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VIII⠦

El motor del viejo Renault se quejó cuando la palanca de cambios metió una marcha más corta. Sus rugidos eran más lastimeros que furiosos, y es que tenía tantos años como nosotras. No lograba subir las empinadas cuestas del puerto como habría hecho años atrás, por lo que en algunos momentos daba la impresión de que nos quedaríamos tiradas.

—Creo que vamos a aparcar algo más abajo, ¿te ves con fuerzas? —preguntó Lucía desde el asiento del piloto.

—Con más que el coche, seguro —respondí mientras apagaba el cigarro en el cenicero que sostenía entre las piernas.

—Debes estarlo para fumar antes de echar a andar.

Nos detuvimos poco después.

—Abre con cuidado la puerta, tienes otro coche a la derecha —señaló.

—¿Qué hace ahí?

—Es posible que salgan otras rutas desde aquí, se ve un sendero que se mete hacia los árboles ahí delante.

—Caminemos por él. Es mejor que seguir por la carretera, ¿no?

—Qué remedio...

El maletero se abrió y me abalancé al interior en busca de mi macuto de excursión. Sabía que estaba colocado en la esquina inferior derecha del habitáculo. Ya me había puesto las botas antes de salir, por lo que tan solo debía esperar a que mi hermana estuviera preparada. Esta cerró de nuevo el maletero y sacó algo de su mochila. El sonido de la cremallera llegó a mis oídos como un desgarro de excitación y aventura. El sol me calentaba el rostro a intervalos aleatorios por lo que, o bien estaba nublado, o bien las ramas de los árboles lo tapaban en las alturas.

—Un segundo y estamos —dijo Lucía antes de tomarme por la cintura. Pasó alrededor de mí un cabo grueso y lo ajusto a la altura del vientre con un nudo.

—Incluso el perro tiene más libertad cuando lo saco a la calle —bromeé.

—He dejado tres metros de cuerda para que tengas espacio, pero si alguna de las dos se cae, la otra va detrás. Recuerda que también está anudada a mí.

—Es bueno saber eso antes de subir al pico de una montaña.

Siempre me había preguntado el por qué de la afición de mi hermana por la escalada y los montes. Por supuesto, carecía de la capacidad para imaginar lo que los ojos podían experimentar desde las alturas, pero aún así no comprendía qué placer podían ofrecer dichas actividades. Ella siempre volvía a casa con palabras como «qué matada», o «no siento las rodillas», pero a la semana siguiente volvía a tomar su macuto y conducir en busca de nuevos dolores.

En aquella ocasión, Lucía me había prometido una subida sencilla por senderos, hasta un pico de la Sierra de Madrid que no requería ningún tipo de destreza o conocimiento técnico. Yo había accedido a subir por probarme a mí misma más que para contentar a mi hermana, pero esta pretendía demostrar que teníamos los mismos genes.

Lucía comprobó que los cordones de mis botas estaban bien atados, así como la cremallera de la mochila, y echó a andar por el sendero que había visto frente al coche. Caminaba despacio, deteniéndose constantemente para comprobar que yo no tenía problemas. Dejaba que la cuerda no llegase a tensar del todo, sabía que si había algo que yo detestara era que me hiciesen recordar mis limitaciones. Debido a ello, los tropiezos eran frecuentes, pero el lugar por el que caminábamos era liso y carecía de piedras que pudieran estorbar la pisada.

Respiraba con dificultad, no estaba acostumbrada al esfuerzo físico, a pesar de que solía pasear con frecuencia. Una cosa era salir a la calle con el perro a comprar el pan y otra subir una cuesta que no acabaría hasta que llegáramos a la cima de la montaña. No me importó, el aroma a pinos era intenso y agradable, me recordaba a los días de infancia en casa del abuelo.

—¿Sabes quién ha comprado la casa del pueblo? —pregunté con dificultad hacia el frente.

—No, papá tampoco me lo ha querido decir a mí —respondió Lucía, y paró de caminar. Me encontré con la botella que sostenía su mano—. No bebas mucho.

—¿Crees que lo guarda en secreto por algún motivo en especial? —pregunté tras dar un trago secarme el agua de las comisuras de la boca.

—Bueno, quizá se haya arrepentido de venderla y por eso guarda silencio.

—O quizá le da vergüenza hablar del tema, sabía que nosotras teníamos un cariño especial a ese lugar.

—Vergüenza por sí mismo, en todo caso —aseguró Lucía mientras volvía a guardar la botella—. Piensa que él también guarda buenos recuerdos del pueblo. Pasó con mamá mucho tiempo en esa casa antes de que naciéramos nosotras. Si hay una cosa que hace a papá pensar en ella, eso es la casa del abuelo.

—Entonces la ha vendido para cortar con el recuerdo, no soporta estar divorciado el muy cobarde. —Tomé la delantera en el sendero, como si supiese por dónde ir.

—La ha vendido porque estamos mal de dinero —dijo Lucía con calma, tirando de la cuerda para adelantarme—. Lo último que necesita es que le hagamos sentir incómodo por ello. Piensa que sigue pagando a mamá todos los meses.

—¿Aún está pagando? —pregunté sorprendida. —Me dijo que eso acabó cuando cumplimos los dieciocho.

—Exacto, eso es lo que te dijo —afirmó Lucía—. De la misma forma que papá no te hace sentir una carga, no le hagas sentir tú a él un inútil.

No volví a hablar durante unos minutos, también debido al cansancio que se acumulaba en las piernas. Notaba que la pendiente se intensificaba por momentos. Pronto llegamos al punto donde aquel sendero se encontraba con la ruta principal de subida que habíamos planeado tomar en un principio. Habría pasado más de media hora cuando Lucía acortó la distancia de la cuerda entre las dos.

—A partir de ahora hay algunos riscos y pasos con algo de peligro. Vamos a ir pegadas hasta que acabe el tramo, ¿de acuerdo?

—A sus órdenes, sargento Zelaya —bromeé, haciendo el saludo militar como pensaba que se hacía.

Lucía caminó de espaldas en todo momento, salvo cuando debía valerse de las manos para subir un alto o superar un arbusto que se metía sobre el estrecho paso. El sol empezó a robar gotas de sudor de nuestros cuerpos y no tardamos en vestir únicamente con camisetas de tirantes.

—El sol nos da de cara. Deberías ponerte las gafas o cerrar los ojos.

—¿Por qué? ¿Me voy a quedar ciega si no lo hago? —Había dicho aquello cientos de veces y siempre me hacía gracia.

—Que no lo puedas ver no quiere decir que no te pueda hacer daño.

«Que no lo puedas ver no quiere decir que no te pueda hacer daño», repetí en mi cabeza.

Me las puse a regañadientes, no soportaba llevar encima algo que me señalaba como invidente de una manera tan clara. Me habían intentado convencer de que todo el mundo llevaba gafas de sol por la calle, pero también sabía que cuando caminaba con el bastón o con el perro, no necesitaba ninguna seña de identidad extra. Gafas de sol más perro más bastón igual a ciega; no había que saber matemáticas.

Avanzamos muy lentamente durante unos minutos más. Ahogaba las quejas bajo el evidente manto del orgullo, comportamiento que Lucía conocía bien, por lo que propuso varias pausas durante la ascensión. También me explicó cómo debía asegurar los pies y las manos en los pasos complicados que superábamos, hasta que llegamos a una roca que salía de la colina hacia el sendero y no había manera de superar tras de sí. Se habían desprendido piedras que ahora bloqueaban el rodeo a la misma, por lo que la opción más segura era pasarla por encima.

Lucía volvió a alargar la cuerda para subir primero, sus jadeos indicaron que no tardó en auparse.

—Dame la mano, voy a tirar de ti —indicó unos segundos después—. Debes meter los pies dentro de las grietas para usarlas de apoyo, no son muy grandes. La piedra es más alta que nosotras, por lo que necesito que te concentres hasta que pueda agarrarte de los brazos.

Le entregué una mano y palpé la superficie de la roca con la otra. Cuando Lucía tiró de mí, busqué las grietas con la punta de las botas hasta que di con una. Apreté con fuerza para dejar que todo el peso se concentrara en ese punto, y así mi mano libre pudo llegar a la parte superior de la piedra.

—Ya está, puedo sola —dije mientras procuraba soltarme de las manos de mi hermana.

—¡No te sueltes! —exclamó Lucía.

Pero logré deshacerme de los dedos que me retenían. A pesar de la seguridad en mí misma, entendí pronto que había perdido el sentido del espacio, y mi mano libre erró al buscar apoyo. La pierna siguió el movimiento fallido y todo el cuerpo se precipitó hacia un suelo indeterminado. Sin embargo, algo detuvo la caída con un tirón seco que me quemó la cintura allá donde apretaba la cuerda, y choqué como un péndulo contra la piedra. No sentí dolor al golpearme la cara, pero el sabor de la sangre se filtró desde mis labios hacia la lengua casi al instante.

Fui elevada hasta la parte superior de la piedra mientras escuchaba los gemidos que mi hermana emitía por el esfuerzo. Una vez arriba, en lugar de reprochar mi comportamiento, Lucía me lavó la herida del pómulo y del labio con agua.

—No es nada, pero te dolerá unos días.

Acabamos el ascenso al pico en silencio y nos sentamos cerca del vértice geodésico de la cima. Lo supe por su tacto rugoso y su forma cilíndrica. El sol calentaba con intensidad, pero el viento se había levantado y no tardó en secarnos el sudor.

—No quiero decirte lo que no puedes hacer —dijo Lucía tras unos minutos, mientras abría un envase de plástico. Su mano buscó la mía.

—Pero tampoco lo que no debo —interrumpí como quien sigue la letra de una canción.

Compartimos una barrita energética de avena y miel. No se escuchaban las voces de nadie más alrededor.

—Gracias por haberme traído hasta aquí, a pesar de la experiencia cercana a la muerte que he vivido.

—Exagerada... No tenías ni dos metros de caída, aunque es verdad que la pendiente te habría hecho rodar un buen rato.

—En realidad me ha gustado experimentar algo así —confesé—. Aquí arriba tú puedes disfrutar de las vistas, pero yo necesito que mis sentidos se vean puestos a prueba si quiero diferenciar esto de un paseo con Lui, ¿entiendes?

Lucía no contestó, pero sabía que me entendía.

—Por un instante, he sentido que volaba, por estúpido que suene. El pánico no ha tardado en convertirse en adrenalina, es curioso.

—La próxima vez te llevaré al parque de atracciones —bromeó Lucía.

—¿Crees que me enteraré de algo, que me daré cuenta de que hemos subido a una montaña rusa?

—Si no te das cuenta, te lo digo yo. Igual que ahora.

—No quiero decir esto, pero desearía sentir lo mismo que tú en este momento.

Respiró hondo, y solo el zumbido de los insectos pareció importunarla.

—Si fuera posible, te daría uno de mis ojos para que pudieras ver lo que ahora veo yo.

—Así seríamos aún más simétricas.

—Entonces olvídalo. Te daría los dos.

Y reímos, inocentes ante el paso del tiempo en aquella montaña de la Sierra de Madrid.

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