I⠂
Pero si tus ojos están enfermos, todo en ti será oscuridad. Y si lo que en ti debería ser luz, no es más que sombra, ¡qué oscuras serán tus propias tinieblas!
Mateo 6:23
Desperté al alba, sumida en una completa oscuridad, aunque las ventanas de la habitación llevaban abiertas de par en par desde que el calor estival comenzara a hornear el asfalto de calles y edificios. El sol impactaba en mi rostro, robaba gotas de sudor de la frente y el cuello. Con un preciso movimiento, alcancé la botella de agua que había en la mesilla de noche y di un trago sin incorporarme, como si se tratara de un mecanismo preciso y robotizado. Respiré hondo y sentí que el paso del líquido a través de mi garganta me revitalizaba y devolvía a mi estado original.
La negrura que se desplegaba ante mí se extendía como un manto de tranquilidad que a penas sufría cambios en su homogénea espesura. Me froté los ojos para quitarme las legañas incrustadas en los párpados, como costras resecas que renegaban del nuevo amanecer.
¿Pero qué era un nuevo amanecer para alguien que no conocía la luz?
Me levanté y me aseé con la fluidez que da una rutina exacta, sin cambios. No necesitaba ver para alcanzar el champú o la toalla, sabía dónde estaba todo. Había creado un mapa de presencias en mi cabeza a las que no se atribuía una imagen determinada, pero que se distribuían con un volumen acorde al espacio que ocupaban. Se podría decir que había inventado un croquis sujeto a normas y leyes exentas de sentido, donde solo yo podía leer lo que significaban.
Cuando acabé, encendí una radio antigua que solía llevar conmigo a todas partes. Estaba desgastada en los laterales y mellada en las esquinas, pero funcionaba bien. Poco importaba el aspecto que pudiera tener, se podía oír. Los seis pitidos del cambio de hora precedieron al noticiario de las diez, abierto con la información del día: sábado, seis de julio.
—Las vacaciones pasan en un abrir y cerrar de ojos, ¿verdad, Lui? —pregunté al peludo compañero que dormitaba sobre una de las baldosas frías del suelo del salón. —¿Nos damos un paseo?
Aunque no lo pude comprobar, intuí que el perro levantaba la cabeza con interés. Babeaba nervioso cuando recibía una noticia de interés, y un paseo era lo que más podía interesarle, incluso en verano. Unos cuantos ladridos confirmaron mis sospechas.
Aproveché que aún no hacía demasiado calor para recorrer el paseo marítimo. Me había trasladado a un pequeño apartamento cerca de una playa de Alicante durante mis dos semanas libres. No me gustaba pedir las vacaciones en julio o agosto para evitar las masificaciones, pero aquel año no me había quedado otra opción. Me vestí con una blusa larga y suave al tacto que no me molestaba ni tiraba de las axilas, y salí a la calle acompañada de mis dos guías: el perro y el bastón extensible.
Lui, grandullón, de pelo corto y cabeza alargada, se unía a mi brazo mediante un simple arnés, enganchado a su vez a una correa. Hacía años que dejé de usar los que tienen barras rígidas y fijas, me fiaba más de la experiencia y del buen hacer de los chuchos. Los perros están tan pendientes de sus dueños que muchas veces es más útil dejarse llevar por ellos que por lo que uno mismo intuye.
No tardé en sentir la brisa del mar sobre la piel, así como el olor salado y lleno de matices que despertaba mi apetito siempre que lo encontraba. Me ayudé entonces del bastón para cruzar la calle que me separaba de la vía transitable en paralelo a la arena. Los baldosines estaban llenos de hendiduras que dificultaban el arrastre del bastón, pero ya conocía bien el paseo y no me costó trabajo encontrar el chiringuito que se situaba en el margen derecho, a unos doscientos pasos del cruce anterior. Como nunca corría, me resultaba fácil medir distancias de esa manera. El único inconveniente era que había que mantener la atención mientras se contaba.
Compré un café para llevar, unos churros recubiertos de chocolate y una porra que di inmediatamente a Lui. Me devolvieron bien el cambio, solo necesitaba un ligero manoseo de las monedas para saber el importe exacto. Me aproximé al margen del paseo marítimo en busca de la siguiente entrada a la playa. Las voces de los niños parecían chocar contra mi frente para desaparecer después a mi espalda; aquella era la sensación que tenía cuando la gente me esquivaba. Sentía que era atravesada por fantasmas.
Me quité las sandalias en cuanto encontré un poyete donde sentarme y caminé descalza por el tramo de maderos que llevaban a la zona donde la gente ponía sus sombrillas, hasta que estos desaparecieron y pude pisar sobre la arena. Apreté con los dedos de los pies como si fueran las garras de un pájaro, sentí el calor y la humedad de aquella infinidad de fragmentos erosionados que me hacían cosquillas. El graznido de unas gaviotas se alejó a toda velocidad, como la brisa que llegaba desde el agua. Di un sorbo al café y volví por donde había venido.
Como el doctor me había recomendado que tomara el sol durante al menos quince minutos al día siempre que fuese posible, me senté en uno de los bancos del camino por el que había venido y dejé caer los tirantes de la blusa para que no dejaran marca. Aquello me divirtió, como si me importara mucho cómo luciera el bronceado aquí o allá. De hecho, me había planteado muchas veces si el desconocimiento me había otorgado aquella felicidad que atribuían a los ignorantes. Si no sabía cómo era algo, pensaba, tampoco podría decepcionarme.
Antes de abrir la puerta del apartamento, Lui se coló entre mis piernas. Noté la presión de su costado peludo en el interior de mis pantorrillas. Abrí con tranquilidad y me dirigí al lavabo para limpiar la arena que pudiera haber quedado pegada a los pies. Después de secarlos, caminé hasta la cocina y abrí la nevera, de donde saqué dos botellines de cerveza. Me ayudé con el bastón guía para sacar las chapas y coloqué uno de los vidrios sobre la mesa del salón.
—Es de mala educación no ofrecer nada a los invitados —dije antes de dar un trago al botellín que había quedado en mi mano.
—¿Cómo ha sabido que estaba aquí? —preguntó una voz desde el lugar donde estaba el sofá.
Señalé hacia abajo, donde Lui seguía colocado entre mis piernas, jadeando por el calor.
—Si siente una presencia sospechosa, se pone ahí. No necesito saber nada más para entender que algo fuera de lo común está ocurriendo.
—Impresionante —afirmó la misma voz. Era un hombre de avanzada edad, probablemente anciano—. ¿Usted no se ha asustado?
—Si hubiese querido hacerme algo, ya lo habría intentado y el perro no estaría así de tranquilo. Y de haber venido a robar, ya se habría dado cuenta de que no tengo nada que valga más de treinta euros. Pero déjeme adivinar... Le ha abierto la puerta el portero de abajo, ¿no es así?
—Exactamente, le dije que venía por una emergencia y no dudó en hacerlo. ¿No se lo ha dicho?
No era la primera vez que vivía ese tipo de situación. Era común que las personas mantuviesen un comportamiento condescendiente debido a mi discapacidad, por lo que no era extraño que encontrara ayudantes en cada paso de cebra, pulsadores de timbre en cada autobús o abridores de puertas en cada estación de metro. Aunque se trataba de actitudes positivas y destinadas a facilitar aspectos simples de mi día a día, me hacían ser consciente de mis limitaciones y me irritaban.
—Es posible que ni me haya visto —contesté pensando en las veces que le había escuchado roncar en la garita. ¿De qué emergencia habla?
—Es en relación a la muerte de su hermana —musitó en voz baja.
Suspiré, conteniendo hasta el más ínfimo atisbo de ira que amenazaba con salir al exterior. Dejé el botellín de cerveza sobre la mesa con tanta fuerza que la espuma salió despedida de la boquilla y me mojó la mano. Lui ladró.
—Después de un mes, ¿aún tienen la vergüenza de venir a cobrar lo que no pagó la televisión? ¿Qué va a ser esta vez? ¿Un traslado a una urna policromada con vetas de abedul? ¿Una segunda cremación por si los costes de la primera no fueron suficientes? No son más que ratas. Haga el favor de salir de aquí ahora mismo.
—¡No, no, señorita Zelaya! —se excusó el anciano con rapidez. —No es nada de eso, no trabajo para ninguna funeraria. No sé si está al tanto, pero su hermana formaba parte del programa de donación de órganos.
Me tomé unos segundos para contestar mientras me secaba la mano en la blusa.
—Sí, me enteré cuando murió. Y no me llame por mi apellido, haga el favor —dije con un tono más tranquilo.
—Bien. Trabajo para un laboratorio privado, he venido a hacerle una propuesta relacionada con este asunto, aunque sea un poco delicado de contar. Su hermana estaba al tanto de ello.
Volví a tomar el botellín y me senté en una silla cercana. Lui se tumbó a mi lado, sobre una de las baldosas. Pasé los pulgares por la boquilla de la cerveza, allí donde mis labios acudían con cada trago. Los silencios incómodos nunca lo habían sido para mí, no sabía si la persona con la que interactuaba reaccionaba de alguna manera específica a ellos. En cualquier caso, procuré no usar el tiempo en hacer preguntas que no fuesen al grano, y así acotar la conversación.
—¿Y bien?
—Llevamos muchos años trabajando en un proyecto que promete ser la panacea para las personas que sufren la misma discapacidad que usted.
—No sufro nada —rechisté.
—No, por supuesto que no, entiéndame... Lo que quiero decir... —se trabó—. Creemos haber desarrollado la tecnología necesaria para devolver la vista a una persona que no ve...
—Pare, pare. Yo nací ciega. Si está sugiriendo un trasplante de córnea o algo por el estilo, ya puede descartarlo. Nací sin ver un pimiento y moriré sin verlo.
—Esto es más complejo, señorita Zelaya.
—No me llame por el apellido —insistí, apurando la cerveza—, no tengo ni treinta años, joder.
—Disculpe, se... Maribel. He venido a darle la oportunidad de ver por primera vez gracias a los ojos de su hermana. Ver por completo. Al ser gemelas, se trata de un caso excepcional. Hemos intervenido con éxito a ratones y conejos, y lo hemos conseguido, ¿sabe? ¿Qué tiene que perder?
Sentí un agudo retortijón en el estómago y me agité sobre la silla. No solía ponerme nerviosa salvo en ocasiones muy puntuales. La vida no me había dado la oportunidad de excitarme con frecuencia. Visto con cierta perspectiva, me di cuenta de que siempre había residido en mí una carencia que habitaba en lo más profundo y me llamaba a gritos, ignorada bajo excusas fundadas en el amor propio y la autodeterminación.
—Vamos, ¿qué tiene que perder? —insistió el hombre. —La vista no, al menos. Sin embargo, si la operación sale como esperamos, usted será recompensada con el mayor deseo que probablemente viva en su interior.
A pesar de lo poco que me gustó la broma no le di importancia, supuse que era la manera que aquel anciano tenía de continuar rompiendo el hielo. Busqué el cuerpo de Lui a mi lado y le acaricié la cabeza, dejando que el pelaje se colara entre los dedos. Lo había hecho una infinidad de veces, y sin embargo, nunca me había llamado tanto la atención el hecho de que aquello pudiera contener algo más que una textura y una temperatura. Tomé un mechón, lo agarré con fuerza y me pregunté:
¿De qué color eres, Lui?
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