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2. Huevos

–Buenos días. –murmuré animada cuando Alex entró a la cocina caminando como zombi.

Él sólo hizo un asentimiento como saludo y caminó directamente al refri.

–¿Y Sago?

–Se fue a correr.

–¿Tan temprano? –arrugó la cara y sacó la leche para darle un trago directo del cartón.

–Si ya lo conoces. Y agarra un vaso, asqueroso.

–¿Tú qué haces? –ignoró por completo mi orden.

–Yoga. –dije sarcástica.

–Chistosa. –respondió, se recargó contra el fregadero y le dio otro trago a la leche.

–Voy a hacer cup cakes.

–¿Y eso? –me encogí de hombros.

–Me dieron ganas. –asintió lentamente.

Yo prefería comprar todo hecho porque no es como que sea muy buena cocinera, pero Sago había surtido tan bien nuestra cocina que me habría dado pena salir a comprar algo que bien podía hacer. O esperaba poder hacer, estaba siguiendo una receta que había encontrado en Pinterest.

–¿Tienes función? –preguntó.

–Sí, en la tarde.

–Te llevo. –fruncí el ceño.

–¿Y eso? –se encogió de hombros.

–Me dieron ganas. –sonrió y yo lo miré alzando una ceja. –Neta, quiero verte de Ana.

–Ayer fui un desastre.

–Eso es lo padre de que actúes, no eres tú. –murmuró metiendo un dedo en mi mezcla para luego llevárselo a la boca. –¿Por qué a todo le pones café?

–No es justo que tú sí puedas ir a verme al teatro, pero yo no pueda leer nada de lo que has escrito.

Alex era escritor, más o menos, estaba a punto de titularse. Llevaba siete años viéndolo escribir cada que tenía tiempo, incluso cuando no. Primero en cuadernos, luego en laptop, a veces en su celular, el punto es que siempre estaba escribiendo.

Jamás me había dejado leer, me había contado de qué trataban sus historias y en qué terminaban, incluso. Pero nunca había podido leer una sola. Y curiosamente, todos los finales que me había contado incluían un suicidio. Podía preocuparme porque Alex tuviera esa idea en la cabeza siempre, pero lo contaba con una gracia que me convencía de que no había otro final posible.

–Cuando firme contrato con una editorial, te prometo que vas a ser a la primera a la que le dé una copia. Y ni te voy a cobrar por ella.

–Guau.

–Qué buen amigo soy, ¿No? –sonrió. Nuevamente metió un dedo en la mezcla y se lo llevó a la boca. –Sabe a polvo.

–Es que no le he echado huevos.

–Mmta, ¿Pues así cómo? A todo hay que echarle ganas. –lo miré mal.

–Y la chistosa es una.

Tomé uno de los huevos que ya había dejado en la isla de la cocina, donde estaba haciendo mi intento de cup cakes, y lo golpeé varias veces contra el borde del recipiente, pero no se rompió.

–No puedo. –dije extendiéndole el huevo a Alex en busca de ayuda. Él lo tomó de inmediato.

–Te digo que hay que echarle huevos. –después de un par de golpes contra el recipiente, el huevo se rompió y Alex lo echó a la mezcla.

–Estaba duro. –susurré tomando otro.

–Nah, sólo eres muy débil.

No sé si fue buena idea, tampoco me tomé mucho tiempo para pensarlo, pero agarré y estrellé el huevo contra su cabeza.

–No, sí estaba duro el otro. –me reí.

Él abrió la boca, entre divertido e indignado. No se molestó en limpiarse la clara que escurría por su frente antes de meter la mano en la harina y dejarla caer en mi cara.

Tosí un poco, pero no me dejé de reír. –¿Así va a ser?

–Tú dime.

Tomé del chocolate en polvo e igual se lo eché en la cara. Y empezamos una pequeña guerra de ingredientes para cup cakes. Sago iba a matarnos.

–¡Espera, espera! ¡Eso está exacto! –exclamé entre risas cuando Alex tomó una taza con gotas de vainilla en ella. Entonces paró.

Nuestras risas se fueron apagando a medida que observábamos todo lo que teníamos que limpiar. Cuando me giré a ver a Alex para quejarme, él tomó mi fleco y lo pasó por detrás de mí oreja, haciéndome olvidar por un momento mi queja.

No debí sentir ese gesto tan íntimo como lo sentí. No lo fue.

–¿Qué pasó? –exclamó Santiago que ya estaba de pie en la entrada de la cocina. Nos miraba atónito.

Di un paso atrás y solté aire que ni siquiera noté que había retenido.

–Estamos cochinando. –me reí.

–Ya me di cuenta.

–Ahorita te ayudo a limpiar, dejen me baño. –dijo Alex y caminó fuera de la cocina. –Perdón, güey. –dijo soltando otra risita, poniendo su mano en el hombro de Sago.

–No me toques, cabrón. Qué asco me dan.

Me reí y fui por un trapo. Hice todo a un lado de la isla y empecé a limpiar todo lo que llenamos de harina y chocolate en polvo. Santiago seguía recargado en el marco de la puerta, estaba cruzado de brazos y me miraba mal.

–¿Qué pedo? –repitió.

–Ya, ya lo estoy limpiando.

–No, no es eso. Creí que ya lo habías superado. –lo miré por un segundo y volví a lo mío.

–Santiago. –alargué en un susurro. –Está en el cuarto de al lado. –su sonrisa se borró de forma abrupta.

–Guácala, te gusta Alex. –frunció el ceño, sin poder esconder la diversión en su mirada.

–Santiago, cállate ya.

–¡No me callo! ¡Te gusta Alex! –exclamó llevándose las manos a la boca. No pude evitarlo y aventé un huevo contra su cabeza. Cerró los ojos con fuerza y limpió la clara de su frente. –Mira, de una vez te digo que eso no te va a funcionar conmigo, no voy a terminar besándote.

–No me estaba besando. –susurré.

–Si llegaba dos minutos después seguro los encontraba cogiendo. –caminó al fregadero y abrió la llave para limpiarse bien la cara.

–A ver, en primera no es tu cocina, es nuestra. Y si fuera de alguien sería mía porque yo escogí el departamento. Segunda, tú y yo sabemos que nada puede pasar entre Alex y yo.

–Oye, ¿Sí es en serio? Yo estaba jugando. –dijo poniéndose serio.

–No empieces.

–Es que, May. Es como una recaída, no está chido.

–¡Lalalala! –grité y me tapé los oídos.

–Y no quiero que sufras.

–¡No te oigo! –me miró mal y metió la mano en la harina para echar un poco en mi cara. –Eso era innecesario.

–No quiero que sufras. – repitió.

–Y yo no quiero que exageres. Llevamos siete años con esto, no hagas como si fuera algo nuevo.

–Pero... Yo creí que ya no. Además, con Mariana...

–Oye, ya. Somos amigos y lo quise y lo sigo queriendo, da igual.

–Pero May, vives con él... ¿Cómo puedes actuar como si fuera normal?

–A eso me dedico, a actuar. –me encogí de hombros y salí de la cocina.

Santiago y yo nos conocimos en secundaria, a los doce años. Nos hicimos mejores amigos y nuestra amistad sobrevivió a la distancia, ya que nos fuimos a prepas diferentes. Claro que, como era de esperarse, cada uno hizo amigos nuevos. Yo, por ejemplo, conocí a Axel, Fernanda. Y a Alex.

A mis ojos, Alex era el chavo más guapo del salón y, no sé si fue buena o mala suerte, pero por alguna razón, decidió que yo sería su mejor amiga. Yo no estaba muy conforme con ese puesto, pero de eso a nada...

Y es que mientras más lo conocía, más me gustaba, ¿Es normal cuando hasta los defectos de alguien te encantan? Yo pensaba que no, que lo que tenía era un simple enamoramiento de bachillerato. Pero duró demasiado para ser solo eso.

Santiago y Alex estaban a punto de conocerse. Alex me había invitado a salir y yo estaba vomitando arcoíris de la emoción. Pero como seguía siendo un amigo relativamente reciente, mi mamá no lo conocía y no me dejó salir con él. Lo cual era ilógico, ¿Cómo pretendía conocerlo entonces?

Mis hermanos no estaban disponibles esa tarde para pedirles ayuda, así que le dije a mi mamá que saldría con Santiago. No me creyó. Tuve que pedirle a Santiago que se encontrara conmigo en la plaza diez minutos antes de la hora que había acordado con Alex. Ya que mi mamá vio a Santiago, me creyó y me dejó con él. Pero luego Santiago fue quien se negó a dejarme sola y dijo que me acompañaría hasta que viera a Alex.

–¿Es él? –preguntó señalando a un chico.

–No, Alex no tiene los ojos claros.

Estábamos recargados en el barandal del segundo piso viendo la entrada de abajo, esperando verlo.

–¿Ese?

–No. Alex está más flaco.

–¿Ese?

–Esa es mujer, y tiene como sesenta años. –él frunció el ceño.

–Hola, May. –me giré de golpe y ahí estaba, con las manos en la bolsa del pantalón, tan relajado como siempre.

–¡Hola! –él miró a Santiago. –¡Ah! Él es Santiago, ya te he contado de él.

–Ah, hola. –saludó alegre, ese típico saludo que hacen los hombres que yo nunca aprendí a hacer. –Soy Alex.

–Ya lo sé. –le di un codazo discreto. –Ay, no, yo decía que mucho gusto. Pero yo ya me iba, nada más la acompañé y...

–No, quédate. Nada más íbamos al cine y a pasear por aquí.

–No quiero hacer mal tercio. –siseó y lo miré mal. Alex rio.

–No haces mal tercio, May y yo somos sólo amigos, ¿Sí o no?

–Despierta, mi amor. –dijo Alex chasqueando los dedos frente a mi cara.

¿Por qué los hombres piensan que está bien llamar con apodos melosos a sus amigas? Lo toleraba con Diego, pero no soportaba que Alex lo hiciera.

–¿Eh? –lo miré.

Estaba recién salido del baño, de su cabello todavía escurrían unas gotas de agua y solo tenía una toalla en la cadera.

–Te perdiste.

–No, aquí estoy. –rio.

–¿En qué pensabas?

–Nada. Repasaba un texto.

–¿Sí te llevo? –asentí. –Ya está libre el baño.

–¿Todavía hay agua caliente?

–Debe de. Me bañé con fría para que la niña tenga su agua calientita.

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