XVIII⠂⠦
Colgué la pequeña corona de flores que encontré en el refugio de una de las paredes de mi salón. Dado que el apartamento era alquilado, había retirado toda la decoración cuando me mudé. No tenía mucho sentido tener objetos que se ensuciaran de polvo si ni siquiera podía verlos. Pero los clavos que sostenían algunos de esos cuadros seguían clavados aún en su lugar original.
Estaba cansada tras los largos trayectos de autobús y el paseo por la montaña, pero mi cabeza se mantenía muy activa. Por ello llamé desde el teléfono fijo a Marta en cuanto me quité el abrigo. No le dije nada acerca de mi segunda visita a la Sierra, me limité a hablar de mi hermana.
—Nunca llegaste a conocer a Emilio Escudero, ¿verdad? —pregunté cuando la conversación llegó hasta ese punto—. Eso dijiste a mis padres durante el velatorio.
—Así es —respondió ella desde el otro lado de la línea—, dije que ni siquiera sabía que Lu le conocía.
—¿Por qué piensas que no nos lo contó?
—He pensado muchas razones, si te soy sincera. —Resopló cansada—. En un momento creí que lo hacía para proteger su intimidad, que él lo había pedido como favor al grupo. Ya sabes que con las redes sociales mucha gente conocida lo pasa mal para separar su vida personal y su vida pública. También llegué a pensar que me quería dar una sorpresa más adelante, ya que él participó en un programa de cocina que me gustaba. Aunque quizá no exista una razón tan compleja, es posible que no le diera ninguna importancia al hecho de viajar con un famoso. Era parte de su personalidad, ¿no crees?
—Es posible —respondí sin convencimiento.
Lucía siempre había sido una persona que reaccionaba a los estímulos de una manera diferente a la del resto. Había asuntos que para unos tenían un valor inmenso y que para ella no significaban nada. También ocurría a la inversa. Puede que ir de excursión con una persona famosa en todo el país fuese uno de esos asuntos irrelevantes.
—De todas maneras... —Hizo una pausa de varios segundos—. Lu llevaba una temporada actuando de una forma extraña, sobretodo conmigo. A veces tenía la sensación me forzaba a romper con ella, como si yo estuviese limitando su libertad, ¿sabes? Es una sensación muy difícil de explicar.
—De ser así, me lo habría confesado en algún momento —dije para tranquilizar su conciencia, pero yo había tenido una sensación muy similar. Daba por hecho que se debía a la propia Marta, como si ella hubiese robado la atención de mi hermana.
Estaba equivocada, la atención de Lucía estaba en otro lugar.
—¿Qué te hacía pensar que actuaba de una forma extraña?
—Somos personas, solemos seguir rutinas —respondió despacio—. Todos los días hacemos más o menos lo mismo, y cuando las detenemos suele deberse a un suceso extraordinario, como una tragedia familiar o unas vacaciones.
Parecía buscar con cuidado las palabras que debía decir a continuación.
—Pero su rutina cambió —dije en busca de un atajo para sus pensamientos.
—Sí, dejó de hacer lo que solía hacer. Al principio no me pareció nada de lo que preocuparse. Aunque ya sabes que no le gustaba la televisión, hacía el esfuerzo de verla conmigo cuando cenábamos juntas, pero eso se acabó. Se justificaba con la clase de argumentos que puedes ver en cualquier vídeo de conspiración en Internet. A mí me hacía gracia. El problema es que poco a poco sustituyó los planes que solíamos hacer por otros por los que nunca se había interesado, y lo justificaba de la misma manera. No te tomes a cachondeo lo que te voy a contar.
No dije nada. Esperé en silencio a que continuara.
—Empezó a leer libros de temas relacionados con el espacio. De estrellas, galaxias, platillos volantes, extraterrestres... —Volvió a interrumpirse, parecía no querer hablar de aquello—. Veía documentales de esos temas y escuchaba música muy rara. Nunca había hecho nada de eso.
—La gente cambia de gustos. ¿Qué tiene de raro interesarse por eso?
—Nada, pero llegó un momento en que parecía no existir otra cosa en su vida. Eso estaba por encima de todo lo demás.
«Por encima de todo lo demás», repetí en mi cabeza, procurando encontrar una segunda lectura a las palabras.
—No soy ninguna experta en temas de pareja, Marta, ¿pero has llegado a plantearte que la relación simplemente se estuviese apagando?
—Obvio que se apagaba, por eso te decía que parecía presionarme para romper. Como si no se atreviese a cargar con esa responsabilidad.
—Eso no se parece en absoluto a lo que haría mi hermana.
—Exacto. Nada se parece a lo que haría tu hermana. Nuevos amigos, nuevas aficiones, nueva vida. ¿Sabías que ya llevaba un año sin currar cuando falleció?
—Sí, estaba preparándose para ser monitora de aventuras de montaña, o algo del estilo, ¿no?
—Eso creía, pero sabes qué hacía cuando se iba a la Sierra? —preguntó sin darme tiempo para responder—. ¡Yo tampoco!
Al parecer, la relación entre las dos había empeorado más de lo que imaginé al comienzo de la conversación. La irritación en las palabras de Marta denotaba una frustración interna que parecía querer volcar sobre un supuesto asesinato, como si los problemas entre ellas se justificaran bajo un elemento externo, y no por una razón tan natural como el desenamoramiento.
—Marta, cálmate.
El silencio se hizo al otro lado de la línea, interrumpido por un largo suspiro de resignación.
—Lo que te estoy contando no es un simple berrinche, Maribel. Sé que nunca podría haber conocido a Lu mejor que tú, pero debes creerme.
—Quiero creerte —aseguré—. ¿Puedes hacerme un favor?
Le pedí que guardase todo aquello que mi hermana pudiese haber escrito o anotado en un mismo lugar para poder echar un vistazo más tarde. También le pedí que se fijara en panfletos de publicidad, documentación o apuntes que se relacionaran con actividades en la montaña. Y lo más importante, que me llamara si en algún momento veía escrita la palabra Valleiglesias sobre cualquier papel.
Colgué y me di una ducha caliente junto a Lui, aún no me había cambiado de ropa. Las gotas que impactaban sobre la mampara caían dejando tras de sí surcos que recordaban a los senderos que había seguido esa misma mañana. También lo hacían las venas hinchadas de los pies, agotados por la falta de costumbre. Me dolían los tendones que unían el tobillo a la pierna, como si nunca los hubiese usado. Lui parecía estar aún más agotado que yo, sus doce años pesaban sobre sus patas.
El teléfono sonó mientras dormía. Era Marta. Había encontrado una tarjeta arrugada que sobresalía de uno de los libros de Lucía a modo de marcapáginas. Aseguró que en ella se podía leer, impreso sobre color negro, una escueta dirección:
RESTAURANTE, Carretera de Valleiglesias, s/n
A la mañana siguiente volví a visitar el locutorio. Le pedí al mismo chico que trabajaba en él que me mostrara Valleiglesias sobre el mapa y que buscara una manera de llegar hasta allí. Se podía acceder en transporte público hasta el pueblo de al lado, más grande y poblado. Al parecer se había anexionado debido a la cercanía y carencia de empadronamientos. Una hora después ya estaba subida en un autobús que me llevaría hasta aquel lugar, pero fui sola. Decidí dejar a Lui descansando en casa, a esas alturas casi no le extrañaba quedarse solo y lo necesitaba.
El conductor, tal y como había prometido, me avisó cuando llegué a la parada deseada y me indicó con el dedo el camino asfaltado que llegaba a Valleiglesias. Desde el pueblo donde me apeé debía caminar un par de kilómetros, pero fui sorprendida por una niebla tan espesa que tuve la sensación de andar en punto muerto. Antes de media hora me di de bruces con una calle que se ensanchaba a modo de plazoleta, rodeada esta de algunas casa bajas de no más de dos plantas. A pesar de la niebla, todo el lugar podía abarcarse con un solo vistazo. Algunas naves industriales y casas nuevas se repartían moteando la colina que subía al monte que daba al norte, donde pude ver a un hombre con una carretilla cargada de garrafas y un llamativo mono de trabajo azul.
Lo que debía ser el antiguo ayuntamiento se situaba al fondo de la plazoleta. Una bandera descolorida sobresalía de la misma pared que unía el edificio con una iglesia pequeña, hecha a base de piedras muy deterioradas. No es que hubiese tenido tiempo aún para diferenciar lo que era antiguo o no, pero aquella construcción debía llevar mucho tiempo en desuso. Incluso la puerta de entrada estaba bloqueada por unas gruesas cadenas oxidadas.
El único restaurante se encontraba tras un banco de madera muy estropeado, aunque en su fachada ni siquiera había un letrero que lo indicara. Si lo supe fue porque su puerta de vidrio era la única que permitía ver el interior: tres mesas vacías se repartían en el lado izquierdo, vigiladas desde la barra de bar situada a la derecha. Pasé adentro.
Una mujer de rostro impasible apartó durante un segundo la vista del televisor anclado a la pared. Frente a ella, y sentados en butacas altas, bebían dos hombres vestidos con ropa de trabajo. Me observaron con atención, pero ninguno saludó.
Me acerqué a la zona de la barra más cercana a la entrada, pedí un botellín de la cerveza y me fijé en la pared. Estaba decorada, a parte de con botellas a medio vaciar y llenas de polvo, con decenas de fotografías. Todas ellas habían sido hechas, o bien en la montaña, o bien en el interior del propio restaurante. Los dos hombres no habían dejado de observarme hasta ese momento. Uno de ellos dejó un billete sobre la vitrina grasienta que protegía a las tapas y se marchó del restaurante seguido del otro. La señora puso el botellín frente a mí sin apartar la vista del televisor.
—Es como ver a un fantasma —dijo al fin, y un desagradable olor a cenicero húmedo llegó hasta mi nariz.
Miré también a la televisión en busca de sentido para lo que acababa de decir, pero sobre la pantalla solo había un grupo de personas gritándose unas a las otras.
—Lo digo por ti, mira.
Señaló uno de los marcos que había en la pared valiéndose del mando a distancia. En la fotografía se podía distinguir un grupo de siete personas que vestían con ropa de montaña. Sonreían sentados en una de las mesas del restaurante a punto de devorar una fuente de carne a la brasa. Al fijarme bien pude comprobar que una de esas personas era Emilio Escudero; y otra de ellas, que reconocí como si mirara en un pequeño espejo, era mi hermana gemela.
Era Lucía.
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