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XIX: ¡Qué no me llamo Felipe! (I)

La noche se siente más gélida que antes. Me abrazo a mí misma al salir del hotel, el bullicio de autos y voces se entremezcla y resulta imposible distinguir unos de otros. Siento que mi mundo se cae a pedazos. La revelación ha sido demasiado para él, de eso estoy segura, y sé que lo he perdido para siempre. Camino sin rumbo, las lágrimas fluyen libremente por mi rostro.

Mi mente es un torbellino de pensamientos y emociones. «¿Cómo pude ser tan estúpida?», «¿Por qué accedí?», me siento más vulnerable y expuesta que nunca.

Después de un rato, consigo llegar al departamento de Iván, pero no me atrevo a llamar. «No debí hacerle caso, sabía que sería un completo error», me digo antes de, al fin, golpear la puerta. Él abre, risueño, pero su gesto cambia a otro, sorprendido al ver mi estado.

—¡Fel, niña! —dice, preocupado y toma mis temblorosas manos—. Hermosa, ¡estás helada!

No tardé en derrumbarme en sus brazos, sollozando. Iván me guía hacia adentro y cierra la puerta detrás de mí con un pie.

Intento explicar todo lo ocurrido, pero las palabras se atascan en mi garganta. Veo el rostro de Flo, confundido y decepcionado, siento que mi interior se destruye. Él me abraza fuerte, solo deja que llore contra su pecho.

—Muñequito, ¿qué pasa? —pregunta Tyler desde la habitación antes de asomarse.

Iván se pone de pie, con una mirada firme camina hasta darle alcance, lo toma del brazo y empieza a guiarlo hacia la salida, pese a su renuencia y confusión.

—¡Cariña, es una noche de chicas! ¿Qué, no entiendes? Mañana hablamos —le dice antes de cerrarle la puerta en la cara.

Observo con asombro la determinación empleada para sacar a ese idiota de aquí.

—Gracias... me llenas de orgullo —le digo, con una sonrisa triste y débil.

Iván sonríe, flexiona su brazo derecho para exhibir el inexistente músculo y luego, se sienta al lado. Reposa mi cabeza en su hombro.

—Supongo que todo salió mal —dice en voz baja y cierro los ojos para contener las lágrimas.

Me siento a salvo con Iván. Puedo ser yo misma sin miedo. Entre sus brazos percibo la paz y ese alivio automático que me hacía sentir mi abuela Felicia, hace ya tanto tiempo.

Siempre he tenido esta sensación, como de no encajar. De ser diferente. No sabía qué era, pero algo no estaba bien. Conforme crecía, hubo veces en que, mi cuerpo, ni siquiera se sentía mío.

Mi abuela era la única que parecía entenderme. Me hizo sentir seguridad, justo como Iván en este momento. En sus palabras y gestos nunca hubo juicios para mí. Siempre me dijo que era especial y que no importaba qué pensaran los demás.

Incluso, cuando mamá, sin querer o a sabiendas, me hacía sentir como un bicho extraño por no ser tan "varonil", porque debía dejar de lado las "cosas de niñas", aunque yo no entendí a qué se refería.

—¡Oh, gracias, doña Feli! Ha hecho un tabajo esquisito —dijo mi prima Renata, de cinco años, simulando un tono pomposo y petulante. Según ella, era una mujer de la alta alcurnia y yo su estilista personal.

Mi vida en Oaxaca fue feliz, jugando con ella y la abuela, aunque mis primos mayores no parasen de reír y burlarse.

—¡Oh, qué bueno que le ha gustado, doña Renata! —contesté con voz exagerada y haciendo ademanes que le provocaron una fuerte carcajada.

—Ahoda yo te pinto, Feli.

—¿Qué? ¡No, ¿estás loca?! Si ya tus hermanos me dicen puto por jugar contigo, ahora me la rajan.

—Esos bobos no juegan conmigo. —Hizo un puchero y me sentí mal por eso.

—Venga esa pintura.

A pesar de arrepentirme casi enseguida por tal decisión, sentí algo dentro de mí que nunca antes había experimentado: una sensación de que hacía lo correcto, aunque ella realizaba un completo desastre.

Me vi al espejo en cuanto Renata salió corriendo del cuarto para buscar a la abuela. Pasé los dedos por mi cara con mucho cuidado, como si aquel caos fuese un maquillaje elegante y profesional. Sin embargo, me restregué con servilletas, desesperada, cuando escuché las voces de mi prima y la abuela en compañía de mamá.

—Feli me hizo como señoda elegante y yo tabien lo pinté.

La risueña actitud de mi prima decayó enseguida al ver que todo su esfuerzo acabó entre servilletas. Yo no me atrevía a levantar el rostro, temí ver la cara de mamá. Renata se escuchaba triste mientras me preguntaba por qué me despinté.

—¡Felipe, quítate esas trenzas y vete con tus primos pa'fuera!

Afirmé en silencio sin levantar la cara. Me sentí idiota por olvidarme del peinado.

—¡Ay, Lupita! No te pongas así con mi gui'chi, nomás está jugando y divirtiéndose. —Intervino la abuela y una pequeña sensación de alivio me invadió—. Los niños deben ser libres de explorar y ser felices.

—¡¿Pero estarse pintando como mujercita, mamá?! —Sonaba cada vez más enojada, apreté los ojos a la espera de la peor parte—: ¡Yo parí a un chamaco, no a... a un mariquita!

Sus palabras me dolieron en lo más profundo, no era la primera vez que las escuchaba o hasta peores. Volteé hacia el espejo sin decir una palabra ni mirarme a la cara, comencé a despeinarme, veloz, mientras mi primita me pedía parar. No retiré los ojos de mi cabello hasta escuchar la voz furiosa de la abuela.

—¡Vuelve a repetir eso! —le dijo e impactó una fuerte bofetada a mamá. Sentí el corazón a punto de salirse, incluso Renata guardó silencio y corrió a refugiarse conmigo.

—¡Por Dios!, ¡tiene siete años, mamá! ¿En qué cabeza cabe? —refutó mi madre con una mano en la mejilla y ojos cargados en lágrimas—. ¡Debería estar echando la reta con los demás niños y no andar pintarrajeándose!

La abuela estuvo a punto de abofetear a mamá de nuevo, pero se contuvo.

—¡Está jugando con su prima! No le veo lo malo. ¡Y mira lo feliz y bonito que se ve!

Mamá no paró de negar con la cabeza, en ese momento supe que jamás me entendería. Salí de la habitación a toda prisa, sin importarme el desesperado llamado de Renata. A pesar de lo mal que me sentí, las últimas palabras que escuché de mi abuela me produjeron una gran calidez en el pecho.

—¡Déjalo ser, Lupita! Mijita, la vida es muy corta para andar preocupándose por esas cosas.

Allí estaba ella, mi querida nana, brindándome todo su apoyo, aunque yo sentía la presión, la expectativa de ser lo que mi mamá y los demás esperaban de mí. Conforme corrí, quise llorar, solo me contuve porque mis primos Carlos y Rodrigo me interceptaron para burlarse.

Llegué a pensar que por ser tan débil fue que mamá decidió casarse con Alfredo. Supuestamente, yo necesitaba una figura masculina en mi vida, que reemplazara al padre inútil que nos abandonó y quién mejor que el jardinero, machito, listo para educarme con mano dura.

—¿Empiezas a sentirte mejor, niña? —La voz calmada de Iván me trae de regreso.

Sigo sentada en el sofá. Aferrada con fuerza a Iván. La sensación de no encajar permanece latente, tan real en aquel entonces, como ahora. ¿Acaso nunca encontraré mi sitio?

—Gracias por estar conmigo —susurro contra su pecho, entre lágrimas—. A veces creo que mi abuela reencarnó en ti.

—¡Ay, no! ¿Ahora resulta que huelo a viejo y alcanfor? —responde en tono bromista y lo empujo antes de volver a abrazarlo.

—Mi abuelita olía increíble. Dulce como los churros con chocolate que usaba para levantarme el ánimo.

—Bueno, reina, no tengo churros... —Hace una pausa, luego continúa mientras ríe—. Salvo por el de fábrica, pero no es para ti...

Vuelvo a empujarlo.

—¡Ay, deja la violencia, niña!

Iván se levanta y camina hasta la cocina. Una vez allí, escucho todo un desastre metálico que me obliga a buscar acomodo en el sillón para intentar visualizar qué ocurre. Mi amigo maldice varias veces con una tetera en la mano hasta notar que lo observo, confundida, y él voltea los ojos al responderme.

—El mejor compañero para el dolor y los pesares. ¡Chocolate!

Su actitud me hace reír, incluso en este terrible estado. Luego de colocar el agua en la estufa, regresa conmigo y acomoda mi cabeza sobre sus piernas. Me acaricia el cabello, diciéndome cuán hermoso luce mi look, aunque sea un mar de lágrimas.

—Lo bueno es que estás al natural, ¿te imaginas el desastre que serías con el delineador, la base... en fin, todo el maquillaje chorreado? ¡Es para morirse!

—Perder el maquillaje es lo que menos me importa, ahora. —Cierro los ojos y dejo salir en un suspiro mi enorme pena.

«¡No quiero perderlo!», mis propias palabras retornan y revivo aquella mañana en mi alcoba, tras confirmar la identidad de FuckTheFlowers.

—Fel, debes decirle la verdad —dijo Iván con los brazos cruzados sobre el pecho. Sus ojos cafés me contemplaron, recelosos.

—¡No puedo hacer eso! —respondí desde el espejo, mientras me quitaba el gorro plateado para peinarme el cabello. Pensé en lo horrible que traté a Floris, solo por tocar esa tontería— Debiste ver su carita. Me siento terrible.

—Y con mayor razón volvemos a lo mismo, niña. ¡Sé honesta! Admite que lo quieres. Fel, él no es Al...

—No te atrevas a terminar esa frase —le interrumpí enseguida, ya tenía bastante.

Iván se disculpó y me relevó, después de arrancarme el cepillo de la mano. Lo pasaba muy fuerte por mi cabello, me quejé.

—Cállate, es tu castigo por el maltrato a Floris, no lo merecía.

—Sé que no —admití en voz baja.

Dejó de peinarme y me acomodó el cabello a un lado, sosteniéndome la mirada a través del espejo.

—Fel, él es un buen tipo, nena. Ya no están a kilómetros de distancia, decidiste traerlo aquí. Admite lo que sientes y dile la verdad.

—¡No es así! Es mi mejor amigo... me aterra perderlo...

Contemplé la pequeña fotografía que permanecía pegada en la esquina superior del espejo «abuela». Su piel tostada por años de trabajo al sol y el rostro marcado por arrugas llenas de sabiduría. Sus ojos marrones brillaban con dulzura y determinación, incluso desde esa vieja imagen; la larga cabellera negra y salpicada de canas que cientos de veces me dejó trenza y vestir con coloridos listones enmarcaba su cara.

La recordé de aquí para allá, trabajando en el huerto desde el amanecer o alimentando a sus gallinas. Solía utilizar con orgullo la ropa tradicional de nuestra región: una blusa bordada con motivos florales y una falda larga de algodón azul o rojo, con encajes.

Sus manos, aunque ásperas por el trabajo, eran hábiles y cariñosas. Mi abuela era fuerte y protectora, con un corazón lleno de amor. Su presencia siempre fue una fuente de consuelo y seguridad para mí. Deseé refugiarme en ella.

Me limpié los ojos y dejé de ver esa fotografía. Observé mi reflejo melancólico y volví a pensar en él. La idea del viaje era clara: ayudar a Floris a soltarse y conseguirle una cita para la boda. Ya que yo, como Deshojo, era inviable, busqué la mirada de Iván. Mi solo gesto le comunicó lo que pretendía.

—¡¿Enloqueciste?! ¡No voy a hacerlo, Fel!

—Él te gusta, no lo niegues —le dije en voz baja y se llevó ambas manos a la cadera para contemplarme, molesto.

—Sí, claro que me gusta, ¡igual que todos! Soy superputa, Fel. ¡Dile la verdad!

—¡No puedo! Sé Deshojo... por favor...

En ese momento, me levanté del asiento y lo miré de frente, con ojitos suplicantes.

—Solo piénsalo, guapetón, hazlo por mí.

«No vas a convencerme», leí en sus labios, pero seguí en lo mismo y añadí un puchero.

—Ay, ya, niña. Por ti, lo pensaré; pero créeme que no me tienes muy contento.

La tetera silbó, el sonido fuerte me trae de regreso al acogedor departamento de Iván. Con cuidado se levanta del sofá para continuar con el chocolate. «No debí arrastrarlo en esto», pienso mientras se desplaza hasta la cocina, pero ya era tarde para lamentaciones. Floris se enteró de una forma terrible y no creo que me perdone.

El fuerte y penetrante aroma del chocolate me hace pensar una vez más en la abuela Felicia. Cierro los ojos ante el gran pesar, hasta que Iván retorna con las bebidas. Ambos nos acomodamos en el sillón, yo con la cabeza contra su brazo, la suya reposa un poco sobre la mía mientras sostenemos nuestras tazas humeantes.

—¿Por qué no puedo ser normal? —murmuro. Iván guarda silencio— He perdido a cada persona importante de mi vida por esto.

—No digas eso, linda —susurra Iván.

—Ser como soy solo me ha traído dolor, soledad y desgracia. ¡Mamá tenía razón!

—¡Ay, gracias por lo que me toca! —replica, molesto. Yo sonrío con amargura.

—Lo siento, Iván. Tú entiendes.

—Nada ha sido tu culpa, Fel...

Sus palabras me obligan a cerrar los ojos. Pruebo un sorbo de la cálida bebida y mi mente regresa en el tiempo hasta aquella tarde, cocinando con la abuela y Renata. Incluso escucho nuestras risas. La pequeña se había embarrado el rostro con harina y parecía una catrina. El chocolate se derretía al baño maría, embriagando el ambiente con su fantástico aroma. Todo fue felicidad, me sentía segura, hasta que mamá apareció con ese hombre.

La abuela siempre había sido mi refugio. Pero ese día, su voz firme y decidida me hizo sentir que todo se derrumbaría y es que, aquella discusión marcaba el comienzo de una nueva vida, muy lejos y distinta de la que conocí.

—¡Lupita, no puedes irte con ese mala sangre! ¡Él no es bueno para mi gui'chi! —remarcó la abuela, su voz sonó muy fuerte y estaba llena de preocupación.

Volteé el rostro al interior de la cocina, asustada. Abuela y mamá se habían encerrado a solas mientras su novio, Alfredo, jugaba al fútbol conmigo y Alonso, el hijo de este.

El grito me provocó una distracción y acabé en el suelo cuando intenté patear la pelota. Las risas de mis primos Carlos y Rodrigo no faltaron, ellos estaban sentados sobre una barda, su única misión era burlarse de mí.

—¡Ándale, cabroncito, ¿no sabes patear una pelota o qué?! —dijo Alfredo, molesto—. ¡Levántate de una puta vez!

—Sí, señor...

—Vaya a creer, Alonsito tiene dos años y juega mejor —añadió y le aventó la pelota al pequeño, quien corrió tras ella con la lengua del lado afuera y la pateó de regreso a su padre. Carlos y Rodrigo le hicieron de hinchada al niñito.

—Él nomás sabe de muñecas —dijo Carlos entre risas. Y luego siguió Rodrigo:

—También de maquillaje, ¿qué no?

Alfredo me miró con asco.

—¡Con que eres puto!

Mi abuela abrió la puerta trasera en ese instante y salió como un vendaval en mi defensa.

—¡Mucho cuidadito con lo que dices! —La abuela lucía furiosa al encararlo—. Es más, ¡¿quién te has creído y con qué derecho le hablas así a mi nieto, cabrón de quinta?! ¡Pinche bueno para nada!

Mis primos huyeron sobre la barda, luego de escuchar el tono de la abuela.

—Mamá, basta —intervino mi madre con convicción—. ¡Es lo que necesita! ¡Una figura paterna fuerte que lo enderece!

—¡¿Enderezarlo?! Ni que fuera planta. Óyeme bien, ¡él no necesita ser enderezado! ¡Él solo necesita ser aceptado y amado tal como es! —dijo la abuela, su voz áspera estaba llena de pasión—. ¡¿Qué pasa contigo, mujer?! ¡Piensa con la cabeza y no con la calentura!

—¡Estoy pensando en él, mamá! Quería avisarte nuestra decisión de emigrar, es todo.

Mamá tomó mi mano y me jaló con fuerza de regreso al interior para empacar nuestras cosas, nos siguieron Alfredo y su hijo. Atrás quedó la abuela Felicia sola y llorando, agarrándose el pecho con una mano como si le doliera el corazón.

Quizás así fue. Al día siguiente, no despertó. Dijeron que tuvo un infarto fulminante mientras dormía. Me sentí demasiado culpable, como si mi sola existencia hubiese sido la causa de su dolor.

—Fel, sabes que no fue tu culpa, ¿verdad? —dice Iván con suavidad.

Sigo acurrucada en el sofá, con la cabeza sobre las piernas de Iván, mientras peina mi cabello con sus manos, nuestras tazas vacías reposan sobre la mesa frente a mí.

—No estoy muy segura. Si no hubiese sido tan... diferente, tal vez mamá no se habría casado con Alfredo y la abuela no se habría disgustado tanto.

—Eso es una tontería, Fel. Ella te amaba tal como eres. Y su muerte no fue culpa tuya.

—¡Se enfadó con mamá por mí! —replico, fastidiada— Por ser este bicho raro...

—¡Basta, Fel! —Me regaña con voz firme—. Tu abuela era una mujer fuerte, sí, pero también era humana. Su muerte se debió a un infarto, ¡tú no lo provocaste! —Iván me mira a los ojos—. Tienes que dejar de culparte a ti misma.

—Es difícil, Iván. Más cuando pienso en Floris. Me siento como si siempre hiciera todo mal.

—Es porque priorizas a los demás, Fel. Intentas ser lo que otros quieren que seas. Pero no eres así. Eres única y especial, y la abuela Felicia te amaba por quién eres.

Un nudo se forma en mi garganta mientras Iván habla. Sus palabras son como un bálsamo para mi alma, aunque al mismo tiempo, resultan puntas filosas que se me encajan al pecho.

—Estoy seguro de que las cosas van a aclararse con Floris.

—Eso no lo sé, pero gracias, Iván. —le digo, con la voz temblorosa, él sonríe.

—No hay de qué, niña. ¿Para qué son los amigos?







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Hola, mis dulces corazones multicolor 💛 💚 💙 💜 💖 un placer volver a leernos, espero estén disfrutando hasta este punto y les haya gustado el cambio de enfoque. Sigan leyendo, nos leemos en la siguiente actu que, pos ya está disponible. Los loviu so mucho. 💖

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