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Capítulo 7










M: Cubworld - My world.






Lisandro bajó las escaleras tan rápido que las piernas le punzaron. Las palabras de Catalina seguían transmitiéndose en su cabeza, de modo que las voces y la música que lo rodeaban se volvían solo ruidos inconexos, fragmentos de retahílas, preguntas a media voz. No volvió hacia el patio ni tampoco se dio media vuelta para notar que Cati lo seguía con pasos veloces.

Había una sola cosa en su cabeza: quería salir de la fraternidad, encerrarse en su habitación y dormir. Esa era la única manera en la que podría alejar lo que sentía, incluso, cada vez que sucedía, se obligaba a no soñar, por muy incontrolable que la tarea fuese. Planeó que se levantaría más temprano que de costumbre, comenzaría a entrenar ni bien amaneciera, así estaría seguro de sí mismo, de nuevo, volvería a ignorar a Cati y se empeñaría en demostrar que no le importaba.

Aquel se le antojó el cuento de nunca acabar. Llegó a la acera donde habían estacionados varios automóviles. Era demasiado tarde, no llevaba puesto reloj ni se había molestado en observar alguno en la casa antes de salir.

—¡Lis! —No se detuvo al escucharla. Dentro de su cuerpo, tuvo ganas de comenzar a correr, pero una de sus más fieles características era que no le gustaba comportarse como un niño, sobre todo cuando la solución era más sencilla y satisfactoria—. ¡Detente, por favor!

Lo hizo. Pero no por obedecerla, sino por darse cuenta de que varios en la calle los estaban observando. Lisandro recordó que las fiestas en honor al club siempre eran las más concurridas. Seguía dándole la espalda con las ideas hechas una mezcla disforme; memorias adustas y eventos que no conseguía olvidar.

Catalina lo rodeó para poder mirarlo a la cara; estaba llorando. Lisandro no podía contener las ganas de gritarle que ese era el límite. La pregunta mágica yacía en su pecho, un tanto distante de ser indicada para salir a flote; en otro tiempo Lis habría comprendido que la desesperación que cubría los ademanes de Cati eran los que la habían llevado a confesar esa parte de su vida que los atormentaba a ambos.

Antes él había emprendido la difícil tarea de no pensarse egoísta aunque en el fondo sabía que lo era. La miró de pies a cabeza y se la imaginó, de tan solo quince años, entregándose a otro que no era él. No comprendió qué era lo que le dolía más. Una parte de su mente parecía en el limbo de la confusión, a un paso de desatornillarse por completo. La otra era la que palpitaba con fuerza, la que le aconsejaba sacarla de su vida.

Esa parte de sí mismo le decía que Catalina era como muchas de su tipo. Como su hermano Vittorio, a quien no le interesaba nunca lo que los demás pensaran. Pero, si era así, ¿por qué se había inscrito en la misma universidad que él? Caviló unos segundos, mientras la veía sollozar, las lágrimas surcando sus mejillas encendidas por el ejercicio.

—Esperaste un año —le dijo, en voz tan baja que Catalina negó con la cabeza, atareada—, tú hubieras podido ingresar un año antes que yo.

—Nunca supe cómo decirte —confesó ella. Dio un paso hacia él—, tú dijiste que no te importaba nada que tuviera que ver conmigo. Me inscribí porque siempre te quise...

—Pero no como yo te quería.

Catalina sacudió la cabeza, de izquierda a derecha, despacio porque le pesaba confesar que en aquel entonces lo que sentía por él era algo de niños. Se pensó la más miserable de las personas, tan insoportable que resintió vivir en su propia piel.

—¿Es eso? —inquirió Lisandro, una sonrisa en sus labios y las lágrimas a punto de desbordársele por las mejillas—. Era lástima. Es lástima.

—No —se apuró a responder Catalina. Tenía que verlo directamente a los ojos, pero él se ocultaba, necesitaba ver si había en ellos lo que tanto temía, si había repugnancia—, la verdad es que nunca he sabido. He vivido bajo burbujas de perfección todo el tiempo y desde hace ocho años todo se fue desmoronando.

Le creyó. No porque ahora, de pronto, volviera a confiar, sino porque sabía lo que se sentía que, a tu alrededor, todo fuera desencajándose de a poco.

—Te voy a pedir un favor, Catalina. —La sujetó por los hombros con las dos manos, dándose más valor del que poseía. Lisandro admiró sus rasgos, los labios rosaditos y quebrados por el aire que ya había comenzado a calar—. Perdóname. Yo tengo la culpa de que esto se hubiera alargado así. No debí fingir que no me importabas... Pero ahora, ahora solo quiero que dejes de hablarme, deja de creer que seremos como los niños en la piscina. Yo ya no tengo nada que enseñarte y tú ya puedes seguir lo tuyo... Como sea y con quien sea. Te lo suplico. Déjame en paz.

La soltó tan rápido que a Catalina le languidecieron las rodillas. Caminó hacia el frente, junto a un auto y se recargó en el cofre, las manos tan tembleques que no podía amortiguar bien las palmas sobre la superficie. Y lloró. Dejó que el llanto no se sofocara, que brotara desde lo más amargo de su interior; el nudo en el estómago floreció como si fuera magia, abriéndose paso a través de la garganta, los gemidos surgían uno tras otro.

Quería tirarse al suelo, gritar o pedir consuelo a la tierra; no contó los minutos que habían pasado ni se dio cuenta de que alguien que la conocía le llevó recado a Soledad, quien se recargó en la parrilla del auto junto a ella minutos después, de brazos cruzados, en un silencio anodino que a Catalina le sirvió como recordatorio. Se tiró sobre ella, para que la abrazara y la hiciera sentir como siempre.

—¿Nos vamos? —le sugirió con sutileza la pelirroja—. Hace frío y si el entrenador sabe que nos quedamos más de las dos nos mata...

Podía detectar en su voz el tono de burla, pero no se sintió más ligera. Por el contrario, ir hacia el club se convirtió en un vaticinio tortuoso. Se dejó guiar en la misma dirección por la que Lisandro se había ido poco antes de dejarla allí, a media calle, con las ilusiones destrozadas y el corazón sumido en un infierno apabullante.



—No está —le susurró Francesco, mientras paseaba por el patio, el jardín y la alberca, la vista azulina. Thomas se irguió de su asiento, preocupado ahora sí—. Hay que irnos...

El otro joven se despidió del resto, anunciando que debían hacer caso de las indicaciones del entrenador. Conforme recorrían el pasillo, sacó su móvil; marcó los dígitos que componían el teléfono de Lisandro, pero no recibió respuesta. De hecho sonaba como si se lo hubiera apagado, redirigiendo la llamada directo al buzón de voz.

Permaneció un par de metros atrás de Francesco para no tener que ir haciendo conjeturas todo el camino. Al salir de la fraternidad, un par de metros alejadas de la acera, Soledad y Catalina permanecían abrazadas, como si la primera estuviera acorazando a la segunda. Sin darse cuenta realmente ambos habían apretado el paso, pasándolas de largo sin dirigirles la mirada.

Fue Franco quien se giró, sin dejar de avanzar, para lanzarle una de esas miradas de acusación, como un breve instante de «te lo dije» filtrado en sus ojos que por la oscuridad de la calle parecían de un azul marino intenso. Thomas negó con la cabeza mientras guardaba su móvil en el bolsillo delantero de su pantalón. A esa altura había pensado ya en un par de posibilidades.

Luego de tanto tiempo Thomas no había conseguido evitar crearse su propia opinión sobre Catalina, con respecto de su modo de actuar. Suspiró al recordar que siempre pasaba lo mismo. Lisandro parecía no dejar de lado ese sentimiento que a ninguno les hacía bien. Al final de las cuentas, pensó, nada de aquello valía la pena; pero no podía mentir, a él quien le preocupaba era Lisandro porque Catalina no daba señales de madurar ni un poco.

El último tramo hacia el club lo recorrieron casi al trote, apresurados por cerciorarse del bienestar de Lis. Era obvio que no tenían ni la menor idea del cómo realmente estaban ya pasando las cosas, de cómo se habían invertido las situaciones y de cómo Lisandro había tomado la decisión de dejar de ser el bufón de una mujer que nunca le había querido.



Tal vez él tenía parte de la culpa. La había presionado al besarla, al exigirle una caricia que no era suya y que en ningún momento, hasta tenerla así de cerca ocho años atrás, habría previsto. La presionó tanto, supuso, que ella se había refugiado en otros brazos, para huir de ese miedo a un compromiso eterno con él.

Quizá no debía tomarse tan en serio los asuntos sentimentales, como era notorio hacía Cati; la verdad es que Lisandro no quería darse cuenta de que su voluntad era nula cuando se trataba de ella. Contempló una vez más el techo oscurecido, una sombra de luz que amortiguó en la ventana y se dirigió hacia una de las esquinas del cuarto, iluminándolo parcialmente para luego esfumarse tan rápido como había venido.

La fiesta de la lavanda o izop, como se lo conocía en Italia, se celebraba en Cúneo, en el valle de Gesso donde se encontraba la casa de campo de su tío Romualdo, padre de Franco; había sido en el caudal del río en esa provincia que Lisandro había aprendido a nadar, en compañía de su hermano Vittorio. No entendió el motivo por el cual ahora, precisamente ahora, la familia de Cati iría.

Se visualizó a sí mismo, haciendo frente a algo de lo que quería huir. No obstante, la sola idea de encarar a los hermanos de Cat le hacía vibrar cada extremidad del cuerpo. Mucho tiempo atrás no hubiera querido ni mirarlos al rostro, pero ahora él también había crecido y no se sentiría intimidado. Si se daba el caso, les diría que ya lo sabía. O tal vez no sabía nada. Tal vez Catalina había mentido, como siempre...

Iría por cumplir su papel de aparentar vivir en una de las familias más respetadas de Italia, consciente del gran teatro que se armaba cuando su madre intentaba pavonearse de sus pequeños logros; nunca le había visto nadar, pero delante de la sociedad, fingía que conocía todo de su hijo menor, por el que siempre, aunque nunca entendió por qué, había tenido un repelús inexplicable.

Erika, la madre de Francesco, incluso la señora Medinaceli, eran todo lo contrario a lo que Rita era: Lisandro no sabía, a la fecha, lo que era recibir ese cariño materno por el que una mujer sufre tantas cosas. No. Para él, la independencia había sido la única salida. Un tiempo, cuando era pequeño, había creído que el fin de sus padres al tenerlo se debía a que siempre habían supuesto el tipo de persona que sería Vittorio Rocca: irresponsable, consentido y arrabalero, el polo opuesto a sí mismo.

La voz de Matteo Rocca, conforme iba acumulando más resquemor contra su hermano, retumbó en su cavidad craneal, como un eco estentóreo que se batía en su cerebro causándole jaqueca. Recordó por qué estaba en Bloomington, cientos de kilómetros alejado de su país natal. Recordó que si se había marchado, si había dejado atrás la hacienda de la que siempre había estado enamorado, era simplemente porque no quería odiarlos, porque se había obligado a respetar las decisiones de su familia demostrando que sin dinero, él era y seguiría siendo el mismo de siempre.

Aunque estuviera roto por dentro, como un vaso caído al suelo con estrépito y al que se había tratado de enmendar con los años; las grietas, sin embargo, estaban allí, en ciertas partes de su alma, dejando salir sus debilidades a flote. El olor a lavanda era tan eterno en su nariz, como si frente a él se extendieran los senderos y se dibujaran los rayos de un sol exiguo en el cielo. Cerró los ojos, para saborear la memoria de esos días en los que solía comparar el aroma de la lavanda con Catalina.

Ni siquiera si se lo proponía podía separar un olor del otro; ni una figura de la otra, por alguna razón, la relación entre ella y los senderos era perpetua, no parecía languidecer ni querer hacerlo. Se estaba convirtiendo en una obsesión cruel, abrogada únicamente por su otra pasión, en la que había resuelto poner toda su capacidad mental, sin ánimo de dejarse un respiro para pensarla, para soñar que en un futuro podría tenerla cerca.

Estaba cansado, harto, fastidiado de repetirse que Catalina no era suya, que nunca lo sería.



—¿Qué te dijo entonces? —indagó Soledad, con miedo de hacerla llorar luego de haberla consolado hasta que se tranquilizase.

Catalina estaba sentada en su cama, con la espalda recargada en el muro de color crema. Tenían la luz encendida y ella podía observar a la perfección las píldoras que yacían al fondo del bote amarillo. Respiró profundo al oír que Sol la increpaba.

—Que no volviera a hablarle. —Le regaló una mirada fugaz, pero a Sol le bastó para ver lo acuosas que estaban sus pupilas—. Tengo hecha mierda el alma...

Cerró los párpados, mientras un par de lágrimas escurridizas viajaban por sus mejillas y se perdían bajo su mentón.

—Al menos se lo dijiste todo, ¿no? —consideró la pelirroja, recargada en una viga cercana a la ventana—. ¿Cat? ¿Le dijiste todo a Lisandro?

Se miraron en secreto, como si ambas supieran al mismo tiempo que Catalina seguía sin ser sincera del todo.

—No me dejó —gimoteó—, apenas le dije lo primero salió corriendo de allí, Sol... Ni siquiera me miró a los ojos, se escondió como si fuera yo una... Es que lo jodí, ¿te das cuenta? ¡Lo jodí!

—¿Te puedo preguntar algo? ¿De mejor amigas?

Catalina no podía negarse, no cuando Soledad siempre estaba para ella, no cuando sentía que se iba a caer a pedazos hasta que no quedase nada. Atinó a mover la cabeza porque las palabras se le habían acumulado en la garganta revueltas con el dolor y las lágrimas.

Soledad la admiró con atención, sus facciones delicadas, como de muñeca de porcelana; el cabello enmarañado mal sujeto en una coleta torcida y sus ojos hinchados... De tanto llorar.

—¿Qué sientes por él?

Clavó sus pupilas sobre su amiga, al tanto de que era obligatorio que respondiera. Pero no podía. No lo sabía. O quizá lo sabía pero le daba vergüenza responder. Estaba confundida, dolida y desesperada; no conseguía dilucidar por dónde comenzar a enmendar ese error, por dónde ir con él o cómo decirle que lo sentía, que lo sentía y que la perdonara.

Soledad sonrió, un gesto que Catalina presintió como un augurio a la tempestad. Lo cierto era que su vida se había materializado en las tragedias desde hacía mucho. Su hermano había quedado ciego por su culpa, Axel era padre soltero y su hermana menor era una desgracia entera, siempre dando problemas.

Catalina se preguntó por qué si tenían tan buenos padres, ellos no paraban de darles malas rachas.

—Todo —admitió, la vista perdida en el techo alumbrado con una nitidez amarillenta—. No hay parte de mí que no sienta algo por él. Mental, espiritual y sexualmente.

—¿Has escuchado la frase "si amas algo déjalo ir..."?

Soledad pensaba mucho como su madre. Tan certera y honesta; con deseos libérrimos y conductas perfectas, siempre sabiendo cómo manejarse. Analey le había dicho lo mismo cuando se había enterado de la muerte del abuelo Rocca, porque ella moría por buscar a Lisandro y sin embargo no lo había hecho.

Pero no sabía cómo hacerlo. No sabía cómo seguir con su vida cuando su mente le pedía que lo amara de pies a cabeza.

—¿Cómo hago eso? —inquirió.

Sol no respondió al percibir la suavidad en la voz de la chica al frente; volteó la cabeza para mirar por la ventana, la oscuridad del patio. El gran roble se mecía lentamente con el viento ligero y danzaba con las formas siniestras que traía la noche. Era muy tarde ya. Las luces en todo el campus habían mutado en puntitos en la lejanía, como estrellas en el cielo decembrino en Indianápolis.

—Empieza por dejar de mentir —musitó Soledad. Avanzó hacia su cama, fatigada mentalmente. Se dejó caer en el colchón con todas sus energías—. Hay errores que no se pueden enmendar, Cati. Dentro de todo lo que ves en Lis, ¿qué hace que no dejes de quererle?

Tantas cosas. El silencio invadió la habitación. Catalina gateó sobre su cama, hacia el interruptor que se encontraba junto a un perchero. Apagó la luz y se metió debajo de las sábanas. Pero no cerró los ojos. Lisandro era aquel hombre que, desde que se habían hecho adolescentes y ambos le habían dado, juntos, la mano a esa sensación de deseo palpable, significaba peligro en su vida; siempre había creído que era el tipo de hombre que le haría daño.

No fue sino hasta que se vio con él, con ese otro, que supo lo intrincada de la situación. Sabía muy bien que quien significaba peligro era ella. Ella lo había traicionado y había roto ese lazo exquisito que Lisandro había formado para los dos en el agua, como una conexión que antes había sentido irrompible.



Francesco se quitó los Vans sin dejar de mirar a Lisandro a través de la oscuridad. Thomas, al ver que se encontraba en su habitación, recostado y tan tranquilo, se había retirado sin preguntar nada. Era cosa de familia lo que venía.

Si algo conseguía molestar a Franco era que Lisandro fingiera. Se desprendió de la sudadera y se quitó el pantalón de mezclilla para luego enfundarse un pans de algodón. Pensó en esperar hasta el día siguiente, pero no podía, tenía que saber qué estaba pasando.

—¿Por qué no nos dijiste que te ibas? —lo increpó, esforzándose por sonar calmado.

Cuando la verdad era que se encontraba furioso.

—Parecían entretenidos —habló Lis, dando la apariencia de dormitar.

—¿Sucedió algo...?

—No.

—Lisandro... vi a Catalina llorar.

En ese momento abrió los ojos, no se irguió ni se movió en la cama. Se limitó a mirar la lámpara apagada en el techo, a oír la voz de su cabeza que le decía «falta poco». Para esos días, a Lisandro le gustaba imaginar que cuando dejara la universidad y entrara de lleno, si lo escogían, en el equipo olímpico de Italia, no tendría más tiempo de sufrir. Por eso anhelaba que esos meses que seguían se fueran corredizos.

—¿Y? —ironizó.

—¿Pasó algo entre ustedes?

—Francesco, ¿tienes una idea de lo irritante que puedes llegar a ser? —le dijo su primo, escandalizado.

Fran negó con la cabeza, emulando una sonrisa que se le esfumó rápido de los labios.

—También la vi con Dwain —comentó, al tiempo que tragaba saliva.

—¿Y? De nuevo —respondió Lisandro—. ¿Cuándo comenzó Catalina a pedirme permiso para tener amantes?

Amantes. Él había dicho amantes. Francesco oyó e hizo como si no hubiera escuchado. El veneno manar de la voz de Lis era nuevo, contenido, tal vez; pero se lamentó al instante por estar enojado así con él, por motivos que ciertamente no le incumbían.

—Querrás decir su novio —intentó corregirlo.

—Lo que sea —añadió Lis, volvió a cerrar los ojos.

Franco se tiró en la cama y cruzó sus brazos detrás de la nunca, arrepentido por haber sacado a colación un tema que estaba ardiendo. No quería que Lisandro se quemara otra vez... Ya había perdido a una hermana.

—Lo lamento —susurró el de cabello negro—. Sé que no te comprendo, pero...

—Tranquilo, Fran. Se acabó.

—Eres un pésimo mentiroso.

—Los dos sabemos que dices y preguntas estupideces. —Lisandro ladeó la cabeza, mas no alcanzaba a distinguir la figura de Francesco en la cama. Se encontró sonriendo porque sabía que no estaba solo, aunque a veces se sintiera así—. Ya estoy a sus rechazos y a mi baja autoestima.

No supo cómo responder. Francesco suspiró hondo, mientras abanicaba los párpados con pesadez.

—El tiempo lo arreglará todo —analizó Francesco.

—Esa mentira me la dejé de creer cuando Ilse decía lo mismo, ¿lo recuerdas? Ella siempre decía que el tiempo le daría la razón, que Vittorio sentaría cabeza y que maduraría.

—Pero tú no eres cobarde como Ilse, Lisandro —le dijo, la voz pasiva, a punto de extinguirse entre los lapsos del sueño—. Eres la persona más valiente que conozco. Si yo estuviera en tu lugar me habría vuelto loco ya...

Se cernió la quietud. Lisandro intentó visualizarse a sí mismo, ver los rescoldos que le quedaban por subsanar. Tuvo que aceptar que con lo ocurrido, con esa cruel verdad que ahora formaba parte de sus más súbitos dolores, había retrocedido mucho, se había ido hacia atrás y ahora tenía que recorrer el camino a superarla de nuevo.

Sin embargo, se obligó a entender que no podría olvidarla. Pero sí podía fingir que la había olvidado.


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