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Capítulo 6










M: Brika - Expectations.











           

A Franco le gustaba salirse de su zona de confort de vez en cuando, sobre todo porque el hecho de charlar con más estudiantes que no pertenecieran al club los sacaba de la rutina a la que estaban acostumbrados. Era el único que sonreía y admiraba las paredes de estuco, el recibidor y el hall principal de la fraternidad en la que se llevaba a cabo la fiesta; en el vestíbulo había un desfile de chicas que oscilaban en edades, pero él se creía inútil en el arte de adivinarlas; aquel era el talento de Thomas, que en ese momento parecía tener la mente a kilómetros de distancia.

Enric Andreev se había sentado con un colega en el fondo, junto a otros docentes de deportes. Los miró al tiempo que sonreía. Francesco intuyó que, mientras sus ojos se paseaban de arriba abajo en ellos, lo hacía para revisar que fueran ataviados como el reglamento del club lo pedía. Mucho tiempo antes se había convertido en una ley llevar encima como mínimo la sudadera del equipo, ya que les otorgaba cierta distinción entre los demás estudiantes del campus.

En efecto, Thomas, Lisandro y él se habían vestido con un jean de mezclilla, y la sudadera gris con franjas crema y carmesí; en la espalda se leía la gran ye que simbolizaba la naturaleza alrededor de Bloomington, aunque realmente nadie sabía con exactitud qué representaba. Enric soltó una carcajada que ellos escucharon a la perfección. Los muchachos, entendiendo el gesto como el permiso para entrar, enfilaron hacia el pasillo derecho, contrario a la dirección en la que yacía su mentor, que para entonces ya no estaba prestándoles atención.

—¿Quieren algo de beber? —les ofreció una chica rubia, vestida con el uniforme de las porristas, falda crema con tablas carmesí, o guindas.

Thomas le dijo que sí, pero sin poner atención realmente. Lisandro observó en derredor. El ruido proveniente de todos y de ningún lado lo había exasperado apenas poner un pie en la casa. Abundaban los chicos y las chicas, en todos los tamaños y complexiones, mas él se mostraba desinteresado. Estaba buscando a la misma de siempre.

—Ustedes están raros hoy —comentó Francesco. Miró su reloj de pulsera con el ceño fruncido. Eran apenas las once de la noche—. ¿Pasó algo en la competencia? —inquirió hacia Thomas.

Nadie tenía ganas de responder. Lisandro suspiró, un gesto que Francesco interpretó como un «no te va a gustar la respuesta». Su primo se limitó a negar con la cabeza, compungido. Se le atoró un improperio en la garganta cuando vio que ambos se miraban entre sí como si la opinión del tercero no importase en lo más mínimo.

Todos los miraban mientras caminaban en línea recta, apretujados entre la marea de gente que iba y venía por los pasillos y las habitaciones de la casa. Todos, y en especial Thomas, se sentían en el medio de un océano sin fin.

Ese era el problema con tener tantas ambiciones; dos años atrás, ninguno del equipo de veteranos del club de natación había resultado seleccionado para el equipo olímpico y allí todo mundo lo sabía. Francesco decía que era un viejo modo de promoción gratis. La universidad ya era conocida por sus grandes personalidades y en sus recuentos llevaban enlistados a deportistas galardonados; ellos no podían ser la excepción.

—Vamos al patio. —La chica volvió seguida de otro par de porristas, todas bonitas y con rostros maquillados pulcramente.

Los condujo al jardín trasero del edificio, que lindaba con la enorme construcción de la Fundación de Bloomington. Lisandro fue el primero en sentarse, junto a un camastro que se cobijaba por las sombras de dos tulíperos frondosos, árboles históricos y emblemáticos para Indiana desde hacía mucho tiempo. Francesco comenzó a charlar con las chicas. Thomas bebía del vaso rojo que la primera animadora le había dado.

Otros estudiantes estaban al fondo, junto a la barda que cerraba el acceso a la calle, más allá del filo de la piscina. Las luces de un par de faroles alumbraban el patio. Lisandro vio que una jardinera llena de claveles rosas adornaba el final de éste. Contempló el cielo despejado, la luna de marzo y sintió el aire fresco volcarse en su rostro. Había recargado la cabeza en el respaldo del camastro, para situar sus pensamientos lejos de aquel sitio en el que se respiraba la hipocresía.

—¿Qué piensas? —lo increpó Thomas luego de minutos que él estuvo sumergido sus pensamientos; se sintió desnudo de pronto, como si se lo hubiera sacado de un espacio sagrado e íntimo. Tuvo que recordarse que estaba a la intemperie.

Oyó las carcajadas de las chicas, más estudiantes hablaban a lo lejos, al fondo, a los lados y la música había aumentado en consideración; no supo distinguir las figuras al frente, eran miembros del equipo de fútbol que tonteaban y silbaban tras alagar a un par de chicas que se exhibían frente a ellos. Lisandro sintió asco. El mundo al que pertenecía, ciertamente, no era el que había deseado, pero su sueño estaba impregnado de la subversión para la que nadie, salvo Enric Andreev, le había preparado.

Acomodó la cabeza hacia a un lado de modo que podía ver las facciones de Thomas. Le extendió un vaso, el mismo del que él estaba bebiendo. El líquido le quemó en la garganta, pero le dio un poco de sopor a su cerebro; los ojos le escocieron cuando una ráfaga de aire se avecinó sobre ellos.

—Pienso en Londres —respondió tras meditarlo un poco; refiriéndose a los próximos juegos olímpicos—, pienso en las últimas palabras de Matteo.

—¿Sobre los sueños? —Lisandro asintió. Thomas se sabía de memoria aquellas palabras. La primera vez que se lo había contado no supo cómo reaccionar, pero allí, actualmente, se limitaba a sonreír.

Lisandro era un hombre complejo, difícil de entender.

A través de él, Thomas había conocido a Matteo Rocca; nadie tenía mejor percepción de él que Lisandro. Francesco hablaba con sentimentalismos, pero cuando Lis tocaba el tema, resultaba estremecedor: oírlo era descubrir la herida cicatrizada hacía mucho tiempo, el estupor de su voz y el cansancio en sus ojos. Se encontró mirándolo directamente, escudriñando el silencio en sus facciones, la melancolía que irradiaban sus pupilas.

—¿Van a decirme qué se traen ustedes? —preguntó Franco, acercándose a ellos con sigilo, las tres chicas seguían charlando, sin prestarles atención.

Lisandro volvió a beber de su vaso —el de Thomas— antes de regresárselo al dueño.

—Estoy cansado, es todo —admitió, sonriendo.

A Francesco le pareció que mentía, pero no dijo nada. Se levantó del camastro y les espetó que traería más bebidas. Una de las chicas le dijo que iría a con él.

El pasillo largo por el que antes habían venido ya no estaba desierto, ahora se encontraba bajo una gran concentración de cuerpos sudorosos, música y alcohol. Francesco saludó a Fedra, chica de la que nunca conseguía dejar de burlarse. A su lado seguía Charlotte y le sonrió, tan tímida como siempre. Francesco apenas y se fijó en sus ojos azules que le escudriñaron por completo. Al entrar en la cocina, adornada por cientos de vasos rojos, una cava de vinos y botanas desperdigadas en las mesillas, obtuvo una respuesta contundente a la pregunta que le había hecho a Lisandro.

Alcanzaba a ver el ala contigua a la sala, un parte destinada a retozar. La hermandad era masculina, exclusiva, así que la variedad de adornos fue claramente notoria. Había una pequeña sala, sillas reclinables y rostros que él conocía muy bien.

Toda su vida había querido a Catalina tanto como su cariño por Lisandro se lo había permitido. Pero él lo sabía. Conocía como a la palma de su mano a su primo. Era su hermano y le dolía ver que sufriera.

La porrista, que se llamaba Alana, le dijo que ella tomaría vasos y buscaría una botella. Le pidió que agarrara botanas de una alacena. Francesco meneó la cabeza para decirle que sí, esbozando una sonrisa que pronto le desfiguró el rostro al percatarse de que estaba en lo correcto.

En ese momento Catalina levantó la vista hacia él. Su mirada de ojos castaños lo hizo trastabillar. Apretó la quijada con fuerza, conteniendo la ira que se arraigaba contra ella en su pecho. Casi podía sentir los mismos celos que Lisandro. Él lo sabía. Sabía lo «maldita» que podía llegar a ser. Sabía lo que le hacía a Lisandro siempre, por eso se enfureció más. La vio ocultarse, mas supo que sabía por qué la miraba. Le dio gusto ver que la vergüenza se cernía sobre su rostro, al grado de que, a esa distancia, podía ver sus mejillas coloradas.

Dejó de mirarla cuando Dwain le echó un brazo por detrás de la nuca a ella, para luego besar sus mejillas. Francesco se frotó los ojos con los dedos de la mano izquierda, resuelto a dejar de lado lo que había visto. Recordó las caras de Thomas y Lisandro, por lo que de inmediato supuso el efecto de la competencia de esa tarde. Se preguntó si ese sería el suplicio de Lisandro hasta dejar la universidad; se preguntó, como por milésima vez, por qué simplemente no pasaba de ella.

No le suponía algo lógico. Para él, el amor, era un impedimento a la cordura, una piedra estorbosa que no se iba hasta destruirlo todo.

Alana volvió con la botella, tomó un paquete de vasos y él, después de sacar una bolsa de frituras, la siguió de vuelta al patio. Por alguna razón ajena a su conocimiento, Francesco sintió la mirada de varias personas en sus espaldas. No se giró para comprobarlo.

Cuando llegó otra vez al jardín de la piscina, no supo cómo pero consiguió sonreír, consiguió, cuando lo vio de frente, todavía repantigado en el camastro charlando sin mucho ánimo con las chicas y con Thomas, fingir que no se sentía iracundo, a punto de estallar.

Al sentarse, vio que más personas se sumaban a su círculo, Fedra y Charlotte, que se había sentado junto a Lisandro en una silla reclinable.











El corazón no le latía con un ritmo bueno. Catalina recordó las pastillas. Las había vuelto a cargar consigo; en su sudadera gris del club las guardó en uno de los bolsillos. En los ojos de Francesco había visto todo su miedo; le punzó una sien, producto de darle vueltas a la misma idea durante toda la tarde. Dwain hablaba de estupideces, como siempre, y ella, antes de ver a Franco, había conseguido poner atención, reírse de él internamente.

Negó con la cabeza ante una pregunta que no comprendió del todo. Continuó mirando el pasillo por el que Francesco se había marchado, no por él, sino porque sabía lo que eso significaba. Estaba segura de que, si ignoraba la música, oiría cómo los trozos de su cristalino corazón se precipitaban al vacío, del que no podría recuperarlos. Alguna vez, cuando rompieron, Dwain la había llamado frívola. Catalina se preguntó si ese sería el calificativo que Lisandro tendría, más pronto que tarde, para ella.

Intentó evocar los recuerdos de su primer año. Lisandro diciéndole que ya nunca volverían a ser como antes. Pese a que no sabía muy bien qué exactamente habían sido en el pasado, le había dolido en maneras que todavía no podía contrastar con ninguna otra. Mientras se mordía un labio, caviló lo que sucedería de ahí en más; era consciente de lo estúpida que debía verse recurriendo a un chico —a otro que no era Lisandro— que ni siquiera entendía la historia de su familia.

Bebió un poco de refresco en su vaso; un par de palabras de su voz ronca, ahogadas por la melancolía, se pasearon por su mente. Catalina se sentía como el peor de los chistes contados nunca. Además de la vergüenza de su familia era el desastre encarnado que había dejado a su hermano César en las tinieblas. Al remontarse hasta él, en la garganta se le acumularon las culpas, las lágrimas, el dolor. Se puso de pie, se disculpó y pensó en buscar un baño. Tenía que ver los medicamentos otra vez y mirarse al espejo, recordar por qué estaba allí, cómo había tomado ese valor e imaginar cómo enfrentaría la mirada grisácea de Lis.

El baño se encontraba escaleras arriba, en el segundopiso. El camino estaba entorpecido por muchos estudiantes, casi todos ebrios. No contó las puertas ni se fijó en la fila de espera, sino en los ojos que se clavaron sobre ella al adentrarse en la habitación contigua a los baños. Éstos, por una única noche, se habían dividido en dos secciones; Lisandro se estaba lavando las manos. Catalina supuso que al esconderse en sus pensamientos, no le había visto cruzar el corredor ni subir las escaleras de caoba.

Se relamió los labios, absorta en la confusión que la envolvía; tuvo más miedo que nunca. Él no disimuló ni un minuto su desconcierto, la interrogante en su rostro fue evidente. Avanzó con pasos diminutos hacia los cubículos, pero se detuvo. No supo cómo, ni por qué. Pero se había detenido para mirarlo. Él le correspondió de inmediato al tiempo que se secaba las manos con una servilleta que sacó del despachador.

—Axel me dijo que... —articuló Catalina—, mi padre va a colaborar este año en la expo. Óscar ya no puede solo.

Lisandro asintió, se cruzó de brazos conforme se acercaba a ella. Otras chicas entraron al cuarto, la puerta seguía abierta y ellos estaban a la mira de cualquiera que entrase en el baño. Al perderse detrás del muro que ocultaba los cubículos y las regaderas, Lisandro volvió sus ojos a ella, esta vez con cansancio. A Catalina se le asemejó a un filo punzocortante que se hundía en su corazón. Pudo ver la recriminación de sus ojos, pudo ver y sentir y volver a ver, antes de aceptarlo, el odio manar.

Por supuesto que la odiaba. Catalina se sintió más pequeña que nunca junto a él. Se sintió intimidada.

—Es bueno que allá no tengamos que fingir —aludió él en voz baja, vio que suspiraba, que le costaba hablar casi como a ella.

—Lis...

—Déjalo —la interrumpió, se colocó a su lado dando un par de zancadas.

Catalina olía a lavanda. Frunció el ceño al percibir su aroma. Vio más de cerca sus facciones, sus ojos caramelo y sus labios rosaditos, pendiente del temblor en sus párpados. A sus espaldas el movimiento de los que entraban y salían del baño, fingiendo que ellos no estaban, se volvía cada vez menos audible.

—Cuando ingresamos a...

—Te dije que lo dejes —amenazó él, su mirada más iracunda que antes—, no tienes que explicarme nada. Habíamos quedado en que soy un estúpido.

Lo último lo había dicho más para él que para ella, pero con la voz engolada. El par de chicas que se lavaban las manos los observaron con curiosidad.

—Perdóname —susurró Cati, mirándolo también.

Estaba indefensa frente a él, frente a sus ojos dulces y sus facciones de hastío. No podía evitar justificar sus manías intolerantes, ni sus enojos; cada vez que pensaba en lo que le había hecho le remordía la consciencia de pensar que no merecía su cariño. Tampoco podía negar que en su rostro había ciertos matices de las facciones de Vittorio y se odiaba más... más si se podía.

—¿Hoy te espera otro día de insomnio? Ah, no. Hoy dormirás acompañada —le dijo él, encolerizado. Catalina titubeó, pero no consiguió responder. En sus ojos Lisandro vio un dejo de dolor; se ahogó la maldición que le colgaba de la lengua. Prefirió desviar su mirada hacia el corredor por el que pasaban y caminaban más estudiantes, cada uno con sus propios problemas—. Creo que ya fue suficiente, Catalina —suspiró Lis, se encogió de hombros. Alzó una mano para apretarse el puente de la nariz—. No tienes que pedirme perdón por nada. Ni tampoco tener alguna consideración conmigo.

Catalina se mesó el cabello, acomodándolo hacia atrás del fleco. En ese instante Lisandro se dirigió a la salida. Lo siguió. A medio pasillo, Catalina detuvo a Lis por el brazo, en un esfuerzo de exhaustiva voluntad. Él se giró un poco, quedando de perfil, sin mirarla.

—No sabes cómo odio hacerte esto —le dijo, suave, sosteniéndole el brazo y mirándolo un poco hacia arriba—, pero tú no eres capaz de comprender.

—¿Hasta dónde vas a llegar con tus mentiras? —inquirió él.

Catalina afianzó más su palma al brazo firme de Lisandro, sintiendo y saboreando el choque eléctrico que le suponía tocarlo siquiera.

—Yo sé que... —Respiró profundo, cerrando los ojos para llenarse los pulmones de rabia, de valor—, quisiera poder decir al menos una verdad, pero tengo miedo de que me odies.

—¿Y qué crees que siento ahora? Cada vez que me acerco a ti tú construyes un maldito muro entre nosotros...

Ambos susurraban. Lisandro se hizo a un lado, pegándose a una pared del pasillo para no interferir el tránsito de los que subían y bajaban. Catalina lo imitó, resentida por el ardor en sus palmas, dolida por la ausencia del calor de su cuerpo.

—¿Me odias? —sollozó, sin poder contener las lágrimas—. Lo entendería... de veras.

Lis sonrió, mas el gesto no llegó a iluminar sus ojos grises, que por la nitidez de la luz parecían mezclados con verde olivo.

—No hace ninguna diferencia, Cati. Comprende. Lo que yo sienta no es importante...

—Sí, sí lo es —lo contradijo ella.

—No lo parece —se apresuró a reponer Lisandro, contrariado por su alusión—. Recordé cómo... recordé cuando te pedí que fueras mi novia, en los senderos, ¿lo recuerdas? —No recibió respuesta, pero tampoco hizo falta. Lisandro sabía que ella recordaba perfectamente—. Yo tuve la culpa porque no consideré que tú te podrías haber sentido diferente. Cuando te volví a ver entendí, Catalina. —La vio arrugar el entrecejo, una lágrima se le resbaló por la mejilla sonrosada. Quería con todas sus fuerzas abrazarla, deseaba enjugar el agua de su rostro y hacerle saber que por ningún motivo era capaz de odiarla, no cuando sentía lo que sentía por ella—. Me dolió que no estuvieras cuando Ilse se fue, cuando Matteo murió. Fue allí que me di cuenta de que ni siquiera habíamos sido amigos. Pero eso ya no importa, ¿o sí?

No respondió, al menos no a su pregunta. Se miraban a los ojos sin temor a que otros interrumpieran; era la primera vez en mucho tiempo que se enfrentaban de aquel modo, que compartían palabras que no estuviesen intrincadas. Ni uno ni otro pensaban en la posibilidad de dejar pasar esa oportunidad. La observó atento, trazando en su cabeza el límite que sus cuerpos tenían.

—¿Alguna vez ha importado de verdad? —preguntó Catalina.

Lisandro, como bien había dicho, entendió algo que se había ocultado durante casi ocho años. Tenía un sabor amargo en el paladar, le ardía la garganta y en la boca del estómago sintió un hoyo profundo, se imaginó cayendo al vacío, con las expectativas por los suelos.

Pero no podía echarse atrás; el pasado no iba a volver así él se arrepintiera mil veces por sus actos —o sus palabras.

—Creo que no. Me habrías escuchado.

No quería responder: porque Catalina tenía razón en ese aspecto. Era, en gran medida, también su culpa que la barrera entre ellos continuara de pie.

—Fue una manera de referir... —mintió, tras deglutir saliva ácida.

Cati sacudió la cabeza de manera rápida, dispuesta a refutar su embuste.

—No —dijo—, no fue una manera de referirte a nada. ¿Importó? Dime...

—Hay que hacer lo que te dije... dejémoslo ya.

—¿Dejarlo? Te voy a ver en Milán, frente a mi familia, aquí...

—Cat —sonrió él, abrió los ojos, con la zozobra taladrando su pecho—. Si un día tu familia te alejó de mí, fue lo mejor, tal vez —masculló, para luego corregir—: Estoy incompleto ¿sabes? Y en eso tú no tienes nada que ver.

Catalina frunció los labios. Deseaba hablar con él así, sentirse de ese modo: como hacía tanto.

—Yo también lo estoy —musitó, la voz quebrada totalmente—. Y sin embargo, aunque te hice lo que te hice, te preocupas por mí.

Las ganas de besarla se le incrustaron en la boca, en los labios y en el pecho. Lisandro trató de captar las facciones de Catalina, ese halo angelical que ella se empeñaba en ocultar bajo los secretos que no le decía. Lo mareó la suposición de que le concernían los detalles, de que tenían que ver con él sus tormentos.

Recapituló los años que habían muerto, pero que vivían y pululaban en su memoria como gases que le ahogaban cada vez más. Si la hubiera escuchado el primer año... Si no la hubiera alejado para fingir que no estaba loco por ella; quizá las cosas, entonces, serían diferentes. Pero se dijo, tras recordar que Dwain y Cat tenían algo, que no podía siquiera intentar descifrar las marañas del destino. Resolvió que aquella era una tarea absurda.

—Tuve un accidente el verano —Lisandro tuvo que acercarse más para oírla— que iríamos al liceo juntos.

Catalina dejó que las lágrimas se resbalasen por sus mejillas, sin intención de retenerlas. Había una parte de ella que no quería, pero Lisandro se alejaba, parecía cada vez un imposible más fortuito. Él cerró los ojos en el acto, perpetrando en su cuerpo la culpa por juzgarla, por suponer cosas estúpidas.

—Podrías haberlo dicho...

Ella negó con la cabeza, al tiempo que un gemido sonoro se le salía por la boca, cargado de frustración y vergüenza. Lisandro caviló si debía detenerla, porque le partía a la mitad el cuerpo solo ver que estaba así de mal por confesarse, pero en serio quería saber, quería compartir la oscuridad de ese pasado, porque lo sentía suyo aunque se negara, aunque los años se acumularan y ellos aparentaran ser ajenos...

—No —le espetó Catalina. Lo miró otra vez, colocó las yemas de sus dedos en el mentón para acariciarlo, para permitirse algo que no debía—, no podía.

—¿Por qué?

—Porque la estúpida soy yo, no tú —farfulló ella—, en la fiesta de recibimiento de Aníbal y César, cuando se graduaron... Pasó algo que molestó mucho a mi hermano, me hizo regresar a tirones a la casa, pero a medio camino... —La vio desviar la vista hacia un lado, con la mirada perdida en el piso, como si intentara reconocer los vestigios de su memoria—, sucedió. ¿Qué clase de persona soy, Lis?

—Es que no entiendo, Cati. —Lisandro no recordaba del todo a César, porque habían perdido el contacto luego de la última vez que ellos habían estado en Púrpura—. ¿Un accidente...?

—Después de esto, lo dejamos —añadió Catalina, señalándolo con el dedo índice. Lisandro apretó la quijada, se le tensaron los músculos de la boca y la mandíbula, pero asintió—. César me vio con alguien... Alguien que no eras tú. Se enojó, condujo hacia la casa. Estábamos peleando y yo... —se interrumpió al sollozar, más alto que antes—, mi hermano se quedó sin vista por mi culpa. Dormí con alguien ese día por primera vez... ¿Ahora lo entiendes?

No. Lo cierto era que no entendía. Se le llenaron los ojos de lágrimas y recordó cómo, en aquel verano cuando ella no había vuelto, supuso que un simple «no» hubiera bastado. Descubrió que esa era otra de las mentiras que se habían dicho para intentar olvidarla. Se creyó más imbécil que nunca y la voz de Rita Rocca se fundió con sus ilusiones, con los sueños que su abuelo le había pedido defender.

Estuvo más al tanto que nunca del lugar que siempre había jugado en la vida de Cati. Las expectativas se convertían en un pensamiento exiguo; imbuido por la lejanía de sus metas, por la imagen hecha trizas de «ella» con «otro» justo cuando pensaba que era pura y frágil; y se vio a sí mismo sin nadie, amando a una mujer que le rompía los esquemas todo el tiempo. Una mujer que nunca había sido sincera con él y que se empeñaba en formar parte de su vida.

Se metió las manos en los bolsillos de la sudadera, antes de decir—: Hay que dejarlo ya. Gracias por contarme, Catalina. Lamento lo de César. Lo lamento por él.

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