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Capítulo 9







M: Midnight Hour - Running away.



Bloomington, Indiana; Marzo del 2008.




Enric Andreev aseguraba que Thomas Dickinson y Lisandro Rocca en un tiempo no muy lejano, se convertirían en medallistas olímpicos. Lo único que le aterraba era saber que estarían compitiendo contra sí por diferentes países. Sin embargo, también tenía fe en esa amistad que, tras tres largos años de iniciada, podía jurar inquebrantable.

Eran pocas cosas las que solían apaciguar su emoción cuando cronometraba plusmarcas de aquellos muchachos. En la tabla que sujetaba fuertemente con la mano, llevaba anotaciones respecto del metro noventa y cuatro que medía Thomas y el metro noventa y dos que medía Lisandro. Le seguía Dwain, con su metro noventa, luego Austin, otro joven de menor categoría acuática. Todos significaban un completo orgullo para él, pero, aunque no lo admitía, era Thomas en el que había sembrado casi todas sus esperanzas.

Para Lisandro Rocca todo parecía ser sencillo. No obstante, Thomas, que provenía de los barrios de Indianápolis, de una familia humilde, pero con un futuro prometedor en los próximos juegos olímpicos, aún subía y bajaba excesivamente al respirar, lo cual significaba un tremendo error en el estilo braza. Sobre la última hoja de su tabla, también había escrito la fecha de las eliminatorias nacionales. Faltaban dos años para clasificaciones y cuatro para la gran prueba en la que el oro reflejaba la verdadera meta.

Lisandro vio de reojo cómo Enric revisaba su reloj de pulsera, pendiente de sus tiempos en el marcador; daban casi las cinco de la tarde. Acostumbrado a las contiendas contra sus propios compañeros, le había ganado a Thomas tres veces seguidas. Enric Andreev ordenó que se subieran a la plataforma de nuevo. Más de uno demostró que tenían los brazos y piernas abatidos, las fuerzas por los suelos y oyó de alguno, mientras nadaba hacia la escalerilla para obedecer la orden del entrenador, cómo espetaba improperios por lo bajo.

Thomas se lamentó apenas estuvieron frente a frente, seguros de que el castigo se les había impuesto por uno en especial del equipo. Comúnmente, entre ellos, no se podía mencionar que existiera algún tipo de rencilla, pero cuando Dwain pasó de largo junto a los dos, que estaban a punto de subir a sus peldaños, y chocó por "accidente" con el hombro de Lisandro, supieron que era inútil ignorar lo que se estaba volviendo tangible.

Lis decidió hacer caso omiso de aquella agresión; se escurrió con una mano el exceso de agua en el rostro y se acomodó el gorro sintético a la cabeza. El silbatazo para que no demoraran se escuchó con estrépito a sus espaldas. Thomas le extendió la mano para que sus puños chocaran, así que Lisandro comprendió su gesto como una disculpa porque era él quien tenía los músculos flojos. O sea que Thomas no alcanzaba el tiempo que en ese instante el entrenador requería.

Se colocaron en la posición habitual para lanzarse al interior de la piscina otra vez, pendientes del ligero oleaje en el agua; a lo lejos escuchaban los cuchicheos de un par de las chicas que seguían en el gran gimnasio de atletismo, donde se hallaba la piscina más simple; o al menos la que el entrenador consideraba de ese modo: medía cien metros.

Al arrojarse al agua, Lisandro pudo sentir la adrenalina que sus extremidades experimentaban cada vez. Resultaba una experiencia igual de estimulante siempre, como si, en cada salto, en cada aleteo, fuera la primera vez que gozaba de zambullirse en las hondas cálidas de la alberca. El reto del estilo braza consistía en que debían respirar correctamente sin perder velocidad; Thomas cometía el error de no inspirar aire tan alto como al nivel de sus hombros, por lo que acababa siempre segundos detrás de Lis, como volvió a sucederse llegando al final de la primera vuelta.

Cincuenta metros adelante, casi consciente de lo que hacía, Lisandro dejó que la extensión de su cuerpo no fuera acorde con el resto del movimiento que componía el estilo (brazada-respiración-patada-extensión). Thomas entonces pudo llevarle la ventaja por coma dos segundos. Tras la segunda vuelta, al sacar la cabeza del agua, observó cómo Enric soplaba con su silbato.

La práctica había terminado.

Thomas, en lugar de nadar hacia la escalerilla asió las manos del concreto repulido en la piscina. Hizo los visores hacia arriba de su cabeza con la izquierda, para después recargar su frente en la superficie fría de la alberca. Lisandro nadó, por debajo de la boya divisoria, hacia él.

—Estás en problemas —le susurró, dubitativo, Thomas, evitándolo por completo.

Nadó lento hacia la escalerilla. Lisandro lo secundó segundos después.

—Al agua. —Enric les ordenó a ambos, al ver que el resto del equipo se había retirado, señalándolos con el dedo índice—. Sin estupideces, Rocca.

—El marcador fue claro —respondió casi sin contemplar sus palabras—. ¿Cuál es el problema?

—Lis... —Thomas se acercó a él, al tanto de que era por su culpa que estaba molesto.

A veces, cuando sucedía, Thomas no alcanzaba a entender por qué se bloqueaba. Sentía que Enric no aceptaba que la natación había sido solo una alternativa para recibir un espacio en la universidad, que si bien era gubernamental, recibía muchos pedidos por el prestigio que la caracterizaba. Con la natación había asegurado una carrera decente con la cual podría defenderse. Sin embargo, lo que antes había sido una segunda idea para su vida, se estaba tornando en su vida totalmente.

Él no era como Lisandro o como Dwain, o como Fedra, quienes sí aspiraban a tener medallas olímpicas. Su ambición, por todo lo contrario a su mejor amigo, era terminar el colegio, como nunca nadie en su familia había podido hacer.

A pesar de que se lo había repetido varias veces, Lisandro parecía no entender que él se sentía culpable cada vez que el entrenador los comparaba; igualar la marca de Lisandro, que llevaba mezclada en su sangre como glóbulos rojos, blancos, plaquetas o plasma, era lo mismo que comprar un boleto de lotería con el deseo (mil a uno) de ganar. Y Thomas estaba cansado de insistir.

Lo único que Enric Andreev no toleraba de Lisandro era que no tenía beca con la cual poder amenazarlo; enarcó una ceja en su dirección, al tiempo que se cruzaba de brazos. Éstos se remarcaron en las extremidades, denotando tríceps y bíceps ejercitados y firmes sin importar que casi tuviera cincuenta años. Lis le devolvió el gesto, pero alzó su ceja derecha, demostrándole que una injusticia como le parecía extenuar a Thomas hasta el hartazgo, para él no pasaba desapercibida.

—Imagínate que están en Londres —le dijo, con una sonrisa de oreja a oreja.

Lo que Lisandro y Thomas veían en su rostro no era una máscara de diversión; sino más bien una careta de furia retenida. El entrenador sabía controlar sus más altivas actitudes, sobre todo frente a ellos, que a veces le sacaban de sus casillas.

Thomas evadió la mirada del ruso, mientras se sacudía el agua de los cabellos.

—Pero no lo estamos —fue Lisandro quien lo retó—, llevamos cuatro horas aquí y Thomas hace el mismo tiempo, salvo unas variantes, cada vez. ¿Qué seguimos esperando?

—Tiene que superar el tuyo —gruñó Enric, remarcando las erres de la última sílaba en la palabra «superar»—, quiero fuera el tuyo y estamos listos.

—¿Listos para qué? —terció Thomas, confundido.

Lisandro admiraba la inocencia de Thomas. El entrenador, como su mentor, muchas veces le había contado cómo se formaba un buen nadador. No eran los títulos previos ni la excelencia académica, sino la fortaleza representativa a la hora de competir contra cualquiera (incluso si este cualquiera era su mejor amigo).

Thomas sintió alivio de que Franco no estuviese en la lista de los competidores para nacionales. Pero la tranquilidad se esfumó de su sistema tan pronto el entrenador volvió a hablar:

—Mariposa —se limitó a decir el ruso, para rápido añadir—: Lárguense ya.

Lisandro no se detuvo a escuchar ninguna de las preguntas de Thomas. Sabía que no era experto en un estilo que a él le había costado mucho lograr.

Escuchó los pasos a sus espaldas, la voz ronca de Thomas y el habitual sonido de sus pies descalzos en el suelo. Bajaron la plataforma hacia los vestidores; afuera ya había anochecido, comenzaba a soplar el viento de la noche y los alumnos se retiraban de sus quehaceres en las bibliotecas de la universidad.

En las duchas, mientras los otros salían, Thomas le miraba de vez en cuando; desde hacía unos días Lisandro estaba extraño, como si no tuviera el mismo respeto por el deporte que tanto quería. Se levantaba primero que ellos, iba a correr un poco en el campus y regresaba para alistarse e ir a las siete clases diarias.

Estuvo a punto de preguntar qué sucedía, pero antes de que siquiera articulara bien su cuestión Lisandro se le adelantó:

—Catalina me contó.

El goteo que caía por las regaderas se volvió trepidante. Thomas creyó que tenía problemas de audición, mas se convenció a sí mismo que había escuchado perfectamente bien: «Catalina me contó». Entonces comprendió el silencio escrupuloso en el que Lisandro se encontraba. Ese día era miércoles, cinco días luego de la fiesta en la fraternidad.

No hubo necesidad alguna de que Lis dijese qué cosa le había contado Cati.

—¿Le contaste a Franco?

Lisandro, que tenía los ojos cerrados y las palmas recargadas en el muro, la cabeza agachada de modo que el agua le caía como un chorro unánime en la nuca y se le deslizaba por la espalda, pensó en su primo, en el porqué de que no le hubiese tenido la misma confianza que a Thomas.

—Ya —acotó Thomas, a sabiendas de que Lisandro, de nuevo, había decidido no hablar con su otro mejor amigo por obvias razones: no le gustaba el tono que usaba en cuanto a Catalina se refería—, ¿fue como pensaste?

No sabía cómo era eso. Muchas veces había creído que cuando supiera, la verdad le iba a dar libertad, pero no era así y, luego de cavilar y darle las vueltas suficientes, estuvo casi seguro de que Cat no le había dicho la verdad completamente.

Thomas se enjugó el agua de los ojos. Analizó la actitud de su amigo el día de la fiesta, para ver si hallaba algo que le fuera de ayuda a comprender. Lo hizo. Recordó a Catalina abrazada de Soledad, llorando a mares, cuando ellos habían ido a buscarlo.

—Fue peor —suspiró Lisandro.

Giró la perilla para detener el flujo de agua.

—¿Tú qué dijiste? —se interesó el otro joven.

—¿Qué habrías dicho tú? —Se había acercado a la barra de la que colgaban sus respectivas toallas; se aseguró de que no hubiera nadie mirando a los lados y secándose la nuca al mismo tiempo, farfulló—: Imagínatelo: le pides a una chica que sea tu novia porque estás loco por ella, pero resulta que es tan superficial como no querías darte cuenta, y sí, en lugar de estar con alguien como tú, un completo don nadie, está acostándose con un tipo cualquiera. En una fiesta cualquiera. En un puto día que no tiene nada de especial. Ahora dime, ¿qué habrías dicho tú?

Jamás, en el tiempo que tenía conociéndolo, por mucho o poco que fuera, le había oído hablar con tanto resentimiento. También le dolió aprender de los errores. Supo que subestimar a una chica que parecía tan dulce había sido el suyo.

No pudieron hablar más. Lisandro porque se había terminado las energías al espetar más de la cuenta y Thomas porque en realidad no sabía qué decir que lograra hacer sentir mejor a su amigo. Atinó a terminar de bañarse y acompañarlo a estirar un poco los músculos, luego irían a hacer su proyecto pendiente. Ambos estudiaban arquitectura.

Tenía la sensación de que un puño se le había metido a la fuerza en la garganta. La tráquea de su cuello parecía más apretada, como si de pronto no le quedara más. Lisandro se puso la ropa interior, mientras analizaba aquel sentimiento que durante tanto tiempo no había podido explotar; estaba iracundo, con una rabia aflorando de su cuerpo, a través de los poros de su piel y flotando sobre sí mismo.

Respiró hondo, para calmarse, pero estaba claro que, tras hablar de Catalina como si no fuera más la chica por la que siempre había añorado tanto, ese día había sido uno de los peores de su semana; Lis lo apiló con el resto de sus días de categoría terrible, que eran ya bastantes.

Thomas se estaba vistiendo también. Supuso que su silencio se debía a que lo conocía demasiado. Sin duda alguna, aunque Francesco era su primo, Thomas era su mejor amigo. Le gustaba llamarlos a ambos igual, pero Lis sabía que Thomas era su más mejor amigo. Tanto que prefería escucharlo que exigirle respuestas que no tenía, como seguro haría Franco si se enterara de que Catalina sí era quien ellos pensaban.



*



Pese a que tenía la intención de comer Catalina no conseguía engullir ni una parte de su ensalada de berros. Soledad había estado tecleando en su celular, sin poner mucha atención a lo perdida que su amiga estaba en ese instante. En la barra del Benny's había una pareja comiendo. La chica sonreía y el tipo no dejaba de hablar. Supuso que estaban riéndose de algún chiste.

Mientras seguía admirando su alrededor contempló la idea de retirarse al complejo, en busca de estar a solas en su habitación sintiendo lástima de sí misma, como ya era común aquellos días. Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando percibió la piel áspera de unas yemas sobre su mano. Era Dwain, que se sentaba junto a ella a la mesa.

Su cabello se notaba todavía húmedo, lo que significaba que acababan de terminar su práctica diaria, siendo que ellas habían entrenado solamente dos horas esa misma tarde.

—¿Acabas de salir? —Era un mero formalismo preguntarlo con tal de obtener de aquel chico la información que necesitaba.

Dwain simuló una sonrisa al ver que Sol le dirigía una mirada cuestionante; tenía las mejillas encendidas por un extraño rubor que hacían de su apariencia una terrible y rubicunda sombra de ira. Dwain sabía que no le caía nada bien; su altanería y soberbia se habían convertido, durante un tiempo, en aquello que nadie podía pasar por alto.

Soledad enarcó una ceja hacia él, y Dwain se percató de que estaba sumergido en su mente, consciente de que seguía pensando en Lisandro y en el cómo tenía el valor para retar a Enric.

—Enric quiere que Thomas alcance la marca de Rocca —susurró, se arremangó la camisa desde las mancuernillas hasta los codos, con la cabeza gacha y sus verdaderas intenciones al respecto guardadas bajo mil hipocresías.

—Está loco —apuntó Soledad, reprimiendo una sonrisa—, Lisandro fue entrenado por uno de los mejores de Italia, alcanzar su desempeño es un suicidio para alguien que solo nada por hobbie, como Thomas.

—Pues Enric dice que es el único que puede vencer a Lisandro. Lo cual es bastante lógico. Lisandro es italiano, no significa más que prestigio para la universidad, pero si Thomas llegase a entrar en el equipo olímpico... Enric sería el entrenador de una leyenda nueva para los Estados Unidos.

Conforme ellos discutían la supuesta imprudencia del entrenador, Catalina sopesaba las situaciones tan distintas de sus compañeros. En aquellos años, se había dado cuenta de que cada uno tenía razones diferentes para estar en el equipo, aunque las únicas ambiciosas fueran las de Fedra y Lisandro, quienes eran, para desgracia de Enric, de nacionalidad distinta a la norteamericana.

Ella, por su parte, no aspiraba a entrar nunca en el equipo olímpico de España, a pesar de que sus padres la alentaban al respecto. Sus propias expectativas estaban tan menguadas que se perdían entre la costumbre; llevaba un itinerario demasiado pesado, materias exuberantes que la hacían ocupar hasta el más mínimo segundo de su tiempo, cuando no estaba en el centro de atletismo dentro del agua.

Casi pudo oír a Enric bufar en su cabeza al ver que Thomas perdía vez tras vez contra Lisandro. En ese justo momento de pensarlo, oyó que Dwain hablaba un detalle que le pareció diferente al resto de su plática monótona:

—¿Cómo dijiste? —inquirió, excitada, sin poder evitar agitarse y que ambos, Dwain y Sol, notaran la euforia que nacía de su pregunta.

—... Que Lisandro se dejó ganar para que el entrenador le diera paz a Thomas por hoy (y a nosotros) —respondió el muchacho.

Dwain era suficientemente listo como para haber pasado por alto el interés de Catalina por Lisandro. Sin embargo, consiguió fingir que no importaba porque, a ciencia cierta, no era con Cati con quien tenía que zanjar ese asunto. Desde su punto de vista, Dwain consideró la posibilidad que seguía teniendo con Cat, por muy remota que esta fuera y llegó a la conclusión de que Lisandro era el único, aunque no sabía bien por qué, impedimento entre ellos.

Una de las alegres meseras del restaurante le dejó un refresco de cola sobre la mesa, para retirarse después, no sin antes obsequiarle una mirada coqueta, enmarcada por un abaniqueo de sus largas y negras pestañas. Dwain no pudo prestar atención a la chica, pero sí observó a Cat quien ahora charlaba con Soledad, abiertamente instigada a decir que Lisandro era tan leal de Thomas que ni siquiera le importaba tener un problema con su entrenador.

Dwain decidió que hacer quedar a Lisandro no era su más verídica intención.

—Si me lo preguntan es de un estúpido molestar a quien podría arruinarte la carrera —dijo, lanzando de ese modo toda la ponzoña que pudiese tener en la lengua.

Catalina lo miró con un dejo de extrañeza. No era una de esas miradas confusas, más bien se trataba de un gesto superfluo, pertinente de cuando sabía que en parte era su culpa el resquemor que Dwain pudiese sentir hacia Lisandro.

—Es una suerte saber que no te lo estamos preguntando —Fue Sol quien se interpuso, pero Cat no dejó de mirar al chico de apariencia delicadamente apuesta a su lado—, tal vez es que Lisandro tiene los pantalones de delatar la injusticia.

—A quien no le ha costado nada en la vida no sabe lo que es la injusticia, Sol —añadió él, seguro de sus palabras.

Para Catalina resultaba difícil no inclinarse a ver el lado de Lisandro, mas supo que allí, en ese lugar lleno de gente y atareado de olores grasosos, un sitio en el que se sentía sola, diminuta, ya no podía estar sujeta a la creencia de que Lis se merecía cualquier alabanza por su parte. El punto de quiebre entre ambos se había suscitado, aunque le faltase decir la verdad más cruel que se había reservado en el corazón, rodeado de una gruesa capa de inseguridad.

Soledad se la quedó mirando, a la espera de que, como siempre, dijese algo en favor de la manzana de la discordia. No lo hizo, para sorpresa de la pelirroja, quien se vio acallada por la voz de Dwain que al ver bandera roja había continuado con sus acusaciones.

—No todos tenemos el mismo talento —aludió Soledad, que había clavado sus ojos directamente sobre Cat.

—Creer que el italiano es invencible es el mayor de nuestros errores —volvió a contradecir Dwain, con la hábil astucia de un ser escarnecido por el despecho—, ¿no, Cati?

—Sí, Cat —la increpó Sol—, ¿tú también piensas que Lisandro es ventajoso? ¿Piensas que sus padres le arreglaron la vida?

Cat permaneció en silencio. De repente, sintió que las ganas de estar allí se habían ido por completo. Soledad estaba molesta con ella por una razón muy justa.

—El entrenador nos hace lo mismo a nosotras —musitó en voz tan baja que Dwain y Sol apenas la habían escuchado—, Lisandro no debería retarlo. Es una autoridad, después de todo.

—Eso no fue lo que te pregunté —puntualizó su amiga, las cejas fruncidas y los ojos entornados—, Lisandro no es un niño rico con privilegios. Lo sabes.

—¿A qué te refieres? —se interesó Dwain, no pudiendo evitar que la contrariedad lo embargase por completo—. ¿Que su padre no es un hacendado o algo por el estilo?

—Su familia está al borde de la ruina... Catalina los conoce bien, y sabe que no es ningún niño privilegiado. Lo que tiene lo ha conseguido a base de esfuerzo, como todos nosotros.

Soledad se puso de pie. Al guardarse las manos en la sudadera del club negó con la cabeza antes de dejar a Cat en compañía de Dwain, quien era seguro la inundaría de preguntas. Comenzó a andar hacia la puerta a paso tranquilo, viendo a diestra y zurda, la cantidad pequeña de estudiantes que seguían mezclados en las mesas del local.

Se preguntó si la intención de Catalina al volver con Dwain era olvidarse, por segunda vez, del odio que Lisandro parecía enviarle con la mirada. Ella pensaba que dentro de todo ese asunto de mentiras y verdades a medias, Catalina seguía menospreciando la capacidad de Lisandro. Pero intentó, a pesar de sí misma, comprenderla.

Las pocas veces que había visto a Lis de frente lo había hecho con el ansia carcomiéndole la cabeza; le resultaba intimidante cada vez que, por equis o ye motivo, se cruzaban en la universidad o en el campus o en otro de los sitios que frecuentaban. Entonces se permitió justificar que Catalina tratara de poner su atención en otra cosa —en otro—, mucho antes de seguir imaginando que Lis la odiaba.

No obstante, sin importar lo que su compañera dijera, Sol presentía que esta vez la situación era diferente. Faltaban un par de semanas para las breves vacaciones de primavera; sabía que el valle de Gesso los esperaba porque Catalina la había invitado a la expo, con tal de no enfrentar sola a la familia de Lisandro... A uno de ellos en especial. Y danzando en el aire había más de una probabilidad de que eso que seguía pululando entre Cat y Lisandro se zanjara de una buena vez.

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