño. Él la ayudó a apartarse de la bicicleta y a sentarse en el pasto tomándola de un brazo. Siguió disculpándose con atropellos en sus palabras mientras la examinaba para verificar la existencia de una herida más profunda, empero una carcajada lo silenció.

—¡Te llamé! —Reía ella—. ¡"James", te dije! ¡Y no me hiciste caso! —Cerró sus ojos y abrazó su estómago, muerta de risa—. ¡Pero estabas ocupado pensando en tu revista Playboy!

Él se ruborizó y apretó con fuerza sus pantalones en sus puños.

—No, no, no es cierto... —tartamudeó—. Pensaba en otra cosa. No tengo ni una Playboy. Lo juro... —Penélope rió con más fuerza echándose en el césped limpio—. De verdad, lo lamento, Peny.

Por unos segundos más la muchacha siguió carcajeándose, sintiendo dolor en sus heridas pero sin que este se apoderara de ella. Sin embargo, para James, la situación se tornó bastante incómoda pues no entendía de qué se reía su compañera, si se burlaba de él o había recordado una broma muy graciosa. Miró la bicicleta recostada a un lado y esperó a que esta no tuviera daño alguno o tendría que pagarla.

Luego de una eternidad, Penélope se irguió secando sus lágrimas y se puso de pie con cierta dificultad. El muchacho se apresuró en sostenerla y ella, llena de confianza y sin tener idea de lo que su tacto ocasionaba en el chico, recostó por completo la mitad de su cuerpo en él.
El corazón de James se detuvo.

—¿Quie, quieres que te lleve a tu casa? —preguntó él, ansioso.

—Mm... No. Todavía es temprano. ¿Vamos al estanque? Quiero ver bien los peces, había uno negro con una aleta enorme, ¡como un vestido!

—Bueno... ¿Me esperas aquí? Devolveré la bicicleta. —Señaló a su espalda.

—Ok.

Él la soltó con delicadeza, lamentándose dejar de tocarla, y se acercó, raudo, al ligero vehículo para levantarlo y llevarlo lo más rápido que pudo al local en el que la había alquilado.
Se alejó de su compañera en cuestión de segundos, por suerte ya había devuelto una de las bicicletas por lo que no le fue difícil recorrer medio parque entre tantas personas tumbadas, con una manta, en los jardines. Pensó que no había tardado más de unos pocos minutos; no obstante, cuando llegó al lugar en el que había dejado a Penélope, esta ya no estaba.

—¿Peny? —llamó mientras el miedo le congelaba los dedos—. ¿¡Peny!?

Nadie respondió.

¿Qué pudo haber sucedido? ¿Se había cansado de esperarlo? ¿Le jugaba una mala broma? ¿Estaba enfadada con él y le había mentido? ¿Lo odiaba y nunca más le hablaría? ¿¡Dónde podía estar!? ¡No pudo ir lejos con la rodilla lastimada!

Cuando estuvo a punto de arrancarse varios cabellos de un solo tirón fue que la visualizó a tan solo unos metros, en una dirección que no había revisado, de pie junto al estanque.
James se cogió el pecho e inhaló con fuerza antes de acercarse a la muchacha.
"Malditas paranoia..."

Llegó con sigilo al lado de la joven y contempló su perfil por unos segundos antes de dirigir sus ojos a las turbias aguas llenas de peces de distintos tamaños y colores. Penélope acercó un dulce de color marrón envuelto en una pequeña pieza de plástico al rostro del chico y este la observó, confundido.

—¿Quieres un toffee? —preguntó saboreando uno.

—Ah... Claro, muchas gracias. —Lo desenvolvió y se lo llevó a la boca.

Ella sonrió, plácida.

—Yo los hice, así que si no te gustan, estarás pecando.

—¿Mm? ¿Tú?

—Ajá. Mi abuela me enseñó antes de morir. ¿Por qué? ¿No te gustan?

—¿Ah? No, no, no, están ricos. En serio... —contradijo, nervioso.

Penélope rió ante su reacción.

—James, ¿nos hemos visto antes del lunes pasado? Me pareciera que sí... —comentó con la atención una vez más en los peces.

—¿Ah? Eh... Sí, sí... —vaciló en contestar, pero siguió—. Estudiamos juntos en el Jardín de niños, en la primaria también estuvimos en la misma escuela pero en diferentes aulas, en la secundaria sí estudiamos en colegios diferentes, en la preparatoria volvimos a vernos pero no en el mismo salón... y ahora compartimos algunas clases desde el año pasado...

—¿¡Qué!? —gritó levantando el rostro hacia James, quien retrocedió un par de pasos, asustado—. ¿De verdad? ¡¿Y por qué nunca te había visto!? —Rió—. Qué zonza. Con razón me parecías familiar, ¡eras parte del fondo del paisaje! —Volvió a reír palmeando el hombro del chico.

"Solo he sido su fondo...", pensó él sintiéndose en la miseria.

—Lo siento mucho, James. ¡Me hubieras hablado! Me caes bien, hace mucho pudimos ser amigos, ¿no? Qué lástima...

"Le agrado... ¡Le gusto como persona!"

Penélope mascó un rato más su dulce y con la mano de ella todavía en su hombro, el chico se animó a hablar después de ver cómo un casi extinto y leve rayo de sol se reflejaba en su cabello volviéndolo más claro.

—Pero podemos ser amigos ahora... ¿No? —Su voz se quebró en preguntar lo evidente.

Se lamentó por eternos instantes el haber pronunciado aquellas palabras, ¡qué ridículo había sonado!
Por el contrario, ella lo miró y le guiñó un ojo. No necesitó más para encender en el muchacho un desaforado deseo nuevo por permanecer a su lado, volver la tarde eterna y perderse en un fondo de estrellas infinitas.

El resto de la tarde que compartieron juntos se la pasaron terminándose los dulces que ella había preparado; Penélope, riéndose de sus propias bromas y James, tratando de comprender aunque sea una. Pero aquello no importaba, a él le fascinaba esa locura eufórica que ella demostraba con su necesidad de reír todo el tiempo; sabía que a su lado no podía entristecerse ni desanimarse, tal vez, confundirse y perderse, pero nunca llorar ni lamentarse lo que no podía ser, pues parecía que con ella los imposibles solo existían en su imaginación.

Se sentaron al pie de un árbol a conversar, ella siempre hablando y él siempre escuchando. Atravesaron el puente sobre el estanque apoyados el uno en el otro, ella siempre inquieta y él siempre dudoso. Compraron unas botanas en un quiosco y caminaron por un sendero de ladrillos rojos, ella siempre admirando los alrededores, y él siempre adorándola con los ojos. Y cuando ella callaba y empezaba a aburrirse, él trataba de hallar un tema interesante para abordar, pero a veces acertaba, y en otras, fallaba, aun así Penélope siempre sonreía.
Quizás, ella se había percatado o, quizá, no, mas lo cierto radicaba en que él no necesitaba sacar al mundo lo que sentía, como ella, en silencio era feliz.

Tras pláticas de poca fluidez, largos silencios cuando ella comía, varios roces electrizantes y algunas carcajadas más, la tarde perfecta para James se terminó a las cinco y media, con el sol ocultándose por el este.
Ella fue quien dio por finalizada su paseo tras ver su reloj de muñeca. Él se ofreció a llevarla hasta su casa, pero la joven dijo que debía ir a la Iglesia ya que era domingo; se despidió risueña del muchacho con un beso en la mejilla, para el cual tuvo que empinarse, y pronunció un simple: "Adiós, cuídate" antes de dar media vuelta y marcharse sin esperar una respuesta, ya que sabía que James tardaría siglos en reaccionar.

La vio alejarse con mayor facilidad que cuando caminaban juntos en el parque. No quería que se fuera pero tampoco podía moverse de la acera en la que se había quedado varado, no después de sentir los labios de ella sobre su piel.

"Yo también creo en Dios...", susurró para sí.

***

Cuando ingresó en la primera Iglesia que halló en su camino le fue imposible ignorar la ronca voz que provenían de los pequeños parlantes colgados en el techo. La Misa apenas había iniciado y el coro entonaba el canto de entrada.
Penélope alcanzó un asiento en la columna de bancas del centro y apenas se persignó vio a lo lejos, detrás del micrófono principal al muchacho de espalda ancha y traviesa sonrisa, Josua.

A través del micrófono su voz sonaba muy diferente, más grave, más sonora y melodiosa. Penélope no pudo evitar reír cubriéndose la boca al verlo con ropas impecables y mejor peinado que la primera vez que lo había visto. Le pareció que Josua cantaba muy bien y cada vez que el sacerdote se silenciaba para que se entonaran los cánticos, Penélope veía a Josua, inquieta por oírlo una vez más.
Durante la comunión las miradas de ambos se cruzaron y se sonrieron casi al mismo tiempo, ella, guiñando un ojo.

Al terminar la ceremonia, Penélope se quedó de pie en la entrada de la Iglesia esperando a que Josua saliera. Pasados unos minutos y acompañada por el frío de la noche y algún grillo oculto entre los jardines, el muchacho apareció risueño y un poco más despeinado pero igual de pulcro, a excepción de la camisa, la cual estaba fuera de sus pantalones.
Al verse, ambos volvieron a sonreírse.

—Así que eres católica —pronunció Jos acercándose.

—Y al parecer, no más que tú.

Ella se empinó para besar su mejilla en forma de saludo y él sonrió, un poco sorprendido por su gesto.

—No tenía idea de que el capitán de nuestro equipo de fútbol americano cantara en el coro de la Iglesia... —Sonrió al comentar mientras ambos emprendían una marcha por inercia.

—Es la condición que me impusieron mis padres si quería independizarme. Por el contrario, viviría con ellos hasta que uno de nosotros muriera. —Rió.

—¿En serio? Mi madre no es sobreprotectora pero creo que le gusta que haga los quehaceres y por eso me confina en casa.

—Padres... —Suspiró—. Mi familia es muy creyente. Desde pequeño nos tuvieron a mi hermana y a mí cantando para Dios y esas cosas como tocar el piano y vestirnos como para una fiesta todo el tiempo, pero poco me interesaba.

Penélope oía con atención y asentía con la vista en el camino.

—¿Son formales y estrictos? —preguntó, curiosa.

—Bastante, pequeñita. Tuve suerte de que me dejaran ir, aunque con lo que vigilan a mi hermana, no tenía alternativa. Ella es lesbiana, así que entenderás que la persiguen con un crucifijo y agua bendita como si quisieran exorcizarla. —Volvió a reír.

—Qué horror. Vaya fanatismo.

—Imagina vivir con ellos...

Se mantuvieron en una plática constante en la que tocaron diversos pero insignificantes temas, tales como el último partido que había perdido cierto equipo de fútbol, la nueva pareja del ganador del Oscar por su dirección en una película, la blusa perdida y encontrada de una de sus tantas compañeras, quien había buscado su prenda hasta en el contenedor de la basura; y el frío de Atlanta que provocaba fuertes resfriados en el primo mayor de Josua, la única persona con quien compartía un pequeño y modesto departamento.

Terminaron de cruzar la calle de la tienda de mascotas en la que alguna vez Jos había dejado a la iguana de su primo porque este no se ocupaba de ella, y divisaron un bar en medio de un amplio jardín lleno de árboles.

—¿Quieres algo de beber? —ofreció el chico.

—Mm... No, gracias. No bebo.

—¿Nada, nada? ¿Ni limonada o agua?

—Bueno, en realidad,...

—Te invitaré una cerveza —interrumpió—. Si no te gusta, me la tomo yo, ¿de acuerdo?

Vaciló con una morisqueta en el rostro preguntándose si en verdad debía aceptar algo que le dejaba la boca con un sabor que ella repudiaba, pero vio el semblante de su amigo y se encogió de hombros.

—Bueno.

Se acercaron al local con naturalidad y apenas abrieron las puertas para ingresar Penélope notó la confianza con que Josua saludaba a algunos clientes y a todo el personal uniformado que repartía bebidas en las mesas. Evidentemente, el muchacho era un cliente asiduo y, tal vez, el ofrecimiento que le había hecho solo era una excusa para saludar a algún amigo suyo.

Detrás de la barra se hallaba un corpulento hombre de bigote que aparentaba más de cuarenta años y un carácter dócil. Josua los saludó con calidez, a lo que el hombre respondió, animado, con un "¡Jos, qué bueno verte! ¡Y trajiste a tu novia!" El muchacho rió ante tal comentario y abrazó a Penélope de lado aclarando que no eran más que amigos muy recientes, luego añadió, con una voz más baja y seria, que él sabía que su "novia" vivía muy lejos.

Terminada su plática sobre dicho tema Josua pidió, otra vez enérgico, dos vasos grandes de cerveza. Entonces, con cada segundo que la acercaba más a beber aquella desagradable sustancia, Penélope no podía evitar sonreír con mayor amplitud y nerviosismo.

De repente, una persona se sentó al lado de ella, dejando sus brazos en la mesa y cuando pidió un emoliente para llevar, Penélope reconoció su voz: Harley.
Ella jugueteaba con un mechón de su cabello con la mirada perdida mientras se preguntaba si el chico estaría de mal humor como casi todo el tiempo o podría dirigirle por lo menos un saludo. Mas una vez que el cantinero le dio el pedido a Harley, fue cuando ella se animó a verlo de reojo. Él también había estado observándola, con el ceño fruncido y los labios apretados.

En tan solo dos segundos, ella notó los rasguños en sus mejillas, el corte en su mentón y el moretón en uno de sus ojos como producto de la pelea que había tenido con Riley dos días atrás. Cualquiera lo hubiera confundido con un delincuente, pensó.

Lo vio alejarse todavía con dificultad y suspiró cuando el problemático chico desapareció detrás de la puerta del local.
"Ay, Harley..."

El hombre robusto depositó los dos vasos de cerveza frente a Penélope y Josua, por lo que, los siguientes minutos, mientras él se divertía narrando una anécdota, ella se tragaba sus lágrimas junto al líquido de fuerte sabor y fingía algunas risas cuando veía que la situación lo meditaba.
"Pero qué asco, no vuelvo a beber alcohol en la vida..."
Josua había notado aquella situación pero no dijo nada, solo procuró reír con disimulo.

Al cabo de quince minutos, el joven decidió despedirse de sus amigos más viejos para acompañar a su Penélope a su hogar, hecho que ella agradeció casi tanto como el vaso interminable de cerveza.

El hombre del bar los despidió con un apretón de manos a cada uno y luego salieron comentando el olor de los estropajos y el aliento de algún cliente que habían percibido cerca.

—No te gusta la cerveza, ¿no? —preguntó Josua, divertido.

—¿Eh? ¿Qué dices? Si yo la amo, la bebía en lugar de leche de pequeña... —respondió, sarcástica.

El muchacho soltó una carcajada.

—Discúlpame, quería que me lo dijeras y nunca lo hiciste —dijo todavía riendo, estridente.

—Es de mala educación rechazar las invitaciones más de una vez —respondió torciendo el rostro y cruzándose de brazos mientras seguía caminando hacia la desértica pista.

Josua siguió riendo.

—Ah, casi olvido devolver la llave que me prestaron la otra vez. Peny, ya regreso, ¿sí?

Josua no esperó una respuesta y solo se alejó de regreso al bar, raudo. Penélope detuvo su caminar en el borde de la pista y se giró hacia su compañía, quien ya no se hallaba a su lado. Sintiéndose sin energías, suspiró y estiró sus brazos hacia el cielo con una gran extenuación.

De pronto, oyó una fuerte bocina casi en su oído.

—¡Idiota!

De un tirón en su muñeca la jalaron hacia el pavimento y cayó al suelo. La joven vio cómo un auto pasaba pegado a la acera con una peligrosa velocidad. Perdió el aliento y apenas pudo balbucir sus expresiones.

—¿¡Eres imbécil o qué!? —gritaron de pie, junto a ella. Para cuando alzó el rostro hacia esa persona supo que era Harley—. ¡Esa manía que tienes por buscar el suicidio!

El pulso de Penélope seguía agitado y sus pulmones con las justas recibían algo de oxígeno, su temperatura había disminuido con brutalidad y no alcanzaba a digerir los coléricos gritos de Harley.

—Eres propensa al desastre, Marks. Yo te amarraría con una soga a una silla. —Resopló, cansado.

Peny tosió para aclarar su garganta y se puso de pie, firme, antes de dirigirse al muchacho.
Estuvo a punto de contestarle a su último comentario hosco, mas al tener una mejor visión de su rostro golpeado y arañado no pudo evitar mencionarlo.

—Por Jaime, el Santo, estás horrible...

Harley frunció más el ceño y ablandó el gesto por un instante al haber recibido palabras que no esperaba.

—Pero a mí se me quita en una semana, tú naciste así y así te quedas. —Ella abrió la boca para hablar, con las manos en la cintura, pero él se adelantó—. Además, mira tus pantalones agujereados. Pareces indigente.

—Y tú, un delincuente —respondió de prisa.

—Pero yo lo parezco siempre así que no tiene importancia.

—¡Hijo de...!

—¿Peny? —interrogó Josua al salir del bar y ver a su amiga enfurecida—. ¿Qué pasó?

Ambos chicos se silenciaron ante la presencia del tercero. Harley le dirigió a Josua una apática mirada plagada de amenazas implícitas, dio media vuelta y se marchó sin más.
Penélope se cruzó de brazos, enfurruñada, y aunque trató de no volver a mirar a Harley, una leve compasión en su pecho giró sus pupilas hacia él mientras se alejaba, con complicaciones para caminar cada vez menos notorias, y su eterna soledad.

Siempre estaba enfadado y herido, ¿qué sentido le hallaba él a la vida? No era más que un pobre individuo sin deseos de respirar y llevaba un vacío en su interior tan hondo y oscuro que se lo estaba comiendo por completo.

—Peny, son tal para cual y escucha y recuerda lo que te voy a decir: algún día se van a casar. —Rió Josua.

—¡Cierra la boca!

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