Chapitre trois
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Las horas pasaron lentamente. El pelinegro sacó dinero de su billetera (aunque no sabía cuánto tenía, pero no le importaba) cuando una mano lo detuvo. El castaño negó con la cabeza y dejó el dinero debajo de un vaso.
Se rio al ver la expresión del otro.
Solo se miraron y el castaño, con una sonrisa, volvió a tomar su mano. Ambos salieron de la cafetería, se dirigieron a un estacionamiento de taxis, se miraron y, con un asentimiento de cabeza, subieron al vehículo para dirigirse al aeropuerto.
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No pasó mucho tiempo hasta que llegaron. El pelinegro volvió a sacar dinero de su billetera, pero una risita lo interrumpió. Vio cómo el castaño le tendió el dinero al taxista y sonrió, saliendo del coche junto a él. Se dirigieron hacia la entrada del aeropuerto, pero una preocupación invadió la mente del pelinegro: "¿Cómo voy a comprar el boleto si no hablo francés?" Suspiró y, sin pensarlo, detuvo al chico bonito, apretando su mano que seguía entrelazada con la suya.
—¿Sucede algo? —preguntó el castaño, notando su incomodidad.
—Sí, yo... no sé cómo pedir el boleto —la frase salió casi en un susurro.
El castaño le sonrió de nuevo, tranquilo. —No te preocupes, yo lo pido por ti.
—Gracias —susurró el pelinegro, sacando el dinero de su bolsillo.
El castaño asintió y se dirigió hacia la taquilla. El pelinegro esperó pacientemente hasta que el chico regresó.
—Listo —dijo el castaño, entregándole el boleto y el cambio. —Dijeron que si te retrasas, puedes esperar el siguiente vuelo. Hasta el último, si llegas a perderlo.
—Gracias —respondió el pelinegro, tomando las manos delicadas del castaño y dejando un suave beso en sus nudillos. El chico se sonrojó y soltó una risa nerviosa.
Se dirigieron a uno de los asientos a esperar el vuelo. El pelinegro le agradeció por todo y le dijo que no tenía por qué quedarse con él, pero el castaño negó.
No pasó mucho tiempo cuando anunciaron el primer vuelo. Este no tardó mucho en partir. Anunciaron otro, y este también se fue. El castaño lo miró con una expresión que decía claramente: "¡Debes irte!". Sin embargo, el pelinegro negó con una sonrisa.
Toda aquella magia se acabó cuando anunciaron el último vuelo a México. El pelinegro se levantó y se dirigió hacia la fila para abordar. Siguió conversando con el castaño, quien a veces tartamudeaba, se sonrojaba o soltaba pequeñas risas. Para el pelinegro, eso era lo más hermoso que había experimentado.
Un suspiro se escuchó. Quedaba solo una persona delante de ellos, pero algo lo detuvo. No quería irse. Quería quedarse con el castaño. Miró la larga fila, y aunque había tiempo, se apartó un poco y llevó al chico lejos.
—Gracias por todo —rozó suavemente su mano con la del castaño.
—No es nada, todo ha sido agradable —respondió el castaño.
—¿Te volveré a ver? —El pelinegro no pudo evitar que la tristeza se reflejara en su rostro.
El castaño hizo una mueca, mirando al pelinegro con una expresión pensativa. —No lo sé... Pero el destino nos dirá lo que tiene preparado, ¿no?
—Me gustaría volver a verte —murmuró el pelinegro, mordiendo su mejilla con tristeza.
—Igual a mí —sonrió, también triste.
El pelinegro cerró los ojos por un momento, inhaló profundo y, con un suspiro tembloroso, susurró: —¿Puedo abrazarte?
El castaño asintió, y en un suave movimiento, las manos del pelinegro fueron a parar en la pequeña y bien formada cintura del castaño, mientras los brazos de este lo rodearon por el cuello. El pelinegro enterró su nariz en el cuello del chico, sintiendo el dulce aroma a cereza que emanaba de él. Era el olor más bonito y reconfortante que había percibido.
Miró hacia la fila; solo quedaban dos personas.
Se separaron del abrazo. El pelinegro miró sus labios rojizos, y por un momento, casi se atrevió a besarlos. Pero no quería llevarse esa imagen a la cabeza, no quería sufrir por algo que no sabía si volvería a ocurrir. No era el momento. No aún. En lugar de eso, sus labios impactaron suavemente contra la mejilla roja del castaño. Luego lo abrazó por última vez antes de alejarse y dirigirse a la fila.
Era el último. Entregó su boleto y, al pasar por la entrada, levantó la mano para despedirse. Ambos sonrieron, tristes.
Su mente le gritaba: Eres un idiota, ve por él. Idiota, idiota mil veces idiota.
Un suspiro tembloroso escapó de sus labios. Las lágrimas comenzaron a resbalar por su rostro, y sus ojos se tornaron rojos.
Solo esperaba que el destino los volviera a unir, aunque a veces, el destino puede ser realmente injusto.
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