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El doctor Crespo entró en la habitación como cada tarde. Sus pisadas no tenían prisa por llegar o largarse, a diferencia de los demás empleados, que a veces parecían correr en desbandada. Ni siquiera Lui se lo tomaba con tanta calma. Pensé en él, echaba de menos el tacto de su pelo bajo mis manos y las confidencias que solo él era capaz de atesorar.
—¿Qué hace con eso puesto en la cara? —preguntó el doctor antes de sentarse a leer.
—Intento dormir —contesté.
Alfonso Crespo no pudo contener la risa.
—¡Qué curioso! —exclamó.
Y es que no debía ser normal que alguien que puede ver por primera vez se tape los ojos con un antifaz. Pero así es como me encontraba en ese momento. Había elegido a la oscuridad tan pronto como la luz empezó a resultar incómoda. Demasiada información, demasiadas horas empleadas en el simple hecho de descubrir un nuevo matiz. Por no hablar de lo que había descubierto al otro lado del espejo, una forma que se definía paso a paso, pero que me aterraba descubrir en todo su detalle y complejidad. Una amalgama de borrones heterogéneos, cruzados y tachados por líneas acuosas y aleatorias.
Me había preguntado millones de veces cómo sería el rostro de una persona, qué atributos podrían corresponder a lo bello y a lo hermoso, cuáles al disgusto y al miedo, cuáles a la lástima o a la compasión. Sin embargo, nunca llegó a mi mente la posibilidad de sentir repugnancia y pánico ante su aspecto; en mi cabeza siempre había aparentado una pureza casi angelical y alejada de lo que ahora solo parecían monstruos.
—Usa el antifaz por la noche —dijo el doctor—. Es importante que el cerebro aprenda a relacionar los ciclos circadianos con la presencia o la ausencia de luz.
—¿De qué me está hablando ahora? —pregunté con desgana.
—Son los ciclos biológicos que nos sincronizan con el mundo donde vivimos, ¿no había escuchado nada al respecto? Todos los seres vivos tienen sus propios ritmos, y si usted quiere descansar bien, lo primero que debe hacer es evitar esta especie de jetlag que se ha auto impuesto.
—Antes no veía nada y descansaba bien. No me cuente historias, doctor.
—Ya hemos hablado de ello. Una cosa es que no viese, y otra muy distinta que no entrase luz por sus ojos. Es como notar el calor sin haberse expuesto nunca al sol, aun cuando su cuerpo conoce el cambio de temperatura.
Retiré el antifaz de mi cara, no tenía intención de discutir sobre ello por más tiempo. Cuando los ojos se acostumbraron a los fluorescentes del techo, las formas borrosas tomaron el protagonismo de la escena. El propio doctor era un amasijo de tonos oscuros —ya había empezado a diferenciarlos y a catalogarlos—, que se movía como una tormenta ante mi cama.
—Ya me lo agradecerá cuando se acostumbre.
—Más le vale...
Pero Alfonso Crespo no pareció escuchar, su cuerpo se había situado junto a la ventana cerrada.
—Hablando de los ciclos. Se especula con la posibilidad de que las primeras células en crear esos ritmos lo hiciesen para huir de la luz del sol. Como su reproducción se ponía en peligro ante la exposición a la radiación ultravioleta, la reproducción del ADN se debía dar de noche, en plena oscuridad.
—Si va a compararme con una ameba, es mejor que se detenga ahí.
—No quiero compararla con nada, pero me ha hecho pensar en las ventajas e inconvenientes que puede tener para usted la capacidad de ver. ¿Y si el mundo bajo la luz es más oscuro que el que se mantiene a la sombra?
—Es tarde para plantearlo —aseguré—. Por lo pronto, me gustaría volver a recuperar el sueño. Esta habitación me está desquiciando, ni siquiera puedo subir la persiana para ver qué hay fuera.
—Pues salgamos de ella—dijo el doctor con un tono tranquilo pero seguro.
Según el equipo médico, aún era pronto para salir al exterior, pero Alfonso Crespo me tomó del brazo y me guio por el pasillo hasta el ascensor. Bajamos y atravesamos la entrada de la clínica. Nadie dijo nada a nuestro paso, como si la presencia del doctor fuese suficiente como para justificar la excursión.
Una vez fuera, la cantidad de luz era tan fuerte que todo se descompuso en una gama fría de vapores. Los ojos me dolieron durante unos instantes hasta que se acostumbraron y empezaron a diferenciar algunas de las formas. Ya sabía lo que era el verde, pero aquella fue la primera vez que toqué una planta con la certeza visual previa a la del tacto —las plantas de la clínica eran de plástico—. Ese tipo de adelantos perceptivos creaban en mí una satisfacción constante por cualquier encuentro, por nimio que fuera.
Bajo mis pies se desplegó una superficie grisácea de hormigón que llegaba hasta la carretera negra, espesa. Los edificios se levantaban a lo largo de la calle como seres de formas perfectas que parecían tocar el cielo. Nunca había pensado que pudieran ser tan altos, tan imponentes. Miré a mi espada, la superficie de la fachada de la clínica estaba cubierta de metales que reflejaban las nubes que flotaban en las alturas.
Allá en el cielo amenazaba un manto que envolvía todo lo que abarcaba el horizonte. A pesar de que mi visión aún carecía de la capacidad necesaria para ver todo en detalle, ya podía intuir que aquel mundo sobrepasaba con mucho mis expectativas. Había dado por hecho que los colores se repartían en las superficies de una manera simple y organizada, como la textura de las mismas. Era imposible clasificar un entorno que hasta entonces había sido suave, rugoso o deslizante. La explosión de información era agotadora.
—Demos una vuelta a la manzana —propuso el doctor.
Avanzamos con tranquilidad en el camino que rodeaba el edificio, decorado con arbustos bajos y árboles que se desplegaban a lo largo de la calle como centinelas. ¿Qué podría decir de los árboles que hiciese justicia a lo que sentí al verlos?
—Ahora no quiere ponerse el antifaz, ¿verdad?
Pero no contesté, continuaba absorta. Cualquier cambio de tonalidad que se cruzaba en nuestro camino llamaba mi atención. Torcía tanto el cuello hacia arriba —a lo cual no estaba en absoluto acostumbrada— que en seguida empezaron a dolerme las cervicales.
—No quiero imaginar cómo me sentiré cuando sea capaz de ver al cien por cien —dije mientras soltaba la mano de Alfonso Crespo.
—Con todo el respeto, no sabe cuánto la envidio. Siempre he pensado que este barrio era particularmente feo.
Al pasar a la parte trasera del edificio me topé con la superficie del mismo. La imagen alargada de lo que debíamos ser el doctor y yo contrastó con la elegancia de las estructuras que nos rodeaban. Nuestros movimientos eran líquidos, volátiles, pertenecientes a un medio más hostil y menos refinado. Pude comprobar que iba vestida con la bata de la clínica, de un color similar al que cubría el cielo.
Podía caminar hacia delante sin comprobar antes que mis pies no resbalarían o tropezarían con lo que hubiese delante.
Esa misma tarde empecé a estudiar el abecedario para tratar de memorizar la forma de cada letra y de cada número. Una vez pudiese distinguirlos a simple vista, aprendería a leer. Me entregaron una serie de papeles con relieve donde las letras se impresionaban sobre la superficie con tonos intensos, de manera que también me servían para repasar los colores como tal.
Usé el reproductor de música a menudo, las diferentes piezas de música clásica fueron tomando su posición en mi imaginario, como si perteneciesen a un rompecabezas de ideas elementales y básicas. No tardé en tararear la mayor parte de ellas mientras realizaba otras tareas. También recuperé el sueño con el paso de los días, a la vez que mi cerebro se acostumbraba a un despliegue de estímulos que no dejaba de aumentar.
De aquella manera, hacia el final del verano pude abandonar la clínica por mi propio pie. Sentí un miedo desconocido al enfrentar el umbral de la puerta y utilicé por instinto el bastón guía hasta llegar al taxi que me esperaba. Alfonso Crespo me acompañó sin decir nada al respecto, manteniendo una distancia respetuosa con mi manera de cumplir el trámite. Firmados todos los documentos y cumplida mi parte, quedaba libre.
—Le daré las gracias cuando despierte en mi propia cama —le dije antes de subir al vehículo.
—Ya me las ha dado —aseguró con cierto misticismo—. Llamaré a su teléfono fijo durante estos días, si no tiene inconveniente. No olvide que debe venir a revisar sus ojos cada dos semanas a partir de hoy.
—Tranquilo, sería más complicado si el proceso hubiese sido a la inversa y me fuese de aquí a oscuras.
Pero en ese momento no sabía que lo que acababa de responder llegaría a contradecir mi manera de pensar poco después. Recordé las palabras del doctor: ¿y si el mundo bajo la luz es más oscuro que el que se mantiene a la sombra?
¿Acaso sabía Alfonso Crespo lo que me deparaba por delante?
Me despedí de él con un cigarro humeando entre mis labios y una sonrisa traviesa. El taxista esperó a que acabara de fumar para poner rumbo a mi apartamento, donde echaría de menos la tranquilidad de la clínica. La superficie de la fachada reflejaba nubes de tormenta.
Habían pasado más de dos meses y se había hecho la luz.
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