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1. Comprendo

–Ana, compréndeme. 

Comprendo que te acostaste con mi novio. Lo tengo clarísimo. 

Lo que no comprendo es por qué me molesta si me puedo conseguir un novio nuevo como cada semana. Pero bueno, no se trata de juzgar. 

–No, es que es justamente eso. No comprendo, ¿Qué clase de mejor amiga se acuesta con el novio de su mejor amiga? 

Miré de reojo al director, quien sólo negó con la cabeza sin quitar la mirada del libreto. 

–¿Qué clase de novio se acuesta con la mejor amiga de su novia? 

Tomé un par de respiraciones lentas y traté de no parpadear. 

–¡Él no sabía! 

–Basta. –exclamó el director, todos lo miramos y él cerró el libreto de golpe para luegomirarme mal. –¿Qué estás haciendo, Mayte? –se cruzó de brazos. 

–E-estaba... ¿Llorando? –murmuré.–¿En serio? Porque pareciera que tienes alguna clase de orgasmo en cámara lenta. 

Solté aire mientras algunos de mis compañeros se reían. 

 –Señor, discúlpeme. Estoy más familiarizada con el papel de Nora, no tengo mucha práctica con Ana. 

–Un actor se adapta al personaje, no el personaje al actor. Has hecho papeles más difíciles, Mayte. Eres capaz, no me hagas odiarte. –asentí. –Esa escena completa, otra vez.

–¿Todo en orden? –preguntó Carmen, quien estaba interpretando a Nora.

Yo prefería a Nora, la venía interpretando desde que empezó el año. Sólo porque la chica que hacía de Ana consiguiera un papel en una novela no le daba derecho de abandonar la obra, no era justo. Y aunque lo fuera, habría sido mejor que encontraran un reemplazo para Ana y me dejaran con Nora.

–Sí. –asentí frunciendo el ceño ligeramente.

Sé que mi desempeño no mejoró, pero nuestro director optó por no volver a humillarme frente a toda la producción. Me llamó a su oficina una vez terminado el ensayo.

–¿Querías verme, Diego? –pregunté recargándome en el marco de la puerta. Él estaba muy ocupado tecleando algo en su computadora como para mirarme.

–Sí, Mayte ¿Todo está bien? ¿Tienes algún problema?

–No, todo bien.

–Tu interpretación está muy floja, mi vida. ¿Qué pasó?

–Nada. –alargué dejando caer mi cabeza contra el marco. –Es lo que te dije, estoy acostumbrada a ser Nora, ¿No puedo volver a hacer de ella y que Carmen haga a Ana?

–Ana es un personaje muy fuerte para Carmen, no está lista.

–¿Y por qué no contratas a esta chica Balboa? Escuché que es buena.

–Muy joven, sería demasiado el riesgo. Te dejamos el papel a ti porque se supone que eres una apuesta segura.

–¡Y lo soy!... De Nora.

–Podías llorar siendo Nora, ¿Qué falló con Ana? –me miró y se quitó los lentes.

Hice una mueca. Eso era algo difícil de explicar.

Es como cuando a un perro lo premias cada vez que hace un truco, así cada vez que le das una galleta hace el truco. Algo así era conmigo, mi truco era los diálogos. Como si estuviera entrenada para llorar automáticamente al escucharlos. Necesitaba algo más de tiempo para lograr lo mismo con mis nuevos diálogos. Pero no me gustaba compararme con perros.

–No lo sé, es más fácil meterte en el papel de Nora. Con Ana no me lo puedo creer, está medio mensa. –Diego soltó una risita.

–Vas a tener que hallarle el cómo, Mayte. Mañana te quiero a full, eh.

–Sí, Yeyo. –suspiré. –Te veo mañana.

–Sale, mi amor. Con cuidado.

Me gustaba actuar, muchísimo, pero no había conseguido ningún papel en alguna producción realmente grande y el teatro donde trabajaba no me pagaba tanto, por lo que necesitaba un segundo empleo. De lunes a miércoles trabajaba por las tardes como barista en una cafetería dentro de un centro comercial. Jueves y viernes también, pero por las mañanas.

Fue bastante fácil convencer a mi jefa de darme un horario especial; cuando le dije que era porque tenía que ir a hacer obras, aceptó encantada. Creo que ella pensó que me refería a obras de caridad y no de teatro. Y por supuesto que yo no me molesté en aclararlo.

–He llegado. –anuncié con gracia mientras entraba al local. Un par de personas voltearon a verme. Paola me recibió aventándome mi delantal.

–¿Algún día llegarás a tu hora?

–¿Y quién lo dice? –fruncí el ceño y pasé por la bodega para llegar a mi locker, Paola me siguió. –Siempre llego a mi hora.

–Llegas tarde siempre, mentirosa. ¿Qué tal tu ensayo?

–Pues... –abrí mi locker. –Pudo estar peor. –metí mi morral y descolgué mi gafete de la pequeña puerta para colgármelo en el delantal.

–Tu cabello. –me recordó. Asentí y me lo amarré. –¿Karla no regresó? –negué.

–Parece que me va a tocar ser Ana.

–Está padre, a mí me gusta más que Nora.

No tengo mejor amiga, tengo dos mejores amigos, hombres. Algo así. Llegué a intentar tener mejores amigas y simplemente no lo logré. Pero con Paola me llevaba bastante bien. Ella ya trabajaba en la cafetería antes de que yo llegara y su nombre fue el único que pude recordar de todos mis compañeros, porque se parece al de mi hermana. No hablábamos tanto, sólo cuando compartíamos turno en la cafetería y alguna vez fue al teatro a verme.

–A mí no. –cerré el locker y caminé a la barra, ya había un muchacho esperando. O eso creí. Todavía se encontraba viendo el menú en la parte de arriba, detrás nuestro.

Después de verlo, intercambié una mirada con Paola que venía atrás mío. Ambas sonreímos discretamente con un asentimiento. Como si fuéramos a decir "Mira a este güey, está como quiere" pero no era necesario porque la otra ya también se había dado cuenta. Eso me agradaba y era algo que no podía hacer con mis amigos. Bueno, a veces sí con Santiago.

–Hola, bienvenido. –saludé llamando su atención. –¿Qué te ofrezco?

–Este... No lo sé. –admitió con una pequeña risa. –¿Tú qué me recomendarías? –me miró.

Ojos azules. Qué bonitos.

–Pues a mí me gusta mucho el capuchino vainilla, aunque muchos dicen que es muy dulce... También me gusta mucho el chocolate blanco, pero ese es más dulce. –fruncí el ceño y él soltó otra risita.

–¿Cuál te gusta más?

–El capuchino vainilla, sin duda.

–Entonces un capuchino, por favor. –sonrió.

–¿Caliente o granizado?

–Lo dejaré a tu elección. –alcé una ceja con una sonrisa.

–Caliente, será.

–Qué bueno, porque está lloviendo y un granizado no estaría rico. –soltó y yo me reí.

–¿Grande? –asintió. Tomé un vaso de cartón.

–Por favor.

–¿A qué nombre? –pregunté destapando mi plumón.

–Alonso.

–¿Algo más?

–Nop. Sólo eso.

–Bien, Alonso. Son... cincuenta y ocho. –él me extendió un billete de cien.

–Quédate con el cambio.

–No, ¿Cómo crees? –él negó encogiéndose de hombros.

–Anda, agárralo.

Terminé por aceptar el billete, pero igual busqué cambio y se lo entregué envuelto en el ticket.

–Te entregan tu bebida al final de la barra. –asintió.

–Te dije que te quedaras con el cambio.

–Ya había escogido tu bebida, no me gusta abusar.

–Abusa, sin compromiso. –sonrió, simpático. Me reí.

Me giré con Paola y le di el vaso y el plumón.

–¿Qué? –me preguntó.

–Escribe tú su nombre, tu letra es más bonita.

–Ay, escríbelo y ya.

–Ay, gracias eh. –me quejé y escribí su nombre.

–Ponle tu número. –susurró con emoción.

La miré con el ceño fruncido, pero no pude evitar sonreír. –No.

–May, le gustaste. Aprovecha que está guapo.

–Le caí bien y ya.

–¡Ponle tu número!

–¡Que no! –me reí.

Y no puse mi número, lo que sí hice fue dibujar un pequeño corazón junto a su nombre. Después tendría que dibujarle un corazón al café de todos para no sentirme ridícula.

Le di el vaso a Paola y ella preparó la bebida. Se suponía que ella se lo tenía que entregar al final de la barra, pero me regresó el vaso.

–¿Que?

–Entrégaselo tú.

–No, eso te toca a ti.

–Pero yo tengo que... Ir al baño. –dijo para luego echarse a correr a la bodega.

Rodé los ojos y tuve que ir a entregarle la bebida.

–Alonso. –llamé, él se encontraba en una mesa viendo su celular, no tardó nada en acercarse. –Que lo disfrutes.

Él tomó el vaso y me sonrió cuando vio el corazón.

–Gracias, qué linda.

La tarde no transcurrió rápida, fue tranquila, aunque yo seguía sin estar de muy buen humor. Llegar al departamento no ayudó mucho, llegué con hambre. Lo único que había comido en todo el día era un sándwich y el cereal de la mañana. Y nuestro refrigerador ya sólo tenía una rebanada de queso amarillo y medio bote de leche. No había nadie, pero Santiago había dejado un recado diciendo que iba al súper. No tenía de otra más que esperarlo.

Aprovechando que no había nadie, entré al baño y dejé llenando la tina. Al ser tres personas con un horario similar viviendo con un solo baño usualmente nos bañábamos a las prisas, la verdad extrañaba un poco disfrutar de la tina y me moría por estrenar unas burbujas que me había regalado mi abuela. Me quité la ropa y entré procurando no tirar agua ni mojar mi cabello, no quería perder tiempo secándolo. Me puse mis audífonos y dejé mi celular envuelto en una toalla. Ocupé otra como almohada en el borde de la tina. Y estuve, fácil, media hora ahí. Hasta que alguien jaló mis audífonos. Entonces noté que me había quedado dormida.

Cuando abrí los ojos vi a Alex tranquilamente sentado en la taza del retrete mirándome con cierta diversión que fracasaba en disimular. Agradecí que todavía hubiera algo de espuma.

–¿Quién te dejó entrar?

–La puerta estaba abierta. –dijo encogiéndose de hombros.

–Está rota, tarado.

–Uy. –rio. –¿Te fue mal?

Solté aire. –No, sólo no me fue bien.

–¿Me quieres contar?

–Si me dejas vestir antes, sí.

–Como si no te hubiera visto desnuda antes.

–¡Cállate! –le salpiqué un poco de agua, él se rio.

Lo conocía desde los quince años, empezamos a vivir juntos a los diecinueve. Muchas cosas pasan en siete años.

–¿No tienes hambre?

–Un montón, pero no hay comida, ¿Ya llegó Sago?

–No, pero pedí pizza, ¿No quieres?

–¿De qué es?

Pues margarita. –respondió con obviedad.

–Es que como tú prefieres la mexicana.

–Pues sí, pero margarita es de la única que comes.

–Bueno, salte. Para que me pueda secar y vestir tranquila.

–Qué payasa. –se quejó, pero se levantó. –Oye, ¿Por qué el cabello no te lo lavas?

–Lo lavé en la mañana, si me mojo ahorita me voy a tardar años secándolo y la verdad me da flojerita. –sonreí. Él negó con una risita.

Volví a cerrar los ojos cuando escuché la puerta cerrarse, segundos después sentí agua caer en mi cabeza. Abrí los ojos y me enderecé de golpe. Vi a Alex de pie junto a mí, sosteniendo el vaso que usamos para lavarnos los dientes y no dejaba de reírse. Volví a aventarle agua y él caminó a la puerta.

–¡Te detesto! –me quejé.

–¡No es cierto! –dijo lanzándome un beso, sin dejar de reír.

Y no, no era cierto. Todo hubiera sido más fácil de haber sido cierto.

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