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V⠢

La efervescencia del vino rosado llegó hasta mis oídos cuando el camarero sirvió dos copas. A pesar de los nervios, el aroma del arroz con marisco recién hecho abrió mi apetito. Se trataba de un olor intenso, pero muy agradable.

—Por Lucía —dijo Alfonso Crespo. —A usted le entrega sus ojos y a nosotros la posibilidad de seguir investigando, que hoy día no es poco.

Tanteé la mesa para encontrar mi copa, pero Alfonso se había adelantado para colocarla cerca de mis dedos, más confiado y seguro que en el encuentro anterior. Brindamos y bebimos mientras el camarero servía los platos. En la distancia, el mar parecía bailar al compás melancólico del oleaje. La calma en el restaurante era total, incluso entre los murmullos de las parejas que cenaban alrededor.

—Qué bueno —comentó Alfonso mientras masticaba la comida—, no esperaba que el hotel tuviese una comida así.

—Estamos en el Mediterráneo, no querrá que le pongan un cocido.

—Si lo saben cocinar igual que el arroz, no tendría inconveniente —aseguró. —Venga, pruébelo. No quema.

Presioné la superficie del plato con la cuchara para ubicar dónde se distribuía la comida. Me llevé una cucharada a la boca y volví a asentir. El sabor de las gambas, la sepia y los diferentes pescados del caldo eran intensos y sabrosos. Lui olfateaba con curiosidad desde la parte baja del mantel, donde se había colocado en el momento en que yo tomé asiento.

—¿Cuánto tiempo llevaría el proceso en total? —pregunté para atajar otras posibles conversaciones acerca de la comida, el clima o el servicio de habitaciones.

—Si tenemos en cuenta la preparación previa y el posoperatorio, necesitamos que esté con nosotros de dos a tres meses. Es menos de lo que normalmente exigiría algo de esta complejidad.

—Me es imposible dejar el trabajo por tanto tiempo, y como ve, las vacaciones las estoy tratando de disfrutar ahora.

—Nosotros nos haremos cargo de sus gastos de seguridad social y sueldo durante ese tiempo. A su empresa le parece bien.

—¿Se lo han propuesto antes de preguntarme a mí? —pregunté con indignación—. Aún no le he dicho que sí.

—¿Quién se negaría a ver por primera vez, señorita Zelaya?

Alguien con miedo al quirófano o a las infecciones de las cirugías, quise responder, pero me mantuve en silencio, intuyendo una sonrisa de satisfacción sobre los labios de mi interlocutor.

—¿Qué riesgos hay?

—Para empezar —dijo bajando la voz—, al tratarse de una sustitución total de los globos oculares nos ahorramos la mayoría de los problemas, pero encontramos otros. Nos preocupa el desarrollo de glaucomas y de las cicatrizaciones que se puedan dar a nivel interno. Las inflamaciones, sangrados e infecciones son un riesgo que debemos correr, pero para eso se han realizado todas las pruebas y estudios previos. La probabilidad de que se dé este tipo de situaciones es inferior al treinta por ciento en estos momentos.

—No me parece un porcentaje muy bajo, uno de cada tres conejos estará de acuerdo conmigo.

—Si considera que el setenta por ciento restante recupera el total de la visión, quizá no le parezca tan bajo. Y el porcentaje menor valora todas las situaciones que no se ajustan a un éxito total, no al fracaso.

Tal como había dicho el día anterior, no tenía nada que perder, pero podía enfrentarme a una serie de complicaciones clínicas. No había necesitado ir al médico en toda mi vida, los análisis siempre estaban bien y el único vicio que tenía era beber alguna cerveza de vez en cuando y fumar un par de cigarrillos al día.

—Deje que acabe mis vacaciones y tendrá una respuesta.

Pero la respuesta llegó antes de que acabaran.


Las mañanas, repetitivas y rutinarias, no me ofrecían ningún tipo de satisfacción. El tacto de la arena de la playa bajo las plantas de los pies parecía insulso, carente de sentido. El aroma del mar tan solo descongestionaba mis vías respiratorias, pero no impulsaba mi mente hacia cotas superiores, ni la sumergía en la profundidad del inconsciente. Parecía que la curiosidad había calado con fuerza en mi alma.

Por ello, empaqueté las pocas pertenencias que llevaba en la maleta y contacté con el dueño del apartamento para abandonarlo una de aquellas tardes. Me daba igual tomar un tren nocturno o diurno, solía quedarme dormida con facilidad en cualquier parte y a cualquier hora. De hecho, acabé por tomar el tren que hacía el recorrido más largo para aprovechar el descanso antes de llegar a Madrid. Una vez subida al vagón, me cubrí los ojos con un antifaz en lugar de las gafas de sol; sabía de buena mano que funcionaba mejor, aunque no sabría explicar el por qué. Siempre he pensado que la sensación de tener cubierta la cabeza nos da una seguridad relacionada con motivos ancestrales.

Sin embargo, el sueño no llegó. Sacudía la pierna izquierda como quien balancea a un niño sobre las rodillas, y con cada minuto la capacidad de dormir se alejaba más. Me resigné y apoyé la cabeza contra la ventanilla. El asiento para discapacitados era amplio e individual, por lo que Lui también podía mantenerse junto a mí. Saqué la radio portátil del bolso de mano y enchufé unos auriculares en busca de entretenimiento. Me sorprendí al comprobar que la frecuencia de música clásica seguía posicionada en el dial.

No supe de qué obra se trataba, pero me sonaba igual a lo que había escuchado durante la mañana que me sumergí en el mar. El piano removió mis entrañas como las olas, centrifugaban mi memoria en busca de las mismas sensaciones vividas mientras tragaba agua salada y era rescatada por aquel socorrista. El tren vibró ligeramente en el momento en que la pieza musical se vio interrumpida por interferencias, por lo que intuí que habríamos entrado en algún túnel. Pero los sutiles vaivenes del vagón se vieron pronto sustituidos por violentas sacudidas laterales, hasta el punto de hacer que me golpease con el cristal.

Lui se puso en pie y buscó mi mano para tranquilizarme, lo hacía siempre que intuía tensión. Acaricié su hocico y sujeté el reposabrazos con firmeza. Otra nueva sacudida provocó el grito de una señora situada al fondo del vagón; al parecer, la capacidad de ver no siempre aseguraba la tranquilidad. Me había preguntado muchas veces si los miedos siempre serían provocados por aquello que no puede ser sentido —entendido esto desde el prisma humano de los cinco sentidos—, o si por lo contrario, se debían a aquello que siendo percibido no puede entenderse. 

El tren volvió a calmarse hasta dar la sensación de que flotaba sobre los raíles, sin rozamiento, sin ruidos. Creyendo que entonces podría dormir, volví a apoyar la cabeza contra el cristal. Lui se tumbó. La radio no dejó de emitir interferencias, por lo que la apagué y retiré de mis orejas los auriculares.

Entonces comenzaron a surgir susurros a mi espalda.

Primero parecieron cuchicheos de alguien que hablaba desde el asiento trasero, pero pronto dejaron de tener un sentido verbal para convertirse en simples siseos temblorosos. La temperatura no era tan fría como para sentir ese tipo de escalofríos, más propios de alguien abandonado sin abrigo a la intemperie en pleno invierno. La voz se intensificó, hasta parecer que se acercara a mi nuca a través del cabecero.

«Perdón, perdón», reverberaba una voz sobre el cristal. Unos dedos tocaron entonces mi hombro, hasta que toda una mano quedó apoyada sobre la piel.

Ahogué un grito y por instinto retiré el cuerpo hacia un lado, aunque el asiento no me permitió moverme. Lui volvió a buscar mi mano con su hocico.

—Perdón, no quería molestar, pero hemos llegado a Atocha.


Ya en el taxi que me llevaría hasta mi casa, pensé en el extraño sueño que acababa de tener durante el trayecto en tren. Algunas veces, dado el realismo y la limitación perceptiva, no podía discernir con claridad en qué momento despertaba. Sentía que lo hacía, desde luego, pero no podía asegurarlo mediante el contraste entre realidades. Si soñaba —por ejemplo— que hablaba con Lui desde la cama y despertaba, lo más probable era que Lui estuviese allí de verdad y que yo estuviese tumbada, al igual que en el sueño. No había nada que facilitara diferenciar ambos mundos. Y eso, a veces, me inquietaba hasta el punto de causarme náuseas.

Mi casa, un pequeño estudio de cuarenta metros cuadrados equipados con lo básico, me recibió con un calor insoportable. El taxista me había dicho que se había llegado a los cuarenta grados en toda la capital esa misma tarde. Abrí ventanas con la esperanza de que alguna brisa se llevara el bochorno, pero no tuve más remedio que acudir al método que conocía. Me duché con agua fría, rellené un frasco con boquilla de aspersor y encendí un ventilador de mesa, colocado junto a la cama. Cada vez que el vaivén del aparato llevaba el aire lejos de mi cuerpo, disparaba el gatillo de plástico y rociaba una fina capa de gotas sobre mi cara, vientre y piernas. Cuando el aire volvía, enfriaba las minúsculas partículas de agua y bajaba la temperatura de mi piel.

Lui jadeaba desde la entrada de la vivienda, ni por asomo intentaría subirse a la cama con esa temperatura. Tumbada como una estrella de mar, lamenté haber regresado a la capital. No logré conciliar el sueño, aunque una vez más, no pude estar segura de ello.

Quizá ya estaba durmiendo.

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