VII⠶
Disimulando como un niño que come unas galletas a escondidas, trataba de rascarme la piel bajo los pliegues del vendaje. Sabía que Alfonso Crespo estaba sentado a mi lado, escuchaba el paso de las páginas del libro que leía y los suspiros que de vez en cuando dejaba escapar. Si intentaba tocarme cerca de los ojos, su reprimenda era inevitable, pero sabía que era por mi bien. Una infección podría echar a perder todo el trabajo realizado durante las ya dos semanas que llevaba en la clínica. Eso picaría más que las heridas.
Las enfermeras se turnaban para realizar las curas y tomarme la tensión, muestras de sangre o para cambiar la medicación que tenía suministrada por vía intravenosa. Debido a la sonda, solo tenía permitido pasear por los pasillos cuando alguien me acompañase, es decir, cuando algún trabajador tuviese las ganas de emplear en ello su tiempo libre. El doctor Crespo solía pasar un par de horas junto a mí, sentado en la butaca para invitados de la habitación. Parecía haberle cogido el gusto a leer allí, como si la compañía y la privacidad fuesen dadas de la mano. En parte era así. No podía ver lo que hacía, pero se situaba a un par de metros, lo suficientemente cerca como para crear cierta complicidad.
El dolor de espalda y de articulaciones aumentó con el paso de los días, y solo la radio era capaz de desvanecer el tedio. Pedía pilas nuevas con frecuencia, cuatro doble A hacían falta para encender el viejo cacharro. No quería usar nada que no entendiese gracias a los sonidos que emitía. ¿De qué me servía algo que se cargaba al enchufarlo si la única forma de saber si lo estaba era por un supuesto piloto luminoso? Cuando la radio se quedaba sin pilas, las voces se desvanecían y entrecortaban; daba tiempo a cambiar su fuente de energía sin necesidad de mensajes u otras distracciones. Y ya me habían dicho que con una radio con batería sería igual, pero yo me empeñaba en usar lo mismo que había hecho siempre. ¿Qué necesidad tenía de cambiar?
Una noche la radio cayó al suelo y varias piezas de plástico se desprendieron tras un estallido momentáneo. La rueda del dial se había perdido en alguna zona de la habitación, pero por mucho que palpé su fría superficie no pude encontrarlo. El altavoz se había partido y la antena se había doblado en un ángulo imposible. Suspiré, aunque sabía bien que debía dejar el hábito de escuchar ondas hertzianas las veinticuatro horas del día, incluidas las que empleaba para dormir. De hecho, la radio se había caído por esa razón, porque la sostenía entre mis pechos cuando creí despertar de un mal sueño.
Había soñado, al parecer, que me encontraba en la misma habitación, pero tumbada en una posición más elevada que la real, como si se tratara de un viaje astral adaptado a mis capacidades intuitivas, por lo que una vez más necesité tiempo para diferenciar mi mundo. Durante el sueño había escuchado los susurros agudos, temblorosos y fríos del tren que me llevó a Madrid, al igual que si hubiesen sido convocados por la almohada. Aquello había sido más traumático que toda la operación.
Pensaba que el proceso de cicatrizado tomaría menos tiempo. Imaginaba que funcionaba de la misma manera que una herida en la pierna. Me había caído mucho cuando era una niña, intuía con precisión el momento en que la herida ya no sangraría más aunque levantara la costra. Talento innato, creía. Pero como no podía tocar las heridas que rodeaban a las cuencas de mis ojos, me conformaba con mantenerme sedada para aliviar el dolor punzante de las diferentes incisiones que habían realizado a través del cráneo.
—Es como cambiar el teclado a un piano —me había explicado el doctor Crespo uno de los días posteriores a la operación—. Cada tecla conecta con una cuerda, pero es todo un entramado el que enlaza con el conjunto para extraer el sonido del instrumento. Igual que existe un ágrafe, un clavijero o un cordal, dentro de su cabeza se despliega un mecanismo de una complejidad desarrollada después de millones de años de evolución. Cualquiera puede poner las teclas sobre el piano, pero se requiere una técnica compleja para hacer que suene bien de nuevo.
—Estoy segura de que las piezas se recambian sin mucho misterio, casi todo se hace en cadenas productivas que agilizan el proceso —había rechistado yo.
—Desde luego, eso es algo posible en la actualidad. De la misma manera que se llega a ese sistema de cadenas con los instrumentos, los coches o los electrodomésticos, investigadores como nosotros pretendemos que pacientes como usted vuelvan a ver sin necesidad de proyectos de años de duración. Aspiramos a un conocimiento aplicable a cualquier caso que garantice una probabilidad de éxito casi total.
—¿Tengo que recordarle el treinta por ciento de sus conejos que no superaron la prueba?
—De la misma manera que lo haría yo al aludir a los miles de animales que mueren al año para comprobar que su tabaco o su perfume son adecuados para el consumo.
—No me gustan los perfumes —fue lo único que fui capaz de decir para salvar el orgullo. Me había ganado con su reprimenda.
Cuando casi había pasado un mes, el equipo de médicos decidió retirar las vendas y dejar el rostro al aire para acelerar su curación. No se habían dado infecciones ni ninguna otra contrariedad, por lo que me expresaron su entusiasmo en diferentes ocasiones. Aún así, continuó la prohibición de intentar abrir los párpados durante unas horas, debían explorar la retina en una sala acondicionada para ello.
El corazón me latía con tanta fuerza que empezó a preocuparme, por lo que volvieron a sedarme para realizar la prueba. Noté un calor intenso proveniente de arriba, debía tratarse de un foco o una lámpara. El sonido eléctrico del aparato me dio la misma impresión.
—Vamos a abrir el párpado izquierdo primero —dijo uno de los oculistas allí presentes.
Agarré con fuerza el extremo de los reposabrazos de la silla reclinable donde me habían sentado. Noté el tacto y el olor del guante de látex que se apoyaba entre mi pómulo y la ceja. Entonces abrieron el ojo por primera vez.
La decepción no tardó en sumergirme dentro de un pozo de desconsuelo. Ni siquiera fui consciente del momento en que abrieron el segundo ojo. Daba lo mismo, todo seguía igual al otro lado de la piel. Las lágrimas no tardaron en brotar y correr por mis mejillas, como si fuese una cría a la que no dejan dormir en casa de una amiga.
—Ya pueden dejar de tocar, no ha cambiado nada. ¿Cómo he sido tan idiota para creer que esto podría funcionar?
A pesar de mi aflicción, los doctores encontraron aquel comportamiento divertido, incluso alguno soltó una carcajada al otro lado de la sala.
—¿No pretenderás nadar cuando ni siquiera sabes lo que es el agua, verdad? —preguntó el mismo que manipulaba los párpados.
—No sé nadar —respondí sin entender.
—Tus nuevos ojos están sanos y reaccionan ante la luz, pero necesitan tiempo para que el cerebro aprenda a interpretarla y la transforme en tu cabeza, ¿lo entiendes?
—No.
Volvieron a reír. Me sentí como si ellos fuesen los adultos que una vez me trataron con condescendencia por un berrinche. Pero las lágrimas se cortaron de golpe, al igual que al cerrar un grifo porque el agua sale demasiado caliente.
—Ten paciencia, a partir de ahora puedes abrirlos siempre que quieras. Ajustaremos la luz de tu habitación y del pasillo a un ambiente más tenue para que la adaptación sea gradual.
Tres veces al día era llevada a esa sala para comprobar cómo reaccionaban los ojos de mi hermana a una luz que aún no era capaz de ver. Sin embargo, al cabo de una semana, y justo en el momento en que notaba que el sueño estaba a punto de atraparme, creí presenciar algo indeterminado a la altura de las manos. Acababa de encontrar la rueda del dial de la radio bajo mis pies desnudos y lo manipulaba con la esperanza de que volviese a funcionar. El click del dial al encender la radio hizo que aquello se invocara ante mí.
Ocupaba lo mismo que un punto de un texto en braille, o eso pensé. Llevé una de las manos hacia la cara y la presencia de disipó. No tardé en retirarla, asustada por haber hecho desaparecer aquel punto de calor. Pero volvió, titilaba sin llegar a desaparecer, como un temblor interno.
Comprobé que, según desplazaba la mano de izquierda a derecha, el punto aparecía y desaparecía como un grito cubriendo a un suspiro. Alargué el dedo índice y lo llevé hasta la fuente de calor —porque así lo interpreté—, donde comprobé que tenía relieve y que ocupaba el mismo espacio en mi cabeza que en aquello que ahora parecía percibir. ¿Pero que era aquello?
El dedo recorrió la minúscula media esfera hasta encontrarse con la radio donde estaba engarzada. La tomé entre ambas manos de nuevo y presencié el movimiento del punto de calor. Saqué las pilas y desapareció.
No tardé en entenderlo. Aunque el altavoz de la radio no funcionaba, las pilas seguían mandando una corriente eléctrica al dispositivo. Aquel era el piloto de encendido de la radio, aquella fue la primera luz que había visto en mi vida.
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